Por fin pude ver Rifkin’s Festival (Woody Allen, 2020). Tenía muchas ganas. ¿La disfrute?, supongo que sí, pero no funciona. Me reitero en lo que pensé, pero no dije, de su anterior filme: una vez más, las inquietudes —y nostalgias— del director de clase alta neoyorquina se intentan generalizar y, bueno, hace aguas la cosa. Quizá nunca funcionó (como creíamos sus adeptos), pero hoy es más evidente, si cabe. Su cine ha ido perdiendo peso. No solo por las franquicias de superhéroes, que tanto odian (con razón) Scorsese, Spielberg o Allen, sino más bien porque estas historias no reflejan el sentimiento de una época.
Rifkin’s Festival, una sociedad que no existe
Las películas de Allen representan una sociedad que ni tan siquiera existe, una suerte de espejismo que plantea cómo sería la vida sin preocupaciones, donde los personajes pueden dejar el trabajo y lanzarse a estudiar a los cuarenta sin un duro en la cartera; donde si quieren viajar, viajan. Son griegos y romanos de clase alta hace 3.000 años, pero aquí, y ahora, y con Nueva York siempre presente. Todo ello es inverosímil en un mundo globalizado, neocapitalista y un sistema que se alimenta de los anhelos de miles de millones de personas para enriquecer a unas cuantas decenas. La cuestión es que, si la historia tiene tirón, te la cuela —Blue Jasmine, Irrational Man, Whatever works—; si no, no. Y ha habido aciertos, muchos, pero ya no atina: no arriesga.
Ni grandes diálogos, ni grandes homenajes
La película no tiene grandes diálogos, como podría ocurrir en su edad de oro o en títulos modernos como Todo lo demás. Homenajea a clásicos de altísimo nivel (Kurosawa, Bergman, Buñuel, Truffaut, Fellini…), pero sin sorpresas. Lo hace siguiendo una línea argumental difícil de creer, además, y yo diría que repite por no estarse quieto: Wallace Shawn es el enésimo álter-ego de Allen, y ahora, ya suena y hasta huele a masturbación mental.