Abandonar Chicago hacia ningún lugar debía ser una de las experiencias más místicas de nuestro viaje. La casilla de salida de un tablero demasiado grande para observarlo en su conjunto; de eso se trababa, eso era ir hacia el Oeste, el Oeste en mayúsculas: un trayecto inmisericorde, panorámico, infinito, donde la vista debía escapar en todas direcciones y la zona de confort, la vida tal y como la conocemos, terminaría mutilada, ejecutada y enterrada en cualquier desierto del sur de Arizona antes de alcanzar el Pacífico.
La 66 iba a ser un viaje de no retorno, así que saqué la tarjeta de crédito, descubrí que un coche automático es poco más que un kart y maldije por no haber comprado una Toyota Hilux en las últimas o un Ford Bronco que solo fuese hollín vomitado, perpetuamente, tras pasar por el carburador. Pero eso era literatura, y la literatura no nos llevaría a cinco mil kilómetros de distancia, así que debíamos tocar con los pies en el suelo, por un instante, unas horas, y despegar.
Un mundo de distancia
Como todos los grandes viajeros, he visto más de lo que puedo recordar, y recuerdo más de lo que he visto.
Benjamin Disraeli (1804-1881)
Habíamos viajado miles de kilómetros por aire (aterrizamos en Moscú de madrugada para coger un Airbus hasta Nueva York y, de allí, a Chicago) pero, de algún modo, despegamos a mucha más altura al llegar a Joliet (Illinois), un pequeño pueblo residencial a unos sesenta kilómetros de la ciudad del Viento donde los Blues Brothers bailaban en el tejado de un dinner, las primeras señales se asomaban, tímidamente, por el recorrido y nosotros aprendimos a toda velocidad qué significa el tradicional “[get your] kicks on 66!”
También nos hicimos una de esas promesas estúpidas que completan cualquier viaje: cada vez que viésemos una señal histórica de la Ruta, debíamos gritar y entrechocar las manos: en algunos estados, las palmas se nos pondrían rojas de repetir y repetir; en otros, perdimos el hábito a la fuerza: cada estado es un mundo, y todo el que viaje por Estados Unidos entenderá esto antes o después.
Quedaron atrás las trescientas millas de Illinois. Ese primer día teníamos ganas de coche, de conducir, de acelerar, de avanzar kilómetros y kilómetros, de detenernos en un café de carretera y bebernos una taza de asqueroso líquido aguado acompañado por unos aros de cebolla o un batido que nos serviría una camarera vestida de rosa, con delantal, cancán y sombrero a juego; de movernos, de correr hasta un abismo, hasta el fin del mundo si llegásemos a contemplarlo; sentíamos la necesidad vital de descubrir todo lo que se ocultaba más allá del horizonte que siempre alcanza la vista.
Nuestros primeros pasos nos susurraban la verdadera naturaleza de la ruta: un recorrido que se oxidaba al sol junto a las promesas sinceras que miles de americanos lanzaban a sus viejos coches; coches que nadie restauraría jamás, y negocios que habían muerto esperando más viajeros, más turismo, más pasado: más. Junto al Gemini Giant del antiguo Launching Pad (Wilmington, IL), sentí algo así. Fue la primera de muchas. La guía de viajes lo anunciaba en voz baja: supimos que el negocio se había asfixiado, poco a poco, hasta su muerte en 2012, pero la comunidad no se rendía con ese pequeño tesoro cercano para el que buscaban un nuevo inversor.
Delante, cinco mil kilómetros de carretera, de psychobilly en estado puro, de música que no se contentaba con recordar el pasado, sino que amenazaba con resucitar a los muertos si nos atrevíamos a echar la vista atrás.
Pero antes. Un ÚLTIMO aviso.
La rutina de viajar
Siempre se impone viajar como justo lo contrario a la rutina de vivir. Sin embargo, cuando haces del viaje tu vida —aunque solo sea durante algo más de un mes—, viajar y vivir de este modo se vuelven deliciosamente rutinarios.
Es algo que termina por sacar lo mejor de ti mismo: te vuelve más flexible, más abierto; te obliga a estar más relajado o a abandonar el viaje. Antes o después, hasta el mayor aventurero debe detenerse y respirar por un tiempo; cerrar el círculo, volver a casa —incluso cuando el hogar se ha convertido en personas, y no en objetos—, detenerse.
Así que esta pésima introducción solo pretende servir para hacer entender algo a quien esté leyendo: los recuerdos empezaron a resquebrajarse con el paso de los días, y ahora solo quedan imágenes de un atardecer en el casco viejo de Santa Fe, un desayuno junto a los cuervos en Flagstaff, una mujer de Oklahoma en el parking del Totem Pole Park o un pueblo de gente encantadora en Galena (Kansas); también un cartel perenne en el coche donde habíamos escrito: Hooneymoon on the road! From Spain, to Chicago, to Los Ángeles!
Pese a las reservas de hoteles en línea, las fotografías y los textos garabateados en algunas decenas de hojas de papel, todo aquello pasó y por mucho que pensemos que alguna vez fue real, solo nos queda una guía de viaje destripada, unas cuantas hojas de papel y cientos de folletos de información turística. Pero no importa; lo maravilloso del viaje, de la ruta en sí misma, es cómo consigue entrar con sutileza en tu interior desde el norte del país hasta las playas del Pacífico.
Lo maravilloso del viaje es poder aprender que, hoy, la ruta es un cadáver que se resiste a morir, un símbolo de libertad que solo Hollywood retiene, lo peor de los EEUU reconvertido en una aventura épica; una canción de Chuck Berry, de Randy Newman, de los Rolling o de Springsteen, entre moteles que pasan a un ritmo endemoniado y amenazan por convertir la carretera en tu hogar.
¿Pero qué es la 66 en realidad? Antes de empezar, puedo darte mi respuesta si quieres, pero mi respuesta jamás será la tuya. La ruta para mí es un viaje de no retorno en el que descubrí cómo viajar: con el sol siempre de frente, sobre una carretera contra la que bailan las ruedas a nuestro paso y un destino caprichoso por el que no puedes más que dejarte sorprender.
La 66 es la vida, es todo los viajes de carretera que jamás imaginaste, y está repleta de aventuras, amistad, amor y sacrificios. ¿Pero de qué otro modo podría ser?
Ahora, acelera. Vamos a ver qué aparece delante de nosotros…
Nueva York es una ciudad fría. Un lugar de corazones templados y asépticos al sur de Manhattan y demasiados rostros como para creer en una definición coherente para la masa. Sin embargo, al aterrizar en Queens recordaba la descripción vibrante que semanas atrás alguien hizo de ella: una piedra de energía que reverberaba bajo nuestros pies y nos hacía creer que, en ese instante, estábamos en el centro del universo, había dicho; y una mierda. Yo me disponía a crear mi propia imagen de ella.
Días más tarde, cuando quise darme cuenta, despegábamos hacia Chicago y, por unos instantes, recuperé la misma sensación agridulce que me había acompañado entre las muchas caras de la Ciudad Imperial: la Estatua de la Libertad, los restos de Little Italy devorados por las caóticas calles de Chinatown, el Village mirando al Hudson, el Museo Metropolitano, las zonas de moda que poco nos ofrecían, como el SoHo o TriBeCa, y también las de guerra cuyas ascuas se han terminado por diluir: South Bronx, Bed-Stuy Queensbridge… Allí, donde las deportivas fueron una tumba en lo alto de un cable eléctrico y hoy poco hay más que el hombre del saco con el que cada uno viaja.
Dicho esto, por esta vez intentaré empezar por el principio. Así que, antes de continuar, queda por anunciar que el viaje a la Gran Manzana nos llevó siete días. Aterrizamos en el JFK un miércoles a mediodía, enlatados en un Boeing 747 de Aeroflot y escapamos un jueves, a primera hora; primero, por tierra, desde Harlem; más tarde, por aire, dejando LaGuardia, Queens y Nueva York muy, muy atrás.
Para ahorrar en los billetes, meses antes habíamos decidido hacer escala en Moscú, lo que veinte horas después de abandonar suelo español me parecía de todo menos una buena idea. Ya en tierra, el ascenso hacia el norte de Harlem fue caótico, aunque no excesivamente complicado; sumergidos en una maraña de calles, líneas de tren y carreteras a través de las que se movían veintidós millones de personas.
Demasiadas para recorrerlas a pie. Demasiadas para verlas en una vida. Repletas de microhistorias que componen, una junto a la otra, el verdadero significado detrás de todo tipo de significantes; la sorpresa de reencontrar un inesperado relato repleto de inmigrantes rusos en Coney Island —la cual solo recordaba por aquel balazo cinematográfico al asociado de la familia Tattaglia y por su parque de atracciones—, de miles de judíos ortodoxos al norte de Brooklyn, de un jazz primigenio que no conseguí escuchar en Queens y de un zoo en el Bronx que me negué a visitar.
Contrastes que hoy ya se escapan por la distancia y el tiempo, pero que me dejaron intuir que debajo de los rascacielos y las promesas que el toro de Wall Street lanzaba al aire, hay tanto individualismo y mediocridad en la Gran Manzana como belleza y funcionalidad. Quizá por ello me costó tanto escribir siquiera unas breves notas durante los primeros días; todo era nuevo y diferente a cualquier ciudad europea, y se mantenía de algún modo oculto esperándonos para levantar el velo de las zonas más asombrosas de Central Park, Greenwich Village o el Financial District, y las más vulgares del Lower East Side —en especial, el paseo marítimo bajo el tren con todo tipo de cargueros bailando a lo largo del río de nombre mediocre—, pero también extremadamente práctico, como hormigas que no sabrían decir si construyen un skyline para acercarse a Dios o una cárcel para volverse presos de sus propias ideas.
Por eso escogimos la W 135th de Harlem[1]; por eso y porque no teníamos mucho dinero, claro; por eso y porque los hoteles son asombrosamente caros en toda Nueva York, aunque no tanto como en San Francisco, como descubriríamos semanas más tarde; por eso y porque, como su propio nombre indica, es un barrio de contrastes donde tras cada esquina no sabes si encontrarás un directo de Aretha Franklin en el Apollo Theater o un bulevar repleto de casas de verano holandesas de 200 años de antigüedad.
Allí las avenidas cambian de nombre, rebautizadas para homenajear a verdaderos líderes de época, de Martin Luther King a Frederick Douglas; de Malcolm X a Adam Clayton Powell Jr. Y no hay que olvidar que ese es el verdadero poder de esa gente, y eso es algo digno de respeto. Algo de lo que cualquiera puede aprender unas cuantas cosas. Además, muchos mapas turísticos terminan en el Uptown, en la calle 110, lo que (para nosotros, al menos) supuso motivo suficiente para escalar hasta uno de los retazos de la verdadera ciudad.
5 de marzo de 2016
Para ordenar mis ideas y los trayectos de norte a sur de Manhattan, hemos recogido un mapa cualquiera y planeado el siguiente paso desde el primer minuto de este sábado. ¡Qué idea tan impensable una vez te adentras en el Midtown!
Hoy bajamos en SoHo, y de nuevo comprobé cómo Nueva York puede sorprenderte con lo mejor y lo peor a una manzana de distancia. El barrio todavía no había despertado, aunque los escaparates de algunas galerías de arte fueron suficiente para atraernos con propuestas agresivas, rompedoras y, probablemente, mucho menos reconocidas de lo que imaginamos (o no).
Deslizándonos, en seguida, hacia un expreso entre los colores italianos en fachadas y comercios, Little Italy se abrió a nuestro paso. Un ya eterno lo que fue que se recuerda entre acrónimos a su alrededor. Por el contrario, Chinatown se diluye entre bloques y avenidas a su paso, con un bullicio y cierta excentricidad que, sin tener la seguridad ni el modo de comprobarlo, estoy seguro que Woody Allen debió usar como escenario en algunas de sus películas.
También caminé entre Two Bridges por varias horas y hacia el norte, donde encontramos un barrio residencial ucraniano y perdimos la pista del museo local mientras Laura buscaba el Kat’z Deli de Cuando Harry encontró a Sally con mayor éxito. Persiguiendo su estela, terminé la mañana descendiendo hacia el extremo sureste de la isla y esquivando cagadas de gaviota a través de una vista nada bucólica bajo el tren y frente al East River.
A mediodía, para recuperar el ritmo, decidimos cruzar el río a pie a través del puente de Brooklyn, que nunca imaginé como un espacio tan inconmensurablemente turístico pero que, sobre todo, no creí que fuese a abrirme tanto los ojos. Al ver alejarse Manhattan tras de mí, he pensado: Nueva York esconde buena parte de su carácter entre colosos de acero. (Qué jodidamente pedante, lo sé.) A medio camino, nos hemos detenido encima del río para ver el Empire State Building y el corazón del distrito financiero; al otro lado, una imagen mucho más real, cercana y quizá importante de lo que verdaderamente es la ciudad. De su verdadera extensión y de su esencia, que se impregna en todas direcciones con edificios más humanos en Brooklyn, Queens o el Bronx.
Volviendo hacia Harlem, hemos cerrado dos cuentas pendientes: el Apollo, el de verdad, el de Jackson y Fitzgerald, el de Louis Armstrong, el de la era del swing, del jazz, del góspel, y el que Hendrix hizo arder. También las casas de Harlem, las residencias holandesas entre Adam Powell y Malcolm X, y mucho más arriba, hasta Fort Tryon Park; nos negábamos a ajustarnos a Times Square donde ya quedan fijos demasiados ojos: hoy lo queríamos todo.
Tras el primer día, que dedicamos a familiarizarnos con Harlem y a una mínima parte del Upper East Side, escribí algunas notas en la misma libreta que habíamos reservado para programar el viaje y apuntar cuestiones de interés, gastos y todo tipo de ideas que salían a nuestro paso. Me pareció más que suficiente y un recordatorio importante para nosotros mismos, pues me negaba a admitir que la funcionalidad fuese tan contraria a nuestro espíritu como me habían hecho creer las primeras horas que habíamos pasado con la gente de Nueva York. Después, no sé cuándo, descubrí que no eran más que los valores de la fórmula; una composición que, en todas partes, se permite variar los trazos que la componen.
Según esas mismas líneas escritas con letra rápida y constantemente emborronadas, el día siguiente fuimos a Central Park. Nevó. Nevó desde primera hora de la mañana hasta la tarde, pero lo consideramos un verdadero regalo y no lo contrario, y ni el frío ni la nieve que cuajó por tres días nos impidió visitar de punta a punta el parque en casi total soledad.
El cinco de marzo vimos SoHo (South of Houston Street), Little Italy —tan pequeña hoy que solo pervive gracias a unos pocos comercios, algunas bocas de incendio y banderas tricolor y todo aquello que fue y que NoLita y Chinatownse encargan de recordar que ya no es. A mediodía, paseamos a través de un pequeño retazo de Brooklyn en Williamsburg, famoso por el gran número de judíos que profesan el jasidismo, una corriente ultraortodoxa de las pocas que todavía hablan yidis como lengua materna.
Al Midtown Manhattan le reservamos todo un día, que empezó entre dos enormes catedrales que palidecían a causa de los edificios colindantes y terminó con un paseo por The High Line, una antigua línea de tren reconvertida en jardín flotante y mirador en el barrio de Chelsea.
6 de marzo de 2016
Hoy he visto una cara muy distinta de esta ciudad e, irónicamente, es la que suele ver todo aquel que viene: el Upper East Side, el Lower East Side, Columbus Cyrcle, Rockefeller Center, el Edificio Chrysler, el Empire State Building, y mucho más.
Colón también me ha hecho recordar con un café demasiado largo entre las manos que hay otro mundo que nos espera más allá del Atlántico. De algún modo, es curioso que, para todo aquello, tengamos que alcanzar el Pacífico, para lo que falta casi un mes y miles de kilómetros de distancia.
Al atardecer, entre Chelsea y el West Village me he sentido afortunado de poder contemplar la luz que se refleja en el Hudson con los ojos menos cansados que muchos otros que pisaban los raíles del antiguo High Line. También he notado cierta comodidad, más de la que esperaba, como si pudiese imaginar una vida (u otra) en este país; por un segundo, auguré que eso sería la mejor forma de aprender inglés, pero también de huir de todo aquello que no es perfecto o estamos cansados de oír cómo se nos promete en España. Quizá lo que los ciudadanos escuchan aquí también sean mentiras, pero al menos serían otras mentiras.
A medio camino entre llegar y dejar la ciudad de nueva York y ponernos en marcha hacia el inicio de la ruta, creo que acerté plenamente al visitar junto a Laura Harlem, Brooklyn o el South Bronx antes de acercarnos hasta ubicaciones más reconocidas. Mañana terminamos esta otra etapa del viaje, entre el distrito financiero y la Estatua de la Libertad, que prefiero ver a lo lejos, como solían hacer millones de emigrantes en busca de un futuro mejor, o por lo menos distinto.
Para pasado mañana reservo fuerzas, no quiero pensarlo; no quiero pensar más de la cuenta; no sé qué nos espera, y esa es una de las mejores sensaciones que puedo imaginar, porque hemos empezado a caminar al ritmo de esta ciudad, del país que define, y estoy seguro de que nadie podrá pararnos, no hasta alcanzar el oeste.
Veinticuatro horas más tarde, caminábamos a lo largo de Greenwich Village hacia TriBeCa —que viene de la contracción Triangle Below Canal Street que hace referencia a la forma triangular o trapezoidal del barrio en sí—; terminamos la ruta en el Distrito Financiero, entre las fuentes dedicadas a las víctimas de aquel 11 de septiembre que siempre me resultó tan irreal, tan difícil de creer, tan espeluznante, perdidos entre el famoso Charging Bull de bronce y el National Museum of the American Indian. Solo quedaba coger un ferry a la Estatua de la Libertad, pero no lo hicimos; lo intercambiamos por una vista más cercana a la de los inmigrantes de principios de siglo que se detenían en Ellis Island a través del trayecto de Manhattan a Staten Island.
Ahorramos unos cuantos dólares (más de los que imaginé por el coste medio de asistir a esa escena dentro del imaginario colectivo de la Libertad iluminando al mundo), pero también dejé una espina clavada y una cosa más por hacer si vuelvo a pisar tierra estadounidense. A la vuelta, caminamos por Battery Park y cogimos el metro; los cinco días de caminatas constantes empezaban a pasarnos factura.
7 de marzo de 2016
Hoy tengo poco que añadir. La semana ya casi ha llegado a su fin —la semana en Nueva York—; nos queda el martes y el miércoles para terminar de disfrutar de lo poco que nos hemos dejado por ver de Manhattan. Esta mañana hemos recorrido TriBeCa desde más allá de Chelsea y, ya sumergidos en el Distrito Financiero, reservado un par de horas al memorial que recuerda los atentados del 11 de septiembre (9/11 Memorial).
Allí hay algo verdaderamente americano, algo que explica muy bien parte del carácter de esta gente: donde hubo dos rascacielos han levantado una decena en poco más de una década de perseverancia. Donde hubo miedo, hay tenacidad y firmeza; y en todo ello puede que a veces también surja cierta ceguera, pero no me lo pareció. Después nos hemos refugiado cerca de Battery Park, pero antes de conocer a la dama francesa que ilumina el mundo nos hemos dejado caer por el museo de las culturas americanas. Una mirada profunda al pasado de todo el continente que nos ha sorprendido muy gratamente.
Al volver hacia el norte de la isla, lo hemos hecho a través de la estación de Canal Street, donde me rendí a unos cuantos de esos estúp... estupendos selfies con los que Laura me tortura, mientras miraba hacia Nueva Jersey desde el embarcadero de Esplanadem.
Cansados de tantas subidas y bajadas a lo largo de Manhattan, hace varios días que acordamos terminar de dar buen uso a la tarjeta de metro semanal con viajes ilimitados. Ahora, de nuevo en Harlem, con el Toro de Wall Street, la Estatua de la Libertad o las típicas casas pareadas del West Side detrás, no puedo dejar de pensar que, cuando algo se vuelve material, pierde una parte de esa realidad de la que no querríamos desprendernos; quizá el peso que tienen nuestros sueños sea aquello que nos hace movernos. ¿Y después? Supongo que es momento de coleccionar nuevos sueños y seguir forjando recuerdos…
Los últimos dos días en la ciudad, martes y miércoles de la semana siguiente a nuestra llegada a EEUU, no recuerdo qué hicimos. Sé que intentamos no gastar tanto —excepto los caprichos y las concesiones necesarias cuando uno cumple treinta años en el extranjero, por supuesto—, caminamos algo menos y rellenamos huecos entre el sur del Bronx, el centro de Manhattan y Brooklyn. También visitamos Coney Island y paseamos por su playa repleta de gaviotas, acentos de la Europa del este y un último vistazo al Atlántico. Sé que, en Nueva York, pese a alguna que otra decepción de la que culpar al imaginario colectivo, todo fueron buenos momentos, y es mucho más de lo que se le puede pedir a un viaje tan ambicioso como este.
Como ya dije, todo comenzó en Nueva York. Caminamos más de ocho horas durante siete días. No vimos nada. Sé que pensaba en eso cuando llegábamos a LaGuardia, en el extremo norte de Queens. Solo retazos de una historia que, de un modo u otro, escapa de nosotros en todas y cada una de las ciudades que visitamos; donde tu paso es tan breve, tan fugaz, que te hace dudar si alguna vez significó algo fuera de ti. Por último, me concentré en dormir; eran las ocho de la mañana y estábamos en un avión rumbo a Illinois; solo tenía tres días para ver la ciudad más importante del estado y coger fuerzas para empezar con el verdadero viaje de costa a costa.
[1] Si nunca has visitado Estados Unidos, deberías saber que muchas de sus ciudades se han diseñado en un mapa. Así, por regla general, se escoge una avenida que corta verticalmente la ciudad y se nombra a las calles perpendiculares a la misma con el apelativo W (West; oeste) o E (East; este) junto a un número dependiendo de a qué lado de la misma se encuentren.
Cansado. Recomponiendo la mente; pieza a pieza. Con sentimientos encontrados. Extrañado de escuchar hablar en castellano a mi alrededor: sin acento latino, por supuesto. Con un jet lag generoso de esos que te dejan dormir unas horas y engañar al cuerpo. Y con ganas de un café como dios manda.
Por ahora, con todo lo que os puedo obsequiar es con una pequeña lista de imágenes que traigo conmigo. Como el hombre que se masturbaba frente al Caesar’s Palace en el Strip de Las Vegas a mediodía. O una cabina de avión perdida en el jardín de una casa cualquiera en el desierto de California. El ceda al paso que descubrimos en una carretera que cruzaba justo por el medio del Aeropuerto Internacional de Chicago mientras aterrizábamos. Las miles y miles de señales de WRONG WAY que avisaban a los conductores de Texas de que se trataba de una salida de la autopista y no de una incorporación (y el sudor frío que te recorría la espalda al imaginar cuántos hombres se habían lanzado al volante de su pick up en dirección contraria). Un pueblo lleno de burros; unos perros que parecían abandonados en territorio navajo, donde la policía del estado no tiene jurisdicción, y muchos cadáveres de animales muertos en el arcén de la 66.
Mucha flora y mucha fauna también. En eso nos pasan la mano por la cara, aunque no queramos aceptarlo. Y patos, y gansos, y ardillas, y ocas, y cientos de aves, y coyotes, y osos. Y leones marinos en San Francisco y en la Costa Oeste (que no formaba parte de la ruta, pero la recorrimos igual). Y verde, y parques enormes, y secuoyas, y cómo cambia el paisaje engañando al ojo mientras la carretera serpentea delante de ti. Y locos, y claroscuros de democracia y de libre mercado.
La imagen de un Spiderman en Times Square haciendo su buena acción del día mientras los turistos gritan: Thanks a lot, Spiderman! Coches aburridos y adormecidos que no siempre hacen justicia al recorrido. Recuerdos próximos de moteles que ya se mezclan entre sí tras un mes de viaje; husos horarios que amenazan con alargar las puestas de sol, y un arquetípico (y fantástico) redneck de Oklahoma gritándonos WELCOME TO THE REAL AMERICA!al pisar el pequeño pueblo de Erick antes de seguir en dirección a Texas.
Ya hablaremos de todo esto Por ahora, queda cerrada la aventura. Colgamos la mochila en el armario. Ponemos la ropa a lavar. Descansamos en nuestra cama, que no se siente tan nuestra ya, ni tan importante; saludamos y disfrutamos de lo esencial (los perros, los gatos, los amigos, la familia; nosotros) y dejamos pasar un par de días más, ¿os parece?
Hoy, quedan poco más de quince días para coger un avión que conecte Barcelona con Moscú, y Moscú con Nueva York. Hoy, me ha salido un grano debajo del ojo. Uno de esos sin cabeza, de esos que duelen tanto y que las personas que jamás hicimos caso a un dermatólogo apretamos rechinando los dientes y deseando que explote para liberarnos del dolor; sin pensar en poros, marcas, bacterias o cicatrices.
Esa es la razón por la que apenas he escrito nada en todo este mes. Hablo del viaje, claro, no del grano; para ocuparte de ese grano no necesitas pasaportes en una caja de madera que se acompañan de unos cuantos miles de dólares, el carnet de conducir internacional y una bucket list a medio rellenar para que, al salir de Chicago, podamos sumergirnos en un verdadero viaje por carretera conectando moteles, ciudades y estados a lo largo de más de 5.000 kilómetros. Al menos esa es la idea.
De algún modo, todos los proyectos que tenía en mente se han detenido ante la esencia de un verdadero viaje transatlántico de más de un mes y ese hormigueo que, poco a poco, va convirtiéndose en miedo, incertidumbre, deseo e incluso necesidad mientras dejas volar tu imaginación con los ojos fijos en una mesa constantemente repleta de guías de viaje, mapas de carreteras, portátiles con consejos y hojas garabateadas con un programa calendarizado con el que nadie debería acorralarse demasiado.
El camino del nómada siempre conduce al Oeste.
Wallace Stegner (1909-1993)
A primera hora de la tarde, también suelo tumbarme unos minutos en la cama a descansar tras el madrugón diario. Hoy, ese grano que se ha empeñado en acompañarme hasta la treintena no me ha dejado pegar ojo y, con el viaje tan cerca, no he podido evitar pensar en lo cansados que vamos a llegar a EEUU tras una escala de 5 horas en Rusia y un vuelo de casi 11 horas hasta aterrizar en el JFK a mediodía. Un día entero de aviones y aeropuertos para el que tengo prohibido usar frases repletas de sarcasmo o quejarme mucho, dado el precio que mi chica consiguió y lo poco que yo me preocupé de mirar los billetes de ida. Craso error: lo sé.
Sin embargo, en todo caso, esto solo engrandece el viaje, desde el principio y hasta límites de lo absurdo, algo que siempre he respetado y que, si no me bombardean o despeñan el avión —sí, soy uno de esos tipos que cuando hay una turbulencia mira con ojos de cordero degollado a toda su fila de asientos—, solo será un mal menor y un jet lag del carajo, si es que eso existe y no son cuentos.
Pero lo de los perros será otro cantar. Un mes sin animales cerca es algo que sé que llevaré mal desde el principio, desde mucho tiempo antes del día en que partamos, y por mucho que nos hemos preocupado en buscar dos grandes amigos que cuidarán de todos, hay un sentimiento de esos que entremezclan preocupación con melancolía; una sensación que sabes que te acompañará a lo largo de todo el viaje de modos muy distintos.
Todavía quedan cosas por hacer pero, a grandes rasgos, se ha iniciado esa cuenta atrás que anuncia que, para que el viaje realmente empiece, lo único que resta por hacer es olvidarse y dejar que los días pasen. Esa escena típica de las películas en la que se dedican a llenar maletas con ropa y a vaciarlas una decena de veces que no he emulado jamás en mi vida; de hacer sitio para la cámara de fotos y los objetivos, para el portátil y un par de buenas lecturas con las que matarse orgulloso, sea de ida o sea de vuelta. De viajar junto a un cuaderno, junto a media docena de guías de viaje, y junto a muchas, muchas, muchas ideas, y sueños, y experiencias que vivir este marzo en el que conoceremos Nueva York, Chicago y más de un centenar de pueblos y ciudades que conectan la Ruta 66 hasta Los Ángeles.
Y termino, porque a medida que escribía esta entrada, lo cierto es que no he podido evitar plantearme qué podré contar mientras nos movamos de la Costa Este a la Costa Oeste. Supongo que eso es lo que pretendo descubrir este marzo, donde las buenas experiencias seguro que no darán tan buenas historias como las malas, y para las malas no habrá tiempo suficiente para pulir el texto y seguir viajando, como es propio de un cuaderno de viajes, o de lo que leches aparezca aquí.
En resumidas cuentas, esta es mi forma (rebuscada y barroca) de decirte que en marzo, recorreré junto a mi chica la Ruta 66 y algunas grandes ciudades de EEUU; y escribiré sobre ello. Bueno, no me mires así. Ya sé que lo habías pillado.