Cinco de enero, una novela animalista y solidaria

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Este mes, por fin, he publicado Cinco de enero en Amazon Kindle (papel y digital). En la página de Caos, la novela tenéis toda la información, pero he decidido hacer un pequeño resumen en formato entrada, por si lo que queréis es darle caña al libro. 😉

Cinco de enero, una novela solidaria por los animales

Para resumir, en dos líneas:

Cinco de enero es una novela animalista que homenajea la historia de Caos, un perro que cambió mi vida para siempre. La historia narra parte del recorrido que compartí con un perro maltratado y abandonado entre 2012 y 2015, con el objetivo de concienciar sobre un problema social al que todavía debemos seguir haciendo frente.

Se trata de una novela de autoficción que lanzo junto a Ushuaia Ediciones este año, coincidiendo con el aniversario de los 10 años del inicio de esta aventura.

La historia la cuentan cinco voces distintas: Julio, Lena, Pedro —el padre de Lena—, el propio Caos y un narrador omnisciente, que aparecerá en algunos momentos de la historia. Conseguir un texto verosímil y, hasta cierto punto, coral en un texto de autoficción es una de las cosas que más me ha quitado el sueño. Si bien ninguna historia se escribe como se piensa en un inicio, estoy muy orgulloso del resultado final.

Dicho esto, Cinco de enero tiene una doble función:

  • por un lado, me gustaría concienciar y apoyar la lucha contra el abandono y el maltrato animal de perros, gatos y fauna
  • por el otro, quiero aportar mi granito de arena, donando gran parte de los beneficios de la novela (50 % de todas las regalías: tienes más info en el enlace de Caos, la novela)

Por último, he compartido los dos primeros capítulos del libro en el blog, porque quiero que cada lector esté seguro de que quiere invertir 2,99 o 9,90 euros, según la edición, y no solo cuente con la garantía de que gran parte de su inversión revertirá en beneficio de otros perros, y gatos, y proyectos animalistas, sino que va a leer y disfrutar de una buena historia.

Ojalá disfrutes leyendo casi tanto como yo escribiendo la historia de Caos, que tuve la gran suerte de que también fuese la mía.

J.

Cinco de enero - Novela animalista y solidaria
Portada de Cinco de Enero (Javier Ruiz, Ushuaia Ediciones, 2022).
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Contraportada de Cinco de enero (Ushuaia Ediciones, 2022) con la sinopsis de la obra.

II. La silueta del ayer

Capítulo 2 - La silueta de ayer - Novela de Caos - Photo: Darwis Alwan (Pexels)

El coche frenó en seco y el cinturón restalló contra el tórax de Lena. De reojo, en lo que debió ser menos de un segundo, vio cómo su compañero cabeceaba con furia contra el salpicadero y, entonces, a ella el dolor se le enquistó en las cervicales. Se había golpeado contra el volante, pero ni un rasguño. La luna del vehículo se estaba empañando: se dio cuenta de que ambos hiperventilaban e intentó relajar su respiración.

Contó en silencio diez misisipis.

Después, deslizó la mano izquierda (que aún le temblaba) hacia la ventanilla y accionó el elevalunas para que entrase algo de aire del exterior. Delante, un perro cojeaba por el minúsculo arcén.

—No lo he visto —murmuró ella—. Estaba todo muy oscuro.

Lena sintió la mano de su chico en el hombro. Algunas lágrimas empezaron a conquistar la escena: miedo, nervios, lo que podía haber pasado, esas cosas. Ella abrió la puerta y bajó del coche intentando calmarse.

—No le has dado tú, Lena: es imposible. No se ha oído nada. Ese perro parece herido, pero ni le has rozado.

Julio salió del coche trastabillando: quizá era por las cervezas, quizá por el susto. Señaló las marcas en el hormigón, que confirmaron sus palabras: se veía con claridad cómo ella había corregido la dirección y frenado en seco invadiendo el carril contrario. A escasos diez metros, la sombra del perro se alejaba; los faros del Ford proyectaban en el pavimento una lengua colgando entre sonoros jadeos, una cola entre las patas, un balanceo que parecía anticipar un batacazo.

—¿Se habrá perdido? —preguntó ella.

Julio negó con la cabeza, no debía saber qué responder.

Lena miró alrededor. A la izquierda había un muro de ladrillo encalado que debía ocultar una finca que no podían ver, y solo un farol de pared, encendido, que parecía parpadear a causa del revoloteo de las polillas que cubrían el haz de luz; bajo el alumbrado, la puerta metálica de un garaje era la única entrada visible. A la derecha, pinos, matas, bosque, el sonido de un riachuelo. Olía a lluvia: a petricor, al aroma de una primavera demasiado seca y un verano que recién empezaba pasado por agua.

—¿Vamos a ver si podemos alcanzarle? —preguntó él.

—Sí, corre, que no se vaya lejos.

Fueron tras el perro con intención de salvar la poca distancia que el animal había recorrido. Debido a las curvas de la carretera, los faros del coche iluminaban solo unos pocos metros del camino, así que Lena no tardó en verse envuelta por la semioscuridad. La ausencia de luz le ayudó a relacionar conceptos:

—Hostia, las luces de emergencia —exclamó ella.

—Voy yo. Asegúrate de no correr tras el perro: acércate poco a poco, ¿eh?

Aunque ella odiaba esa faceta de sabelotodo, admitió que tenía razón. Cualquier animal herido podía ser imprevisible. A diez o quince pasos de distancia, el perro caminaba muy lentamente, renqueaba intentando no apartarse del arcén. Parecía la silueta de un triste ayer.

—Hola, guapo —dijo Lena con un deje de pena en la voz—. ¿Te has perdido?

El animal se dio la vuelta, asustado: temblando, estaba mojado y cubierto de barro. Lena fijó la vista en la trufa: pese a la oscuridad, se veía roja, y olía a infección. El perro volvió a alejarse: lento, patizambo, cojo. Lena se puso a su altura; de cerca, comprobó que era un mestizo (del tamaño de un pastor alemán y de una apariencia similar) cuya vida casi se podía descifrar. Sus orejas: una en alto, la otra inflamada y arrugada sobre sí misma; su cuello: soportando una cadena metálica sujeta a un mosquetón oxidado, ¿y su color? Su gris, que más tarde descubrirían que no era más que pelo muerto, estaba infestado de garrapatas.

 ***

Julio se limitó a observar desde el maletero del coche mientras se colocaba un chaleco reflectante de poliéster; el perro se acercaba a Lena con timidez.

—¿Lo habrán atropellado? —preguntó él.

La gravedad del timbre fue suficiente para alejar al animal fuera de su campo de visión. Varios metros más allá, Lena levantó uno de los dedos de la mano hacia su boca y chistó.

—Calla, tiene mucho miedo —susurró, tajante.

Julio perdió de vista a su mujer tras la curva. Subió al coche, maniobró para dejar el vehículo en el carril derecho y aparcó en el arcén. Apagó el motor, pero dejó encendidas las luces de emergencia y se obligó a caminar despacio hacia donde Lena ahora estaba acuclillada, muy cerca del animal. Apenas había luz allí: solo uno de los focos del Ford y la luna en cuarto creciente alumbraban algo a su chica.

—¿Qué te ha pasado, guapo? —repetía Lena—. ¿Te han abandonado? ¿Estás perdido? Quién te ha hecho esto, ¿eh?

Llamaba al perro, se incorporaba y se alejaba un par de pasos hacia el coche. De algún modo, ese baile resultaba hipnótico a los ojos de Julio: movimientos que fluían con naturalidad, como si ella llevara toda la vida salvando perros en las cunetas. Esa noche, estaba preciosa.

 ***

Cuando Lena consiguió atraer al mestizo a la altura del foco lleno de polillas, se sentó a esperarle en el arcén con las piernas cruzadas sobre sí mismas. Tras ella, se escuchó un suspiro cómplice. Lena advirtió que su marido estaba detrás. Desde el suelo, pudo ver a Julio, embutido ahora en un chaleco reflectante que le quedaba pequeño. Vigilaba la curva donde había frenado. Por fin, el perro hizo ademán de acercarse. Lo hizo sin dejar de mirar a los lados, reculando una y otra vez, y así un buen rato más, hasta que topó con las suaves caricias de una mano amiga.

Bajo los escasos metros que iluminaba ese farol de carretera, Lena comprendió que esa bola de pelo que la observaba con timidez había descubierto algo desconocido en su mundo: la bondad.

Es curioso la verdad, pero, por aquella carretera secundaria, no pasó ni un coche en todo ese tiempo. Como si ellos tres hubiesen caído en otra dimensión, o ese cachito de tierra y hormigón entre curva y curva se hubiese fragmentado de la realidad para ofrecer a ese perro malherido una segunda oportunidad.

Lena no dijo nada más; solo miró a los ojos de su marido y, de algún modo, se entendieron. Sentada en el arcén, y envuelta en un silencio que casi aplastaba la escena (solo el clic-clac de las luces de emergencia intentaba romper el embrujo y, a estas alturas, sus oídos ya se habían acostumbrado), ella gesticuló con sutileza hasta captar la atención de su chico.

Julio se acercó muy despacio; el perro emitió un grito sordo, pero, esta vez, no reculó. Su marido parecía concentrado en cada uno de sus movimientos, ligeros como ella nunca había visto; acciones que no pretendían más que resultar inofensivas a ojos del animal: otra mano que se acerca, un nuevo olor, una caricia, una palabra… Y, en la relativa oscuridad de la calzada, los dos intentaron traducir y dar sentido a una historia que acompañaba al mestizo: los ojos, hinchados de terror al más leve movimiento, el cuerpo rígido, bloqueado ante cualquier palabra que sintiese amenazante, y la trufa aún sangrando, pringando las manos de Julio y de Lena entre caricia y caricia.

Quién sabe cuánto tiempo pasaron allí sentados los tres.

En algún momento, Lena cerró los ojos. Al abrirlos, vio cómo Julio había alzado al perro en brazos, que, inmóvil, con los ojos como platos, se dejaba llevar. Lena se incorporó y se apresuró a abrir una de las puertas traseras del vehículo y Julio dejó al perro en los asientos grises de paño de tela; se sentó a su lado. Ella también subió al coche y arrancó el motor mientras pisaba el embrague; sonrió, algo triste, algo feliz. Por el rabillo del ojo, vio en el retrovisor central del Ford cómo Julio mal disimulaba un lagrimeo. El coche empezó a avanzar por la oscura carretera.

—Tendrías que haberlo cogido con una correa, ¿eh? Cualquier animal con miedo es imprevisible —señaló Lena con sorna.

Julio le apartó la mirada fijando los ojos en la ventanilla, donde el bosque se alejaba de ellos tres. Ella condujo callada los escasos dos kilómetros hasta la puerta de su casa y, entonces, ya en la urbanización donde residían, le pareció flotar en un limbo que solo comprenderán aquellas personas a quienes la vida se les revolucionó en un segundo.

Lena aún recuerda que, esa noche, el cielo era naranja, pero no recuerda el tono ni el porqué; lo que ha grabado a fuego en su mente es cómo ellos dos bebían, en silencio, de una imagen que ya no han podido olvidar: un perro mil leches que empezaba a descubrir que el género humano no solo podía contemplarse con horror.

Siguiente capítulo…
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I. Érase una vez

Capítulo 1 - Érase una vez | Photo: Pexels, Ingo Joseph - BCN

Julio condujo a toda leche por la Ronda. Sonaba en la radio la canción esa del hawaiano gordo del ukelele. Tarareó algo inconexo que trataba de seguir el ritmo de la balada. Aparcó tarde y se arrastró por dentro del puerto de mercancías con la boca seca y pastosa y, en la napia, un olor a gasolina, queroseno y patatas fritas industriales al que resultaba imposible acostumbrarse. Todos sus días empezaban igual: como mucho, cambiaban de banda sonora y, a veces, ni eso.

Llegó al muelle del contradique con los guantes en las manos, el chaleco a medio poner y el casco apenas sujeto en la almendra. Llevaba más de tres años cargando cajas frente a esas aguas; esa mañana, que aún era noche, era su último día allí. El resto de la cuadrilla ya ocupaba sus puestos para la descarga de un buque chino. Julio se dispuso a trabajar, otra jornada más, esclavo de un sueldo, de unas obligaciones que no tenía muy claro cómo habían ido aumentando y aumentando: un alquiler, un frigorífico lleno, el seguro del coche. Pero eso le ocurría a todo dios, ¿no? ¿Por qué estaba tan cabreado entonces? ¿Por qué había tantas tardes, y tantas noches, en las que una cerveza se convertía en tres; una botella de vino en dos; un destilado en un perder la cuenta entre resacas?

—¡Hombre! Su majestad se ha dignado a venir a trabajar —exclamó Pérez, el capataz que dirigía al equipo entre semana.

El pelotón de estibadores se echó a reír. Entre las risas, Julio distinguió el estúpido cacareo del Gonzalo: menudo imbécil. Clavó los ojos en el tipejo ese (vaya careto de zarigüeya). En la dársena, los compañeros eran poco más que figuras a lo lejos: Marquitos ya había subido su panza hasta la grúa RMG, Antonio, el Torete, apilaba cajas con la carretilla elevadora Fiat (la de la mancha de diésel debajo del depósito). ¿Y Jorge? A saber qué estaba haciendo el Jorge con el bigote entre los contenedores de carga: fumaba, y asomaba unos ojos azules y despreocupados hacia la escena. El retaco del Gonzalo se limitaba a acompañar al capataz con la lengua metida en su culo.

Lo de siempre.

—Se ha alargado la gripe —gruñó Julio.

Las olas rompían contra las rocas y la maquinaria de carga no conseguía silenciar por completo la fuerza del viento y del mar.

—Sí que te has puesto enfermo este año, ¿eh? Te faltarán vitaminas, noi.

Julio, ausente.

—¿Qué toca hoy, Pérez?

—La reunión es a las seis, pelacanyes. Tres años y todavía no te entra en la mollera, ¿eh? Si es que quien no da pa más, no da pa más.

Julio cerró los ojos.

El encargado siguió largando gilipolleces, pero él rebobinó la escena y se topó con un Pérez gritándole:

—¡Pues tu gripe aún atufa a ginebra! Qué curioso, ¿eh? A eso le olía el coño a tu madre el otro día.

Había un madero en el suelo, y Julio lo cogió. Uno de los cargueros chinos hizo sonar tres pitidos largos de cuerno para abandonar el puerto. El sonido de las olas rompiendo en las rocas se volvió insoportable. Julio descargó la tabla contra las costillas del capataz; este lanzó un grito lastimero y cayó al agua atestada de detritos y basura.

Julio suspiró.

Abrió los ojos: ahí seguía Pérez, rugiendo mierdas al extremo del espigón del puerto, con las greñas grasientas que se le pegan siempre contra la nariz, el mono azul lleno de mugre, los ojos verdes de réptil que lo escrutan todo. Julio, inmóvil. El puño temblando. Pérez que calla entonces, calibrando las puyas con la experiencia de algún traspiés pasado: un silencio de esos que juzgan y, a veces, duelen más que las palabras. Frente a frente, parece preparar su lengua viperina entre esos rasgos de comadreja de mierda, como quien afila un puñal ante su víctima.

Julio intentó volver a atrapar en su mente la imagen del capataz perdiéndose entre las aguas putrefactas del puerto: un Pérez vencido, con el torso ensangrentado, con cuatro o cinco costillas rotas y los pulmones doloridos luchando por una bocanada de aire; subiendo a duras penas por una de las escalerillas de metal oxidado sujetas a la escollera. El espejismo se había desvanecido.

Pérez le palmeó el culo con mala hostia.

—A trabajar, chaval. Por la hora, tú hoy no te paras a desayunar hasta el mediodía. Así, de paso, me aprendes puntualidad.

Puto cuarentón con ínfulas.

Amanecía entonces, y a Julio le pareció que el sol salía por el este para tocarle los cojones.

***

Lena atendía por teléfono al supervisor regional de una compañía de seguros con la que trabajaba la correduría. ¿El nombre de la empresa?, lo había olvidado. El tío era un baboso, pero ella se conformaba con poner las palabras correctas donde el chaval la cagaba todo el tiempo. A Lena, no le encantaba su trabajo, pero le gustaba más que su vida.

A las dos se las había ingeniado para obligarse a comer rápido; después, algún curso: de cocina, de costura, como si es de canto gregoriano; para casa a media tarde, sacar a los perros un rato, cena, serie y a dormir. En piloto automático, pensando lo justo. Lo peor eran los fines de semana: tres de cada cuatro se convertían en discusiones; el otro intentaba no pasarlo con Julio.

Esa última semana en Barcelona se preguntó cientos de veces si era buena idea mudarse juntos a Mallorca: entre ellos seguía algo vivo, algo por lo que creía que valía la pena luchar, pero ¡uf!

A media mañana, llamó Julio: estaban invitados a cenar en casa de unos amigos. Que si nos mudamos en un par de días. Que si habrá que despedirse de la gente.  Que si hostias.

Por teléfono, ella:

—Vale, que tienes razón. Ya te he dicho que iremos.

—¿Paso después a buscarte por el despacho y subimos a casa? —Se oían gritos y sonido de maquinaria al otro lado de la línea.

Lena le puso alguna excusa que minutos después ya no recordaba, ir a pagar esto o a comprar aquello otro. En fin, que subiría en el tren.

—Saca a pasear a los perros.

Julio no dijo nada.

Antes de colgar, Lena miró la mesa de caoba repleta de expedientes; enfrente, tenía una caja con las cuatro cosas que se llevaba: su contrato, la rescisión y dos fotografías en marcos de plata idénticos. Una con sus padres y otra con Julio, besándose: estaba convencida de que ya no tenía los ojos tan azules ni el pelo tan brillante como la chica de la foto. Quizá por ello, esta última cada día estaba un poco más lejos y amenazaba dos o tres veces al día con estamparse contra el suelo de linóleo azul del despacho.

***

A las doce, Julio no podía más. Se sentía morir de cansancio. El sudor le goteaba en la cara y en el mono azul, los ojos escocían. Por llegar tarde, el hijoputa de Pérez le había obligado a cargar con más y más cajas de sus compañeros bajo el sol. Todavía no había probado bocado y ya sentía la bilis en la garganta: recordó un relato de Bukowski que empezaba así, pero amontonando jamones en los camiones de un matadero.

Un grito, una caja; otro grito, otra caja.

Después, llegó un breve parón a la sombra; el bocadillo (a solas), un trago de agua, un cigarro, y vuelta. Si los compañeros se lo permitían, se abstraía: pensaba en otras cosas; no importaba demasiado en qué. Esa mañana había estado dándole vueltas a la última discusión que había tenido con su mujer, y se había cabreado; lo imbécil que había sido irse a vivir fuera de la ciudad para terminar comiéndose dos atascos diarios, y más cabreo; ahora siempre estaba cabreado. Lena llorando, y gritando, y rompiendo contra el fregadero de la cocina las tazas que fueron su primer regalo de novios. En la cabeza, los consejos de su padre moribundo: ¡Estudia derecho, idiota! ¡Cagüendios!, eso sí que lo había cabreado. Pero cabreado trabajaba mejor, más rápido, y pensaba menos en qué coño hacía ahí; licenciado con una doble titulación en letras, mintiendo sobre su currículo, cargando la mierda que miles de chinos traían de China y anhelando un único cigarrillo para calmar un dolor entre las costillas que, antes o después, le cobraría peaje.

A las seis, cuando acabó el turno, pensó en mandar a todos a tomar por culo, pero se despidió, sin más: suele pasar. Después, Julio subió al coche y se largó.

***

El Ford que su padre le había dejado en herencia descansaba en doble fila junto a la Renfe de Molins de Rei. Calle peatonal, edificios de dos o tres plantas y un bar Sport (de los miles que hay por España) que miraba hacia las escaleras de la estación.

Julio fumaba apoyado en el maletero plateado del vehículo: la vista perdida entre los letreros de los comercios. La calle desértica para la hora. Una estatua fea y abstracta de bronce presidía la plaza. Tres niños correteaban por el empedrado y una anciana, que le recordó a Paloma San Basilio, les perseguía para regañarles por jugar cerca de la carretera.

Lena apareció en la puerta de la terminal con un par de bolsas de El Corte Inglés. El pelo largo y rizado, de un rubio cenizo, y vestida de trabajo, con camisa color hueso y pantalones de pinza que dejaban ver sus tobillos: de esos pantalones por los que Julio creía que ambos compartían el odio. Quizá no solo él había cambiado.

El beso de rigor, y al coche.

***

De camino a San Andrés de la Barca, donde vivían sus amigos, Julio pensó en cómo un beso podía describir su relación: cómoda, era la palabra que se le ocurría, y no le gustaba un pelo. ¿Dónde habían quedado los besos cómplices?, de afecto, de amigos, de deseo. Por relaciones anteriores, sabía que la pasión es solo una fase, que no es posible perderse en ella por mucho tiempo, pero ¡joder! y, envuelto en estos pensamientos, maniobró a lo largo de las curvas de la urbanización a la que se dirigían.

Aparcó en la calle y escuchó voces conocidas.

Todavía en el coche:

—¿Estás bien, Lena?

(¿Por qué diría eso?)

Lena respondió con una sonrisa que él advirtió fingida.

Podemos irnos, pensó, aunque no dijo nada.

Entraron, pero no voy a narrar esa parte de la noche. No vale la pena. Me limitaré a decirte que a Julio le pasó el tiempo volado y que Lena completó unas cuantas frases de su marido, rio, bebió, charló con unos y con otros. A veces, en público, ella casi parecía feliz; después, tras las cortinas, la sonrisa quebraba. La tristeza abisal que no siempre encontraba pretextos, y aquella que sí, la del idiota borracho que tenía a su lado, las promesas que se hunden, el bebé.

Abrazos y besos, despedidas, palabras al aire.

Que si ya vendréis a vernos.

Podéis venir alguna vez vosotros también, ¿eh?

Esas cosas.

Quizá la conversación en la calle se hubiera alargado un poco más si la noche no hubiera sido fría pese a la entrada del verano. En algún momento, Lena desapareció y acercó la berlina hasta allí. De pie, junto al coche, Julio agradeció el fin de algo en silencio. Los amigos delante: Pablo, con sus entradas cada vez más pronunciadas que la barba negra no podía disimular; Edu, quien seguía con la misma coleta rubia del bachillerato; Fran, con los ojos rojos de la hierba y la panza de siempre.

Ya no será lo mismo, pensó Julio, y sonrió bobo mientras los presentes se daban media vuelta y volvían a la vivienda. Recordó aquello que les contaban sobre Heráclito en la universidad, lo de que nunca te bañas dos veces en el mismo río, y también la paradoja de Teseo, que dice así: si a un objeto se le reemplazan todas sus partes, ¿sigue siendo el mismo objeto?

Subió al coche.

Cerró la puerta, pero la melancolía había sido más rápida.

***

Lena prendió la llave y el motor del coche despertó. El diésel de las arterias se inyectó en la cámara de combustión y se alejaron de la casa sin prisas. Julio se frotaba los ojos, cansado, borracho (aunque no mucho para las cuatro o cinco cervezas que se había bebido).

Había cierta inquietud flotando en el silencio, en la respiración de ambos, en la forma en la que sus ojos se rehuyeron por varios minutos. Terminó por explotar:

—Por un día podías haberte controlado: ya te he dicho que no me apetecía nada coger el coche —espetó ella, de improviso.

Julio dejó que los segundos escapasen: uno, dos, tres…

Lena resolló.

—Te lo he preguntado dos veces, tía. Cuando me cogía una cerveza al llegar y cuando Pablo me ha ofrecido otra al cabo de un buen rato.

—Ya te habías bebido dos más.

—Tampoco me has dejado ir a por el coche.

Ella no contestó. Si algo no hacía Julio era conducir borracho. La segunda o tercera birra habían sellado el cambio de papeles, como un acuerdo tácito en la pareja.

El coche serpenteaba por las calles de la urbanización, que se enroscaban, se abrían y cerraban emulando un laberinto de decadencia gris. Llegaron al pueblo de San Andrés.

Él:

—¿Autopista o secundaria?

Ella:

—Qué más da.

Y el Ford se perdió por la secundaria que se abría a la izquierda.

—Si quieres puedo conducir yo, de veras —añadió Julio.

—Déjalo.

—Lo estoy intentando, peque —murmuró.

El peque ya no sonaba como antes.

—Lo sé.

Julio se descubrió mirando a su pareja a escondidas: Lena achinaba la vista bajo sus gafas verdes de pasta y se mordía las cortísimas uñas de una de sus manos, algo que Julio sabía que detestaba que le recordasen.

No lo hizo.

Un rizo le caía a Lena entre los ojos, pero Julio ya no se atrevía a invadir esos espacios.

—Gracias por venir conmigo —dijo Julio, sonriendo.

Ella se encogió de hombros mientras tomaba otra curva con suavidad, y otra, y otra más. La secundaria se retorcía sobre sí misma para respetar el trazado original de los caminos. Los faros del vehículo iluminaban unos pocos metros, y el esqueleto de la vía no permitía grandes acelerones allí. Quizá por esto…

—¡Joder! —gritó Lena, de improviso.

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«La silueta del ayer»

Ø. Ladrar al ruido y a la muerte

00. Presentación - Novela Caos

El perro observó la gigantesca bodega del barco sin saber qué era una bodega; a continuación, ladeó la cabeza a derecha e izquierda, mezclando miedo e incomprensión. Olía fuerte: a latas de aceite y a alquitrán, olía a cubierta manchada en negro, olía a sucio que nadie se esmeraba en limpiar. Alrededor, había cientos de coches aparcados.

Cada poco, alguien pasaba cerca suyo: señoras arrugadas que se escondían tras el maquillaje, camioneros que apretaban el paso fuera de su campo de visión, jóvenes que reían cómplices y algún niño o niña, que decía:

—¡Mira qué perrazo en ese coche, mamá!

Él sentía en los huesos la humedad de la primera noche. Esa noche que siempre llega más fría en la mar y que sus enamorados tan bien conocen; una humedad que, incluso en junio, se enganchaba a las extremidades del perro como una legión de garrapatas y embestía contra la columna, donde dolía ya por tanto tiempo que cualquier molestia resultaba fútil.

Si alguien se hubiera detenido a observar en el maletero, cosa que no ocurrió, hubiese comprobado que el perro se encontraba en una postura extraña: no quería tumbarse, pero tampoco podía mantenerse erguido; sin embargo, lo que nadie hubiera imaginado es que esto no era debido a la altura del portaequipajes, que era suficiente, sino a la fuerza cada vez menor de sus miembros, enfrascados en una batalla perdida de antemano; en un perenne medio incorporar hasta que sus patas le vencían, caía contra la felpa, descansaba por unos segundos, y volvía a adoptar aquella posición antinatural que atesoraba kilos de fortaleza.

El olor de Lena y Julio ya no era tan intenso: se habían desvanecido más allá del capó. Entre el vidriado al que le condenaban sus ojos, el mestizo de pastor alemán había visto a la pareja mirarle por unos segundos, y confundirse, de inmediato, entre decenas de olores y figuras que fueron emborronándose en la distancia. No ladró entonces, y tampoco lo había hecho en el tiempo que llevaba esperando en el maletero.

Desde el Ford, la noche se proyectaba en el iris opaco del perro. Él se obligaba a enfocar el espigón del puerto y más lejos aún, donde un faro trabajaba con mecánica regularidad: una vuelta, y otra vuelta, y otra más. Le gustaba observar todo aquello que se desvivía por demostrarle que no era su enemigo.

El foco de luz nunca se cansaba, no perdía fuelle, pero el perro sí; así que, mientras el ruido de los motores desperezaba al buque y los pasos se aceleraban en la cubierta, él se dejó caer contra la felpa una vez más, y ya descansó allí por un buen rato, incapaz de incorporarse de nuevo.

Jadeó.

Una pareja joven se asomó al maletero.

No era Julio; no era Lena.

—¡Oye! Aquí hay un pastor alemán. ¡Qué viejo!

—Batuadell. Que tinc fam. Espavila, nina!

Y fuera, lejos, quizá avisaron a un marino o dieron nota en el mostrador de información, o puede que corrieran directamente hacia el bar-restaurant y se olvidaran del perro poco después.

El perro olió por largo rato el humo de los coches, cientos de esencias que se perdían tras cruzarse contra su trufa y, luego, los motores del ferry empezaron a emitir un ruido atronador; Caos siguió mirando el faro, y, cuando ya nadie podía oírle, empezó a sollozar y a ladrar a los ruidos. El humo empezó a cubrirlo todo, y él comenzó a temblar, a solas, como siempre había vivido, mientras se sentía flotar, y caer, más y más hondo, y la luz del faro se perdía.

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«Érase una vez»

Pirotecnia y San Juan: «No eres tú, soy yo»

Un perro se esconde debajo de la cama por miedo a los petardos.

Nunca habían tardado tanto en tirar los primeros petardos. Han llegado, esta semana. Las casetas de venta también han abierto tarde. No es por la Covid-19, o no solo es por la Covid, sino por cómo hay cosas que van cuesta abajo y sin frenos, o eso creo.

Quizá me equivoco.

Quizá el mercado ha dicho: «Una po**** me arriesgo este año; mejor abrimos las tiendas tarde; luego, valoramos ventas y ya veremos qué se hace para el año que viene.»

A lo mejor yo le estoy intentando dar una lectura moral, y la cosa va de pasta.

Me ha pasado antes.

El grupo de WhatsApp, y la verbena de San Juan

Estoy en el grupo de WhatsApp de la urbanización, que yo me lo imagino como el típico grupo de padres de colegio. Gente que se pasa el día diciendo cosas políticamente correctas y esconde lo que piensa; luego, otros que están ahí buscando la dosis de interacción social que han perdido en otro lado, y los que lo tienen silenciado. Yo soy del tercer grupo. Abro y cierro cada 300 o 400 mensajes nuevos, pero hoy le he echado un ojo. Algunos hablaban de los petardos, de si podían tirar cohetes y cosas varias que explotan desde su casa, porque es injusto que no les dejen tirarlos en una urbanización de montaña.

Supongo que prevalecerá el sentido común, pero quizá algún idiota quema medio bosque.

No hay que cantar victoria. La estupidez siempre encuentra camino.

Lo que ocurre con los petardos es similar a lo que ha pasado con las mascarillas: responsabilidad individual, o ausencia de. Todo dios quiere democracia, pero, luego, te da palo ir a votar; también que quiten restricciones cuando baja la curva de contagios, pero sin estas, unos no saben qué hacer y otros se van a hacer botellón en burbujas de convivencia de setecientas cincuenta y siete personas.

Ah, la responsabilidad individual… Menuda zorra.

Roma (Pájaros muertos, 1 de enero)
Cientos de pájaros muertos en las calles de Roma debido a la pirotecnia del 1 de enero.

Ecologistas y animalistas que petardean

En definitiva, que el ecologismo, el animalismo y la responsabilidad individual están muy bien, pero el niño tiene que tirar «petardicos» (y el padre). Cuando llegan las verbenas, se nos olvida; nos vale todo: siempre ha sido así, es una tradición… pero, después, tildas al torero de imbécil por la misma frasecita; otro gran hit: la verbena es un único día (mentira, por cierto). En realidad, todas los que quieras: lo hace todo el mundo, no hacen daño a nadie, y blablablá.

La realidad es que es muy fácil llamarse ecologista cuando nada te afecta; es muy fácil decir que estás contra el racismo o a favor del feminismo, siempre que no cuestionen tus privilegios y, sí, es sencillísimo decir que no te gustan los petardos, mientras compras, y prendes, y lanzas, y das por culo a niños y niñas con TEA (o adultos), gente mayor, fauna salvaje, y perros, y gatos. Para cambiar algo, hay que ser conscientes todo el año, no cuando nos conviene.

¿Y si empezamos a hacer autocrítica? Podemos empezar por ser valientes para decir al padre, al hermano, al hijo: «No, no quiero petardos: yo estoy en contra por esto, esto y esto». Decir: oye, no quiero pirotecnia sonora, porque mata animales, hace daño: tiene consecuencias. Decir: no eres tú, ¿sabes?, soy yo también. Soy yo quien decide, quien da ejemplo, quien ayuda a cambiar las cosas.

¿Cómo daña la pirotecnia a los animales?
Gorrión muerto debido a la pirotecnia. Copyright: Animal Ethics.

Siempre estamos exigiendo a los políticos que sean valientes para actuar y legislar, pero ¿y nosotros?

La base de la democracia es la participación ciudadana, ¿no?

Pues empecemos a actuar.

Y no hablo de convertirse en policías de balcón, sino en posicionarnos (activamente) en contra de una tradición, en hacer carteles —como alguien que empezó a informar en Terrassa sobre los peligros de la pirotecnia hace unos días—; en atrevernos a educar, dialogar, y cambiar las cosas.

Deja de contentarte con lo que tienes; deja de contentarte con lo que eres: haz autocrítica y atrévete a seguir cambiando.

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¡Deja en paz a los tiburones, estúpido primate!

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Antes tenía la costumbre de seguir las páginas del Facebook de muchos diarios, pero ya no. Hay dos razones para ese antes: la primera, que ahora toca entrar en modo incógnito para que no te pillen las cookies y te limiten el número de artículos que puedes leer (pequeño truco: ahí lo dejo), así que prefiero hacerlo por el navegador; la segunda son los comentarios de algunos descerebrados. Siempre ha habido descere… idiotas, siempre ha habido idiotas (¿para qué ser políticamente correcto cuando no hay razones?), pero desde la pandemia de la Covid-19 está el tema pasado de rosca.

El otro día, justo estaba yo ahí, bien dispuesto a cabrearme con las noticias. Ya tenía delante varias—todas Covid entonces, aunque ahora parece que empiezan a entremezclarse con la nueva y vieja Venezuela: Pablo Hásel y Cataluña, again—, pero me quedé con «La vacuna de la Covid-19 podría acabar con medio millón de tiburones», que no era ni una noticia actual, sino una republicación (luego me di cuenta).

Acabar con medio millón de tiburones

Vamos, que veo la publicación, hago clic, me leo la noticia (suele ser una buena práctica, pero apenas se practica) y, después, me da por volver a los comentarios. Un idiota: «Pues si hay que matarlos, criamos más.» Lógica aplastante, la del tipo. Como si los seres vivos con los que compartimos medio fuesen un comodín: mato a medio millón, pero crío a no sé cuántos: va, ya que te pones, críate tres o cuatro de más, si eso. Por suerte, por cada diarrea mental del estilo, van apareciendo más y más comentarios coherentes. En cualquier caso, cuando leí: «¿tan malo sería que se extinguiesen?, el mar sería más seguro» y «solo es un pescado más», cerré el Facebook, asustado.

Si tú le propones a ese tío o al resto de su línea de pensamiento el mismo caso con personas (si vas mal de pasta por la crisis que se te viene encima, cárgate a tus tres críos y, luego, ya tendrás otros tres cuando pase lo del coronavirus), como poco, te van a tachar de demagogo. Bueno, a saber: quizá alguno te dice que no, pero porque es delito. Sin embargo ¿es tan distinto? ¿Qué derecho tenemos para matar a medio millón de tiburones por nuestra conveniencia? Debido a una zoonosis que, de un modo u otro, hemos provocado nosotros como especie, que nadie lo olvide.

¿No será que todo sigue igual porque el cuento nos beneficia? Y cuanto menos lo piensas, pues mejor. Lejos de notas como la que sigue republicando La Vanguardia sobre un artículo de octubre del año pasado —es decir, todos esos especímenes ya habrán sido ejecutados y utilizados, y seguirán siendo ejecutados y utilizados—, en 2015 se notificaba que, en España, en el ejercicio anterior, 62.000 animales se usaron para experimentación con dolor severo (severo, ¿eh?, cómo nos molan los eufemismos) de un total de 844.473: sí, has leído bien.

Las fronteras de la especie

Avanzamos, aun así, muy poco a poco, pero avanzamos. Y ahí está el proyecto de Big Data de la Universidad de Cambridge que ha sustituido pruebas toxicológicas con animales por modelos computacionales; porque, si se quiere, se empieza a poder y mucho más rápido de lo que nos habían dicho. Es cuestión de dejar de mirarnos el ombligo, dejar de pensar solo en nuestro bienestar y no hacer a los demás aquello que no nos gustaría que nos hiciesen.

Se llama empatía y empieza a traspasar las fronteras de la especie.

Más que nada porque el planeta ya ha empezado a soltar hostias kármicas.

Quizá ya no es cuestión de centrarnos en ideas como la de Albert Schweitzer, Premio Nobel de la Paz en 1952, que dijo: «No me importa si un animal es capaz de razonar. […] Solo sé que es capaz de sufrir.» Si no de otra cosa, de meternos en la cabeza que el egoísmo y el creerse superior al resto nunca ha hecho más que joder y complicar las cosas: tenemos bastantes ejemplos a lo largo de la historiografía contemporánea, échale un ojo a la Wiki. Por mi parte, casi nunca escribo comentarios en redes, pero se me ocurrió una respuesta para el de la retórica mata-tiburones: «¡Deja en paz a los tiburones, estúpido primate!», porque idiota se le quedaba corto, y como primate, también deja mucho que desear, ¿no crees?

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Al matar lo llaman progreso

Me sorprende, pero hay gente que hoy descubre las fístulas de las vacas en Francia y monta un escándalo denunciando esta (horrible) «práctica pionera». ¿Pionera? La industria lechera lleva décadas haciendo eso, solo te hace falta sacar algo de tiempo y buscar «fístulas vacas» (o fístula rumial, o fistulación rumiante) en Internet y ya te puedes hartar de imágenes asquerosas de vacas con un agujero con tapa de «quita y pon» que conecta con uno de sus estómagos. Es probable también que veas un montón de comentarios de ganaderos con uno de sus hits similares al de los taurófilos (el toro no sufre): a la vaca no le molesta tener un agujero ahí. Hay gente para todo: gente que descubre que las vacas lecheras están muy jodidas (perdonad el chiste fácil, pero a lo mejor mucha gente tampoco sabe por qué los mamíferos generan leche), gente que no tenía ni idea de que le abren un macromatadero a las puertas de su casa en Binéfar (y en unos meses no podrán dormir ni respirar entre los gritos y el olor), gente que no sabe que 2030 es la fecha límite para evitar una catástrofe global.

Conocidas como vacas con fístula o cánula, estos animales sufren una intervención quirúrgica, en la cual se les inserta una especie de ‘ojo de buey’. Dicho dispositivo es como un hoyo que queda abierto en la superficie de la vaca para permitir el acceso directo al más grande de sus cuatro estómagos, con el objetivo de optimizar y regular su alimentación.

Fuente: ¿Qué son esos agujeros que les hacen a las vacas? Estas imágenes revelan la cruda realidad (Univision Noticias)

De esto quería hablar hoy un poco hoy: del matadero de Huesca y de cómo no felices con tener una fecha tope para cambiar las cosas a nivel contaminación en 2050, seguimos (como sociedad) enfocados en acortar esos tiempos hasta crujirnos del todo el planeta. Como decía, hay gente que ve lógico lo de las fístulas de las vacas (por lo menos, si no se lo plantan en la primera página de un periódico y le hacen pensar en ello) y hay otros que ven normal que un único matadero se cargue 32.000 cerdos cada día (en un año, los trabajadores de esa nave habrán matado a una cuarta parte de la población de toda España en cerdos, ¿menuda cifra, eh?). A todo esto lo llaman progreso, porque no han tenido los santos cojones de asomar el hocico en una de esas naves industriales. Es irónico, en realidad: cada día podemos saber más y tenemos las herramientas para conocer qué ocurre en cualquier parte del mundo, pero optamos por lo contrario: decidimos saber menos. ¿Osos polares que buscan alimento a 800 kilómetros de su hábitat en Rusia?, ¿perros que se arrastran por el hielo derretido de Groenlandia? Ahí están las noticias. ¡El mundo está loco! ¿Cómo hemos llegado a esto? Y sobre todo, qué vamos a hacer nosotros, ¿no?

Perros en Groenlandia - cambio climático
Esta fotografía distribuida por el Instituto Meteorológico Danés (Danmarks Meteorologiske Institut, DMI) del 13 de junio de 2019 muestra a los perros arrastrando un trineo a través del hielo marino (casi derretido por completo) durante una expedición en el noroeste de Groenlandia.

En España, salvo contadas excepciones ( (y desde el 15-M, desde que nos dijeron que todos habíamos remontado un poco la crisis, ni eso), nos movilizamos cuando nos tocan el bolsillo: si nos va bien, el país va bien; si nos va mal, algo habrá que hacer, ¿o no?. ¿Y en otros países? En otros países, tres cuartos de lo mismo. ¿Qué te pensabas? De todo esto que comentaba arriba (pan, jamón y televisor 4K de 32 pulgadas) va el movimiento de los chalecos amarillos en Francia, que nadie se engañe: del precio de la gasolina y el diésel, de las injusticias fiscales, las críticas contra el presidente de turno. Son temas importantísimos, coño, que afectan al bienestar y al día a día de los ciudadanos de un país, pero ¿qué hay del calentamiento global? Cuando alguien lanza esta pregunta, muchos sonreímos con autosuficiencia, ¿verdad? Calentamiento global, vaya chorrada, ¿eh? ¡con la de problemas que hay en el mundo!  O todo lo contrario: ¿qué le vamos a hacer? Claro que es un tema importante (con el ojo puesto en el precio del litro de combustible o de la nueva PlayStation), pero ¿qué vamos a hacer nosotros? Aquí entra aquello de es que las cosas son como son, hombre; el mundo es así. Tú a congelarte a Boston, y yo a achicharrarme en Australia, porque la subida del nivel del mar nos ha inundado California entera.

Llevándolo al absurdo, fue una quinceañera sueca (hablo de la genial Greta Thunberg, evidentemente) la única persona a quien se le ocurrió salir a la calle un día, y otro día, y otro más, u organizar una huelga escolar para que se detenga esta locura. Que te dejes de rollos, te diría la chavala: que sí, que reciclas en tu casa y consumes menos (o no consumes) equis productos (carne, pescado, bichejos, km. 0, lo que sea), pero ¿protestar? ¿dejar el smartphone y los memes del WhatsApp un rato y salir fuera a ocupar las calles para pedir un cambio por el planeta?, ¿una pequeña muestra reivindicando y diciéndole a la clase política dónde puede meterse su statu quo?  No, seguimos viendo el cambio climático como una película de domingo —como Twister, o Lo imposible—; seguimos diciéndonos: no es que Coca-Cola, Apple y JP Morgan Chase controlan el mundo y no podemos hacer nada. En definitiva, sea porque abren un macromatadero en Huesca o porque el mundo se va a la mierda, nos rendimos y viene una quinceañera y nos saca los colores. El problema es que, en lugar de darnos por enterados, en vez de comentarlo con los nuestros, de darle la importancia que merece todo esto (que agujereen tripas de vacas; que maten, en un año, más cerdos en Binéfar que personas hay en Portugal; que te preocupes por llenar el depósito de tu Seat Toledo y no de que tus hijos o tus nietos van a morirse sin acceso a agua y a cincuenta grados en el Pirineo).

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Fotografía que muestra una granja de cría intensiva catalana. Fuente: El Periódico

O pasamos del tema o nos sacan los colores y, en lugar de darnos por enterados, nos encerramos un poco más en nuestra burbuja. Luego, nos preguntaremos cómo llegamos a esto, pero es que lo peor de las pelis de ciencia-ficción es cuando los hijos, apesadumbrados del copón, se interrogan a sí mismos intentando descubrir por qué sus padres fueron tan imbéciles. Les tocará arreglarlo a ellos, pero, a diferencia de nosotros, que todavía podemos solventar las cagadas de nuestros padres, ellos ya no tendrán margen de maniobra. Con suerte, nosotros no estaremos aquí para verlo, o no dejaremos a nadie (posturas éticas que siguen subiendo y subiendo) para que lo sufra. Y leyendo este artículo, estoy convencido de que mucha gente soltará un: ¿y todo esto sacas de unos cuantos cerdos muertos? Señal inequívoca de que, si piensas así, no has entendido una puta mierda: ya me sabe mal, de veras.

Google Trends para entender el abandono de perros

El sábado pasado, intentando rescatar a una perro lobo checoslovaco (cagada de miedo) me llevé un mordisquillo en la mano. Nada grave. A mi compañero Antonio, de Dog’N’Roll, la perrilla le regaló un mordisco diez veces más profundo y no le vais a ver llorando en su blog (aunque tampoco tiene, claro). La perra ya se había escapado varias veces, según nos comentaron vecinos de Sant Cugat del Vallés, y, esa mañana, a punto estuvo de ser atropellada por diez o quince coches. Esta misma semana me llegan por varias fuentes media docena de casos de border collie renunciados en protectoras y perreras —y uno en Son Reus (Mallorca): Flipper, que ha sido tildado de PPP incluso, pese a que la asociación Los Olvidados de Son Reus, que hace un trabajo impagable, lo negaba en redondo con razón—. El martes, cinco voluntarios de Conectadogs rescatamos una cerda vietnamita de unos 50 o 60 kilos que habían abandonado en un bosque de Terrassa: puede que esté embarazada, y su familia la largó a la calle. Aunque no todo el mundo lo vea, son dos caras de la misma moneda: razas de moda a un lado; irresponsabilidad en el otro.

En todos los años en los que he trabajado en marketing (aproximadamente, desde 2009-2010), Google ha ido ampliando herramientas muy útiles para quienes trabajan en el sector, pero pocas son aplicables a otras facetas de nuestro día a día. La mayoría se centran en ayudarnos a identificar cómo captar tráfico, qué perfiles visitan nuestro sitio web, qué palabras clave son más útiles para posicionar nuestros contenidos en Internet… ¿Por qué os cuento esto entonces? Porque hay una herramienta de Google llamada Trends (Tendencias, literalmente) que nos permite ver cómo las modas se van sucediendo una tras otra. En lo que se refiere a los animales, esas modas o tendencias tienen una fuerte repercusión luego en la realidad, pero pocas veces podemos hacernos tan conscientes de estos fenómenos como con la ayuda de un gráfico: ya veréis.

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Fig 1. Interés despertado por los términos cerdo vietnamita (azul) y minipig (rojo) entre 2005 y 2019 en España.

En realidad, Trends no solo mide las tendencias de búsquedas web (o de imágenes, o noticias, o compras, o YouTube), sino que nos permite comparar términos a través de los que calcular la relevancia de un concepto y el interés que este ha despertado a través del tiempo. Si te fijas, el gran número de border collie en la calle (y, por desgracia, en protectoras y perreras) ha aumentado exponencialmente entre 2005 y 2019. ¿Se refleja esto en un gráfico sobre tendencias de búsqueda? ¿Y del pastor lobo checoslovaco o el malinois? Sí, se refleja con total claridad, y, si dedicas un par de minutos a analizar los gráficos, dan miedo.

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Fig 2. Interés despertado por la búsqueda «border collie»(en azul) entre 2005 y 2019 en España.

Además, podemos hacer búsquedas comparativas de varias razas como las que citaba arriba y valorar el interés despertado de todas ellas. Pongamos varios ejemplos: en la primera (fig. 3) podemos ver cómo el border collie enfrenta hoy muchos problemas (ya no solo abandonados o mala gestión del perro por compras que solo miran la estética, sino también cría ilegal, por poner otro ejemplo) y que el interés en los últimos 10 años, en España, ha crecido de una forma que explica muy bien por qué hoy existen los problemas que existen. Lo mismo ocurre con los pastores belga e incluso con los perros lobo checoslovaco, que hace seis o siete años que las búsquedas de la raza se asemejan a las de un perro tan conocido como el pastor alemán.

Fig. 3. Comparativa del interés despertado por las búsquedas «border collie» (azul), «pastor alemán» (rojo), pastor belga (amarillo) y pastor lobo checoslovaco (verde).

Como no contamos con cifras exactas, las comparativas son muy útiles para hacernos una idea del interés despertado entre términos; así, aunque vemos que el interés que despiertan los pastores alemanes ha crecido en los últimos años, igual que en los dóberman (fig. 4) entre 2004 y hoy (en especial en los dos últimos años, y, si os fijáis, vuelven a verse perros de esta raza que había sido, erróneamente, tan criticada y despreciada a causa de datos falsos y poco científicos. Algo muy similar a lo que le ha ocurrido al pastor alemán (que para no enrollarme no pongo la captura en el artículo, pero podéis ver la imagen aquí).

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Fig. 4. Interés despertado por la búsqueda «dóberman» (en azul) entre 2004 y hoy día.

Quizá todavía no se entienda mucho la utilidad de una herramienta así, pero imaginemos ahora la capacidad de anticipación para frenar problemas como lo que están sufriendo los «border collie» y los «pastores belga» (un ejemplo es la película Max sobre la que ya hablé en el blog en relación a los pastores belga malinois). Del mismo modo, nos sirve para confirmar con datos y cifras un problema que ya hemos identificado.

¿Está subiendo la tendencia de la gente por adoptar frente a la compra de animales? Para esto también nos sirve Trends: para confirmar que la tendencia a la adopción frente a la compra también está mejorando (fig. 5). ¿Y qué pasa con los pastores alemanes o los dóberman? ¿Se ha identificado un nuevo problema con estas dos razas? Si realizamos una comparativa con otras razas, como el pitbull, vemos por qué estos fantásticos perros siguen colapsando protectoras y perreras de toda España y cómo el dóberman es una preocupación menor para el sector animalista (fig. 6).

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Fig.5. Comparativa del interés despertado por los términos de búsqueda «comprar perro» (azul) y adoptar perro (rojo) entre 2014 y 2019.

Y lo que todavía es más importante: una vez identificados estas tendencias —que, por desgracia, muchas más veces de lo que nos gustaría se convierten en problemas—, ¿podemos valorar cuál de ellas es más importante? Evidentemente, no: porque Google Trends solo nos da cifras en un gráfico (y ni tan siquiera valores numéricos reales) con las que trabajar. Sin embargo, sí deja ver y poner en contexto verdaderos desastres como lo que ha supuesto el auge de los pitbull en los últimos diez años en España (fig. 7).

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Fig. 6. Comparativa del interés despertado entre pitbull (rojo), dóberman (azul) y pastor alemán (amarillo).
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Fig. 7. Comparativa del interés despertado entre bullterrier (azul), pitbull (rojo), border collie (amarillo) y pastor belga (verde).

Este tipo de herramientas, que están al alcance de cualquiera, resultan muy útil para monetizar inversiones y plantear nuevas líneas de negocio en todo tipo de industrias y sectores, pero nunca he visto que se apliquen a la defensa de los animales: estoy convencido de que, en parte, no se ha hecho por desconocimiento. Poco a poco, la tecnología también alcanza a las ONG y este, a mi modo de verlo, es un ejemplo perfecto. Hoy, por ejemplo, publicaba un artículo sobre cómo querer a los perros (y por qué no humanizar nuestra relación con ellos), y este gráfico de Google Trends (fig. 8) nos explica por qué son necesarios este tipo de contenidos y hacer muchísima pedagogía sobre no robarle la identidad de perro a nuestros perros.

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Fig. 8. Interés despertado entre 2004 y 2019 por los términos «disfraces perros» (en azul) y «disfraz perros» (en rojo). Veis, además, que es un problema que se maximiza en Cataluña, Madrid y Andalucía, ¿verdad?

En definitiva, estoy convencido de que hay muchas formas de luchar en el movimiento animalista y esta es una más, pues une estrategia, buenos sentimientos y utilidad; y, sobre todo, está al alcance de cualquier entidad interesada en descubrir cómo puede seguir aportando por una España con cero perros maltratados y cero perros abandonados.


Para ampliar información:

Los likes no pagan el pienso

Los animales y el medioambiente reciben un 11 % de las donaciones mundiales (en Europa, un 9 %). Puede parecer mucho, pero no lo es. El activista medio que lucha contra el cambio climático lo tiene claro; y la sueca Greta Thunberg lo repetía a principios de diciembre en las Naciones Unidas: “For 25 years, countless people have come to the U.N. climate conferences begging our world leaders to stop emissions, and clearly that has not worked as emissions are continuing to rise. So I will not beg the world leaders to care for our future,” […] “I will instead let them know change is coming whether they like it or not.” El cambio está llegando, nos guste o no, y, por egocéntricos que seamos, no podemos vivir en contra de la naturaleza.

Los europeos reparten la mayoría de sus donativos entre derechos humanos y civiles (9 %), niños y jóvenes (15 %), salud y bienestar (9 %), hambre y vivienda (9 %) y animales y medioambiente. En este último apartado, entran las olvidadas —por lo menos, en España— perreras y protectoras, una situación cronificada en nuestro país que se apoya y se mantiene viva gracias a la iniciativa personal. Puede parecer durísimo, pero el voluntariado está capeando, que no solucionando, un problema muy grave que es competencia del estado desde hace décadas. Podríamos hacer valoraciones subjetivas y decir que las ayudas económicas por parte del sector privado son pocas, pero también se le puede dar la vuelta a la tortilla: no hay movimiento con más voluntarios y voluntarias, aunque esto no deja de leerse con sus blancos y sus negros.

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Un paseo junto a dos de los perros del CAAD Maresme.

La idea de escribir sobre este tema me rondaba desde hacía varios meses, pero encontré un artículo de Melisa Tuya que me solucionó gran parte de la búsqueda de datos que necesitaba. Sin embargo, antes de leer esa columna de opinión en 20minutos, había empezado a darle vueltas a dos temas: uno, ¿qué porcentaje de familias tiene un perro en casa? Lo encontré en La Vanguardia: el 25 % de los hogares españoles; menuda cifra, ¿eh? ¿Y cuántas familias con perros ayudan en protectoras? Entonces, me topé con el artículo de Melisa: Cómo ayudamos a las protectoras de animales y porqué no lo hacemos. El texto se hacía eco de una encuesta de Tienda animal a 5.000 propietarios: un 47 % colabora con protectoras —si no me lío con las cifras, 2.350— y solo un 30 % de estos lo hace de forma activa —es decir, 705—. Lo más curioso, aunque a mí lo que me parece es triste, es que un 31 % de los que dicen colaborar son los llamados animalistas de sofá: personas que apoyan la difusión por las redes sociales —no se especifica si con un pobre, ¡ayuden al perrito!, con un retuit o con un papel más activo en Internet.

El problema es que los likes no pagan el pienso, ni la recogida de animales, ni el transporte, los gastos veterinarios, los trabajos de modificación de conducta, las campañas para concienciar por una adopción responsable y evitar abandonos, etcétera. Aunque en el título del artículo de opinión que citaba en el párrafo anterior se mencionaba por qué no ayudamos tanto a los animales como creemos —y se inducía al lector o lectora a hacer más por las protectoras—. El cuerpo del texto no entraba en polémicas, pero yo sí voy a hacerlo (¡qué coño!, ahí queda, para dar más énfasis), y me voy a centrar en ese activismo de salón, que no considero que sea malo en sí mismo —puede ayudar a visibilizar causas, y también a crear conciencia—, pero que está consiguiendo desvirtuar la esencia del problema.

Seguir promoviendo esta actitud del comentar y compartir como activismo, con la idea del mejor eso que nada, no es malo en sí mismo, ¡claro que no!, pero ofrece una falsa sensación de apoyo, tanto para las protectoras como para esas personas que podrían estar aportando con mil y una formas voluntariado activo. ¿Quiere decir esto que las redes sociales no ayudan a seguir luchando contra el abandono y el maltrato animal? Claro que no. Pero, ¿qué pensaríamos de un llamado activista que no ha pisado una manifestación, o una huelga, o una concentración en su vida y se limita a firmar en Change.org? Exacto.

Deberíamos dejar de llamar activista de sofá a aquella persona que, simplemente, se limita a simpatizar con una causa.

Por descontado, todo lo anterior, no es antagónico al hecho de que el estado esté obviando una competencia propia, e incluso ahorrándose miles de sueldos y de trabajos públicos frente a un problema de primer nivel con el que, a menudo, lidian, sin posibilidad de resolverlo, otros funcionarios; tanto en su vertiente más práctica (el día a día de esos 140.000 perros y gatos que se abandonan y llegan a los centros) como legislativa y punitiva; que en España no haya una legislación adecuada y no se cumplan las leyes explica parte del problema que tiene cualquier protectora, pero quizá otra parte se explica por el hecho de seguir creyendo que todos esos likes y comentarios en Facebook aportan mucho, cuando deberían computarse en los porcentajes de los que no ayudan por una u otra razón. Igual que nadie se convierte en físico por apoyar la teoría de la relatividad de Einstein, deberíamos dejar de llamar activista de sofá a aquella persona que, simplemente, se limita a simpatizar con una causa.


NdA: Os invito a leer el artículo Las protectoras agonizan en el número de enero de la revista canina Ladridos.

Sota, caballo, rey

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En la primera asociación animalista de la que formé parte, tuve contacto con la APDA —Asociación de Policías por la Defensa Animal—, una entidad sin ánimo de lucro que, entre otras actividades, promovía la formación de agentes en actuaciones donde se encontraban animales domésticos y ofrecía clases sobre lenguaje canino. Según me explicó uno de los técnicos, la formación surgió a raíz de múltiples intervenciones a pisos en los que la policía derribaba una puerta y el perro se abalanzaba contra el hueco buscando una salida: ¿cómo acababa ese animal? Era tiroteado hasta la muerte.

Parece que no hemos avanzado lo suficiente, ¿verdad? Si lo hubiésemos hecho, Sota estaría viva y ya no sería necesario manifestarse —ni ayer ni el sábado— en busca de un cambio: el martes, 18 de diciembre, en presencia de varios guardias urbanos, uno de ellos desenfundó el arma y disparó en la cabeza a una perra mestiza en la Gran Vía de Barcelona. Las versiones son dos, y poco se parecen entre ellas: la policía ha comunicado que la perra mordió a un agente y ante un segundo mordisco inminente, el policía abatió a la perra de un tiro en la cabeza; los testigos dicen que la perra solo ladró, nerviosa, que la actitud de los agentes fue chulesca desde el principio con el propietario de Sota, y que, a posteriori, se llegó a intimidar a los testigos.

¿Soy el único que siente vergüenza de estar como estamos en 2019? Vergüenza, sí; vergüenza de que la UDAI (Unidad de Deontología y Asuntos Internos) tuvo suficiente con unas horitas para concluir que la actuación policial fue adecuada y dar por válida la versión del agente. No puede ser. Si aceptamos que haya más de 100.000 perros en una ciudad como Barcelona, debemos actualizar los protocolos de las fuerzas y cuerpos de seguridad, porque un policía no solo es un funcionario público: es alguien que ha decidido dedicar su vida al ejercicio de una profesión que se basa en estrictos estándares de conducta, responsabilidad y proporcionalidad. Un agente tiene un puesto cuya exigencia social y valoración pública de su labor será siempre severa y rígida, y él o ella no solo debería ser consciente de esto, sino intentar superar lo que se espera de su persona. Si la actuación ante un supuesto mordisco (o peor, ante un ladrido) en una situación de estrés es un tiro en la cabeza, ¿qué nos dice eso? ¿Ese agente está preparado para el ejercicio de sus funciones? ¿O se limitará a aterrorizar a aquellos que tiene el deber de proteger?

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Sin crítica interna, ni tan siquiera fruto de la presión social, la Guardia Urbana se muestra como una policía antigua y rancia que no sabe asumir ni corregir —en la medida de lo posible— los errores cometidos: aterra que el informe policial omita los testimonios de los presentes y cierre filas para proteger a uno de sus agentes. No es una cuestión de lanzarlo al circo y aplacar a las masas, no se trata de dar el número de placa, sino de que la ciudadanía no tenga que hacer el trabajo de los profesionales. Ese disparo es un error gravísimo, mortal, y hay que depurar responsabilidades y conseguir que nunca más vuelva a ocurrir algo así. Al fin y al cabo, el fin último de un agente armado debería ser siempre no tener que utilizar ese arma.

Lo que sucedió en la Gran Vía el martes, se está viralizando; y aunque la Guardia Urbana de Barcelona ahora considere esto un problema, en realidad, esos miles de animalistas solo están recordándoles, una vez más —al cuerpo, a la alcaldesa, a los funcionarios públicos—, el buen ejercicio de sus funciones. ¿Y qué queréis que os diga? Uno ve el vídeo y asiente, triste, para sus adentros, porque no es algo que pueda quedar así: es de sota, caballo, rey. Pero, ¡joder!, es que a Sota nos la han matado de un tiro en la cabeza. Nos dejó un último regalo: una imagen muy de perro en la que pueden pensar su compañero, Tauri, y, sobre todo, ese agente de policía: morir moviendo la cola, morir sin odio, porque ellos odiar no saben.


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NdA: La imagen que ilustra la columna pertenece a Partido PACMA.