Argos y yo tenemos una relación difícil. Los días de sol, mientras tecleo sobre la mesa blanca del despacho, él se queda durmiendo en la terraza de tablones agrietados. De repente, se arranca a ladrar y yo salgo escopetado a reñirle. Eso hago, sí. Le llamo la atención y le invito a entrar en casa, a tumbarse en el colchón que tienen en nuestra habitación; le susurro promesas: que luego iremos a pasear; que jugaremos un rato con la pelota; que descanse, que el día es largo. Pero no soy muy duro, nunca, porque yo también debo molestar al perro con mis mierdas, y Argos no me riñe a mí: él lo soporta todo, estoico. Por esto, aunque sé que hago mal, algunas veces no salgo tras el perro, y le dejo alborotar un poco el vecindario: sin excesos. Hoy, se da esta situación que describo, porque se ha levantado tormenta, y Argos no soporta los truenos, y, durante esos segundos de desatención, le imagino hermanado con un perro sirio, un perro que ladra a las bombas, a los gritos de la gente, al absurdo de la lucha, sin advertir que cada estruendo podría ser su fin; y ladrando a la guerra, que lo despierta una y otra vez de su apacible paz, espero todavía un poco, pensando en que es maravilloso cómo los perros no cesan de preocuparse jamás por su orgullo herido. Y salgo fuera, y ladro con él.
Con los animales de compañía, está ocurriendo lo mismo. Cada día somos más conscientes de que no están ahí para hacernos compañía, de que no son un juguete, ni una cosa. Los animales son animales, y, al margen de todo lo que nos queda por aprender, empezamos a comprender que sienten, padecen y merecen un respeto que, en todas partes, y también en España, les llega tarde. Así, en nuestro día a día, nos toca desaprender: ni dueño ni propietario quizá, aunque se diga, ¿animal de compañía? ¿o de familia?, y, sobre todo, ¿cosa?, nunca más: en todo caso, ser. Pero mejor amigo o compañero.
Llorar por las cosas me parece propio de imbéciles, pero jamás me avergonzaría de hacerlo por mi familia.
¿Cosas? ¡De cosas nada!
A grandes rasgos, esas son dos realidades que encontramos en el lenguaje, y que están cambiando aquella que nos envuelve: las víctimas no mueren, sino que son asesinadas; los animales de compañía no pueden seguir siendo cosas, pues son parte fundamental de nuestra sociedad. Por supuesto, aquí se abre una grieta que aterra: ¿cómo seguir haciendo negocio con animales que no son cosas? Y, sobre todo, como señalaba con acierto Melisa Tuya el pasado martes:preocupa a muchos que perros y gatos seáis los embajadores de otros animales igualmente únicos, que también sienten, pero que nos pillan lejos, en macrogranjas y dehesas por ejemplo.
Stefano Mancuso es profesor asociado de la Universidad de Florencia, pero no es lingüista. Quizá por ello tuvo tan pocos reparos en crear un laboratorio de «neurobiología vegetal». En el microcosmos académico, el término puede tener sentido, ya que hace referencias a las técnicas aplicadas para el estudio de las plantas, cuyos procesos de análisis son muy similares si atendemos al modo en el que viajan las señales eléctricas de estos organismos.
Sin embargo, «neurobiología» también descontextualiza, porque no hay nervios, ni neuronas, ni sistema nervioso central a través del cual sufrir y vivir experiencias placenteras y dolorosas. No hay nada de eso, pero Mancuso, como Jack Schultz, se desmarcan a través de una corriente francamente provocativa dentro de la biología.
Un ejemplar de Shiba Inu que parece (muy) alegre.
En su interior, hay un concepto clave que sigue dormido. «¡Imagínate que las plantas sienten! ¡A ver qué come un vegano!», y risas. Pero no es complicado darle la vuelta a la tortilla —o a la omelette con harina de garbanzos— e imaginar qué papel tiene la sintiencia(sentience, en inglés) en todo esto.
-Me ha llamado la atención el término “neurobiología” vegetal. ¿Significa esto que las plantas tienen un sistema nervioso?
-No. Ese término nació para indicar que en el ámbito vegetal se pueden aplicar las mismas técnicas que en las neurociencias. Las plantas no tienes neuronas, ni nervios, pero si consideramos que las neuronas del cerebro de los animales son células que producen y transportan señales eléctricas, en las plantas la mayoría de las células ejercen este tipo de función. Y si nos fijamos en la raíz, vemos que hay una producción mayor que en el resto de la planta de células que transmiten señales eléctricas, por lo que sí que hay similitudes entre los dos reinos.
Fragmento de la entrevista a Stefano Mancuso en ABC 20/03/2015
La ciencia ha demostrado que para sentir debes ser consciente de lo que ocurre a tu alrededor(Ética Animal, 2012); entonces, puedes experimentar qué te sucede en un contexto determinado y, por ende, eres capaz de tener experiencias positivas y negativas. Bajo esta definición, se enmarca uno de los principales estandartes que restringe el especismo al reino animal y obvia, con razón, al vegetal.
En este caso, no sabemos si las plantas sufren, pero todo lo que sabemos de las plantas, nos hace imposible probar empíricamente ningún tipo de sufrimiento, y todo lo que sabemos de los animales, nos demuestra que un ser sintiente solo podrá ser aquel individuo con sistema nervioso central, constituido por el encéfalo y la médula espinal.
Dicho esto, ¡qué liberador sería para algunos pensar que aquellos que no querían hacer sufrir a otros seres —y que, socialmente, a menudo nos muestran como individuos radicales que se creen mejores que el resto—, son tan cómplices del perjuicio a terceros como cualquiera! Pero aquí, la ciencia no parece alcanzar para justificar este perverso argumento.
Así, siguiendo la misma línea en la que trabajo actualmente, no vamos a juzgar a nadie: hay (muchas) personas que piensan que el sufrimiento de un animal está justificado para su propia supervivencia, alimentación o comodidad, y otras (muchas) que no lo ven así; de cualquier modo, la sintiencia supone sufrimiento, e ignorarla, a su vez, especismo; algo que no podemos relacionar directamente con el uso de plantas.
¿Sienten dolor?
-Las plantas están diseñadas para ser comidas y el dolor es un mecanismo de defensa de los animales para huir del peligro. Las plantas no pueden moverse. No creo que sientan dolor, pero no hay evidencias en un sentido u otro.
Fragmento de la entrevista a Stefano Mancuso en ABC 20/03/2015
Aquí, pues, entra en juego otro concepto clave: la inteligencia. Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que cualquier ser «sintiente» cuenta con inteligencia, si bien queda para el debate saber cuántos tipos de inteligencia existen[1] y cuánto pesa nuestra subjetiva definición de inteligencia humana. Por supuesto, este es un campo nuevo en el que no hace mucho que hemos empezado a ahondar, pero que nos demuestra cuán conectados están tres conceptos que hemos empezado a no restringir únicamente a nuestra especie, como individualidad, inteligencia y sintiencia, y que han hecho que muchas personas nos replanteemos nuestra relación con otros seres vivos y con el entorno.
[1] No podemos obviar que, hasta hace pocas décadas, no se habían aceptado los múltiples tipos de inteligencia de los que hablaban Raymond Catell, Charles Spearman o Howard Gardner, y mucho menos se han adaptado estas a nuestras sociedades modernas.
Animal Ethics (2012). La relevancia de la sintiencia. Recuperado de: http://www.animal-ethics.org/relevancia-sintiencia-etica-animal-etica-especista-ambiental/
No sabía cómo presentar este artículo, menos aún qué título darle.¿Santuario Gaia y el jabalí doméstico?¿Los peligros más allá de la caza? Ni idea. Así que no seáis muy duros conmigo: ha salido lo que ha salido.
De los santuarios, lo que más me ha llamado siempre la atención es el interminable trabajo en pos de un bien común y el optimismo para afrontar una de las caras más negras del mundo; también dos de las burbujas en las que viven muchos de sus miembros y voluntarios: en especial, la moral y la emocional.
En lo que se refiere a la moral, la burbuja explotó, de nuevo, cuando el Movimiento Antitaurino de Lucha a favor de (algunos) animales quiso hacer una donación, a la que numerosos santuarios se negaron por varias razones (apoyo a la mal llamada «carne ecológica», por ejemplo, pero también homofobia y racismo por parte del colectivo), sin terminar de ver el doble rasero de aceptar apoyos económicos, anónimos y privados, e incluso no económicos, de personas que trabajan en Burger King, apoyan distintos grados de especismo (en realidad, todos lo hacemos) y, sobre todo, comen animales. Pero, al fin y al cabo, esta burbuja solo nos muestra las múltiples capas de nuestro mundo, e incluso la fragilidad de traicionar nuestras creencias sin darnos cuenta.
En ‘Vivir en la utopía’ explico mi punto de vista sobre por qué son necesarios los santuarios de animales y qué error de concepto veo en algunos de ellos. Sin desmerecer (creo), en ningún momento, su asombrosa labor y todo el bien que aportan.
Fuera de esta burbuja, también existe naturaleza: donde se enmarca el tema principal del que hoy quiero hablar. Porque lejos de la interacción humana, de la buena y de la mala, la naturaleza también es. La naturaleza es cuando una manada de lobos atrapa a un jabalí, y cuando la madre de ese jabalí protege ferozmente a sus jabatos. También cuando un puma se come a un mono, y protege a la cría del mismo y, ¿por qué no?, es el interés mutuo que saben forjar animales domésticos —domesticados—, como el perro, el caballo, el gato o el conejo. Pero en la burbuja, el pensamiento, a veces, olvida esta naturaleza, y la naturaleza imbuida de un sentimiento romántico, a falta de una palabra mejor, que nos presenta animales que tienen que ser cuidados durante veinticuatro horas al día, vacas totalmente dependientes de su cuidador, patos que no podrán volar; y también cerdos, y vacas, y pollos que tienen demasiadas ganas de vivir.
En la península ibérica se encuentran dos subespecies de Sus scrofa salvaje: el Sus scrofa castilianus, en el norte, y el Sus scrofa baeticus, en el sur.
Yo apoyo la mayoría de estos casos. Como animalista, lo entiendo y lo respeto. Incluso aquellos que cuentan con una verdad demasiado romántica para mí: animales con patologías crónicas, en concreto. Cada vaca, cada gallina, pollo, cerdo, oveja, son un recordatorio de que los animales no están a nuestro servicio, de que tenemos que seguir preguntándonos por todo lo que se hace mal, y cambiar el modelo, y, en mi fuero interno, ayudar a que otros vean que no hay necesidad de comer animales ni de esclavizarlos.
El caso contrario es Sonia: un bebé jabalí: una jabata. Una cría que fue atropellada escapando de unos cazadores que habían matado a su madre y que ahora está en el Santuario Gaia. Sonia tiene miedo, y no confía en las personas; en palabras de los responsables: «Quizás ella nunca vuelva a confiar en los humanos, y no podamos disfrutar al acariciarla, pero aquí no estamos para eso, sino para darles una vida digna.»
Sonia, la jabata de Santuario Gaia.
Este es el límite. Mi límite. Aquí, paso palabra. Si alguien se ofende, lo siento mucho. Sonia es un jabalí, no un animal doméstico: Sonia no es un cerdo, es un jabalí; un animal silvestre, que no tiene que confiar en los humanos, que no tiene que ser acariciada por los humanos, y que no necesita del contacto con humanos para tener una vida digna (o feliz). Sonia es un animal que no debería estar en un santuario, sino en un centro de recuperación de vida salvaje, que debería ser reintroducida en su hábitat a la máxima brevedad, y sí, también quedar expuesta a la mano de un sanguinario cazador: «profesión» que desprecio, aunque no tanto como la del matarife.
Hay que cambiar miles de cosas a nuestro alrededor: ser más sostenibles, menos sanguinarios, menos crueles con la vida animal, pero no deberíamos intentar cambiar la naturaleza. Quizá llegue el día en el que tengamos que preocuparnos sobre cómo cambiar gran parte de la actividad del sector primario, y nuestra vida en común con especies caninas y felinas, y la moda, el ocio, la mal llamada cultura que tortura y asesina… y tantas otras cosas. Pero los jabalís seguirán siendo jabalís, y los lobos, lobos; y un animal silvestre, por mucho que podamos sociabilizarlo, seguirá contando con instintos salvajes durante miles de años (¿por qué querríamos domesticar a un jabalí? ya se hizo, y solo ha traído sufrimiento a los cerdos).
Por todo esto, es irresponsable contar con una cría de jabalí en un santuario de animales: para los habitantes, y, sobre todo, para el jabato, y un ejemplo más de que la historia de Christian, el León, se sigue repitiendo en el siglo XXI por culpa de un error similar: amar demasiado a los animales, y, a veces, amarlos como no deberíamos. Amarlos hasta el punto de traicionar, sin darnos cuenta, nuestra propia filosofía, que, en este caso, dice: «ofrecemos una segunda oportunidad a los animales considerados de granja que rescatamos de la explotación, abandono o maltrato.»
Actualización #1:
Informándome sobre este caso concreto, he podido leer en esta noticia del santuario que el brazo de Sonia quedó inutilizado, lo que, con toda seguridad, provocaba su difícil reintroducción en la vida silvestre. Sin embargo, no cambia la mayoría del resto de temas que toca el artículo, si bien considero que es un dato suficientemente ilustrativo para agregarlo a la entrada.
Hace medio año hablé sobre el veganismo aplicado a los perros. Lo hice en este mismo blog, en un artículo titulado El vegano desestructurado que no quería que su perro comiese chuletas, y lo hice a raíz de un fragmento de una de las múltiples conferencias de Gary Yourofsky sobre el tema.
Gary Yourofsky en una de sus conferencias para dar a conocer el veganismo. Una de sus frases más famosas es: «It is not your right – based on your traditions, your customs and your habits – to deny animals their freedom so you can harm them, enslave them and kill them. That’s not what rights are about. That’s injustice. There is no counter-argument to veganism. Accept it. Apologize for the way you’ve been living. Make amends and move forward.«
Un felino, cualquier felino, es carnívoro por definición, y un gato también. Un perro, cualquier perro, a su vez, es un bicho maravilloso, y ha desarrollado enzimas que le ayudan a digerir proteínas vegetales. Evidentemente, esto no los convierte en animales que pueden adaptarse a una dieta vegetariana, ni vegana; o por lo menos, no resulta beneficioso para ellos; hay otros que sí, como nosotros, pero no los perros ni los gatos.
Vamos, que esto empieza de la forma siguiente: el problema no es tener principios éticos, el problema es intentar imponerlos a la propia naturaleza. Desear que las cosas sean de un modo, y poner todo nuestro énfasis en creer y en luchar para que la hierba sea morada. Pero sin reparar en que, por mucha pintura que gastes, por mucho que colorees, los tallos seguirán saliendo verdes.
Deja que los animales sean animales
La primera opción es comprender que la mayoría de animales en el mundo no han sido domesticados, y no contribuir a ello. Es posible que la forma en la que una persona que se considera vegana más puede aportar a los animales, sea no teniendo mascotas.
Esto puede parecer ambivalente, o directamente extraño, pero Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito (Saint-Exupéry, 1943), acertó plenamente cuando escribió:
Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro. —Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado.
La naturaleza es autónoma, y casi siempre es salvaje, o agreste, o lo que nosotros hemos definido como salvaje y agreste porque no la entendíamos, o no nos parecía bien, o no nos interesaba de ese modo.
Uno de las noticias más interesantes sobre este tema puede leerse en Can dogs and cats be vegetarians?de Pete Wedderburn, en The Telegraph.
En este caso, quizá sea tan simple como no tener por mascota a animales que necesitan la carne de otros animales para vivir; y que se han adaptado a nuestra dieta, de un modo u otro a través de los siglos, o han caminado a nuestro lado. Así, podemos escoger herbívoros como mascotas, que los hay, u omnívoros, como los cerdos o los cuervos, que, al igual que nosotros, pueden o no consumir proteína animal.
¿Limitaremos su libertad de acción? Sí, claro, porque es un omnívoro oportunista, que, a diferencia de nosotros, no se mueve a través de la ética o la razón; pero eso no es distinto a cómo nuestras decisiones afectan a cualquier mascota que comparte su vida junto a nosotros.
Saber y ser consecuentes
En diez años, quince años, treinta años, nuestras mascotas (carnívoras) comerán carne cultivada in vitro, y, muy probablemente, el resto del mundo (aquellos que coman carne y/o pescado) también lo hagan.
La tecnología y el desarrollo moral tomarán la delantera, y tendremos una respuesta a todos estos temas de los que, hoy, muchos nos preocupamos. Un vegano podrá tener de mascota a un perro sin dilemas morales; un vegano podrá comer carne de animales y ser consecuente con su forma de pensamiento; pero siempre (¡siempre!) habrá incongruencias entre nuestra filosofía de vida y nuestro mundo.
Desde el momento en el que tienes un móvil, o por acción u omisión dañas algo que intentabas proteger, compras café que ha sido recogido a través de prácticas neocoloniales o, simplemente, te comes un Kit Kat o un Yatekomo de esos sin saber que el aceite de palma destruye el hábitat del chimpancé en África, e incluso sabiéndolo, estás contribuyendo a la desigualdad.
Relájate. Todos lo hacemos o lo hemos hecho. La cuestión es: ¿quieres hacerlo? ¿o quieres hacer lo que esté en tu mano para mejorar todo lo que está a tu alrededor? Muchos no concibimos que una persona que se define como animalista, pueda ser especista, pero los hay; ahí entra en juego la libertad individual, el conocimiento, y el desconocimiento, y la ideología individual.
Al final, todo se resume en mirar más allá de uno mismo, y buscar el camino que nos permita vivir, y afectar positivamente a lo que nos rodea.
Este es un texto original creado para Doblando tentáculos. Si te ha parecido interesante, quizá quieras adquirir en papel o en eBook De cómo los animales viven y mueren (Diversa Ediciones, 2016), mi primer libro de temática animalista que trata estos y otros muchos temas similares. ¡También está disponible en Amazon!
Este artículo puede contener opiniones que no compartes, pero está escrito desde el respeto y el deseo de empatía hacia todo el mundo: gente que come carne y pescado, gente que no lo hace, personas que trabajan en santuarios y refugios de animales, y otras que no se preocupan en absoluto por ellos. De igual modo, también se generaliza en algunos puntos, con el único fin de no alargar hasta el infinito los ejemplos, por lo que se requiere un poco de buena fe y retroalimentación en la lectura. Si no estás dispuesto(a) a hacer el esfuerzo, quizá no debas leerlo.
Por cierto, las imágenes no intentan restar seriedad al artículo, sino amenizar la lectura de este tocho de texto que trae a colación un gran número de temas de actualidad animalista.
La utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un futuro mejor.
Anatole France, escritor francés (1844-1924)
La literatura tiene un gran peso en mi vida. Desde que puedo recordar, me gusta escribir e inventar historias. De pequeño, escribía en una gran libreta con la portada en rojo; enfrente, mis clicks de Playmobil como protagonistas y, en definitiva, todo el mundo veía que era el rarito de los hermanos.
No demasiado tampoco, lo suficiente para preferir una recreación cutre de La isla del tesoro a entrechocar a los Madelman que conocimos mi hermano mayor y yo, y a los actualizados Action Man del pequeño (que también lo haría, supongo). Había niños que tenían sus juguetes favoritos, a mí me gustaba inventar historias: qué sentían, qué querían, qué les ocurría mientras intentaban conseguir a esa chica, ganar ese partido de fútbol del mundial (bueno, Oliver y Benji estaba ahí, y también el dream team del Barça) o salvar el mundo entre cuatro tortugas ninja, pero, como todo buen escritor, sabía que su destino estaba en mis manos.
J.D. Salinger en Bojack Horseman. Y recuerda:Hollywood Stars and Celebrities: What Do They Know? Do They Know Things? Let’s Find Out! ¡Otro éxito del señor Peanutbutter!
Años después, a mis veintipocos, el único libro de autoayuda que he leído en mi vida me ayudó a dejar de fumar. Era un manual adaptado de las charlas que Allen Carr había ofrecido durante décadas sobre su método Easyway. Lo más gracioso es que no fue un regalo para mí, sino que topé con él por casa de mis padres entre un cúmulo de buenos propósitos de alguien más: quizá mi madre, que aún es fumadora hoy, o alguno de mis hermanos. Mi padre, quien murió de cáncer de pulmón y metástasis cerebral en septiembre de 2010, nunca lo terminó de leer. Se decepcionó un poco al saber que, de todos modos, el escritor británico había muerto de cáncer (Benalmádena, 2006): sobre esto, no entendió que no era el qué, sino el cómo.
Y, por último, hace solo un par de años, encontré Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas en un escaparate de la calle Torrent de l’Olla; lo ojeé. Era un ensayo de los pocos sobre animalismo que se han traducido al español. Dio en el clavo. No me volví exactamente vegano; no me volví exactamente vegetariano (o quizá sí), pero supuso un cambio enorme en mi vida.
Hoy, gracias a todos estos puntos de inflexión recogidos en tres o cuatro párrafos, también escribo a diario, publico, e incluso sueño con ganar cuatro duros y poder convertir una pasión en un modo de vida. Por ello, no me atrevería a poner límites a la utopía como motor de cambio: pensar que algo es posible, por muy imposible que nos parezca, es aquello que lo convierte en una verdadera opción.
Homer Simpson y la utopía
Y aquí viene el cuarto pero de este artículo (y el más importante); ese giro de los acontecimientos que todo buen episodio de Los Simpson tenía hacia el cuarto o quinto minuto de visionado y que convertía la demolición del casino Monty Burns en un buen argumento para que Homer usara su chimenea para freír pollo y terminase, junto a Ned Flanders, casándose con unas «pilinguis» en Las Vegas.
¡QUE SÍ, TÍO, QUE QUIERO CASARME! ¡CASAAAAARME!
La objeción entre utopía y modo de vida llegó a mí con varias actualizaciones de uno de los santuarios que más admiro, el Santuario Gaia, ubicado cerca de Camprodón; un refugio que no solo tiene una enorme presencia en la red, sino que realiza un trabajo de voluntariado y modo de vida admirable.
En otras palabras, discutir no tiene nada de malo: está bien buscar tus límites, preservar tu punto de vista, ser consciente de que tú también te equivocas; solo es necesaria una buena dosis de empatía y de respeto, que fue lo que (parece ser que) le falló al M.A.L. al criticar no solo a la tauromaquia, sino también a los miles de gays que viven en este país y a los millones de personas que seguimos otra tendencia política en España.
En este caso, los santuarios adoptaron (acertadamente, para un servidor) filosofía similar a la del Bloque Aliado en los años cuarenta: Stalin es un loco de cojones, pero se está defendiendo y está abriendo una brecha (repleta de cadáveres, soviéticos y no soviéticos) por el este. No simpatizamos con él, pero no le diremos que está equivocado en equis cuestiones porque, en estas otras, para nosotros, justo ahora que ha acertado con algo. ¿Cómo te has quedado? ¡Menudas comparaciones de calité! ¿O no?
Santuarios de animales y veganismo
Los seres humanos serán más felices cuando encuentren caminos para vivir como las antiguas comunidades primitivas. Esa es mi utopía.
Kurt Vonnegut, escritor estadounidense (1922-2007)
Por lo que a mí respecta, solo hay un par de cosas que me preocupan al seguir algunas de las publicaciones del día a día de los santuarios (Gaia, Compasión Animal, el Hogar ProVegan, Wings of Heart…) y es la concepción de la naturaleza en su mismísima definición. Temo estar viendo cómo esa definición se humaniza en exceso, se impregna de buenas intenciones y se olvida del verdadero significado de animalismo, a sabiendas de que, por mucho que nos engañen, una palabra tiene siempre innumerables matices.
No me refiero al hecho de preocuparse por animales cojos, ni heridos, ni ciegos si cabe. Entiendo ese respeto que cualquier especie merece y que estos grupos comparten: una vida es una vida, y si es posible respetarla y salvarla, apoyo totalmente la filosofía vegana. No nos sacrifican cuando nos rompemos una pierna, o tenemos un grave accidente; el respeto por la vida humana es una de las premisas básicas de nuestra sociedad: a veces, hasta límites absurdos, como el caso de Ramón Sampedro. ¿Pero acaso es lícito destinar una vida al cuidado del resto? ¿Nos hemos planteado qué ocurriría si todos acogiésemos este modelo? ¿Seríamos más sostenibles o este sería inviable en todos los sentidos?
A veces, me gusta moverme entre lo políticamente correcto y lo incorrecto, pero esta no es una de esas veces. Esta vez, cuando leo sobre un gallo epiléptico que necesita 24 horas diarias de vigilancia, una oca que no puede caminar o una vaca que es totalmente dependiente, me pregunto cuándo ese amor por la naturaleza, ese animalismo férreo, se convirtió en sentimentalismo.
Somos uno de los países con más maltrato animal, y también con más santuarios de animales del mundo: por lo tanto, esto no solo es lícito, es lógico: necesario; los necesitamos, necesitamos cambiar como sociedad, pero también requerimos un modelo de cambio real, coherente, ampliable y replicable. Los santuarios no solo se enfrentan a una falta de conciencia colectiva por el sufrimiento animal y la industria alimentaria, sino también al grave hándicap de no solo tener que luchar por universalizar la adopción de un modo de vida totalmente legítimo que se basa en el respeto a cualquier ser que siente, sino también de plantar las bases de un mundo que no necesite de santuarios de animales, y pueda integrarlos dentro de un contexto global de nuestra sociedad.
M.A. Barracus navegando con su walkie-talkie a través de las radiofrecuencias más ochenteras. El joyero entero de Sissí Emperatriz que lleva al cuello mejora la cobertura en un 47 %.
Sin embargo, cuando contagiamos nuestra lucha de la atracción típica del lector de viajes, topamos con un escollo. El marketing —y hoy todo funciona, quieras o no, a través del marketing— nos dirá que nos detengamos ahí: cuanto mayor sea tu target, tu público objetivo, mayores serán los grupos que podrás segmentar adecuadamente, y también mayores los ingresos, los donativos y los interesados por tu proyecto; así funcionan muchos blogs de viajes: ofrecen una imagen idílica y una aventura hacia la que pocos se atreven a lanzarse, porque si todos escalásemos el Everest, viajásemos por Latinoamérica u organizásemos nuestro estilo de vida retransmitiendo por streaming aventuras y desventuras al estilo David Carradine en Kung Fu o el negro Barracus (M.A.) del Equipo A, no tendría nada de emocionante.
Aquí hay algo que chirría, pues. La creación de un santuario de animales no debe olvidar que no puede hacer de aquella frase tan famosasu motor (salvar a un animal no cambiará el mundo, pero cambiará su mundo), porque cambiar el mundo también requiere de colaboración, y de cambiar las cosas paso a paso: eso es algo que parece intrínseco en los santuarios, pero no siempre suficientemente visible.
Pero vamos un instante al caso anterior —el del Movimiento Antitaurino de Lucha queriendo repartir el botín de guerra entre sus aliados—; los santuarios no estuvieron de acuerdo, porque un gesto así —y aunque muchos no lo crean— perjudica más de lo que ayuda; ¿pero no ocurre lo mismo con los donativos de una persona que apoya a la industria cárnica?, ¿que consume productos de origen animal?
Esta es la primera parte: si la vida humana y animal es para un vegano igual de importante, y no aceptamos el dinero de una persona que no respeta la vida humana, ¿por qué si lo hacemos de alguien que no respeta la vida animal? ¿o del gobierno, quien ofrece donaciones a los santuarios e incentiva la creación de mataderos y otros centros industriales de procesado cárnico?
No obstante, aquí hablamos más de meritocracia de cara a la galería que de otra cosa. Al fin y al cabo, ningún santuario o refugio dirá que no a un donativo, a una ayuda privada; lo hará, y muy legítimamente, a sonreír, y a hacer el paripé en público por 500, 1.000 o 3.000 euros. Si se venden al capital, que sea a precio de oro. Pero lo lógico es no hacerlo, porque a un santuario de animales y a los integrantes que lo conforman les mueven otras cosas más allá de las oportunidades que se abren a su paso, y son la ética y la capacidad de ser consecuentes consigo mismos.
Estas imágenes pertenecen al Woodstock Farm Santuary, y no, cuando hablo de animales que han perdido su «animalidad» no me refiero a aquellos que necesitan una prótesis para vivir, o fisioterapia, sino a casos mucho más graves.
A su vez, esta utopía tan necesaria que ha fluido a lo largo de todo este (extenso) artículo no debería hacernos olvidar dos cosas: la primera, que cambiar el mundo paso a paso debe permitirnos seguir avanzando; si se quiere una sociedad que respete a los animales, no podemos embarrancar en ese espacio donde seguimos salvando a unos pocos «afortunados» que han sufrido su propio infierno: hay que crear conciencia, luchar contra el especismo, exigir que todos, los que comen carne y pescado y los que no lo hacemos, piensen en ello, y en un modelo más humano; la segunda, y quizá todavía más importante, dejar que los animales sean animales: por mucho que nos duela,unas ocas que no pueden caminar, quizá hayan perdido buena parte de su animalidad, y de su esencia; podemos cuidarlas, igual que a cualquier otro ser vivo, pero, desde la distancia, parece que no deberíamos perder de vista esos casos que nos impiden ver todo el mar de problemas a combatir que se abre frente a nosotros.
Uno de los eslóganes más tenaces con los que me he encontrado estaba en la página web del Santuario Gaia; decía: Por un mundo vegano, pero el mundo es lo que es; veganos solo podemos ser nosotros. Y esa es una de las ideas más importantes a retener si queremos un cambio.
Nos lo presentaron como algo nuevo, pero ya nos advirtieron que no podían hablar demasiado. Al cabo de un par de meses, supe que se trataba de un nuevo programa de Telecinco. Su nombre sería Vaya fauna y se presentaría como otro talent show que sumar a los ya existentes: Masterchef, La voz, ¡Quiero bailar!, etcétera.
Lo vi bien. Me parece genial crear ese vínculo especial entre personas y animales domésticos. Si bien de vez en cuando discuto (es decir, dialogo) con familiares y amigos que no entienden por qué enseñar a un perro obediencia, practicar algún truco con clicker o iniciarte en el dog dancing, el agility o el frisbee no tiene nada de malo. Lo veo total y absolutamente lógico, y defendible: yo le suelto premios a mi perro, mi perro aprende a pensar de un modo más creativo, gana memoria muscular y nos lo pasamos bien.
Cuando mi conocido nos presentó el concurso, además, dijo que su presentador era Christian Gálvez. ¡Este colabora con Galgos 112!, pensé. (Bueno, técnicamente, nos reímos un poco de lo poco que nos había gustado su doblaje de Napoleón en Assassin’s Creed Unity, y después pensé en los galgos, pero queda mal decirlo aquí.)
No vi el primer programa hasta varios días más tarde. Entonces, el revuelo ya estaba montado y no terminaba de entender el por qué. De golpe y porrazo, vi a Tima tocando la trompeta: no era la primera vez, aunque no era consciente. La había visto sentada junto a Iniesta en un sofá, en películas con José Coronado y en numerosos circos que habían aparecido en televisión.
Nadie había hablado de eso. La descripción del programa dice: cerditos que abren y cierran cajones, perros que encestan canastas, pajaritos funambulistas…No se decía nada de osos, o tigres, y eso me mosqueó.
La osa Tima toca la trompeta durante una sus actuaciones.
Días más tarde, un acertado Frank Cuesta (Frank de la jungla) subió a YouTube un vídeo dirigido a Christian Gálvez, en él hablaba sobre la complicidad que el programa y toda la gente involucrada mantenían con personas que no solo domaban animales salvajes, sino que lo hacían porque nosotros lo apoyábamos activamente con nuestra actitud. Sigue leyendo «‘¡Vaya fauna!’ (Cuestiones éticas a replantear)»→