Cinco de enero, una novela animalista y solidaria

caos-portada-cinco-de-enero - novela animalista solidaria

Este mes, por fin, he publicado Cinco de enero en Amazon Kindle (papel y digital). En la página de Caos, la novela tenéis toda la información, pero he decidido hacer un pequeño resumen en formato entrada, por si lo que queréis es darle caña al libro. 😉

Cinco de enero, una novela solidaria por los animales

Para resumir, en dos líneas:

Cinco de enero es una novela animalista que homenajea la historia de Caos, un perro que cambió mi vida para siempre. La historia narra parte del recorrido que compartí con un perro maltratado y abandonado entre 2012 y 2015, con el objetivo de concienciar sobre un problema social al que todavía debemos seguir haciendo frente.

Se trata de una novela de autoficción que lanzo junto a Ushuaia Ediciones este año, coincidiendo con el aniversario de los 10 años del inicio de esta aventura.

La historia la cuentan cinco voces distintas: Julio, Lena, Pedro —el padre de Lena—, el propio Caos y un narrador omnisciente, que aparecerá en algunos momentos de la historia. Conseguir un texto verosímil y, hasta cierto punto, coral en un texto de autoficción es una de las cosas que más me ha quitado el sueño. Si bien ninguna historia se escribe como se piensa en un inicio, estoy muy orgulloso del resultado final.

Dicho esto, Cinco de enero tiene una doble función:

  • por un lado, me gustaría concienciar y apoyar la lucha contra el abandono y el maltrato animal de perros, gatos y fauna
  • por el otro, quiero aportar mi granito de arena, donando gran parte de los beneficios de la novela (50 % de todas las regalías: tienes más info en el enlace de Caos, la novela)

Por último, he compartido los dos primeros capítulos del libro en el blog, porque quiero que cada lector esté seguro de que quiere invertir 2,99 o 9,90 euros, según la edición, y no solo cuente con la garantía de que gran parte de su inversión revertirá en beneficio de otros perros, y gatos, y proyectos animalistas, sino que va a leer y disfrutar de una buena historia.

Ojalá disfrutes leyendo casi tanto como yo escribiendo la historia de Caos, que tuve la gran suerte de que también fuese la mía.

J.

Cinco de enero - Novela animalista y solidaria
Portada de Cinco de Enero (Javier Ruiz, Ushuaia Ediciones, 2022).
cinco-de-enero-novela-animalista-solidaria2
Contraportada de Cinco de enero (Ushuaia Ediciones, 2022) con la sinopsis de la obra.

II. La silueta del ayer

Capítulo 2 - La silueta de ayer - Novela de Caos - Photo: Darwis Alwan (Pexels)

El coche frenó en seco y el cinturón restalló contra el tórax de Lena. De reojo, en lo que debió ser menos de un segundo, vio cómo su compañero cabeceaba con furia contra el salpicadero y, entonces, a ella el dolor se le enquistó en las cervicales. Se había golpeado contra el volante, pero ni un rasguño. La luna del vehículo se estaba empañando: se dio cuenta de que ambos hiperventilaban e intentó relajar su respiración.

Contó en silencio diez misisipis.

Después, deslizó la mano izquierda (que aún le temblaba) hacia la ventanilla y accionó el elevalunas para que entrase algo de aire del exterior. Delante, un perro cojeaba por el minúsculo arcén.

—No lo he visto —murmuró ella—. Estaba todo muy oscuro.

Lena sintió la mano de su chico en el hombro. Algunas lágrimas empezaron a conquistar la escena: miedo, nervios, lo que podía haber pasado, esas cosas. Ella abrió la puerta y bajó del coche intentando calmarse.

—No le has dado tú, Lena: es imposible. No se ha oído nada. Ese perro parece herido, pero ni le has rozado.

Julio salió del coche trastabillando: quizá era por las cervezas, quizá por el susto. Señaló las marcas en el hormigón, que confirmaron sus palabras: se veía con claridad cómo ella había corregido la dirección y frenado en seco invadiendo el carril contrario. A escasos diez metros, la sombra del perro se alejaba; los faros del Ford proyectaban en el pavimento una lengua colgando entre sonoros jadeos, una cola entre las patas, un balanceo que parecía anticipar un batacazo.

—¿Se habrá perdido? —preguntó ella.

Julio negó con la cabeza, no debía saber qué responder.

Lena miró alrededor. A la izquierda había un muro de ladrillo encalado que debía ocultar una finca que no podían ver, y solo un farol de pared, encendido, que parecía parpadear a causa del revoloteo de las polillas que cubrían el haz de luz; bajo el alumbrado, la puerta metálica de un garaje era la única entrada visible. A la derecha, pinos, matas, bosque, el sonido de un riachuelo. Olía a lluvia: a petricor, al aroma de una primavera demasiado seca y un verano que recién empezaba pasado por agua.

—¿Vamos a ver si podemos alcanzarle? —preguntó él.

—Sí, corre, que no se vaya lejos.

Fueron tras el perro con intención de salvar la poca distancia que el animal había recorrido. Debido a las curvas de la carretera, los faros del coche iluminaban solo unos pocos metros del camino, así que Lena no tardó en verse envuelta por la semioscuridad. La ausencia de luz le ayudó a relacionar conceptos:

—Hostia, las luces de emergencia —exclamó ella.

—Voy yo. Asegúrate de no correr tras el perro: acércate poco a poco, ¿eh?

Aunque ella odiaba esa faceta de sabelotodo, admitió que tenía razón. Cualquier animal herido podía ser imprevisible. A diez o quince pasos de distancia, el perro caminaba muy lentamente, renqueaba intentando no apartarse del arcén. Parecía la silueta de un triste ayer.

—Hola, guapo —dijo Lena con un deje de pena en la voz—. ¿Te has perdido?

El animal se dio la vuelta, asustado: temblando, estaba mojado y cubierto de barro. Lena fijó la vista en la trufa: pese a la oscuridad, se veía roja, y olía a infección. El perro volvió a alejarse: lento, patizambo, cojo. Lena se puso a su altura; de cerca, comprobó que era un mestizo (del tamaño de un pastor alemán y de una apariencia similar) cuya vida casi se podía descifrar. Sus orejas: una en alto, la otra inflamada y arrugada sobre sí misma; su cuello: soportando una cadena metálica sujeta a un mosquetón oxidado, ¿y su color? Su gris, que más tarde descubrirían que no era más que pelo muerto, estaba infestado de garrapatas.

 ***

Julio se limitó a observar desde el maletero del coche mientras se colocaba un chaleco reflectante de poliéster; el perro se acercaba a Lena con timidez.

—¿Lo habrán atropellado? —preguntó él.

La gravedad del timbre fue suficiente para alejar al animal fuera de su campo de visión. Varios metros más allá, Lena levantó uno de los dedos de la mano hacia su boca y chistó.

—Calla, tiene mucho miedo —susurró, tajante.

Julio perdió de vista a su mujer tras la curva. Subió al coche, maniobró para dejar el vehículo en el carril derecho y aparcó en el arcén. Apagó el motor, pero dejó encendidas las luces de emergencia y se obligó a caminar despacio hacia donde Lena ahora estaba acuclillada, muy cerca del animal. Apenas había luz allí: solo uno de los focos del Ford y la luna en cuarto creciente alumbraban algo a su chica.

—¿Qué te ha pasado, guapo? —repetía Lena—. ¿Te han abandonado? ¿Estás perdido? Quién te ha hecho esto, ¿eh?

Llamaba al perro, se incorporaba y se alejaba un par de pasos hacia el coche. De algún modo, ese baile resultaba hipnótico a los ojos de Julio: movimientos que fluían con naturalidad, como si ella llevara toda la vida salvando perros en las cunetas. Esa noche, estaba preciosa.

 ***

Cuando Lena consiguió atraer al mestizo a la altura del foco lleno de polillas, se sentó a esperarle en el arcén con las piernas cruzadas sobre sí mismas. Tras ella, se escuchó un suspiro cómplice. Lena advirtió que su marido estaba detrás. Desde el suelo, pudo ver a Julio, embutido ahora en un chaleco reflectante que le quedaba pequeño. Vigilaba la curva donde había frenado. Por fin, el perro hizo ademán de acercarse. Lo hizo sin dejar de mirar a los lados, reculando una y otra vez, y así un buen rato más, hasta que topó con las suaves caricias de una mano amiga.

Bajo los escasos metros que iluminaba ese farol de carretera, Lena comprendió que esa bola de pelo que la observaba con timidez había descubierto algo desconocido en su mundo: la bondad.

Es curioso la verdad, pero, por aquella carretera secundaria, no pasó ni un coche en todo ese tiempo. Como si ellos tres hubiesen caído en otra dimensión, o ese cachito de tierra y hormigón entre curva y curva se hubiese fragmentado de la realidad para ofrecer a ese perro malherido una segunda oportunidad.

Lena no dijo nada más; solo miró a los ojos de su marido y, de algún modo, se entendieron. Sentada en el arcén, y envuelta en un silencio que casi aplastaba la escena (solo el clic-clac de las luces de emergencia intentaba romper el embrujo y, a estas alturas, sus oídos ya se habían acostumbrado), ella gesticuló con sutileza hasta captar la atención de su chico.

Julio se acercó muy despacio; el perro emitió un grito sordo, pero, esta vez, no reculó. Su marido parecía concentrado en cada uno de sus movimientos, ligeros como ella nunca había visto; acciones que no pretendían más que resultar inofensivas a ojos del animal: otra mano que se acerca, un nuevo olor, una caricia, una palabra… Y, en la relativa oscuridad de la calzada, los dos intentaron traducir y dar sentido a una historia que acompañaba al mestizo: los ojos, hinchados de terror al más leve movimiento, el cuerpo rígido, bloqueado ante cualquier palabra que sintiese amenazante, y la trufa aún sangrando, pringando las manos de Julio y de Lena entre caricia y caricia.

Quién sabe cuánto tiempo pasaron allí sentados los tres.

En algún momento, Lena cerró los ojos. Al abrirlos, vio cómo Julio había alzado al perro en brazos, que, inmóvil, con los ojos como platos, se dejaba llevar. Lena se incorporó y se apresuró a abrir una de las puertas traseras del vehículo y Julio dejó al perro en los asientos grises de paño de tela; se sentó a su lado. Ella también subió al coche y arrancó el motor mientras pisaba el embrague; sonrió, algo triste, algo feliz. Por el rabillo del ojo, vio en el retrovisor central del Ford cómo Julio mal disimulaba un lagrimeo. El coche empezó a avanzar por la oscura carretera.

—Tendrías que haberlo cogido con una correa, ¿eh? Cualquier animal con miedo es imprevisible —señaló Lena con sorna.

Julio le apartó la mirada fijando los ojos en la ventanilla, donde el bosque se alejaba de ellos tres. Ella condujo callada los escasos dos kilómetros hasta la puerta de su casa y, entonces, ya en la urbanización donde residían, le pareció flotar en un limbo que solo comprenderán aquellas personas a quienes la vida se les revolucionó en un segundo.

Lena aún recuerda que, esa noche, el cielo era naranja, pero no recuerda el tono ni el porqué; lo que ha grabado a fuego en su mente es cómo ellos dos bebían, en silencio, de una imagen que ya no han podido olvidar: un perro mil leches que empezaba a descubrir que el género humano no solo podía contemplarse con horror.

Siguiente capítulo…
¡En eBook y en papel!

I. Érase una vez

Capítulo 1 - Érase una vez | Photo: Pexels, Ingo Joseph - BCN

Julio condujo a toda leche por la Ronda. Sonaba en la radio la canción esa del hawaiano gordo del ukelele. Tarareó algo inconexo que trataba de seguir el ritmo de la balada. Aparcó tarde y se arrastró por dentro del puerto de mercancías con la boca seca y pastosa y, en la napia, un olor a gasolina, queroseno y patatas fritas industriales al que resultaba imposible acostumbrarse. Todos sus días empezaban igual: como mucho, cambiaban de banda sonora y, a veces, ni eso.

Llegó al muelle del contradique con los guantes en las manos, el chaleco a medio poner y el casco apenas sujeto en la almendra. Llevaba más de tres años cargando cajas frente a esas aguas; esa mañana, que aún era noche, era su último día allí. El resto de la cuadrilla ya ocupaba sus puestos para la descarga de un buque chino. Julio se dispuso a trabajar, otra jornada más, esclavo de un sueldo, de unas obligaciones que no tenía muy claro cómo habían ido aumentando y aumentando: un alquiler, un frigorífico lleno, el seguro del coche. Pero eso le ocurría a todo dios, ¿no? ¿Por qué estaba tan cabreado entonces? ¿Por qué había tantas tardes, y tantas noches, en las que una cerveza se convertía en tres; una botella de vino en dos; un destilado en un perder la cuenta entre resacas?

—¡Hombre! Su majestad se ha dignado a venir a trabajar —exclamó Pérez, el capataz que dirigía al equipo entre semana.

El pelotón de estibadores se echó a reír. Entre las risas, Julio distinguió el estúpido cacareo del Gonzalo: menudo imbécil. Clavó los ojos en el tipejo ese (vaya careto de zarigüeya). En la dársena, los compañeros eran poco más que figuras a lo lejos: Marquitos ya había subido su panza hasta la grúa RMG, Antonio, el Torete, apilaba cajas con la carretilla elevadora Fiat (la de la mancha de diésel debajo del depósito). ¿Y Jorge? A saber qué estaba haciendo el Jorge con el bigote entre los contenedores de carga: fumaba, y asomaba unos ojos azules y despreocupados hacia la escena. El retaco del Gonzalo se limitaba a acompañar al capataz con la lengua metida en su culo.

Lo de siempre.

—Se ha alargado la gripe —gruñó Julio.

Las olas rompían contra las rocas y la maquinaria de carga no conseguía silenciar por completo la fuerza del viento y del mar.

—Sí que te has puesto enfermo este año, ¿eh? Te faltarán vitaminas, noi.

Julio, ausente.

—¿Qué toca hoy, Pérez?

—La reunión es a las seis, pelacanyes. Tres años y todavía no te entra en la mollera, ¿eh? Si es que quien no da pa más, no da pa más.

Julio cerró los ojos.

El encargado siguió largando gilipolleces, pero él rebobinó la escena y se topó con un Pérez gritándole:

—¡Pues tu gripe aún atufa a ginebra! Qué curioso, ¿eh? A eso le olía el coño a tu madre el otro día.

Había un madero en el suelo, y Julio lo cogió. Uno de los cargueros chinos hizo sonar tres pitidos largos de cuerno para abandonar el puerto. El sonido de las olas rompiendo en las rocas se volvió insoportable. Julio descargó la tabla contra las costillas del capataz; este lanzó un grito lastimero y cayó al agua atestada de detritos y basura.

Julio suspiró.

Abrió los ojos: ahí seguía Pérez, rugiendo mierdas al extremo del espigón del puerto, con las greñas grasientas que se le pegan siempre contra la nariz, el mono azul lleno de mugre, los ojos verdes de réptil que lo escrutan todo. Julio, inmóvil. El puño temblando. Pérez que calla entonces, calibrando las puyas con la experiencia de algún traspiés pasado: un silencio de esos que juzgan y, a veces, duelen más que las palabras. Frente a frente, parece preparar su lengua viperina entre esos rasgos de comadreja de mierda, como quien afila un puñal ante su víctima.

Julio intentó volver a atrapar en su mente la imagen del capataz perdiéndose entre las aguas putrefactas del puerto: un Pérez vencido, con el torso ensangrentado, con cuatro o cinco costillas rotas y los pulmones doloridos luchando por una bocanada de aire; subiendo a duras penas por una de las escalerillas de metal oxidado sujetas a la escollera. El espejismo se había desvanecido.

Pérez le palmeó el culo con mala hostia.

—A trabajar, chaval. Por la hora, tú hoy no te paras a desayunar hasta el mediodía. Así, de paso, me aprendes puntualidad.

Puto cuarentón con ínfulas.

Amanecía entonces, y a Julio le pareció que el sol salía por el este para tocarle los cojones.

***

Lena atendía por teléfono al supervisor regional de una compañía de seguros con la que trabajaba la correduría. ¿El nombre de la empresa?, lo había olvidado. El tío era un baboso, pero ella se conformaba con poner las palabras correctas donde el chaval la cagaba todo el tiempo. A Lena, no le encantaba su trabajo, pero le gustaba más que su vida.

A las dos se las había ingeniado para obligarse a comer rápido; después, algún curso: de cocina, de costura, como si es de canto gregoriano; para casa a media tarde, sacar a los perros un rato, cena, serie y a dormir. En piloto automático, pensando lo justo. Lo peor eran los fines de semana: tres de cada cuatro se convertían en discusiones; el otro intentaba no pasarlo con Julio.

Esa última semana en Barcelona se preguntó cientos de veces si era buena idea mudarse juntos a Mallorca: entre ellos seguía algo vivo, algo por lo que creía que valía la pena luchar, pero ¡uf!

A media mañana, llamó Julio: estaban invitados a cenar en casa de unos amigos. Que si nos mudamos en un par de días. Que si habrá que despedirse de la gente.  Que si hostias.

Por teléfono, ella:

—Vale, que tienes razón. Ya te he dicho que iremos.

—¿Paso después a buscarte por el despacho y subimos a casa? —Se oían gritos y sonido de maquinaria al otro lado de la línea.

Lena le puso alguna excusa que minutos después ya no recordaba, ir a pagar esto o a comprar aquello otro. En fin, que subiría en el tren.

—Saca a pasear a los perros.

Julio no dijo nada.

Antes de colgar, Lena miró la mesa de caoba repleta de expedientes; enfrente, tenía una caja con las cuatro cosas que se llevaba: su contrato, la rescisión y dos fotografías en marcos de plata idénticos. Una con sus padres y otra con Julio, besándose: estaba convencida de que ya no tenía los ojos tan azules ni el pelo tan brillante como la chica de la foto. Quizá por ello, esta última cada día estaba un poco más lejos y amenazaba dos o tres veces al día con estamparse contra el suelo de linóleo azul del despacho.

***

A las doce, Julio no podía más. Se sentía morir de cansancio. El sudor le goteaba en la cara y en el mono azul, los ojos escocían. Por llegar tarde, el hijoputa de Pérez le había obligado a cargar con más y más cajas de sus compañeros bajo el sol. Todavía no había probado bocado y ya sentía la bilis en la garganta: recordó un relato de Bukowski que empezaba así, pero amontonando jamones en los camiones de un matadero.

Un grito, una caja; otro grito, otra caja.

Después, llegó un breve parón a la sombra; el bocadillo (a solas), un trago de agua, un cigarro, y vuelta. Si los compañeros se lo permitían, se abstraía: pensaba en otras cosas; no importaba demasiado en qué. Esa mañana había estado dándole vueltas a la última discusión que había tenido con su mujer, y se había cabreado; lo imbécil que había sido irse a vivir fuera de la ciudad para terminar comiéndose dos atascos diarios, y más cabreo; ahora siempre estaba cabreado. Lena llorando, y gritando, y rompiendo contra el fregadero de la cocina las tazas que fueron su primer regalo de novios. En la cabeza, los consejos de su padre moribundo: ¡Estudia derecho, idiota! ¡Cagüendios!, eso sí que lo había cabreado. Pero cabreado trabajaba mejor, más rápido, y pensaba menos en qué coño hacía ahí; licenciado con una doble titulación en letras, mintiendo sobre su currículo, cargando la mierda que miles de chinos traían de China y anhelando un único cigarrillo para calmar un dolor entre las costillas que, antes o después, le cobraría peaje.

A las seis, cuando acabó el turno, pensó en mandar a todos a tomar por culo, pero se despidió, sin más: suele pasar. Después, Julio subió al coche y se largó.

***

El Ford que su padre le había dejado en herencia descansaba en doble fila junto a la Renfe de Molins de Rei. Calle peatonal, edificios de dos o tres plantas y un bar Sport (de los miles que hay por España) que miraba hacia las escaleras de la estación.

Julio fumaba apoyado en el maletero plateado del vehículo: la vista perdida entre los letreros de los comercios. La calle desértica para la hora. Una estatua fea y abstracta de bronce presidía la plaza. Tres niños correteaban por el empedrado y una anciana, que le recordó a Paloma San Basilio, les perseguía para regañarles por jugar cerca de la carretera.

Lena apareció en la puerta de la terminal con un par de bolsas de El Corte Inglés. El pelo largo y rizado, de un rubio cenizo, y vestida de trabajo, con camisa color hueso y pantalones de pinza que dejaban ver sus tobillos: de esos pantalones por los que Julio creía que ambos compartían el odio. Quizá no solo él había cambiado.

El beso de rigor, y al coche.

***

De camino a San Andrés de la Barca, donde vivían sus amigos, Julio pensó en cómo un beso podía describir su relación: cómoda, era la palabra que se le ocurría, y no le gustaba un pelo. ¿Dónde habían quedado los besos cómplices?, de afecto, de amigos, de deseo. Por relaciones anteriores, sabía que la pasión es solo una fase, que no es posible perderse en ella por mucho tiempo, pero ¡joder! y, envuelto en estos pensamientos, maniobró a lo largo de las curvas de la urbanización a la que se dirigían.

Aparcó en la calle y escuchó voces conocidas.

Todavía en el coche:

—¿Estás bien, Lena?

(¿Por qué diría eso?)

Lena respondió con una sonrisa que él advirtió fingida.

Podemos irnos, pensó, aunque no dijo nada.

Entraron, pero no voy a narrar esa parte de la noche. No vale la pena. Me limitaré a decirte que a Julio le pasó el tiempo volado y que Lena completó unas cuantas frases de su marido, rio, bebió, charló con unos y con otros. A veces, en público, ella casi parecía feliz; después, tras las cortinas, la sonrisa quebraba. La tristeza abisal que no siempre encontraba pretextos, y aquella que sí, la del idiota borracho que tenía a su lado, las promesas que se hunden, el bebé.

Abrazos y besos, despedidas, palabras al aire.

Que si ya vendréis a vernos.

Podéis venir alguna vez vosotros también, ¿eh?

Esas cosas.

Quizá la conversación en la calle se hubiera alargado un poco más si la noche no hubiera sido fría pese a la entrada del verano. En algún momento, Lena desapareció y acercó la berlina hasta allí. De pie, junto al coche, Julio agradeció el fin de algo en silencio. Los amigos delante: Pablo, con sus entradas cada vez más pronunciadas que la barba negra no podía disimular; Edu, quien seguía con la misma coleta rubia del bachillerato; Fran, con los ojos rojos de la hierba y la panza de siempre.

Ya no será lo mismo, pensó Julio, y sonrió bobo mientras los presentes se daban media vuelta y volvían a la vivienda. Recordó aquello que les contaban sobre Heráclito en la universidad, lo de que nunca te bañas dos veces en el mismo río, y también la paradoja de Teseo, que dice así: si a un objeto se le reemplazan todas sus partes, ¿sigue siendo el mismo objeto?

Subió al coche.

Cerró la puerta, pero la melancolía había sido más rápida.

***

Lena prendió la llave y el motor del coche despertó. El diésel de las arterias se inyectó en la cámara de combustión y se alejaron de la casa sin prisas. Julio se frotaba los ojos, cansado, borracho (aunque no mucho para las cuatro o cinco cervezas que se había bebido).

Había cierta inquietud flotando en el silencio, en la respiración de ambos, en la forma en la que sus ojos se rehuyeron por varios minutos. Terminó por explotar:

—Por un día podías haberte controlado: ya te he dicho que no me apetecía nada coger el coche —espetó ella, de improviso.

Julio dejó que los segundos escapasen: uno, dos, tres…

Lena resolló.

—Te lo he preguntado dos veces, tía. Cuando me cogía una cerveza al llegar y cuando Pablo me ha ofrecido otra al cabo de un buen rato.

—Ya te habías bebido dos más.

—Tampoco me has dejado ir a por el coche.

Ella no contestó. Si algo no hacía Julio era conducir borracho. La segunda o tercera birra habían sellado el cambio de papeles, como un acuerdo tácito en la pareja.

El coche serpenteaba por las calles de la urbanización, que se enroscaban, se abrían y cerraban emulando un laberinto de decadencia gris. Llegaron al pueblo de San Andrés.

Él:

—¿Autopista o secundaria?

Ella:

—Qué más da.

Y el Ford se perdió por la secundaria que se abría a la izquierda.

—Si quieres puedo conducir yo, de veras —añadió Julio.

—Déjalo.

—Lo estoy intentando, peque —murmuró.

El peque ya no sonaba como antes.

—Lo sé.

Julio se descubrió mirando a su pareja a escondidas: Lena achinaba la vista bajo sus gafas verdes de pasta y se mordía las cortísimas uñas de una de sus manos, algo que Julio sabía que detestaba que le recordasen.

No lo hizo.

Un rizo le caía a Lena entre los ojos, pero Julio ya no se atrevía a invadir esos espacios.

—Gracias por venir conmigo —dijo Julio, sonriendo.

Ella se encogió de hombros mientras tomaba otra curva con suavidad, y otra, y otra más. La secundaria se retorcía sobre sí misma para respetar el trazado original de los caminos. Los faros del vehículo iluminaban unos pocos metros, y el esqueleto de la vía no permitía grandes acelerones allí. Quizá por esto…

—¡Joder! —gritó Lena, de improviso.

Siguiente capítulo
«La silueta del ayer»

Ø. Ladrar al ruido y a la muerte

00. Presentación - Novela Caos

El perro observó la gigantesca bodega del barco sin saber qué era una bodega; a continuación, ladeó la cabeza a derecha e izquierda, mezclando miedo e incomprensión. Olía fuerte: a latas de aceite y a alquitrán, olía a cubierta manchada en negro, olía a sucio que nadie se esmeraba en limpiar. Alrededor, había cientos de coches aparcados.

Cada poco, alguien pasaba cerca suyo: señoras arrugadas que se escondían tras el maquillaje, camioneros que apretaban el paso fuera de su campo de visión, jóvenes que reían cómplices y algún niño o niña, que decía:

—¡Mira qué perrazo en ese coche, mamá!

Él sentía en los huesos la humedad de la primera noche. Esa noche que siempre llega más fría en la mar y que sus enamorados tan bien conocen; una humedad que, incluso en junio, se enganchaba a las extremidades del perro como una legión de garrapatas y embestía contra la columna, donde dolía ya por tanto tiempo que cualquier molestia resultaba fútil.

Si alguien se hubiera detenido a observar en el maletero, cosa que no ocurrió, hubiese comprobado que el perro se encontraba en una postura extraña: no quería tumbarse, pero tampoco podía mantenerse erguido; sin embargo, lo que nadie hubiera imaginado es que esto no era debido a la altura del portaequipajes, que era suficiente, sino a la fuerza cada vez menor de sus miembros, enfrascados en una batalla perdida de antemano; en un perenne medio incorporar hasta que sus patas le vencían, caía contra la felpa, descansaba por unos segundos, y volvía a adoptar aquella posición antinatural que atesoraba kilos de fortaleza.

El olor de Lena y Julio ya no era tan intenso: se habían desvanecido más allá del capó. Entre el vidriado al que le condenaban sus ojos, el mestizo de pastor alemán había visto a la pareja mirarle por unos segundos, y confundirse, de inmediato, entre decenas de olores y figuras que fueron emborronándose en la distancia. No ladró entonces, y tampoco lo había hecho en el tiempo que llevaba esperando en el maletero.

Desde el Ford, la noche se proyectaba en el iris opaco del perro. Él se obligaba a enfocar el espigón del puerto y más lejos aún, donde un faro trabajaba con mecánica regularidad: una vuelta, y otra vuelta, y otra más. Le gustaba observar todo aquello que se desvivía por demostrarle que no era su enemigo.

El foco de luz nunca se cansaba, no perdía fuelle, pero el perro sí; así que, mientras el ruido de los motores desperezaba al buque y los pasos se aceleraban en la cubierta, él se dejó caer contra la felpa una vez más, y ya descansó allí por un buen rato, incapaz de incorporarse de nuevo.

Jadeó.

Una pareja joven se asomó al maletero.

No era Julio; no era Lena.

—¡Oye! Aquí hay un pastor alemán. ¡Qué viejo!

—Batuadell. Que tinc fam. Espavila, nina!

Y fuera, lejos, quizá avisaron a un marino o dieron nota en el mostrador de información, o puede que corrieran directamente hacia el bar-restaurant y se olvidaran del perro poco después.

El perro olió por largo rato el humo de los coches, cientos de esencias que se perdían tras cruzarse contra su trufa y, luego, los motores del ferry empezaron a emitir un ruido atronador; Caos siguió mirando el faro, y, cuando ya nadie podía oírle, empezó a sollozar y a ladrar a los ruidos. El humo empezó a cubrirlo todo, y él comenzó a temblar, a solas, como siempre había vivido, mientras se sentía flotar, y caer, más y más hondo, y la luz del faro se perdía.

Siguiente capítulo
«Érase una vez»

¿Publicar con seudónimo?

libro-seudónimo-homer

En el mundillo editorial, parece que una de las cuestiones que han pasado más desapercibidas es la del seudónimo. A un escritor novel, por regla general, será la misma editorial (o la agencia publicitaria) quien le recomendará cómo presentarse. Si hay varios «Javier Ruiz» en el mundo literario, quizá valga la pena utilizar tus dos apellidos, o un seudónimo; o sea, algo que te diferencie. Aun así, el seudónimo es otra cosa; puede servir para diferenciarse de otros escritores, claro, pero suele ir por otros derroteros. Entre ellos: la libertad creativa, el revolotear entre géneros o el unir a varios/as profesionales (o su trabajo) bajo un único nombre.

(By the way, aquí tienes un pequeño compendio del blog de Ana González Duque con ventajas y desventajas.)

¿Por qué se empieza a publicar con seudónimo?

Seudónimo - Libro del señor Burns
¡Aaaah! Ya no se hace literatura así. Por eso el señor Burns no usaba seudónimo, evidentemente.

Estas notas también las extraigo de mis clases de escritura, y tienen unos años ya, pero creo que siguen bastante al día. En cualquier caso, píllatelas con pinzas. Tradicionalmente, el seudónimo nace de una diferenciación clara; imagínate: tú eres Javier Cercas o Josep Carner, y vas por el mundo publicando novela testimonial o poemas de puta madre. De golpe, te da un algo y te apetece escribir crónicas, o novela negra, o autoficción; mejor todavía: vas fatal de pasta, porque te has divorciado diecisiete veces, y te proponen escribir la típica novela romántica o de landscape para promoción de viajes. Ni de coña lo haces con tu nombre, porque tiene más perjuicio que beneficio para tu imagen profesional (o muy mal lo debes llevar); en cambio, con un seudónimo la cosa cambia. Si tiras de seudónimo, ¿quién va a saber que estás tú detrás?

De ahí sale, principalmente, el interés por publicar bajo seudónimo en los inicios. Bueno, en los inicios-inicios, porque eras mujer y la sociedad era una mierda y no quería aceptar mujeres. Véase: Caterina Albert i Paradís, o sea, Víctor Català. Por otro lado, hoy día, esto también supone una gran inversión en redes sociales (duplicar perfiles, etc.), por lo que, quizá, lo que se va alejando de las posibilidades reales del escritor novel. Desde mi punto de vista, publicar con seudónimo tiene dos grandes ventajas (que no son, exactamente, las del enlace del primer párrafo).

  • Por un lado, te da libertad para «probar» material (géneros, estilos de escritura) sin comprometer tu figura en público; para los escritores profesionales (que ganan pasta, de verdad) esta debe ser una buena opción, ya que los editores pueden mover el contenido o encontrar a alguien que lo gestione en las redes sociales.
  • Por el otro, te permite presentar material al margen de editores y agencias (con otro nombre); en un sector en el que la autopublicación sigue teniendo mala prensa. (En lo personal, entiendo parte de las razones; no obstante, creo que los filtros que se han escogido desde las editoriales para cribar material, tanto en portales de autopublicación como en las empresas son cero eficientes para descubrir a nuevos/as escritores/as.)

La autopublicación, en relación con el seudónimo

A menudo, escuchas a muchos profesionales del sector que siguen defendiendo que la autopublicación no tiene sentido. Por cada autor de best-seller autopublicado que, luego, ha podido negociar con editoriales su caché, hay un millón de aspirantes (cifra completamente inventada aquí, ¡ojo!) que han dilapidado su imagen antes de construirla del todo.

Vamos, que suele venderse la idea de que cualquier recorrido profesional (con editorial) será lento, pero mejor.

Si tienes curiosidad sobre el recorrido, se resumiría en preparar el manuscrito, carta, sinopsis editorial y el resto del material; contactar con agencias y editoriales; enviar el manuscrito; si existe interés, pasará a manos de un lector profesional; revisión del informe literario y comercial…

Estos últimos años, la visión de las editoriales ha sido «meto mano en Amazon, si puedo», pero también lo uso de filtro extra. Por mi parte, tengo una opinión propia al respecto, pero todas son aceptables; yo sigo creyendo que las vías profesionales y el, paso a paso, son  la mejor baza para la mayoría.

libro-seudónimo-homer
En Los Simpson no había crisis en el mundo editorial y todo quisqui publica libros, de Homer a Marge y de Marge al señor Burns. En la foto, Apenas me conocía, por Homer Simpson. 😛

Y lo de publicar con seudónimo ya tal, ¿no?

En fin, que me desvío del todo. Creo que hay razones para publicar con seudónimo cuando eres rico y (¡JA!) famoso y quieres diferenciar estilos o no «contaminar» tu imagen como autor; por otro lado, hay casos concretos (probar material, etc.) donde el seudónimo puede ir bien, pero no hay que olvidar que ahora (casi) todo se mueve por Internet, y conseguir relevancia en la red… es lento. Y ahora sí, ya tal.

Recursos morfosintácticos para narrar

Los-Simpson-Poe-2

Estos días, estoy volviendo a escribir mucho bastante algo  un «poquico». De apoyo, me estoy revisando los apuntes de mis cursos de escritura y, de vez en cuando, veo contenido que creo que puede ser muy útil para todo dios. Por ejemplo, los apuntes sobre recursos morfosintácticos que han salido por un cajón.

Nos han vendido la idea de que narrar solo es arte, talento; pero narrar también es artesanía. No puedes aprender a ser Bolaño, Delibes o Cabré con artesanía, pero puedes ser… como otros escritores que publican, y viven bien, y beben champán (que no me quiero yo pelear con nadie). Hoy, desempolvo unos cuantos recursos y voy a rajar un rato sobre esto; algo que te va a ayudar mucho cuando empieces los procesos de reescritura de un manuscrito.

Wait a second, «cheñor»! ¿Qué son los recursos morfosintácticos?

Definición de morfosintaxis de la Wikipedia:

La morfosintaxis es el conjunto de elementos y reglas que permiten construir oraciones con sentido y carentes de ambigüedad mediante el marcaje de relaciones gramaticales, indexaciones y estructura jerárquica de constituyentes sintácticos.​ Incluye la morfología y la sintaxis,​ dos componentes de la gramática que, por utilidad didáctica y conceptual, se analizan por separado; sin embargo debe tomarse en cuenta que en realidad son dos unidades indesligables. Para muchas estructuras lingüísticas particulares los fenómenos morfológicos y sintácticos están estrechamente entrelazados y no siempre es posible separarlos. En el caso de las lenguas polisintéticas la distinción es aún más difícil y en ocasiones ni siquiera parece posible separar morfología y sintaxis, ya que una oración puede estar formada por una única palabra que incluye un gran número de morfemas.

Los recursos morfosintácticos son, por definición, aquellas relaciones gramaticales que se basan o dependen de las palabras y de nuestra habilidad para relacionarlas, suprimir, alterar y un largo etcétera. Simplificando (bastante), son aquellos recursos que solo dependen de cómo usamos las palabras. Un recurso morfosintáctico sería, por lo tanto, desde el epíteto, que veremos a continuación, al vesre argentino.

Epíteto

Cuando un adjetivo refuerza la cualidad del sustantivo, tenemos un epíteto: bravo guerrero, fiero león, blanca nieve. Como reforzador, acostumbra a ir antes del sustantivo.

Noche oscura del alma. […]

La fría nieve en mis manos. […]

¿Dónde fue la miel dulce que nos juramos, y blablablá? […]

Sinonimia

La sinonimia es la enumeración de términos que tienen un significado común. Suele utilizarse, a menudo, en diálogos entre personajes y en el estilo indirecto libre. Puede tener distintos objetivos, pero, por regla general, tanto en narrativa como en prosa, pretende enfatizar una emoción positiva o negativa.

Ese zángano, inútil, comemierda…

Los-Simpson-Poe-2
“Aunque tengas la cresta rala y lisa no es tu actitud sumisa. Tú, que por el margen de la noche vagas, dime, cuál es tu nombre, antes de que deshagas lo que plutónicamente te da el hombre, pájaro carroñero.” Y el pájaro dijo: ¡Multiplícate por cero!

Asíndeton

Consiste en la supresión de las conjunciones, que establecen relaciones entre las palabras o las oraciones. Un ejemplo típico sería «Veni, vidi, vinci», aunque suele utilizarse mucho en poesía y no tanto en otros estilos de narración. Entre los recursos morfosintácticos, el asíndeton no es tan usual como el polisíndeton que sí suele verse más en la prosa.

Ella canta, baila, goza.
Acude, corre, vuela,
traspasa la alta sierra, ocupa el llano,
no perdones la espuela,
no des paz a la mano,
menea fulminando el hierro insano

Polisíndeton

Entre los recursos morfosintácticos para narrar, el polisíndeton suele lucir bastante. Consiste en agregar conjunciones innecesarias con la idea de reforzar el sentido o dar mayor intensidad a la acción.

Y cogí una 9mm, y me la metí en la boca, y escuché el clic del percutor.

Elipsis

Supresión de términos porque consideramos que no son necesarios. Entre los recursos morfosintácticos, la elipsis puede, por ejemplo, comerse un verbo (primer ejemplo) o dejar una frase partida por la mitad (segundo ejemplo), pues, o bien el lector puede completarla y la frase queda más, ¿qué sé yo?, ¡dinámica!, o bien confiamos en que el lector/a la terminará de dotar de sentido.

Lo bueno, si breve, dos veces bueno.

A quien buen árbol se arrima…

Anáfora

Consiste en repetir una o varias palabras del inicio de la frase. Como recurso morfosintáctico suele funcionar si no abusamos del mismo y lo utilizamos en momentos muy concretos de la narración, que requieran emoción, desentimiento exacerbado, etc.

Duele la cicatriz de la luz,
duele en el suelo la misma sombra de los dientes,
duele todo,
hasta el zapato triste que se lo llevó el río.

Vicente Aleixandre (1898-1984)

Paralelismo

Consiste en repetir construcciones similares y puede utilizarse tanto en verso como en prosa; igual que ocurre con otros recursos morfosintácticos (como la anáfora), el paralelismo es típico de la poesía, pero se ha adaptado mejor que otros a la prosa.

—Contéstame solo a una cosa: ¿por qué?

Porque no quiero verte, porque me repugnas, porque La jungla de cristal es la mejor película navideña de la historia, porque yipi ka yei, hijo de puta.

Recursos morfosintácticos - Simpsons - Señorita Edna recursos morfosintácticos (Edna Krabappel)
Querida Edna, tu carta repleta de recursos morfosintácticos me dejó sin aliento. Yo me llamo Woodrow…

Epanodipsis

La epanodipsis consiste en utilizar la misma palabra para empezar y terminar una misma unidad métrica o sintáctica. En cristiano, esto se traduce a comenzar y acabar una frase con la misma palabra (Verde que te quiero verde.), pero también en otras construcciones, como empezar y acabar un capítulo de una novela o un poema con la misma frase, lo que demuestra la elegancia de un texto que se ha trabajado mucho.

Aquel día, Pepa supo que mataría a Pepe.

[…] Bla, bla, blá. Todo el texto del capítulo. Pepe engaña a Pepe, se va a un hotel con Juani, y vuelve a Vallecas, por la noche, oliendo a perfume barato. […]

Aquel día, Pepe supo que mataría a Pepe.

Igual que otros recursos morfosintácticos, la epanodipsis ha evolucionado a lo largo del tiempo, permitiendo intercambiar algunos elementos de la frase.

Retruécano

Repetir las mismas palabras en una frase con un orden distinto. Es un recurso que se ha utilizado mucho en prensa y que ya se puede observar en obras como Artículos de Mariano José de Larra (1809-1837). O sea, que es más viejo que el comer.

En este país, no se lee porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee.

Hipérbaton

Como último de los recursos morfosintácticos que he recopilado (a ver si me animo a seguir alargando el artículo, ¿no?) está el hipérbaton. El hipérbaton consiste en un cambio del orden lógico de las palabras, que es muy común en poesía, pero apenas residual en prosa y narrativa.

Cerca del Tajo en soledad amena de verdes sauces hay una espesura, toda de yedra revestida y llena, que por el tronco va hasta la altura, y así la teje arriba y encadena, que el sol no halla paso a la verdura; el agua baña el prado con sonido alegrando la vista y el oído.

Garcilaso de la Vega (1503-1536)


Escribiendo este artículo, encontré un señor que, en Halloween de 2019, recopiló todo el fragmento de El cuervo, de Edgard Allan Poe, que aperece en Los Simpson. Que lo he flipado yo, y lo pongo para que lo flipemos todos.

De la escritura a la reescritura

Proceso de reescritura (en narrativa)

Todo lo que se ha escrito, se ha reescrito. Dicho de otro modo: todo lo que leemos se ha reescrito decenas de veces. Y ahí va un tercer intento: la reescritura es, a grandes rasgos, todo el proceso de escritura que iniciamos tras volcar la historia en papel por primera vez. En un cuento o una novela, es aquello que empieza una vez terminas de desarrollar los núcleos narrativos en el papel o en el documento de Word (es decir, cuando construyes la primera versión); en un ensayo o en un artículo periodístico, una vez tenemos el esqueleto de la historia o de lo que vamos a contar. Ahí empieza la reescritura, cuando toca embellecer, agregar, suprimir y pulir.

¿Qué es escribir?; ¿qué es reescribir?

Por descontado, cada escritor —voy a centrarme en narrativa, que no te despiste lo de ensayos, periodistas y otras pajas mentales de aquí arriba— tiene una visión distinta de la reescritura, que puede moverse entre un puto coñazo mal necesario o la mejor parte de escribir. En mi caso, por ejemplo, la reescritura me parece que es lo que da sentido a la propia escritura: convertir una idea en una obra cada vez más perfecta (sabiendo que aquello que planeamos y lo que estamos creando siempre serán distintos entre sí) es la misma fuerza que mueve a cualquier otro artista: a un pintor, a un escultor, a un cineasta.

Reescribir es la esencia de escribir bien, donde el juego se gana o se pierde.

William Zinsser (1922-2015)

En los talleres literarios, este proceso siempre se plantea a raíz de un documento base (una primera versión de nuestro cuento, novela, microrrelato, lo que sea) a partir del que solucionaremos cuestiones de índole narrativa (es decir, el Fulano que muere en la página 70 y revive por error para fumarse un pitillo en la 120 siendo testigo de un asesinato, por ejemplo) y de estilo, que son las más comunes: ritmo narrativo, redundancias, poner énfasis en escenas innecesarias, falta de diálogos, descripciones que dicen pero no muestran.

reescritura-1
Así todo el santo día.

Cómo revisamos; cómo reescribimos

Hay tres grandes acciones que funcionan conmigo, pero no tienen que funcionar contigo si también te dedicas a escribir (si te dedicas a rescatar tórtolas, seguro que tampoco funcionan, pero no sé qué cojones harás por aquí, así que vamos a descartar esa opción, ¿vale?). Ante todo, y no voy a decir nada nuevo, quítate el miedo de vomitar la historia en el papel, porque este es un paso imprescindible para enfrentar el contenido: reducir todo un libro a su eje narrativo. Clásicos como Madame Bovary, de Flaubert, o Ana Karenina de Tolstoi, tienen un montón de temas y lecturas detrás, ¿verdad? (¡Ojo!, SPOILERS DE UN LIBRO VIEJUNO que ya tendrías que haber leído) OK. Pero también podemos simplificarlos a su eje narrativo, verás:

Eje narrativo de Ana Karenina

Ana, esposa de un funcionario de alto grado llamado Karenin, se enamora de un militar buenorro, Vronski; como Vronski y Ana son unos marranos, esta se queda embarazada del oficial. El marido de Ana se entera, pero le preocupa más el qué dirán que la cornamenta; en cualquier caso, los amantes huyen a Italia desafiando las convenciones sociales rusas (OMG!). Más tarde, vuelven a Rusia, pero si bien la peña tolera a Vronski, Ana es mujer decinomónica rusa y casquivana «d’époque«, lo que se traduce en… ¡ostracismo total! Por último, durante varios cientos de páginas, Ana y Vronski se mudan del campo a la ciudad y de la ciudad al campo, a la chica se le va la pinza cada día un poco más y termina por suicidarse tirándose a las vías del tren.

Por descontado, Ana Karenina es mucho más que todo lo anterior (y bastante más triste, y serio, y con muchos otros personajes, y tramas secundarias), pero esta obra de más de mil páginas se puede resumir en un párrafo, que atiende a su eje narrativo. Podríamos hacer lo mismo con Madame Bovary o con cualquier otro libro del mundo mundial (¡Bovary se envenena con arsénico!, toma segundo spoiler que te he colado: hay que leer más libros… 🤭), porque cualquier obra se deconstruye (es decir, se analiza) de más a menos, porque se construye de menos a más (eje narrativo, núcleos narrativos, capítulos…).

Sustituya ‘maldita sea’ cada vez que quiera escribir ‘muy’; su editor lo eliminará y la escritura será tal como debería ser.

Mark Twain (1835-1910)

Y tras este rollo necesario, ahora sí, el por qué la distancia frente al texto es una cabrona y los tres truquillos que me enseñaron a mí para facilitar el proceso de reescritura.

¿Cuál es el principal error en el momento de reescribir?

El gran error en el momento de reescribir es siempre (pero siempre, ¿eh?) la distancia. A cualquier escritor (o escritora), por bueno que este sea y por mucha experiencia que tenga en cuestiones técnicas, le cuesta y le seguirá costando ver sus propios errores.

La explicación simple de este fenómeno es bastante idiota, en realidad: no vemos lo que hay, sino lo que queremos ver; si una metáfora (nuestra) cojea, tendemos a darle una dimensión o una lectura en nuestra cabeza que no tiene por qué transmitir el texto; si faltan comas, o intensidad, o hay un rollo patatero que no te tragas ni tú como introducción de una escena… demasiado a menudo, lo dotarás de un sentido que no tiene. La distancia es la crisis de los cuarenta, Ruiz Mateos vestido de Superman o tu abuelo comprándose unas VANS Old-Skool y unos «pantalones cagaos» y otros tobilleros con los que los críos/as se empeñan en pasar frío en invierno.

Una tira cómica que trata otra de las caras de la reescritura y la reedición. ©Paco Roca

Este es, con diferencia, lo mejor y lo peor de escribir, porque por mucho que sepas y muchos años que lleves en el ajo, siempre te vas a dar de cabezazos con la reescritura y la distancia: al fin y al cabo, el texto que tienes delante, lo has escrito tú. Los lectores profesionales viven de esto, cuando la obra ya está «niquelá», pero hasta ese momento, es cosa tuya escribir, corregir y volver a reescribir. Entonces, ¿qué? Pues atiende.

#1. Aprovecha la fisicidad del papel

Si te dedicas a escribir, planta muchos árboles, porque te vas a cargar un par de bosques pequeñitos en tu vida. Esa es la conclusión. Todo quisqui que conozco y escribe, prefiere corregir en un soporte físico (papel) y la razón es muy simple: aunque no lo parezca, el ordenador queda muy lejos (mentalmente, por lo menos), mientras que el papel te hace sentir ese texto más próximo. Por lo tanto, yo todo lo que quiero reescribir, lo imprimo y aprovecho los márgenes de la hoja (interlineado, 1,5-2) para marcar anotaciones o cambios. Además, me ayuda mucho a leer en voz alta mis propios textos (sí, esto es un consejo extra: leer en voz alta permite captar el ritmo del texto y percibir su musicalidad).

Cuando tu historia esté lista para la reescritura, córtala hasta el hueso. Deshazte de cada onza de exceso de grasa. Esto va a doler; revisar una historia hasta lo esencial es siempre como asesinar niños, pero debe hacerse.

Stephen King (1947)

#2. Eliminar, reducir: orientalizar la escritura

¿Recuerdas la típica frase de Oscar Wilde? Me he pasado el día escribiendo un poema: por la mañana, le he puesto una coma; por la tarde, se la he quitado. Esto es 99 % reescritura. Es bastante graciosa, porque es cierta. Aun así, cada uno entiende aquí la reescritura de un modo: hay un primer proceso de desarrollar la historia y completar todos esos huecos que la primera versión tendrá (por regla general, son los borradores de 50 o 60 páginas, de los que salen novelas de 200 y 300) y, a posteriori, otro proceso de reducción: de quitar todo aquello que sobre, que no aporte a la historia, que no va a interesar al lector.

Leí en algún sitio: escribir implica reducir el número de palabras, pero aumentar su significado. Vaya frasecica, ¿eh? Pues eso. Exact0. Chapó.

#3. Hacer que, nuestro texto, no parezca nuestro

Hay muchos consejos para coger distancia, pero yo siempre opto por el mismo: lo dejo en un cajón, queda entre los borradores del blog, doy tiempo (le doy tiempo al texto; me doy tiempo a mí). También me han enseñado que para poder reescribir, siempre es mejor:

  1. Convertir nuestro texto en algo que no parezca nuestro texto: es decir, cambiar el color de la letra, el tamaño, el estilo…
  2. Apoyarnos en otro escritor o lector profesional (lo que se conoce como sensivity writer) y no en gente cercana que puede o no tener los conocimientos para valorar el texto
  3. Ser valientes para dar por finalizado los cambios y no marcarse un Cela con La familia de Pascual Duarte, que cambió cosas hasta mucho después de su publicación: hay que aprender a abandonar un texto, desapegarte del mismo y dejar que siga su camino. Quizá creamos que haremos la novela perfecta, pero el perfeccionismo es una mierda; la novela perfecta no existe.

A grandes rasgos, estos son los apuntes que me parecen más interesantes para compartir sobre la reescritura. Espero que os sirvan tanto como me han servido (y sirven) a mí.

Por qué no renunciar a tu trabajo y lanzarte a escribir

Es complicado vivir de escribir. Ya ves que no digo de la escritura, porque eso puede inducir a error, digo «de escribir». O sea, vivir de lo que tú escribes; no ganarse el pan escribiendo para un diario, editando a otros fulanos, corrigiendo textos… Estoy hablando de Bukowski, Faulkner, Kerouac, Harper Lee… Esa gente que siempre nos venden que dejó sus trabajos para dedicarse a escribir. Ante esta afirmación, no obstante, no solemos caer en la cuenta de que, a menudo, tuvieron trabajos antes de poder vivir de la escritura, otros complementaron su perfil de escritor o escritora con otras tareas diarias que les daban cuatro duros para el alquiler, las cervezas y el vicio del comer; y alguno habrá que se jugó el todo por el todo y le salió bien la cosa.

¿Dejar tu trabajo para escribir, eh?

El problema de vivir de la escritura es el mismo que se plantea en el primer capítulo de la segunda temporada de El método Kominsky (qué serie, ¡dios!),cuando el personaje de Michael Douglas se sincera sobre lo jodido que es triunfar, pero todo dios cree que el fracaso le sucederá a otro. Si uno le echa un ojo a la historia de la literatura, percibe rápidamente cómo antes escribían los ricos; los pobres, por regla general, vivían en la mierda y, a veces, daban con la tecla adecuada; que Gabriel García Márquez se muriese de hambre y su mujer estuviese hasta el papo de apoyarle, debería darnos alguna pista. Ahora, es incluso peor, porque no lo es, pero nos empeñamos en creer que todo tiempo pasado fue mejor —esa es la trampa—. Hay cosas que son una mierda entonces, son una mierda ahora. Y lo peor de ahora no son las dificultades, o el mercado editorial, sino que nos queremos creer eso de que nos falta tiempo para triunfar y los cuentos que se le ocurrieron a algún tipo sobre cómo antes era más fácil vivir de la escritura y que si no dejas tu trabajo y te pones a escribir no vas a triunfar: lo segundo, vale; lo primero, mierda.

Bukowski de botellón. Un buen artículo que leí (y del que he «mangado» la foto) es El último brindis, en Resaca Cultural.

Voy a explicarte mi experiencia, pero antes copio-pego un fragmento de una carta de Bukowski que he releído tres docenas de veces en mi vida y que, en parte, es muy útil para seguir persiguiendo tus objetivos y, por otro lado, es una putada, porque es gasolina para esas creencias del escritor que tiene que enfocar todos sus esfuerzos a la literatura si quiere triunfar.*

Tú conoces los lugares de donde yo vengo. Incluso las personas que intentan escribir o hacer películas al respecto, no lo entienden bien. Lo llaman De 9 a 5. Sólo que nunca es de 9 a 5. En esos lugares no hay hora de comida y, de hecho, si quieres conservar tu trabajo, no sales a comer. Y está el tiempo extra, pero el tiempo extra nunca se registra correctamente en los libros, y si te quejas de eso hay otro zoquete dispuesto a tomar tu lugar. Lo que duele es la pérdida constante de humanidad en aquellos que pelean para mantener trabajos que no quieren pero temen una alternativa peor. Pasa, simplemente, que las personas se vacían. Son cuerpos con mentes temerosas y obedientes. El color abandona sus ojos. La voz se afea. Y el cuerpo. El cabello. Las uñas. Los zapatos. Todo. A los esclavos nunca se les paga tanto como para que se liberen, sino apenas lo necesario para que sobrevivan y regresen a trabajar. Así que la suerte de, finalmente, haber salido de esos lugares, sin importar cuánto tiempo tomó, me ha dado una especie de felicidad, la felicidad alegre del milagro. No haber desperdiciado por completo la vida parece ser un logro, al menos para mí.

Carta de Charles Bukowski al publicista John Martin; después, parte de estas ideas las reflejaría con Chinaski en Cartero (1971)

Verás, en 2016-2017, este blog empezaba a tener «muchas» visitas, yo estaba inmerso en varios proyectos relacionados con la escritura (ensayo, narrativa…) y todo parecía ir en la misma dirección. Las cosas me iban bien a nivel profesional: por suerte, el marketing es un sector que, desde hace años, se porta bien conmigo. Todo estaba en su sitio, incluso había tenido dos ofertas laborales de grandes empresas para incorporarme en plantilla: en esa tesitura, era cuestión de minutos, días o, como mucho, semanas que la cagara bien cagada. Así que se me ocurrió dejar de trabajar por un tiempo, focalizar mi energía en la escritura y… vamos, lo que te acabo de decir, cagarla. En serio. Creo que es la mayor cagada que he hecho nunca. No me arrepiento de que sucediese, porque cuando yo hago algo, lo hago siempre hasta las últimas consecuencias; si la cago, la cago bien y aprendo, y me sacudo el polvo, me sorbo los mocos y tiro para adelante. Pero voy a dedicar esta entrada a explicarte por qué renunciar a tu trabajo y lanzarte a escribir es una muy mala idea.

Hay tres grandes razones:

Primera, la escritura requiere estabilidad.

Segunda, el oficio de escritor no suele dar estabilidad.

Tercera, vas a estar haciendo muchas más mierdas por mucho menos dinero.

Aquí un típico enlace de grandes escritores con trabajos caca, de Cultura Colectiva, para ponernos en antecedentes.

Hace no mucho tiempo expliqué por aquí (Enviar el manuscrito a una editorial y ser aceptado a la primera) que, para mí, no es lo mismo un oficio creativo o un trabajo de dirección que un trabajo alienante (yo qué sé: enhebrar agujas todo el santo día o instalar una pieza X en un Seat Ibiza tras otro), pero sea como sea, ambas opciones me sirven: una es un putadón y la otra solo llega a putada. Y yo sé por qué te digo esto y, sobre todo, ya sé lo que me vas a decir: a mí lo que me gusta es escribir, blablablá, en un trabajo tradicional estoy vendiendo mi tiempo por un sueldo y siento que eso afecta a mi creatividad (en realidad, lo hace) y no me deja alcanzar los objetivos artísticos que me he propuesto.

La escritura requiere estabilidad

Vale, ahora dejas ese trabajo. En el mejor de los casos, si no eres rico o rica (en tal caso, ¿qué coño hacías trabajando en vez de ponerte a escribir?) puedes mantenerte por un tiempo limitado; a medida que los ahorros mengüen, te vas a agobiar y, cuanto más te agobies, más rápido te darás cuenta de que la escritura requiere estabilidad y que, ese trabajo, te estaba dando la posibilidad de una rutina donde podías escribir a diario. Vamos, lo que te he dicho arriba.

Como devoto lector de Tolstoi y Dostoievski me ha encantado esta imagen que me he encontrado a lo Street Fighter y tenía que meterla en el artículo.

Escribir no suele dar estabilidad

No solo eso: puede que te salga «un novelón de tres pares», pero todavía tendrá que llegar a editorial, ser aceptado, recibir un anticipo (¿eres novel?, pues… poco más que un sueldo mínimo, y date con un canto en los dientes), lanzarse al mercado, empezar a venderse y recibir los primeros royalties (si no los cubre el anticipo) en marzo del año siguiente. Total, que ya puedes petarlo a lo grande. Imagínate que te dan un 10 % y vendes 20.000 libros a 20 euros el libro: 40.000 eurazos. Ahora, aterrizamos y somos conscientes de que eso depende de muchos factores, ¿vale? Para empezar, nadie te va a hacer una tirada de 20.000 libros, ni te va a dar un anticipo de la leche si no eres, yo qué sé, ¡Eduardo Mendoza! En otras palabras, tú vas a querer que las cosas avancen a una velocidad a la que no van a avanzar y, entonces, cuando la hostia sea inminente, te darás cuenta de que, si no eres un best-seller (e incluso ahí deben haber subidas y bajadas, pero hablamos de otras ligas), no hay estabilidad que valga. 

Te vas a hartar de hacer mierdas que no te gusta nada hacer

Vamos, pues, al tercer punto. Publicar un libro supone un contrato con una editorial y, a su vez, actos de presentación y promoción, menciones en el Twitter y el Instagram y cosas chulis, ¿y después? El resto del tiempo se supone que vas a tener que estar trabajando para generarte un sueldo escribiendo, ¿no? Si los tiempos del editor son «curiosetes», ya sabes cómo son los del escritor, ¿verdad? ¿Te has fijado la cantidad de novelistas que colaboran también como columnistas para prensa o trabajan como profesores, publicistas o guionistas? Y, claro, por cada Pérez-Reverte en el XL Semanal o cada Javier Marías en el dominical de El País, la mayoría lo hace para llegar a fin de mes con cierta solvencia. ¿Y qué ocurre? Pues, a grandes rasgos, lo siguiente: o te aprietas el cinturón y empiezas a hacer durante un tiempo todo tipo de acciones extra de promoción (un blog, redes sociales, colaboraciones por aquí y por allá) hasta que te das cuenta de que no puedes crearte un sueldo de la nada o generas una marca personal que vinculas a tu perfil de escritor o escritora y vendes productos o servicios que ni fu ni fa: te haces community manager, escribes contenidos para internet; incluso hay quien se lanza al mundo de los negros literarios a los que explota Ana Rosa Quintana o a las novelas por encargo con pseudónimo. Todo ello, ocupaciones muy respetables, pero siendo conscientes de por dónde van los tiros.

En cualquier caso, coges todo lo anterior, lo metes en una coctelera, lo remueves y… te das cuenta de que eso no es lo que querías, ¿verdad? Hay excepciones, claro: en España, yo conozco el caso de Rafael Fernández (Ezcritor), que es un hombre «bastante multitarea» y se saca sus perras (según él mismo dice, a rachas más que suficientes; en otras, no le cabe un alfiler por el culo del agobio) con sus libros, su propia editorial y, si me apuras, con un par de huevos. Pero ya está. Seguro que hay más gente, está claro, seguro que hay mil formas en las que yo nunca he pensado, pero la realidad es que la mayoría sirven, sobre todo, como escaparate de tu talento y, cuando salen las verdaderas oportunidades, es buena idea tener cierta estabilidad que te permita trabajar en tu escritura. Yo aproveché ese tiempo para crear el primer borrador de una novela; después, la rehice entera con mayor estabilidad personal y profesional y, al final, mi conclusión es que correr e intentar apostar por la vía rápida solo me ha hecho avanzar más lento y a trompicones.

Mi conclusión (que no tiene por qué ser la tuya, pero a mí me funciona) es que te plantees la escritura profesional como la propia empresa. Muy poca gente puede montarse un negocio a los dieciocho, veinte o veinticinco; hay personas que se pasan media vida ahorrando y estudiando para poder lanzar su propio proyecto profesional, ¿verdad? Con la literatura pasa algo similar: nos han metido en la cabeza que Dostoievski (ludópata degenerado…) escribía novelones para pagar sus deudas de juego en tiempo récord y se los compraban, pero es que ni tú ni yo somos Dostoievski, ¿no te parece? Y aunque lo fuéramos, hoy existe una saturación en el mercado como jamás se había visto antes (que no digo que no se publique, ni mucho menos: se publica más que nunca). No quiere decir que, si eres bueno o buena, no vayas a triunfar, pero con escasas excepciones, nadie va a perder el culo por publicar tu novela el mes que viene. Las reglas están para romperse, claro que sí, pero los porcentajes dicen que te vas a dar una hostia, así que sé más listo o lista que yo, y haz las cosas paso a paso.

Bukowski fue cartero y, luego, lo petó.


NdA: Otras entradas interesantes que he encontrado sobre el tema son: Dejar tu trabajo para ser escritor, Cuándo dejar tu trabajo para dedicarte a escribir y Dejarlo todo para dedicarse a escribir, que es aquella que más me ha gustado.

* Ante todo, no estoy diciendo que uno no tenga que dedicar su mayor esfuerzo cuando crea —no importa que se dedique a pintar al óleo o a escribir novelas—, sino que dedicar una jornada laboral diaria a escribir —si no estás en disposición de hacerlo—, no tiene sentido y traerá siempre más problemas que beneficios.

El porqué del eje narrativo

Cuando empecé a darle caña a textos más largos habían dos cosas que me llevaban por el camino de la amargura: escribir por intuición y hacerlo con una estructura demasiado rígida. Vamos, que me costó encontrar el «punto medio» que andaba buscando.

Sin embargo, aunque sabía que tenía que organizar un poco aquello que quería narrar (soy un p*** caos), no tenía ni puñetera idea de cómo incorporar un eje narrativo al proceso, recurrir al mismo y sacarle partido. En parte, porque no sabía cómo se construía, de verdad, un eje narrativo, pero especialmente porque quería convencerme (vete tú a saber por qué) de que, cuando escribía, era más intuitivo que racional.

¿Qué es el eje narrativo?

Sobre este tema (el escritor intuitivo y racional) hay bibliografía a porrillo, como de todo ya, pero pasa de puntillas si lo comparamos con los tiempos narrativos, los puntos de vista, los tipos de narrador o los más variopintos recursos literarios. Y es curioso, porque entender que incluso aquellos que escriben por intuición necesitan unas líneas generales, le da la vuelta a muchos conceptos que suelen rondar por las cabezas. De algún modo, estoy convencido de que la falta de información (fidedigna) sobre el eje narrativo —más allá de algunos buenos manuales de escritura— está relacionado con lo anterior: si quieres informarte sobre esto, dos piedras, y el ahí tienes el lío padre. En fin, que voy a intentarlo yo:

El eje narrativo es el hilo conductor de la historia, el cual recoge los sucesos que les ocurren a los protagonistas y a otros personajes secundarios relacionados con la trama y, a su vez, se subdivide en núcleos narrativos que componen los grandes eventos de la narración.
Dicho de otro modo, se trata de una ampliación del típico esquema de introducción o planteamiento de la historia (que da comienzo con un detonante), un nudo (aparece un objetivo poderoso que el protagonista deberá resolver), un clímax (donde sucede el choque definitivo de las fuerzas dramáticas) y un desenlace (el conflicto y los subconflictos se resuelven y se cierra la historia).

Eje narrativo de Caperucita Roja

Para entender el eje narrativo y que a nadie más le ocurra lo que a mí, me he currado una explicación de los principales núcleos narrativos de un cuento clásico (versión de los hermanos Grimm, que no es tan chunga como la de Charles Perrault), donde podemos releer el cuento de Caperucita Roja y visualizar cuáles son sus núcleos narrativos. Por descontado, dependerá de la versión, pero los núcleos narrativos de Caperucita podrían ser:
  • Núcleo 1: La abuela de Caperucita está enferma y solo la niña puede ir a llevarle su medicina de vieja chocha (detonante) y un pastelito para que le pegue un shock glucémico.
  • Núcleo 2: Caperucita debe salir de casa y meterse en el bosque, que es muy chungo como todos los bosques antes de los runners y los senderistas. La madre le hace una advertencia o cuela por ahí un informante o algún indicio (luego vemos qué es esto).
  • Núcleo 3: Caperucita Roja, que no tiene muchas luces, se encuentra con el Lobo feroz (o sea, el antagonista de la historia), que le da a la niña mil vueltas corriendo, mordiendo y rugiendo, pero prefiere engañarla para llegar antes a casa de la abuela de Caperucita.
  • Núcleo 4: El lobo urde su malvado plan: engaña a Caperucita con el objetivo de llegar antes a casa de la abuela, que vive en medio del bosque, pese a que la vieja ya está medio impedida y con la casa sin adaptar para su edad (sin agarraderas en la ducha: imagínate).
  • Núcleo 5: Llega Caperucita Roja a casa de su abuela, pero como seguimos el punto de vista de Caperucita (si no, vaya gracia), no tenemos ni «repajolera» idea de que el Lobo feroz se ha zampado a la abuela (so ¡gerontófilo!) y se ha travestido para engañar a la niña (¿?). Nunca entendí esto: filias, supongo.
A partir de aquí, o viene un cazador (si eres de familia con licencia de armas) o viene un leñador (que casi es más bestia la cosa).
  • Núcleo 6: El Lobo intenta engañar a Caperucita para comérsela. Te preguntas por qué no se la comió en el bosque, ¿eh? Los psicópatas son raros… mira los tipejos que salen en Mindhunter, por ejemplo. En fin, sigo: Caperucita consigue zafarse de las dentelladas y escapa (clímax). Un tipo, digamos cazador nivel 7/leñador nivel 3 a lo Dragones y mazmorras, para que sea inclusivo y todo dios esté contento, salva a Caperucita y revienta al Lobo a tiros/hachazos.
  • Núcleo 7: El Lobo feroz agoniza, suelta una lagrimita y dice que el mundo lo ha hecho así. Caperucita Roja sonríe feliz y, en algunas versiones, el cazador/leñador rescata a la vieja de la panza del bicho, condenando a la pobre mujer a una jubilación de mierda, sin seguridad social ni grado alguno de discapacidad (desenlace).

Si unimos todos los núcleos obtenemos el eje narrativo. Los núcleos narrativos (sucesos principales) componen la novela, si bien alrededor puede haber todo tipo de sucesos secundarios (Caperucita espera ocho años y le regala su virginidad al cazador/leñador; añadimos un soliloquio de la madre de Caperucita, que es pastelera y viuda, el Leñador tiene problemas de incontinencia urinaria…) que no afectan al esquema principal de la historia.

¿Cómo sabemos, entonces, qué es un núcleo narrativo? Fácil: si cambias un núcleo narrativo, cambia la historia. En cambio, si modificamos algún elemento de conexión, el esqueleto no se ve afectado. Cuando me lo explicaron a mí, me dijeron lo siguiente: el eje narrativo es una cadena, los núcleos son los eslabones y yo agrego: el resto de elementos secundarios son las muescas, colores o formas de cada eslabón de la cadena.

Caperucita roja (DLH; 2)
—¿Y esos dientes que me enseñas…?
—¡Para comerte… mejor!
—Quiero ir al baño.
—¿¡Cómo!?

Catálisis, informantes e indicios

Por esta razón, la mayoría de las historias no son buenas o malas debido a sus núcleos narrativos (aunque estos son imprescindibles para la estructura), sino por elementos de conexión secundarios, como las catálisis, los informantes o los indicios. A través de estos últimos es como damos corporeidad a una narración y hacemos que avance, se detenga, vuelva hacia atrás, amplíe información, complete un vacío… Lo que hace guay la historia de la Caperucita es el ¡qué ojos más grandes tienes! y ¡qué boca llena de dientes, colega! y no tanto que una niña se vaya al bosque a ver a su abuela y se tope con un lobo chalado.

Los tres elementos secundarios de conexión narrativa más habituales son:

  • Catálisis, que son acciones secundarias cuya función es rellenar o retrasar las acciones principales. Las catálisis complementan, distraen, amplían, detienen el ritmo narrativo y, por encima de todo, describen. (Tras llegar a casa de la abuela, Caperucita Roja escucha ruidos en el interior, pasos acelerados, y descubre que la puerta está entreabierta… después, observa un pequeño reguero de sangre en el recibidor y… una voz ronca la llama desde una de las habitaciones.)
  • Informantes: datos que nos sitúan en un espacio y un tiempo determinado, aportan información concreta de los personajes. (Podría tratarse de una descripción de la vida tradicional en el pueblo de Caperucita, el baile regional de la zona u otros elementos que aporten contexto al lector.)
  • En cambio, los indicios son los más majos porque requieren de un trabajo de interpretación por parte del lector y remiten a un estado emocional o a un sentimiento. En la novela realista o naturalista esto era bastante raro, pero, hoy día, la literatura está llena de indicios en los textos. (Cuando Caperucita se encuentra con el Lobo feroz en el bosque, este le indica que coja uno de los caminos, pero hay algo en sus ojos que a la niña le da mala espina… En este caso, la niña es cortica y le sorprende cómo la mira un lobo parlante, pero ya me entiendes).

A grandes rasgos, eso viene siendo todo lo que se me ocurre qué puede ser interesante saber sobre el eje narrativo.

Conclusiones relacionadas con el eje narrativo

Para construir un eje hay que devanarse los sesos y estructurar cada uno de los núcleos. Una vez tengamos esto, deberíamos plantearnos escribir una sinopsis argumental y, cuando tengamos la sinopsis, valorar si nos vale la pena plantear una escaleta por capítulos antes de la escritura del borrador o manuscrito (de lo que sea que estemos escribiendo: relato, guion, novela, novelón). Esto dependerá de mil factores: a mí, por ejemplo, me ayuda preparar el eje y la sinopsis argumental, pero me agobia estructurar las cosas mucho más allá, así que no me obsesiono.

Quizá en una historia de ciencia ficción, una novela negra o un cuento a lo Sherlock Holmes (cuándo aparecen los indicios, qué se deduce, qué pistas son falsas, etcétera) puede ser bastante más necesario que en una historia de autoficción o en una novela de enamoramientos, pero, al final, todo depende de tu forma de escribir y con qué te sientes más cómodo o cómoda escribiendo.


NdA: Tanto hablar de Caperucita… relacioné conceptos y me acordé de Javier Gurruchaga y la Orquesta Mondragón.

Dónde escribir un libro (o lo que sea que estés escribiendo)

Esta entrada es un poco idiota (por eso la escribo yo, mira tú), pero, tras darle cuatro vueltas, me sigue pareciendo necesaria: hay un porrón de textos (y vídeos, y podcasts) en Internet sobre «cómo» escribir un libro (una novela, lo que sea), pero no ocurre lo mismo con «dónde» escribirlo, que no deja de ser algo mucho más importante de lo que, a priori, pensamos.

Escritores «cliché» de best-seller americano

Será que tenemos muy metido en la cabeza el típico cliché del escritor que se va a la cafetería  y repite «soy escritor, ¿lo sabías?» y apunta cosas en una libreta, y hace rayajos, o piensa mucho, y graba ideas en su smartphone a lo tipo pedante de peli ochentera o noventera de Woody Allen (apostaría que el tipejo del que hablo salía en Hannah y sus hermanas, pero quizá era en Maridos y mujeres, o en Manhattan). Incluso hay aplicaciones móviles que emulan ruidos y entornos, como un bar, una cafetería o el club de campo para inspirarte… mejor. A mi modo de ver, payasadas, pero habrá a quien le sirvan. Lo que sí está claro es que escribir una historia, una novela, un libro, un guion, es mucho más que sentarse y empezar a teclear (aunque, en esencia, es hacer eso mucho rato).

El cineasta Woody Allen en un capítulo de Los Simpson.

La dimensión desconocida

Cuando te lanzas de cabeza en un nuevo proyecto, escribir es un proceso creativo 24/7/365 y suele requerir de cierto «impasse» o tiempo muerto entre una historia y la siguiente. Pero el desarrollo en sí mismo se concentra siempre en un sitio: una habitación, un lugar, por lo que dónde escribir se convierte también en cómo escribir y, por esto, es tan absurdo que el dónde se pierda dentro del cómo con tanta facilidad. Menudo lío, ¿eh? En definitiva, vamos a ver cómo creo yo que se debería acoger la escritura y, luego, tú me dices que «nanai» y que tú escribes con los críos revoloteando a tu alrededor en el comedor de tu casa o con heavy metal a todo trapo a lo Stephen King, ¿vale?

Ante todo, necesitas un espacio propio, en el que estar relajado, a gusto, inspirado. Yo tengo dos, porque soy más chulo que un ocho: un trocito del comedor —tanto yo como mi pareja trabajamos en casa en una habitación-despacho y, allí, no siempre puedo quedarme a solas—, así como un tercio del comedor (escritorio, cajonera, ya sabes). En general, cualquier lugar que sea adecuado para estudiar, debería ser funcional a la hora de escribir: silencio, pocas distracciones, espacio para organizarte y mover todo el material (libros, apuntes, libretas, ordenador, bolígrafos, pizarra, etc.).

Contar con una zona que solo utilizas para eso, si es posible, es la leche, porque te permite abstraerte y evitar cualquier tipo de distracción: en mi caso, intento tener Internet a mano para posibles consultas y reservar entre una y dos de tiempo diario a la lectura y la escritura.

Hablando de malos sitios donde ponerse a escribir… Brian Griffin no ha tenido una gran idea.

Escribir cuando no estás escribiendo

Dicho esto, para mí, la escritura no empieza ni termina en esa sala (o salas). ¿Cuántas buenas ideas aparecen paseando, duchándose, comiendo o cag… o leyendo el periódico? Muchas, en realidad. Los seres humanos piensan con los pies, y muchos escritores también.

Mis tres grandes trucos son:

  • Lápiz y papel (una libreta) a mano siempre que sea posible
  • Móvil y notas de voz (sí, también hago esa pedantería de grabar audios: ¡es útil, joder!). En mi caso, me creé un grupo de WhatsApp para mí (bueno, invité a no sé quién y le eché del grupo) y allí apunto ideas estúpidas y otras no tan estúpidas
  • Reservar un tiempo semanal para aburrirme: hacer cosas, en casa y fuera, que nos aburran también es algo imprescindible para el pensamiento (desde niños), para organizar ideas, para sentarse a escribir con la cabeza mejor amueblada que el día anterior

Cuando el dónde se convierte en cuándo

Dónde escribir no solo acoge un espacio, además, sino también un tiempo. Habrá mucha gente a la que le encantaría escribir de 7:00 a 9:00 pero tiene que desayunar, llevar a los niños al colegio y largarse a trabajar. A mí, por ejemplo, de 8:00 a 10:00 son las horas que mejor me han ido siempre (y ahora mismo no estoy escribiendo en esos horarios por temas laborales), pero también hay aquí dos puntos que considero imprescindibles:

  1. Tratar de escribir todos los días es la forma de crear una buena rutina (no siempre hay que tratar de escribir best-sellers: artículos, entradas de blog, ensayo, cuentos cortos, microrrelatos… ¡no habrá cosas!). Dedicar un rato al día supone afrontar que hay días en los que no sale nada y otros asombrosamente productivos: también aquí hay todo tipo de opiniones, hay quien para de escribir cuando está «on-fire» y a mí, en cambio, cortar esa inercia narrativa me parece una locura, incluso para ir a mear. Quizá hay gente que prefiere escribir tres días por semana, o cuatro, o dos, allá cada cual.
  2. Mantener, siempre que sea posible, horarios similares también genera previsibilidad y nos ayuda a prepararnos para la escritura. Si yo tengo que sentarme a las cinco de la tarde o no escribir, prefiero escribir de cinco a seis que no hacerlo, pero si puedo hacerlo en un horario más funcional, mejor que mejor. Sin embargo, en cualquiera de las dos situaciones anteriores, saber que voy a tener un rato para escribir, me ayuda a darle vueltas y a prepararme para ello.

En relatos o proyectos de largo recorrido…

Como hábito adquirido, cuando escribo un relato largo o una novela, por ejemplo, suelo empezar releyendo todo lo que hice el día anterior, corrigiéndolo, reescribiendo ligeramente y, esta acción, de algún modo, favorece la inercia narrativa entre un día y el siguiente. Otras personas prefieren leer, pero dejar las correcciones o los cambios para más adelante: desde mi punto de vista, cada texto se reescribe cien mil veces, así que una más o una menos… Por descontado, aquello que no hago es centrarme a corregir ese texto durante más de 10 o 15 minutos, pues la idea es favorecer la continuidad y seguir donde lo habíamos dejado (ya habrá tiempo para reescribir, como digo).

De cualquier modo, los manuales de escritura están repletos de estos pequeños «trucos», así que puede ser buena idea echarle una ojeada a un par con el objetivo de quedarte con algunas buenas prácticas: uno (re)típico, ya que he mencionado antes a su autor, es Mientras escribo, de Stephen King, por ejemplo.

Bloqueos de escritor cuando tienes tu propio espacio

Por último, la hoja en blanco (sobre los bloqueos de escritor ya hablé en el blog) suele ser más fácil de vencer cuando separamos la figura del creador de la del crítico que todos llevamos dentro. Cuando escribes, escribe; cuando corriges, corrige. Los dos papeles son necesarios, pero escribe por placer y, luego, ya habrá tiempo para despedazar una y mil veces el texto.

De algún modo, también parece más fácil concentrarse cuando tienes un espacio propio donde escribir y organizar todo tu material. Pero no te engañes: habrá días en los que no salga nada, a veces, incluso semanas o meses. Yo me obligo a escribir de lo que me apetece: eso de escribir sobre temas que no me gustan o interesan lo dejo para otros; en mi caso, si me aburro o me deja de interesar: cojo el papel, hago una bola, la tiro y a otra cosa (o borro el documento de texto). Con un libro, hago exactamente lo mismo: lo cierro y empiezo otro que aún me puede apasionar.