Las cosas claras: ecologismo, animalismo y antiespecismo

La semana pasada publiqué en El Diario.es un artículo sobre cómo los medios normalizan el maltrato animalUno de los párrafos que contextualizaban el problema empezaba diciendo: «Tres movimientos tan divergentes como el ecologismo, el animalismo y el antiespecismo están en contra de promocionar este tipo de contenidos… […]« y me sorprendió muchísimo algunos comentarios al pie de la noticia y otros tantos que me han llegado por otras vías.

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Parece ser que, por error y con cierta inocencia, asumí que las diferencias entre estos tres movimientos son, hoy, visibles y no suscitan ninguna duda. Sin embargo, los comentarios que leí me dejaron muy claro que, ni tan siquiera, las definiciones básicas de cada forma de pensamiento se entienden siempre. Empezando por el ecologismo, que nunca puede ser sinónimo de animalismo, pues se estructura mediante una posición antropocentrista (es decir, el ser humano como medida y centro de todas las cosas). Entonces, ¿de qué se preocupa el ecologismo y por qué la visión ecologista se considera, hoy, propia de la «vieja escuela»?

A grandes rasgos, el ecologismo y su posición crítica se sustentan en la necesidad de conservar el planeta, así como de preservar su flora y su fauna. En su interior, existe una preocupación por la estética de las áreas naturales, los paisajes, la salud medioambiental o el racismo medioambiental, entre otras cuestiones, pero, en cualquier caso, orientada siempre al beneficio del hombre (como especie). Esto ha dado alas a nuevas vías de pensamiento como los Neo-Greensque admiten que el cambio climático no es controlable y defienden la creación de áreas verdes para los humanos en un futuro planeta yermo.

Por todo lo anterior, el ecologismo solo regula la caza, la pesca o la captura de animales, no la critica, y tampoco mantiene una preocupación real por los individuos tanto como por los ambientes: en otras palabras, igual que estudiar ecología —el funcionamiento de los ecosistemas— no te convierte en ecologista —preocupación moral por la conservación de los ecosistemas—; el ecologismo no se preocupa del bienestar animal, sino de la existencia de esos animales como especie, entendiendo que estos ofrecen una mayor riqueza a la fauna de un ambiente concreto: bajo esta línea de pensamiento, un cazador que mata cien perdices a la semana por diversión o atrapa y sacrifica a gatos callejeros de una ciudad, puede ser ecologista y preocuparse, hasta cierto punto, por la riqueza y la conservación medioambiental.

Aquí es donde entra el animalismo o movimiento por los derechos de los animales —no busquéis definiciones en el DRAE, que para esto no lo tienen actualizado, aunque, en parte con razón, como explico al final de este párrafo—, que es anterior al término especista, acunado por el filósofo/psicólogo británico Richard D. Ryder. Hoy, suelen utilizarse a menudo como sinónimos a través de una estrategia que permita empoderar el veganismo y los derechos animales, pero, tradicionalmente, los derechos animales han sido profundamente especistas desde la domesticación de los perros —que nadie tiene claro que, en su momento, no fuesen también una posible fuente de proteínas de emergencia—. A diferencia del ecologismo, el animalismo se preocupa por el individuo, pero no siempre por cualquier individuo o especie. Por esto, una persona que colabora en una protectora cuidando a perros y gatos, puede autodenominarse animalista y, a su vez, consumir vacas, pollos y cerdos. También será animalista aquella persona vegana que no se le ocurrirá volver a consumir un animal nunca más, y un vegetariano no estricto que consuma huevos o lácteos. El problema del animalismo, pues, es que, como término, engloba tantos sentidos que se ha vaciado de significado. 

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Para mucha gente, Javier Roche, el Chatarrero, del Chatarra’s Palace es una persona que entraría en la definición de animalista, y para otros muchos no.

Por último, el antiespecismo defiende que todos los animales son seres sintientes que merecen ser tratados con respeto desde una posición biocentrista, donde el hombre y todos los seres sintientes son importantes para la continuidad de la vida; no obstante, el antiespecismo teórico aplica esta idea al reino animal, entendiendo que este es más importante que cualquier otro —y aquí que cada uno acoja la división en reinos que más le guste/convenza—. Por supuesto, como movimiento cuenta con todo tipo de sesgos cognitivos a vencer todavía: desde cómo respetar a todos los animales teniendo especies domesticadas que dependen de la nuestra a cómo no utilizar ciertos productos manufacturados que nos impone la sociedad actual: el coltán de los teléfonos o el apoyo a industrias y marcas que comercializan productos respetuosos con los animales por demanda del mercado y otros que no lo son. En cualquier caso, muchas críticas centradas en estas ideas aluden a los espacios y situaciones donde el antiespecismo encuentra contradicciones, intentando obviar todas las contradicciones del resto de modelos y el menor impacto que supone a todos los niveles y en cualquier modelo, desde el ambientalista hasta la relevancia de la sintiencia, entre otros. Además, el antiespecismo se divide también entre personas que defienden que debemos ser éticamente responsables con el resto de animales que sufren sin importar su especie (de forma activa) y personas que argumentan que es imposible salvar a cualquier animal herido o moribundo.

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El equipo de Gallus Gallus defiende que los daños naturales que afectan a otras especies no deberían ser ignorados y es otra forma de especismo. La imagen original está aquí.

En resumidas cuentas, ecologismo, animalismo y antiespecismo poco tienen que ver entre sí en la actualidad, más allá de que son tres grandes cuestiones de nuestro tiempo: el primero, porque es un modelo caduco, el segundo porque requiere de subdivisiones para comprenderse y el tercero porque tiene mucho por lo que luchar y resolver para triunfar.

Una educación por ley

A inicios de 2016, saltó a los medios una noticia dantesca. Dos chavales, de diecinueve y veintidós años, se habían dedicado a saltar encima de casi un centenar de lechones de la explotación ganadera donde trabajaban. Murieron setenta y ocho cerdos que contaban con una semana de vida. Ocurrió en Almería.

La Junta de Andalucía abrió juicio en septiembre —sí, en septiembre— y el fiscal propuso una multa de 4.740 euros por las pérdidas ocasionadas a la empresa, que la Asociación Nacional para la Protección y el Bienestar de los Animales (ANPBA) ha intentado que se incremente en su cuantía.

Lechones con pocos días de vida
Fotografía de unos lechones con pocos días de vida.

El vídeo de WhatsApp es esperpéntico, pero no más que uno que me llegó no hace mucho donde un tarado seccionaba la cabeza de un cerdo de un único machetazo, o el de aquellos adolescentes murcianos que mutilaban y torturaban perros y gatos adoptados repartiéndose las tareas entre los miembros de su pandilla.

En la década de los 80, Alan Felthous, experto en psiquiatría forense, llevó a cabo varias investigaciones que mostraban de forma consistente cómo detrás de las agresiones a personas había, en muchas ocasiones, una historia de abuso a animales. Sus trabajos, realizados con hombres especialmente violentos internados en las cárceles de EEUU, así lo confirmaron.

«La crueldad con los animales es un grave signo de alarma psiquiátrica», empiezan a advertir los medios, y la doctora Núria Querol, quien vive entre España y EEUU por su trabajo, lo afirmaba frente a mí hace solo unos meses. Siempre ha sido un signo de alarma psiquiátrica: los grandes psicópatas de la historia —Albert DeSalvo (El Estrangulador de Boston), Kip Kinkle o Ted Bundy, fueron tres ejemplos en mayúsculas— siempre han iniciado su actividad delictiva cometiendo todo tipo de barbaries con animales de una especie distinta.

Kip Kinkle (1982)
Antes de asesinar a sus padres e incendiar la cafetería de su instituto —donde murieron dos alumnos y resultaron heridos otros veintidós—, Kinkel decapitaba gatos y viviseccionaba ardillas, según había confesado, e incluso hizo explotar a una vaca con petardos.
Los testigos del asalto afirmaron que parecía que lo hacía cada día, «y lo hacía cada día, pero nadie le tomaba en serio, porque sus víctimas tenían cuatro patas» agregó un columnista del Denver Post Chuck Green.

Esta es la razón principal por la que el FBI cambió, en 2016, la calificación de los delitos de maltrato animal a clase A, junto al homicidio o el asalto; y está muy claro que, dentro de esta tendencia creciente de lucha por el bienestar animal, hay un rescoldo de interés político, pero también ciudadano; se comprende que el maltrato animal no es natural, y que, a menudo, es reflejo de graves trastornos de la personalidad.

Mientras tanto, aquí, en España, seguimos pensando que son cosas de críos movidos por la curiosidad, sin comprender que un niño de cuatro o cinco años que todavía no ha desarrollado por completo su empatía no puede extrapolarse a unos adolescentes que se ríen y disfrutan amputándole las piernas a un perro o saltando hasta partir por la mitad a un cerdo, a una oveja o a cualquier otro ser vivo.

Falla la educación, que no entiende que, a menudo, no se trata de acciones inocentes, sino de la manifestación de trazos negros que no siempre dormirán dentro de esos chicos, y falla la ley, que no ofrece un marco en la que la primera pueda solidificarse; porque deja en libertad a un hombre que mata a palos a un caballo de carreras, o la emprende a patadas contra el perro del vecino, o comete cualquier tipo de barbaridad por negligencia o maldad; y aquí la ley debe empezar a desgranar quién es un verdadero peligro para el resto de sus congéneres y quien, simplemente, es un malnacido: nos sorprendería ver que casi hay tanto de lo primero como de lo segundo,  pero todos dormiríamos más tranquilos, más seguros y más en paz.

Por eso, un periódico de los de verdad, de papel, descansa a mi derecha mientras escribo estas líneas, y doblado por la mitad me inspira en la redacción; hay un titular que dice así: «Petición de cárcel para el agresor de dos lesbianas que se besaban en Barcelona», y se piden dos años de cárcel para tres hombres —otros dos escaparon a la carrera— que agredieron a dos personas que se querían; porque la ley no regula; porque no entendemos que la ley debe regular, y la educación debe asistir, y enseñar, y educar; porque no seré yo quien se atreva a decir que solo hay un tipo de educación , y por eso mismo está la ley.

Pareja (Eixample)
Fotografía de una pareja paseando por el Eixample que ejemplifica la noticia en La Vanguardia.

Enlaces relacionados:


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Luchar contra los porcentajes: un 84 % de veganos reconvertidos

Este es un artículo fundamentalmente bienestarista en un sentido filosófico, por lo que quizá no guste a muchos partidarios de una inmediata liberación animal; tampoco a los seguidores del statu quo; ni a mi madre, porque a ella le gustan más otros temas.

Eze Paez es uno de los descubrimientos más brutales que he hecho durante estos últimos meses; filósofo adscrito al Grupo de Teoría Política de la Universitat Pompeu Fabra y miembro de la junta del UPF-Centre for Animal Ethics. A él llegué a través de un texto asombroso sobre el enfrentamiento en la sombra de ecologistas y antiespecistas de una de sus compañeras, Catia Faria, sobre el que ya he hablado aquí anteriormente, y gracias al que, justo ayer, me sorprendí leyendo una interesante discusión sobre nuevas estrategias a través de las que defender el veganismo, nacida a raíz de un vídeo de Matt Ball sobre divulgación y cambio en los hábitos de consumo.

Pawel Kuczynski (especismo)
Dibujo del artista polaco ©Pawel Kuczynski que critica el especismo.

Empezaré recordando que yo no soy vegano, soy vegetariano (extremista), y que no me gustan las etiquetas, y lo haré porque me parece relevante para este artículo. A partir de aquí, habrá personas que considerarán este texto bienestarista (bueno, no pasa nada, siempre me gustó Jeremy Bentham); otros, directamente hipócrita; o especista, o quién sabe qué. En el último año, mi perspectiva se ha ampliado a través de nuevas líneas para visibilizar y reducir el maltrato animal, donde la divulgación y la exposición de alternativas útiles suponen las dos principales armas en juego; asidas por un mantra que me recuerda que todos vivimos en contradicción; pero un mantra, no una excusa.

Matt Ball empieza el vídeo que se dirige hacia el millón de visitas con el mejor argumento que se ofrece en esos tres minutos y medio: «Muchas acciones que ha acogido el veganismo no están ayudando al bienestar de los animales; al contrario, están dañando a los animales». Evidentemente, en su polémica intervención, Ball no se refiere a un daño directo, sino a un discurso que enfrenta y aleja de las alternativas de consumo ético a millones de personas. Por supuesto, obvia cuestiones fundamentales cuando presenta su alternativa reduccionista (Eat beef, not chicken), como (1) el hecho de que, a menudo, el cambio de un statu quo, sea físico o mental, en el individuo tiene casi siempre una  primera respuesta bajo forma de una agresiva defensa o (2) que las vacas son responsables de un amplio porcentaje de emisiones de gases de efecto invernadero.

Sin embargo, también hay matices muy acertados en su lectura, como el hecho de señalar que, hoy, (1) existe una tendencia creciente a negativizar el uso y abuso de animales, en medio de la que se encuentra muchas personas que comen carne por hábito, es decir, porque la gente a su alrededor come carne, porque es más fácil y más barato. Ball (2) plantea el reduccionismo como una alteración directa de esta tendencia, un paso para disminuir, notablemente, el sufrimiento de millones de animales de granja y, sobre todo, como (3) un camino (bienestarista) a través del que miles de nuevas personas apoyen, parcialmente, los movimientos de ética animal o hallen un nexo de unión y acercamiento progresivo.

Frente a esto último, no puedo argumentar crítica alguna; porque Matt Ball no le dice a los veganos que coman ternera, sino a aquellos individuos que consumen todo tipo de productos de origen animal. Sí considero que este argumento puede rápidamente volverse en contra del interlocutor, e incluso que había mejores alternativas (más éticas) para alcanzar al gran público que ese clickbaitPero que esto no nos haga olvidar los dos principales argumentos que esgrime: (1) que la presión por incluir a cualquier tipo de persona en nuestro concepto de dieta —y de ética— puede alejarnos mutuamente a toda velocidad, y que (2) la mejor forma de llegar al público general es mediante una alternativa no impositiva; y me atrevería a agregar inclusiva[1].

La crítica del discurso

Los comentarios negativos en el vídeo de Ball se cuentan por miles, e incluso han llevado en los últimos días a contrarréplicas de todo tipo. No obstante, ninguna de ellas puede obviar algo a lo que Matt Ball solo apunta: ¿Y si la premisa fuese errónea? ¿Y si hay un porcentaje de personas que no tienen reparos en matar y comer seres que sienten de un modo muy similar al suyo? ¿Y si, al igual que otros animales, los seres humanos somos tan especistas como otros primates en nuestra relación con otras especies y sociedades? ¿Acaso existen tantas éticas como personas? Y, si fuera así, ¿están  destinadas a algo más que adscribirse a una moral colectiva de mínimos?

Pawel Kuczynski (especismo; 2)
Dibujo del artista ©Pawel Kuczynski como crítica al especismo y al modelo industrial de consumo.

Quizá, ciertamente, todo pase por la ciencia y la educación, pero la filosofía vegana hace bien en volver la crítica hacia su propio discurso, puesto que sin crítica no puede haber discurso, siendo este, además, una herramienta de dominación social, como bien exponía Teun Van Djik en su Análisis crítico del discurso.[2] ¿Acaso el especismo no tiene un fundamento biológico? ¿Y cuán fuerte es este? ¿Y tener presente este conocimiento no nos ayudaría a luchar mejor contra algo que creemos éticamente incorrecto?

De este modo, ahí va una primera bondad compartida dentro del contenido que el activista estadounidense publicó el pasado sábado, que nos insta a debatir sobre (1) la agresividad intrínseca en el discurso carnista, pero también en el modo en que presentamos como activistas el vegano, o el antiespecista; (2) el etiquetado vital que pretende enmarcar, sin resultado, nuestra individualidad dentro de un concepto ético limitado  y cuadriculado; y (3), quizá el más importante de todos, la articulación de modelos sociales efectivos dentro de estos modelos éticos y de consumo, que, desde luego, han ayudado al incremento de alternativas vegetales, pero que siguen batallando en pos de una serie de recursos compartidos en los tradicionales binomios de marginal-publicitario, residual-capitalista o reduccionismo-ausencia.

En el núcleo de esta última cuestión duermen múltiples preguntas, entre las que centellea aquella que se debate si, realmente, el veganismo como movimiento social guiado por la ética —no por la ciencia— es un objetivo alcanzable en el mundo; si podemos realmente argumentar a favor de ese cambio de mentalidad o nuestra primera obligación moral se enraíza en intentar acercar a terceros hacia nuestra deontología colectiva sin traicionarnos a nosotros mismos; e incluso si, entre tantas contradicciones que viven dentro nuestro, el camino de la liberación animal puede pasar por la imposición de una ética que nosotros hemos decidido acoger libremente.

Pawel Kuczynski (naturaleza)
Dibujo del artista polaco ©Pawel Kuczynski.

Tradicionalmente, la historia ha avanzado a través de saltos impositivos, pero el deseo por un mundo más justo no es excusa para caer en la justificación de cualquier medio para la consecución de un fin[3].

Claro que existió una Revolución francesa, y un asesinato de César en el Senado, y ETA hizo volar a un jefe del gobierno español al final de una dictadura, pero, en democracia, la individualidad y la libertad ciudadana mantienen un peso demasiado alto al que nadie está dispuesto a renunciar para dirigirnos en dirección contraria: y el antiespecismo total es vegano, pero no ecológico, y vegano es anticapitalista, y comercio justo, y localismo, y globalización de derechos y de deberes, y multiculturalidad… Todo ello, en un mundo imperfecto que no es teórico, que no está en un libro, que no se resuelve a través de una forma lógica, ética y matemática. Ojalá. Pero no.


[1] Si bien muchas personas no ven con buenos ojos la existencia de una opción vegetariana o vegana en una hamburguesería, la realidad de mercado es que, si estas existiesen, su adscripción sería mucho más elevada que la actual. Lo mismo ocurre con campañas como «Lunes sin carne» , con un gran impacto en la industria y en los consumidores que nunca se han planteado dejar de consumir productos animales.

[2] Anthropos (Barcelona), 186, septiembre-octubre 1999, pp. 23-36.

[3] Por eso, apoyo el trabajo de Melanie Joy, quien habla, pregunta y busca la atención sincera de su audiencia, y pocas veces el de Gary Yourofsky, quien pretende imponer una verdad que para él resulta absoluta.

Nota: el título del artículo está basado en dos estudios completos de FaunalyticsAnimal Charity Evaluators.

Otros enlaces de interés:


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La pesadilla de la irresponsabilidad

Ana del Barrio es periodista y madre; escribe en El Mundo y está especializada en temas sociales. Suani, una buena amiga mía, también es madre, y trabaja entre IPRIM, la Fundación Mona y la redacción de textos en formato analógico y digital. Ella es la que me envía un enlace a través de Facebook con el artículo en cuestión; después, lo comparte en las redes, y muchos de nuestros contactos alucinan por partida doble.

Sin embargo, Ana quizá sigue perdida; observa su timeline de Twitter y se escapa a por un café, sin atisbar, ni por asomo, el alcance de sus palabras. Ana reacciona con indiferencia primero; pero las críticas llegan a la redacción, y la incomprensión se apodera de su «juernes», donde puede llegar un poquito más tarde a casa, ya que los niños tienen extraescolares, y tomar una cerveza con los compañeros o con alguna amiga. Ayer, Ana no tomó nada, y se escapó a casa, envuelta en un mar de dudas.

Hoy, se levanta pronto y acerca a los niños al colegio en coche, confiando en que el temporal ha pasado, con esa ambivalencia que cualquiera que junta letras tiene ante el éxito inesperado de un viral y la posibilidad de que no lo sea, y así evitar el juicio de un mundo de caras anónimas. Sigue sin entender, le ha dado muchas, muchas vueltas, pero no alcanza a comprender qué ha ocurrido en ese texto que ha cambiado su semana, y quizá más.

Cerdos vietnamitas como mascota
Una pareja de cerdos vienamitas (probablemente, enanos) paseando con correa.

Por el poder que nos otorga la literatura, Ana se sienta en la terraza de una cafetería; yo también. Ella prende un cigarro, yo sorbo un café largo sin azúcar. Le digo: «Vengo a explicarte qué es lo que creo que ha sucedido». Ella suspira, sin entender, y va a por otro par de cafés.

Nos guste o no, todas las madres tenemos que convivir en determinados momentos con alguna mascota.

Señalo la primera frase. «Eso es mentira», afirmo. Y rápidamente conecto con las dos razones que me llevan hasta esa aserción temprana. 1) No puede haber obligación posible; todo lo contrario: en tu casa, mandas tú, o compartes el poder con tu pareja. 2) Detestar a los animales domésticos  y no adoptar ninguno te hace responsable; creer que otros animales silvestres pueden cubrir ese hueco o requerir menos atenciones, no.

Ella dice:

Durante años, he sufrido un asedio numantino por parte de mis dos hijos para que comprase un perro o un conejo y me he resistido como una leona, pero a cambio he tenido que hacer algunas concesiones en forma de tortugas galápagos. Las adquirí para un aniversario con la idea de que no iban a durar más de seis meses, pero pasaban los años y allí seguían con nosotros.

Pero eso no tiene sentido. ¿No será un fallo educativo en primer término? Un fallo que conjuga a padres (y madres) helicóptero de esos tan de moda y a niños dependientes que nunca se han visto frente a unos niveles lógicos de estrés. Claro que eso es muy políticamente incorrecto de decir: así que mejor continúa como vas; cógele la mochila al nene, aguántale el bocata mientras merienda, que no tiene manos; demuéstrale que tu tiempo no vale una mierda, y que tú estás ahí para demostrarle cuánto le debe el mundo a tu maravilloso hijo; ¿todos esos deberes te ha mandado el profe? ¡qué barbaridad!

Han Solo - Chewbacca (niño y perro)
«Han Solo» es otra foto que ilustra el artículo… Sigue leyendo. 😉

Yo no tengo hijos, pero sé dos cosas. Uno, cada caso es un mundo, así que nadie debería ser excesivamente duro aquí (¡cuando seas padre, comerás huevos!); y dos, no es cuestión de resistirse a nada, sino de marcar unas pautas. Ellos son niños; y en los niños está el pedir, pedir y pedir; en los padres, educar en responsabilidad, pero, para ello, también se tiene que ser responsable: buscar qué tamaño de acuarios necesitamos, cada cuánto hay que cambiar el agua, o por qué van a hacer caso a una tortuga si los nenes te están pidiendo un perro o un conejo. Esa última es buena.

Esa última es tan buena que tengo que preguntarlo una vez más. ¿Cuál es la absurda dialéctica que lleva a los padres a escuchar «perro» y pensar «tortuga»? ¿No sería más lógico creer que si «el nene» quiere hacer karate, no quiere hacer fútbol? Otra cosa es que tú no quieras que el nene tenga un perro, o haga karate, ¡pero no le encasquetes una tortuga y te quejes de que no le hacen caso!

Por la cara que pone, no sé si Ana lo entiende. Pone cara de ¿a ti quién te ha dado vela en este entierro?, pero seguimos desgajando su historia interpersonal. De improviso, la tortuga Manolita se convierte en una santa, porque la familia carga con dos pollos con la nostalgia como único reclamo de adopción.

Ella dice:

En nuestra época, todo el mundo atesoraba un pollito. Los vendían en cualquier tienda o en el Rastro y hasta los teñían de colores. Tuve varios pero nunca me duraron mucho. Enseguida desaparecían, se caían por el balcón o sufrían cualquier accidente doméstico (visto lo visto, empiezo a sospechar de mi madre).

Ana sospecha de su madre, pero todavía no entiende que los animales no son flores de un día. Quizá Ana debería leer a la periodista Martha Gutiérrez. Entonces, quizá entendería por qué la nostalgia no es un buen referente para adoptar dos pollos de mascotas, y por qué morían sus pollitos de colores.

Y ahora, Ana carga con todas sus fuerzas, pero aún sin comprender nada en absoluto, creyendo al mundo culpable de sus decisiones y, sobre todo, de la peligrosa falta de información de la que se acompaña una vez más. Los pollitos, enclaustrados en el balcón, son liberados por toda el piso, descubriendo que un piso del centro de Madrid no es lugar para ellos.

La casa empezaba a parecer una pocilga y tuve que tomar cartas en el asunto: los pollitos volverían a la terraza. Se acercaba el invierno (‘winter is coming’) y aquello se convertía en un problema. No sabíamos qué hacer con ellos. Llamé a varias asociaciones pero todas los rechazaron. Al final, localicé a un amigo de una vecina que tenía una granja y se los pudo llevar.

Manolita quizá tuvo más suerte, y acabó en Atocha, con cientos de sus hermanas de padres irresponsables que creían buscar una mascota para sus hijos, pero, en realidad, solo querían un poquito de paz, y no tenían la visión suficiente para ver que caminaban directos hacia una nueva guerra.

Pollos pintados de colores
Como es lógico pensar, existe una gran controversia sobre pintar pollos recién nacidos de colores. Aquí puedes leer una noticia de la MNN que habla sobre ello.

Ana no entiende que los animales no están ahí para nuestro propio beneficio. No están ahí para ser torturados, ni pintados de colorines, ni usados, ni cazados en un safari, pese a que mucha gente continúa haciéndolo. Ana no entiende que ha confesado, públicamente, varios delitos de maltrato y abandono animal, pero ese es el problema: Ana sigue sin entender.

Por eso, ella dice:

Y aprendí la lección: ¡a Dios pongo por testigo que ‘nunca mais’ volveré a hacerme cargo de una mascota!

Sin comprender que le puede caer una denuncia curiosa por parte de alguna asociación, que no creo que suceda cómo va este país (tranquila); sin comprender que no se puede ser ignorante en un tema y querer sentar cátedra. Sin comprender que un animal silvestre no es una mascota, y un animal doméstico, tampoco tiene por qué serlo.

Ana hace muy bien en afirmar que nunca más se hará cargo de una mascota, pero debería replantearse algunas de las lecciones de empatía, responsabilidad y naturaleza que le ha ofrecido a su familia, porque Ana no entiende, igual que su madre, pero quizá sus hijos tampoco lo entienden, y hacia el mundo al que nos dirigimos, sus hijos tienen la obligación de entender, aunque no siempre compartan.


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