La Barcelona de la dama blanca

Cuando yo era un crío a menudo acompañaba a mi padre a Santa Coloma de Gramanet y a Badalona no sé por qué. Supongo que tenía por allí conocidos del Turó de la Peira o del hospicio, como llamaba él al orfanato de los Hogares Mundet donde estuvo interno hasta los dieciocho. De aquellas escapadillas de media mañana, recuerdo parar en San Roque (Sant Roc, Badalona) con seis, siete u ocho años y, ya en el coche, estar bastante cagado con el panorama. Aun así, si me diesen veinte euros por describir algo de aquello no podría: supongo que a un criajo de clase media le sorprendían las pintas, los edificios, la gente pidiendo y, sí, la cantidad de politoxicómanos que había. De adulto, he vuelto por allí un centenar de veces a pasear con los amiguetes y Sant Roc ha mejorado mucho; Badalona no tiene nada que ver con lo que fue: hace treinta años, Badalona era otro mundo (y Barcelona, que no se nos olvide) y Sant Roc, con sus eternos refugiados de las chabolas del Somorrostro, también.

Cualquiera que haya crecido en los ochenta en la periferia de una gran ciudad ha visto demasiadas jeringas y adictos. No digo nada nuevo. Hubo una época en que la heroína estaba en todas partes: en la calle, en la tele, en los «ten cuidado» y los miedos de la familia. La heroína despierta muchas emociones en cualquiera, no siempre buenas o malas de forma categórica, pero, sobre todo, tiene muchos nombres —jaco, caballo, colacao— y luchas muy distintas entre sí: está la lucha política, la social, la realidad (no tan) oculta que no es extraño negarse a uno mismo; está en los telediarios, en las columnas de opinión de los gurús que de todo saben, en los reportajes de los diarios con aires de cine quinqui, en las peleas callejeras entre los gitanos de la cocaína con los paquistaníes y los dominicanos de Badalona, en el edificio Venus y, por descontado, en el narcoturismo de las plazas del Raval.

Sant Roc (Badalona)
Una calle del barrio de Sant Roc (Badalona). Foto: Marga Cruz

La ley de la selva, sin buenos, solo los que conocen lo que hubo y a los que les importa tres cojones: porque se lucran a cualquier precio, porque no saben lo que viene después, porque están «enganchadísimos» y solo piensan en el siguiente pico. Pero ¿y qué, verdad? Poder escribir de esto, o leer sobre esto, es no tener la necesidad de vivirlo de veras: no estar sumergido a la fuerza: por error, por vida, por clase social. Salen noticias, claro que sí, pero solo nos demuestran que, quien generaliza, es un imbécil; ahí está María, politoxicómana de setenta y tres años que retrata el periodista Pedro Simónla transformación del Toño en un zombi del Raval, las historias de superación (que también existen), como el «via crucis» y los diecisiete de enganche del David, que ya quedaron atrás.

En Barcelona, el ayuntamiento afirma que no hay más heroinómanos que ayer, o que el año pasado, pero en Sant Roc, La Mina y El Raval, que son aquellos vecinos que han estado siempre en primera línea de fuego, lo desmienten. En Badalona ni tan siquiera hay narcosala, dicen, ¿cómo van a controlar el número de casos si los yonquis van a ponerse en una furgoneta abandonada debajo de la autopista? Tampoco hay estudios detallados sobre el perfil del nuevo consumidor de heroína: unas noticias hablan de jóvenes de clase media alta, otros de cuarenta para arriba, también están los viajeros que vienen buscando narcopisos: esos que saben lo que significan unas bambas colgando del cable de la Telefónica.

Furgoneta Badalona (heroína)
La furgoneta abandonada donde muchos heroinómanos de Badalona se inyectan. Foto: DLF

En EEUU, la heroína está haciendo estragos. Nadie había visto algo así. Cuentan que no es un problema de blancos o de negros, de gente pobre o de gente rica: es una emergencia nacional. Es un rompecabezas con más aristas de las que nos podemos imaginar. Es probable  que esa situación al otro lado del Atlántico haga un poco más fácil de entender por qué, en Cataluña, nadie sabe nada. Mientras, seguimos como siempre: en Barcelona, el ranking de decomisos de droga sigue aumentando (por algo somos la mayor puerta de entrada de droga a Europa); ¿y lo de educar a los más jóvenes?, cuando uno pierde un buen rato y lee, da la sensación de que nos creíamos que esto había quedado en el pasado, que las charlas de padres a hijos sobre el cigarro, el porro, el perico y el caballo que de chavales nos parecían tan exageradas y prejuiciosas habían quedado en otra época. Quizá toca volver a prevenir, a educar y a buscar otras alternativas con las que complementar la lucha contra la dama blanca, porque está claro que creímos que habíamos vencido antes de tiempo. Y quien no se crea nada de lo que se ha dicho aquí, que haga un pequeño ejercicio, que coja el coche (o un tren) y se vaya de paseo por Sant Roc, La Mina o El Raval. Al final, es la mejor forma de enfrentar la realidad: mirándola a la cara, de igual a igual.


NdA: El artículo más completo que he encontrado sobre la situación actual de Barcelona es el reportaje de David López Frías para El español titulado El caballo cabalga de nuevo por Barcelona: vidas tiradas en tres barrios enganchados. Lo he enlazado en la entrada, pero si alguien está interesado en informarse con más detalle, recomiendo su lectura: si bien no deja de ser «algo» sensacionalista, ofrece una instantánea global del problema.

El Infierno son las rondas

Si no eres de Barcelona, o nunca has visitado la ciudad, quizá no tienes ni idea de cómo se estructura aquí el tráfico ni por qué el Infierno tiene forma de vía de circunvalación. Es un fenómeno curioso, verás: tenemos tres rondas: la Ronda de Dalt, la Ronda del Mig y la Ronda del Litoral. La de Dalt fue la última en llegar, y cuando el imaginario colectivo todavía no había olvidado lo del segundo cinturón, ya se daban las primeras retenciones. Los atascos, además, llegaron acompañados de una cicatriz que se ha mal curado en los barrios de Horta-Guinardó y quizá en algunos puntos de la Gracia que, incluso a los de aquí, casi se nos olvida que es Gracia —Vallcarca i els Penitents— y Sarrià-Sant Gervasi, donde hay más pasta para insonorizar ventanas.

Pero sobre la historia de los cinturones, y el por qué dejaron de llamarse cinturones, Enric Sierra, subdirector de La Vanguardia, tiene una columna muy esclarecedora titulada Cuando el cinturón perdió el nombre; yo poco más puedo añadir ahí. También hay noticias suficientes acerca de las reivindicaciones de los vecinos y del mosqueo ante tanta tomadura de pelo con la cobertura de la vía, y de la guerra que lleva veintiocho años reivindicando una muchedumbre que se nos ha hecho anciana… Este tema da para mucho.

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Fotografía de archivo que muestra las obras de construcción de la Ronda del Litoral, en 1989. Al fondo se pueden ver las Torres Mapfre, también en construcción.

A grandes rasgos, parece ser que la crisis financiera de 2008 salvó a Barcelona de colapsarse antes (qué ironía, ¿no?), pero ya hace un par de años que, por todos lados (aquí, por ejemplo), alertan de que la recuperación trae consigo serios riesgos para el tráfico en la ciudad. ¿Y cuál es la solución planteada? La restricción parcial de coches y el desmantelamiento paulatino del parque automovilístico. Y, con razón, me dirás: «¿Y te parece mal, Javier? Se está haciendo en todos lados.» Y a mí me parece de puta madre —en especial, frente a los niveles de polución a los que nos enfrentamos en Madrid o Barcelona—, pero con cabeza.

Vamos a hacer un poco de historia para que se entienda. Un Once Upon a Time de esos. Hubo un tiempo en el que las aglomeraciones en la ciudad —en especial en una ciudad como esta, limitada en dos de sus cuatro direcciones por mar y montaña— se resolvieron chutando gente a las cercanías y prometiendo unas buenas comunicaciones que nunca han llegado. Más tarde, este modelo se ha invertido: a nivel ecológico y económico, es mucho mejor concentrar gente en vertical que extender viviendas en horizontal (servicios, calefacción, infraestructuras, etcétera). Sin embargo, a nivel de transporte, ni se hizo la inversión entonces, ni se han buscado alternativas durante todos estos años. Esta falta de previsión viene de lejos, es casi una tradición, eso sí: para muestra, cuando se inauguró el tramo completo de la Ronda de Dalt, en 1996, los seis carriles —tres en dirección al Besós y tres en dirección al Llobregat— eran insuficientes para acoger el tráfico de la época: no se supo ver más allá de los JJ. OO ni se proyectó siquiera una posible ampliación o un probable aumento del tráfico de la capital catalana.

La respuesta política en Barcelona ha sido eliminar plazas de aparcamiento público y carriles para la circulación e incentivar la bicicleta. ¿Funciona? Parece que no. Desde 2011 (según El País: La cifra de ciclistas diarios se mantiene estable) a 2017 no ha habido cambios (190.000 personas aparcan el coche para desplazarse en bici): unos 400.000 en toda Cataluña. Ni puñetera idea de cuántos de estos viven en la capital: no he conseguido encontrarlo. Lo que sí sé es que estas actuaciones no pueden solucionar el problema de un buen porcentaje de municipios con accesos deficitarios a Barcelona mediante el transporte público: las 800.000 personas que viven en el Baix Llobregat, por ejemplo. Visto así, por lentas e infernales que sean las rondas, el coche es una ayuda. A todo ello se suman los retrasos de RENFE y la limitación de las rutas acogidas por los Ferrocarriles de la Generalitat de Catalunya, que apenas han incrementado el número de usuarios en una década: algo no se está haciendo bien.

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Trabajos de construcción de uno de los túneles de la Ronda del Litoral.

En cualquier caso, la decisión está tomada: limitar vehículos a partir de 2019 y renovar el parque automovilístico antes de 2025. Habrá quien diga que es poco tiempo, pero a mí me parece más que suficiente para adaptarse al cambio. Y este es el otro gran problema del que no he oído hablar ni la DGT, ni el RACC ni a ningún gurú de la circulación: limitar las emisiones de CO2 es una buena noticia, ¿pero cómo planteamos terminar con los atascos? ¿Acaso el planeamiento urbanístico los da por perdidos? Desde luego, esa es la impresión. Y peor todavía: ¿por qué no se plantea ningún tipo de control de la circulación interna? Estamos convencidos de que todas las grandes vías de las capitales —en Barcelona: las rondas, la avenida Diagonal, la calle Aragón, la Gran Vía de les Cortes Catalanas, etc.—, se colapsan por ese porcentaje de personas que tienen que utilizar su vehículo para desplazarse desde fuera de la ciudad a la misma, y viceversa. ¿Y todo el tráfico que coge el coche por comodidad para ir a trabajar a dos barrios de distancia?, ¿y el colapso que agravan las entradas y las salidas de los colegios? Porque, vale, por la mañana quizá se unen niños y adultos, pero si en España el 90 % de los trabajos terminan más allá de las seis de tarde, ¿por qué cojones están colapsadas las carreteras a las cuatro, y a las cinco, y a las seis? Por esto mismo, cada verano nos queremos creer que la (relativísima) fluidez del tráfico se debe a que la gente se ha largado de vacaciones, y no a que han cerrado colegios, y a que somos demasiado cómodos para coger el metro o el autobús para ir a buscar a los críos.

En definitiva, no hay dinero para invertir en transporte público, no hay ganas de usarlo y nos puede la comodidad. Pues estamos apañaos. Y habrá quien crea  que el Infierno son las rondas, pero no, como ya ocurría cuando Sartre escribió El ser y la nada, el Infierno siguen siendo los otros.


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A tomar por culo las guerras

De los ejercicios que menos me atraen como escritor, o novelista, o intento de, está la creación de fichas de personajes. Con ayuda de las fichas de personaje creamos personas, y no arquetipos acartonados en los que nadie puede creer. Pero es un por culo. Suele ser bastante aburrido hasta que te enamoras de un personaje (y lo conviertes en persona), y, sobre todo, causa hastío, porque de todo lo que vamos a imaginar, y a crear, solo utilizaremos una milésima parte a lo largo del relato, o de la novela, o de lo que sea.

Aun así, como tenía que preparar una ficha de personaje y un punto de giro para el curso de novela, decidí hacerla de una persona que, para mí, siempre ha sido un personaje, pues jamás lo conocí, y que cuando murió, yo ni tan siquiera había nacido. Mi bisabuelo, en concreto, que combatió en la Guerra de África, y, cuando se caldeó la cosa por la Barcelona que lo acogió desde tierras gallegas, dijo: «a tomar por culo las guerras, a mí no me vuelven a engañar», y se escondió en una buhardilla de febrero del treinta y siete a febrero del treinta y nueve. ¿Y quién se atreve a juzgar a alguien que se pasó toda su juventud más allá de Alhucemas? Luchando por algo en lo que no era posible creer, y descubriendo a la vuelta que la partida estaba trucada, y no había más salida que la que ellos te iban a mostrar, y por la que ellos te iban a hacer combatir, y morir. Pues a tomar por culo, dijo él.


El desván que lleva hasta Alhucemas

Falta menos de un mes para mi cumpleaños. ¿Volveré a celebrarlo desde este desván? El ventanuco de la buhardilla solo ofrece vidas maltrechas que trotan por la calle Nueva. Digo trotan, pues no andan ni pasean: si uno tiene el tiempo para fijarse, lo advierte sin dificultad; ya nadie pasea bajo las bombas. Ante mi faceta de mirón, mi mujer, Isolda, dice que voy a ser el arquitecto de mi propia destrucción: ¡a saber de dónde sacó esa expresión!

Casi siempre escucho las explosiones, y los gritos de la gente que corre hacia los refugios del Paralelo. Esos días quedo petrificado: por mis dos niñas, sobre todo, y porque sé que ese cabrón está un poco más cerca de tomar Cataluña. Lo sé muy bien. Sus ansias de poder ya lo habían hecho teniente coronel en la Guerra de África, ¿o general? No, eso fue tras el desacato. ¿Qué no podrá hacer ese con todo el ejército detrás? El de verdad, digo.

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Concentración de tropas en la playa de Ondarreta con destino a África (San Sebastián/Donostia, País Vasco, 1921).

Todo lo que tengo aquí son unas cuantas fotos y un cuchillo que afilo una y otra vez en mi madriguera. En una de las instantáneas saludo con algunos compañeros del regimiento bajo su mando. Quizá por eso, a fuerza de martirizarme, esta mañana no he podido callarme más:

—Teníamos que habernos ido para arriba: a Francia, por lo menos. Ahora la locura parece estar aquí, en un cuchitril de dos por dos, escondido. Evitando un día al PSUC y otro a la CNT; ¡y así hasta que vengan los sublevados!

Ella se ha ido, a paso ligero, vertiendo lágrimas. Después me he quedado a solas con las náuseas, y la fiebre, y la orina negra. Todo eso que ignoro con el humo de la pipa, mordisqueando la porcelana, intentando recordar las humedades en la pared de la habitación que compartíamos hasta el treinta y siete, el color del gato que esconden las hijas en su cuarto, mi tienda de cuchillos. ¡Qué razón tenían los compañeros!, al menos los moros te acuchillan mirándote a los ojos.

Oigo gritos ahí abajo. Abren la trampilla del desván, no es mi mujer. Aparecen bayonetas, y rifles, y uniformes militares. Pero no son republicanos. Los rebeldes han tomado Barcelona. La guerra está perdida.


NdA: Hace unos días, hablaba sobre la importancia de leer las cosas en su contexto y en su momento de la historia. Por esto, el personaje de este relato breve dice moros, y muy bien dicho, aunque sea racista y hoy no podamos compartir ni respetar (con razón) a alguien que piensa así, y que sabemos que es un xenófobo: hay que saber leer la misma literatura.

Aprovecho esta entrada para comentar que, hasta que termine el borrador de la novela (que está al 90 %, o casi, y yo muy feliz), publicaré entradas cada miércoles o jueves, pero no más, ya que me resulta imposible mantener el ritmo aquí, trabajar y seguir escribiendo más de una entrada semanal en el blog, y la novela es, hoy por hoy, mi prioridad.

El yihadismo atacó Ciutat Vella

Ayer a media tarde el yihadismo atacó Ciutat Vella. El barrio que fue hogar de mis abuelos y bisabuelos. La Rambla que mi hermano pequeño se apresura a recorrer camino a sus clases de verano, las tiendas que mi madre visitó en busca de otra docena de libros que devorar antes de que termine agosto; el hogar de miles y miles de personas; parte de la idea con la que sueñan cientos de miles de turistas que ansían visitar mi ciudad.

Una furgoneta de alquiler con un terrorista a los mandos embistió contra la marabunta de gente que se agolpa a pocos metros de Plaza Cataluña, donde los culés celebran sus éxitos deportivos y los vecinos se sientan a ver cómo la gente desciende con parsimonia hacia el mar, o se desvía hacia el casco antiguo o el Raval.

Atentado yihadista en Las Ramblas de Barcelona
Fotografía de David Armengou que ejemplificaba una de las noticias en El Periódico .

Esa furgoneta convirtió el tercer jueves de este agosto en otro momento negro a recordar: quedará marcado como un día triste en el que pronto olvidaremos a ese niño de tres años que solo pudo alcanzar el hospital, y todas esas imágenes, mensajes y llamadas de confusión que recibimos; también a aquellas personas que, en vez de atender heridos, grababan con un teléfono móvil; que, en vez de buscar ayuda, grababan con un teléfono móvil; que, en vez de llorar de impotencia, grababan con un teléfono móvil. Pero no nos quedemos con el lado amargo de la tecnología, ese que se apresuró en filmar la masacre, probablemente fruto de la impotencia, o ese otro que, pocas horas después, ya buscaba su minuto de gloria entre comentarios políticos que tienen la desvergüenza de firmar.

Facebook nos mostró su lado más amable y nos hizo saber que amigos/as y conocidos/as estaban bien, que no habían sido arrollados por un terrorista en esa escena de pesadilla que se desarrolló en el centro de la ciudad; las RRSS y la TV informaron rápido, Twitter permitió movilizar a la gente, la prensa digital se volcó en la difusión, incluso las instituciones y los políticos dejaron a un lado diferencias y trabajaron unidos. Todo el país lo hizo, y, sobre todo, la mayoría estará de acuerdo en que, ayer, no importaba lo que cada uno considere estado.

Esta noche, mientras muchos de nosotros dormíamos o intentábamos digerir lo que unos desalmados habían hecho, los controles policiales han abatido a cinco personas en Cambrils (Tarragona). Se cree que se dirigían, de nuevo, a la capital, con el fin de acometer una nueva agresión contra aquello que amamos y aquellos a los que amamos.

En la impotencia y el miedo que nos reconforte nuestra propia fortaleza como comunidad, fortaleza que ha creado un mundo propio que está dispuesto a defenderse con uñas y dientes, y a cualquier precio. Y eso es muy importante, porque ayer nos hicieron recordar a la fuerza, igual que en Niza o en Londres, que estamos en guerra contra el terror, que debemos vivir sabiendo que el yihadismo no es algo que se circunscriba a los enfrentamientos de Oriente Próximo y Oriente Medio en los que la mayoría de países occidentales somos partícipes, sino en cada ciudad y país que no acepte y siga las premisas del extremismo. Pero nosotros ya lo sabemos, ¿verdad?, y cada ataque, cada bomba, cada muerte, solo nos hace ver con mayor claridad lo importante que es defender la lucha por la libertad, por los derechos humanos y la democracia.

Hoy, toca enjugarse las lágrimas, tragar saliva y salir a la calle sabiendo que puede volver a ocurrir, que quizá no ocurra en Barcelona, o en España, pero que probablemente ocurrirá otra vez, y, por esto, que seguir viviendo como vivimos es una de las formas de evitar que venzan; también recordar, hoy más que nunca, que el bando no lo erige el nombre de tus padres o tu ciudad de origen, sino el deseo férreo de aquellos que quieren luchar por un mundo mejor y no de la terrible determinación de unos pocos por extender la muerte a su paso.

Torres más altas han caído

Hoy, después de varias semanas, he recuperado un hábito adquirido: ojear el periódico y leer algunos artículos mientras sorbo un largo café. Como la mayoría, no lo reviso de pe a pa, sino que rescato las noticias más interesantes de la actualidad y, a veces, como esta mañana, también aquellas que me llaman la atención. En este caso, no ha sido otra que el mal tràngol, como decimos por aquí, que ha pasado una pobre mujer que quería alquilar uno de sus pisos en el barrio de la Barceloneta y que ha terminado por verse expuesta a la cara más cruda del capitalismo, del que —no nos engañemos— también ella bebe como una panacea.

Montse, que es el nombre de esta señora, alquiló su piso de la Barceloneta por casi 1.000 euros al mes. Rastreo el cuerpo de la noticia, pero no sé si, finalmente, recibió el pago, ni la fianza —aunque todo indica que sí—; lo que sí remarca es que el individuo rápidamente se inventó todo tipo de excusas para evitar cambiar la titularidad de los suministros y recolocarlo en AirBNB, un marketplace de alquiler de viviendas privadas por días, y explotarlo como piso turístico. Sin embargo, el redactor se olvida de comentar que los pisos en primera línea de mar raramente tienen más de treinta y cinco metros cuadrados, y son de los tiempos de Maria Castaña. Parece ser, además, que el tal Timur, que fue el joven que firmó el contrato, no volvió a pisar aquella casa, y los anfitriones que han ido enseñando la vivienda eran otros que nada tenían que ver.

Montse optó por esta drástica medida después de que su abogado estimara que el tiempo que tardarían en recuperar su piso por la vía civil era de al menos un año. Los Mossos les rechazaron la denuncia al no tratarse de un tema penal. “Como no se trata de un impago, no se producirá un desahucio exprés, nos dijo el abogado”.

Por eso, Montse cree que se trata de una banda organizada que tiene este como su modus operandi. Desde luego, hasta donde yo puedo ver, la víctima es esta pobre mujer y los responsables se han aprovechado de la inacción de una empresa privada frente a temas éticos y la falta de una ley que persiga el alquiler ilegal y los subarriendos como debe. ¿Pero seguro que Montse es la víctima? ¿Seguro que Montse no es partícipe de toda esta trama? ¿Acaso todo esto no empezó cuando creímos que hacer negocio y especular con un bien de primera necesidad era lo mejor a lo que podíamos aspirar?

Montse (AirBNB)
Fotografía de Xavier Gómez que ilustra la noticia de La Vanguardia con Montse Pérez en el «quart de casa» que pertenecía a sus padres.

Hoy, esta mujer de mediana edad y su pareja están «ocupando» uno de sus pisos —que no «su» piso, como reseña la noticia en más de una ocasión— para impedir un delito, pero hay veces que necesitas de otras noticias para entender la primera. A mí, por ejemplo, me ha funcionado de maravilla leer un artículo de opinión muy interesante que se publicaba en uno de los blogs de LaVerdad.es (Querido Milennial), y donde una milennial, como yo, como tantos, dice: «No nos han dejado ustedes un solar donde cultivar con libertad y pasión, como sí recibieron el mundo de nuestros abuelos; sino un terreno híper poblado, a reventar de edificios, de hormigón, asfalto, humo y gente. Ustedes quieren conservarlo así, porque tienen su red de contactos, sus posesiones, la hipoteca, el coche, los gin-tónics, todo eso. Tienen sus matrimonios longevos –o no- y sus amantes –o no-; y no comprenden otras formas de poseer, de estructurar la vida, de amar.»

La reforma del quart[1] de casa donde vivían sus padres estaba terminada y ya podían poner el piso en alquiler. Querían que fuera una rehabilitación profunda para que el arrendatario que llegara pudiera vivir en buenas condiciones y ellos recibirían una mensualidad de 950 euros.

Lo siento, pero  a mí, mis padres, me dieron una dosis extra de gravosa sinceridad, y, a mí, Montse no me da ninguna pena, porque es partícipe, y no víctima; porque Montse quiso hacer el timo de la estampita, porque todos lo hacen, y creyó que le había salido bien tras alquilar uno de los minipisos que posee en zona turística a uno de esos precios que suponen el sueldo entero de un trabajador medio, o más, y ha venido otro, y le ha enseñado cómo se hacen los negocios de verdad, cómo se especula en serio y como, con un poquito menos de ética, te pegas la gran vida a costa de terceros. Montse es esa baby boomer que se queja de que las cosas están «muy jodidas» para sus hijos, pero que no se da cuenta de que es ella y el resto de su generación quienes están jodiéndonos a todos; o más que jodiéndonos, emparedándonos vivos entre sus posesiones.


[1] Un «quart de casa» (una casa que no es más que una habitación, o poco más, vamos) es el nombre por como son conocidas las antiguas viviendas de la Barceloneta que, por regla general, van de los 26 a los 35 m2.

Un carril bici, supermanzanas y otra cagada de la Administración

Decía Antonio Gala: «Lo malo no es que los sevillanos piensen que tienen la ciudad más bonita del mundo… Lo peor es que puede que tengan hasta razón». Y no le faltaban argumentos al escritor manchego. Si los de fuera se asombran de lo que hay por allá, ¿cómo extrañarnos de ese orgullo por lo local?, por lo propio.

Algo similar ocurre con Barcelona; incluso a aquellos que hemos escapado a las afueras, y solo la visitamos furtivamente, como a una amante que, cada vez que os encontráis, espera más y más de ti; y no es que no ofrezca…, ¡pero es que ha empezado a pedir demasiado!

En lo personal, a menudo, esas visitas se adscriben a la necesidad; necesidad que impone algún tipo de rutina: familia, amigos, deporte… y, por estas fechas, también tiendas en rebajas, o mercadillos navideños, sobre los que un servidor no puede escribir sin percibir un intenso escalofrío por la columna.

Hospital de San Pau (Barcelona)

Hoy, por norma, esas visitas, donde el coche es un triste obligado, se limitan a última hora de la tarde, cuando bajamos tres o cuatro días por semana a entrenar y soltamos al ayuntamiento un par de monedas para aparcar en alguna de las plazas libres de zona verde o azul. Hasta hace un par de semanas.

Hace unos catorce días, aproximadamente, desaparecieron todas las plazas del lado izquierdo de las cuatro manzanas de Travessera de Gràcia entre la calle Lepanto y la calle Cartagena. Al otro lado, se estrecharon los carriles, y tuvieron que modificar el trazado también: del doble de aparcamientos en batería, quedamos con la mitad.

Ayer, al recoger a los perros, pasamos por esa misma calle. Allí mismo había brotado un carril bici, para ambas direcciones; milagrosamente, topamos con una plaza libre. Yo, como minoría, supe desde el primer momento que no podía decir nada, que mis problemas eran míos y del porcentaje (no tan) escaso que entra y sale de Barcelona en coche.

¿Pero quién decide estas cosas? ¿Los residentes? Está claro que no; yo viví allí desde diciembre de 2013 a julio de 2016, y nadie me preguntó. A posteriori, los antiguos vecinos me paran y me informan de estos grandes cambios a ojos de cualquier jubilado, y también unos amigos, que viven en la casa que vaciamos antes de volver al verde.

Lo mismo ocurre con el modelo de las supermanzanas, donde la Administración y la Agencia de Ecología Urbana llevan varios años exprimiéndose los sesos para solucionar los problemas derivados del llamado Modelo Barcelona (polución, ruido, falta de espacios verdes…), que es víctima de su propio éxito.

¿Pero quién ha preguntado a los vecinos? Titulares como «Barcelona reajustará la supermanzana del Poblenou ante las quejas de vecinos y comerciantes» demuestran que nadie, o no lo suficiente; detrás de esas ideas de la ciudad como espacio público de sus ciudadanos, se abre una incoherencia que se extiende hasta la última puta plaza de parking.

Explicación visual de las supermanzanas

En Barcelona, a escala local, ocurre lo mismo. ¿Quién quería a las supermanzanas?, ¿y cómo lo sabemos? Y mucho antes, quién quería este modelo turístico, o europeizar una ciudad que era única, que era de barrios, y que, quizá, muchos deseábamos mantener conforme a su propia historia e idiosincracia en Horta, en Sants, o en Gracia, y tantos otros lugares.

En las últimas horas, Matteo Renzi ha sentido la verdadera bofetada de lo que significa el pueblo como organismo vivo, y el por qué se silencia esa pluralidad a la que jamás podremos contentar del todo; y se silencia a pequeña escala en la apuesta por un consumo más verde de la ciudad sin infraestructuras que lo respalden (quien viva en Barcelona, sabrá el poco sentido que tiene seguir ignorando la necesidad de una red más extensa para el transporte público de cercanías, por ejemplo), y no a la inversa, y a gran escala, cuando se generaliza esa actitud paternalista por parte de las instituciones, que no dejan al ciudadano decidir por su propia ciudad, su propio país ni su propio futuro.

Matteo Renzi dimite tras su derrota en el referéndum para la reforma constitucional

Como consuelo, mientras el ideal económico europeo —el único que se sacralizó— se resquebraja un poco más en Roma, nos toca preguntarnos —que no nos quiten esto también— dónde tenemos voz y voto, si en las grandes cuestiones a nivel nacional o europeo solo molestamos, y en aquellos debates locales se nos expone lo imposible que sería buscar el consenso de los ciudadanos.

A Renzi le ha ocurrido lo mismo que a Varoufakis, pero al revés. Ha buscado salvar los intereses de aquellos que, para la inmensa mayoría, son seres etéreos de las altas esferas, y ha tenido que dimitir. A Ada Colau, en cambio, se le adivinaban rastros de ese 15-M que se institucionalizó, pero no deja de ser hija del sistema, y eso, antes o después, no se puede combinar con referendos y democracia.

Mercury - Concierto Wembley Stadium

En París, leí un titular sobre las elecciones estadounidenses que decía: «¡La estupidez ganó a la inteligencia!» Es muy probable. ¡Pero que nos dejen ser estúpidos! Quizá, así, si se extingue la llama de la democracia con un aplauso generalizado, como decía la princesa Amidala en La guerra de las galaxias,  al fin podamos compartir la culpa.

Nos queda un último consuelo en el vigésimo quinto aniversario de la muerte de Mercury, que eterniza la belleza de mi ciudad en forma de dueto y sigue sobrevolando nuestras cabezas; dice así: «Barcelona, ¡qué bello horizonte!, como una joya en el sol. Por ti seré gaviota de tu bella mar.» Pero claro, él salió volando antes de las Olimpiadas, y nunca le costó aparcar en esta ciudad.


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Cuando el MUHBA y Barcelona destruyeron el búnker del Guinardó

Los días que anuncian tormentas tengo la incontrolable necesidad de escaparme al Parque del Guinardó. A veces, me acompaño de alguno de los perros y con la mano libre saludo al niño del aro antes de dejar atrás la avenida de Mare de Déu de Montserrat, las fuentes y los caminos que ascienden, serpenteantes, por la cara sur de la montaña.

Ahora, en la cima siempre hay gente, y los trabajos de restauración y museización que hablan del pasado han quedado inermes y desprovistos del interés general que acaparan las vistas a trescientos sesenta grados; el valor de la historia de la ciudad queda relegado a cuatro paneles informativos que, en parte, han apartado otra historia más cercana que nos habla de chabolas, miseria y gris en el Turó.

De asentamiento ibérico a ruinas de una guerra, pero también tierras de cultivo, cantera, casas de verano y antenas de telecomunicaciones… Un espacio al que no hacen justicia ni cuatro ni cuatrocientos carteles pero que, en el pasado, en una Barcelona que se había construido por y para el ciudadano,  muy probablemente no eran tan necesarios para recordar.

Vistas desde el Turó del Guinardó (Búnker del Carmelo)

A veces he llegado a pensar que aquello que realmente me fastidiaba era que todos esos guiris, esas voces que en verano conquistan nuestros atardeceres a doscientos sesenta y dos metros de altura, ascendiesen hasta El Búnker sin valorar nada más allá de unas bonitas vistas, sin reparar en que aquello que verdaderamente todos los adeptos a Barcelona íbamos a echar en falta era la soledad y la materialidad de un espacio que también se ha prostituido entre revistas que hacen guardia en vuelos comerciales y guías turísticas que descansan en cualquier local del Eixample, del Gótico o del Raval.

Supongo que en eso consiste crecer, lo haga uno mismo o su ciudad. Pero no cambia que a veces eche de menos el Turó del Guinardó que conocí, imagino que de un modo similar a como nuestros abuelos recordaban la rambla de las Flores, que hoy ha perdido incluso el nombre. Quizá una mirada demasiado romántica que, día tras día, se vuelve un poco más irreal.