Golpearé, y aprenderé algo

Miyamoto Musashi (Provincia de Harima, 1584 – Provincia de Higo, 1645), el legendario samurái que escribió El libro de los cinco anillos, resumió toda su experiencia vital en una única enseñanza que dice así: «La espada tiene que ser más que una simple arma, tiene que ser una respuesta a las preguntas de la vida.» Este es un concepto difícil de comprender para alguien que nunca ha cogido un sable —ya lo debía ser entonces, cuando Musashi se retiró a morir a una cueva al oeste de Kumamoto— y, en cambio, es la gran aspiración que mantiene cualquier practicante de artes marciales en la actualidad: preservar el verdadero significado de la espada, comprender que la espada, hoy, no necesita de la guerra para ser, y, sobre todo, entender que la espada no es más que una vía hacia el autodescubrimiento que nos permite evolucionar como seres humanos. Por esto a veces no es una espada; es una alabarda, un bo, una naginata, las propias manos, el cuerpo.

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En el kendo, el arte marcial que sabéis que practico, todos empezamos creyendo que se trata de la espada, pero nadie tarda demasiado en descubrir que se trata de quién la blande. Esta es la parte más mística, diría; después está aquella más práctica: aunque suene irónico, kendo son más piernas que brazos, y es más cuerpo que espada. Golpear con el sable requiere de golpear con el cuerpo: sin una buena posición de pies, sin equilibrio, sin un buen salto, sin potencia para romper la guardia del oponente, el hombre, el sable, no puede alcanzar el yuko-datotsu: un golpe válido que se acompaña de todo el espíritu, una postura apropiada, con la zona correcta del arma, en la zona correcta del oponente, y con zanshin (estado de alerta mental y físico). Pero, volviendo sobre nuestros pasos, encontramos otras dos ambivalencias que uno tiene que interiorizar con la práctica: uno no solo combate contra el oponente, uno combate contra sí mismo y, a su vez, trata de agradecer, con honestidad, el corte del sable del adversario: así es como se aprende, como uno entiende y corrige su propia debilidad. Los ataques exitosos te hacen reflexionar sobre aquello que hiciste bien, pero lo mismo ocurre con los golpes que uno falla o recibe, incluso más. Ya lo comenté al inicio: es una práctica de vida, y, por esto, un sensei sonríe al recibir lo que hubiera sido un golpe mortal, porque ha conseguido comprender, e interiorizar, y hacer suya esta enseñanza.

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Aunque suele atribuirse a Newton, la famosa frase somos enanos subidos a hombros de gigantes pertenece al filósofo neoplatónico Bernardo de Chartres (c. 1080 – c. 1130). No somos nada sin aquellos que nos precedieron, y, por ello, uno no puede más que sentirse pequeño cuando es consciente de todo el conocimiento humano que lo sustenta detrás. Esta idea también forma parte del camino de cualquier kenshi: el saber y la técnica de tus maestros construyen también tu camino, y ni uno ni el otro hubiesen sido posibles sin la guía del maestro de tu propio maestro, y así, sucesivamente. A todo ello se suma un concepto más: no es posible alcanzar el éxito solo, mejorar significa ser parte de algo más grande: apoyarte en los compañeros, practicar y aprender juntos, construir mediante el esfuerzo mutuo y las enseñanzas que se nos han transmitido.

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Dentro del kendo, la familia Takizawa es un ejemplo maravilloso de todo lo anterior y, además, mantiene una relación directa con la expansión de este arte marcial en España y en Europa. Los kendokas más veteranos cuentan historias sobre Kouzou Takizawa, el padre de Kenji Takizawa, que han llegado hasta nosotros a través de los escritos y los recuerdos de su hijo; parafraseándolo, el maestro Takizawa (hijo) recuerda: «Recibir un men —corte en la cabeza— de mi padre era formativo: enseñaba»; ese corte (ippon) le convertía en alguien un poco más sabio tras cada combate. Ahí radica el sentido del orden en un dojo durante el saludo y los agradecimientos —en el pasado, el momento más peligroso frente a un ataque del exterior—: cuanto mayor es el rango del practicante, más lejos estará de la puerta: una escuela puede reconstruirse con nuevos alumnos, incluso sin los senpais de mayor grado, pero no sin un maestro o sensei.

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Entrenar siempre debe llevar esa aspiración dentro del dojo: mejorar con la espada y como persona. Y, de nuevo en palabras del maestro Takizawa, combatir es no tener miedo a la lucha, y vencer sin presumir, y perder con dignidad: palabras que, cada día, trato de hacer mías. No es casual que, en Japón, la vida no se entienda sin kendo; el kendo es una práctica para la vida: para vivir con honestidad, para ser mejor persona, más justo, bondadoso, sincero con uno mismo y con los que nos rodean, y, a todas luces, ser más feliz. Habrá quien crea que kendo es coger un sable de bambú y ser un mejor espadachín, pero se equivoca; el kendo es mucho más; el kendo es una cura para la vida. Y hay pocas cosas que puedan definirse con tal exactitud.

El Occidente del senpai y el kōhai

Las artes marciales trajeron a Occidente un concepto social nipón que resulta difícil trasladar a nuestro mundo: la relación senpaikōhai. Una noción que tiene su acepción más próxima en el tutor y el tutelado, si bien el senpai, a diferencia del anterior, estará siempre cursando la misma actividad, estudio o trabajo que su tutelado.

Una primera respuesta la encontramos en la historiografía japonesa y, concretamente, en la mezcla que cristalizó al combinar el confucianismo, la familia tradicional japonesa y la ley civil de 1898 (Era Meiji), que mantuvo el koshusei (戸主制) o sistema del cabeza de familia, el cual, en la práctica, continua parcialmente vigente —por lo menos, psicológicamente— en gran parte del país. Pero quizá, habiendo nacido lejos de aquellas fronteras, sea difícil comprender estas dos simples palabras en toda su extensión, como el ciego que nunca ha visto por sí mismo y debe vivir con las imágenes que le describen las palabras de otro.

Fuera de Japón, los dojos o escuelas de artes marciales han generalizado un concepto que, al abandonar esas costas, no resulta extrapolable a otros ámbitos académicos, deportivos o laborales. Asimismo, como cualquier otro fenómeno social, parece que el senpai-kōhai se ha adaptado a unas circunstancias concretas fruto de cada contexto: de este modo, en el colegio japonés, la relación será de uno a uno, mientras que cualquier persona que inicia su camino en un arte marcial encontrará a toda una comitiva de senpais frente a él. Esto es debido a que, etimológicamente, el senpai (que suele traducirse como «compañero de antes») será todo aquel miembro de mayor experiencia —y, por lo tanto, a menudo, jerarquía o antigüedad— de la escuela, definición que se adapta a cualquier otro practicante de mayor veteranía. Si el principiante termina formando parte del club, pronto deberá dar ejemplo a sus kohais («compañeros de después») y parte del buen desarrollo de los mismos formará parte de la asistencia que él, como nuevo senpai, pueda ofrecerles.

Kendo en una escuela agrícola (alrededor de 1920)
Kendokas de una escuela agrícola japonesa en 1920.

A menudo, esta relación cuesta de entender en Europa, donde el esfuerzo personal es, desde pequeños, demasiadas veces más incentivado mediante recompensas que auspiciado por la superación personal, y, sobre todo, donde la jerarquía es siempre comprendida desde hace ya varias décadas como sumisión impuesta y disciplina intimidatoria, y no como cortesía, respeto y admiración libre. Por suerte, los motivos que pueden llevarte a las puertas de un dojo pueden ser erróneos, pero nunca las razones que te mantienen en su interior.

La relación entre un senpai y un kōhai, no es perfecta, pero siempre es instructiva. Primero, se aprende a ver que somos parte de algo más grande, y que unidos en un esfuerzo común podemos hacer cosas que jamás alcanzaríamos nosotros solos; segundo, se aprende que las cosas no son fáciles, ni justas, y que nada que no tome un buen tiempo conseguir merece la pena: esto es, esfuerzo, crítica, contusiones —en el ámbito deportivo—, el hallazgo de silencios que dicen más que las palabras, y, a veces, solo impotencia y frustración frente a las que debemos sobreponernos; tercero, se aprende que nosotros no somos sin un maestro, pero tampoco sin los compañeros que nos acompañan, y que el maestro no lo es sin alumnos, así como el senpai no puede serlo sin el kōhai. Esta es la enseñanza más tardía y más perdurable, aquella que dura toda la vida, porque más que ninguna otra debe demostrarse con el ejemplo, la que te hace respetar y hacer respetar la etiqueta y las buenas formas, la que te demuestra que tú enseñas en la medida que aprendes de otros, y aprendes en la medida en la que enseñas, y, así, eres escuela de vida.

Hace tiempo, uno de mis senpais me envió un artículo. Decía que los kenshi somos muertos vivientes, que no podemos olvidar que cada ippon debería habernos matado y estar agradecidos de lo que este nos enseña para seguir avanzando en nuestra propia senda. Parece justo afirmar que si debemos estar agradecidos al corte que nos enseña, también deberíamos estarlo al hombre (o la mujer) que empuña el arma con juicio, ¿o no?

Una familia de bambú

Mucha gente me pregunta qué es el kendo. Cuando lo saben, me preguntan por qué practico kendo. Vienen a ver una clase y no entienden qué coño hacemos. Nos ven desenvainar un arma que no llevamos envainada en ningún sitio, nos escuchan contar en japonés, repetir miles de veces los mismos ejercicios; mencionar conceptos como kensen, seme, tame, isoku itto no maai, kamae, ki-ken-tai-ichi, tsuba-zeriai… y quién sabe qué más.

Nos oyen gritar onegaishimasu! sentados de rodillas sobre las plantas de nuestros pies, y hacer hasta tres reverencias: a los compañeros, al dojo, al sensei; saludamos hacia delante, y en la dirección en la que se supone que debería haber un altar también —pero ellos no lo saben—, y agradecer al resto de compañeros que han practicado con nosotros… Una gran mayoría ve ritualidad incluso, y no se equivoca; sin embargo, observa el rito con suspicacia, como si este escondiese algo, y no como un trazo repleto de trabajo y sinceridad.

Javier (pies; kendo) en seiza

Después, se marchan, y nunca vuelven. Como Almodóvar, que asomó la cabeza en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984)que ya es mucho, y cogió en un plano a Hiruma-sensei y a los veteranos de la época, que hoy, en su mayoría, ya no entrenan, practicando golpes básicos y kirikaeshi.

Lo que no todo el mundo alcanza a comprender es que, en el dojo, sus miembros, nosotros, nos convertimos en una familia: una familia de bambú; antes o después, el esfuerzo, la frustración, los errores, la práctica, y alguna lágrima incluso, nos ayudan a dirigirnos en la dirección correcta, aquella que anhelamos, el camino de vida que pretendemos… A vencer al miedo, la duda, la frustración, la falta de compromiso con uno mismo: en nuestro kendo, enfrentamos, por lo menos, cuatro enfermedades (kyo, ku, gi y waku), pero también en nuestras vidas. Sobreponerse dentro del dojo, sobreponerse a uno mismo, a tus carencias, va indefectiblemente ligado a hacerlo fuera.

kendo shinais (calentamiento)

La gente me pregunta por qué practico kendo: «Para ser mejor persona», contesto, y muchos ríen. Y nosotros nos despedimos, cerramos las puertas, y seguimos trabajando en ello, tantos días como es posible, tantas horas como podemos. Siempre.

El propósito de practicar Kendo es

moldear la mente y el cuerpo,

cultivar un espíritu vigoroso,

y, mediante la práctica correcta y rigurosa,

esforzarse para mejorar en el arte del Kendo.

Apreciar la cortesía humana y el honor,

relacionarse mutuamente con sinceridad,

y perseguir siempre el desarrollo de uno mismo.

Así, uno será capaz de

amar a su país y a la sociedad,

contribuir al desarrollo de la cultura

y promover la paz y la prosperidad entre todas las personas.