Una canción de Manel en las montañas

Subir las montañas (que yo quiero) - Puig Vicenç 2020

I es va perdre entre unes mates remugant que era molt trist
que realment jo necessiti tot això per ser feliç.

La jungla (Manel, 2021)

Hay una historia recurrente en la que pienso. La historia me atrapa, casi siempre, en las montañas, como si estuviese agazapada tras el tercer o el séptimo kilómetro de verde —nunca sé—, lista para abalanzarse.

Te explico.

Cuando vivía con mi ex, muy de vez en cuando salíamos juntos a andar. Era raro que hubiese tiempo para andar: sí, en serio, para andar; la vida en pareja, a veces, puede ser complicada. Quizá no supimos defender nuestras parcelas para hacer cosas normales, que nos gustaban, como andar o, todavía mejor, deambular, vagar, callejear; quizá a ella no le gustaba y nunca me dijo «ve tú», o yo no supe entenderla. De este modo, cuando nos separamos, volví a las montañas; en parte, porque me había pasado muchos días de confinamiento leyendo a Thoreau; en parte, porque las restricciones favorecían estas nuevas rutinas.

Las pocas veces que ella salía a caminar conmigo y a hacer senderismo, advertí que dábamos la vuelta en los mismos puntos: a unos veinte minutos de la segunda masía, en la pendiente que sube hasta el punto equis o en el desvío que, a través de una ruta circular, permite desandar lo andado y, como suele decirse, ganar tiempo al tiempo. (Qué expresión más fea.)

Durante esa época, pensé mucho en que, si hubiésemos seguido juntos, es posible que yo nunca hubiese conocido todas estas montañas como la palma de mi mano. No habría podido conectar, punto a punto, los senderos verdes que rodean Cervelló con Vallirana, Torrelles de Llobregat, Sant Vicenç dels Horts y hasta Sant Boi; y, poco a poco, ir ampliar ese imaginario hacia el Ordal, las Montañas de can Rigol y, para abajo, hasta el Garraf, si me apuras. Un pequeño microcosmos de naturaleza que vas extendiendo y haciendo un poco más tuyo jornada a jornada.

Alguien me comentó que ella está viajando más (otros, otras; podrían habérmelo chivado las redes sociales, supongo, aunque yo no soy mucho de eso del stalkeo), porque quizá algunas ciudades eran sus montañas. Aun así, hubo un día en el que sí vi unas fotos que me hicieron sonreír; eran decenas de fotos haciendo cima en una montaña, mientras yo había hecho cien cimas sin acordarme del teléfono. Tan distintos… Ni bien ni mal, en realidad; solo distintos. Hay una canción de Manel que dice algo así, pero diferente.

Cuando subo montañas, ya casi nunca pienso en ella. Pero me hace muy feliz poder subir las montañas que yo quiero, y eso es algo a lo que no se debería renunciar por nadie; también espero que ella suba las suyas, aunque no es asunto mío y, en parte, mejor sentirlo así, que la ruta ha sido larga.

Los seres humanos pensamos con los pies

Breton, Thoreau, Sebald, Kerouac… Ellos lo sabían: los seres humanos pensamos con los pies. Esta frase no es mía, se la he robado a un redactor de El País que escribió un buen artículo acerca de escritores caminantes. Caminar es el germen de aquel viejo consejo que ya es cliché: ¿quieres escribir? ¡pues sal a hacer cosas! ¡Ay, si salieras a vivir más! ¿Es cierto? Dependerá: en la otra orilla están Proust, Salinger, Harper Lee, Thomas Pynchon, Hunter S. Thompson… ¿necesitaban ellos hacer cosas para escribir?; ¿vivía su escritura de ideas y recuerdos? ¿Qué puede más? ¿El hacer o el imaginar?

Dicen que José Saramago nunca escribía más de dos páginas al día. Sus jornadas de trabajo eran largas, aun así, pero no gastaba demasiado papel. Se ponía frente a la máquina de escribir y tecleaba un par de folios sin prisa. También el escritor Josep Pla se lo tomaba con calma: cuando se atascaba buscando un concepto, mandaba a tomar por culo la inercia narrativa y se liaba un pitillo pensando qué palabra faltaba por ahí. No es ningún secreto que Javier Marías se hace pajas mentales intentando no perder el ritmo narrativo —y eso se traslada a sus novelas de maravilla— o que Juan Marsé no trabaja nada como los inicios de sus novelas, en los que se obliga a recoger la esencia de toda la historia.

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El río Besós a la altura de las casas baratas del Bon Pastor (Barcelona, 1929).

Yo no he podido escribir todo lo que he querido este año, pero sí he podido conocer mejor mi propia escritura: algo es; un consuelo pa’tontos, pero algo es. Sé, por ejemplo, que para escribir tengo tanto que hacer como imaginar, pero sobre todo hacer: moverme; si quiero llevar una escena sobre el río Besós, tengo que ver ese río, u otro río, y poder imaginar y describir esos mojones como submarinos de grandes de los que hablaba Pérez Andújar o esas riadas de octubre que, en otro tiempo, hubiesen mandado a tomar por culo los pisos de los charnegos de Badalona (ahora ocupados por inmigrantes chinos y árabes). Debo tener tiempo para pensar qué decir, que parece una obviedad, pero no lo es: porque no es sencillo escribir siendo pobre; porque la vida literaria siempre fue para los ricos, que son aquellos que pueden conjugar, sin grandes esfuerzos, tiempo y talento. Hay que tener tiempo para desarrollar ideas y para tirarlas a la papelera sin piedad, y salvar retazos, y construir historias, y sacar brillo, y que reluzca. Pero todo lo anterior es nada si uno no se toma el tiempo de consumir —siempre en papel— las vidas de otros.

Cuando palmó Umbral, que me parecía un tipejo horrible y un lector inconmensurable (pero de eso ya hablé), los magacines y la prensa se hicieron eco de aquella locución latina del pienso, luego existo trasladándola al consumo, luego escribo; y jamás a la inversa. Lo que pasa es que se nos olvida, o no hay tiempo —ya lo he dicho por ahí arriba— o está Netflix subiendo más y más series. Hay quien la caga creyendo que leer no es trabajo, sino el hacer, pero, de un modo u otro, leer también es parte de ese caminar. La escritura no es más que un destilado de las letras de otros: la traslación del recuerdo a la actualidad a través del presente en Patria, la perfecta ejecución de un inicio que obliga a seguir leyendo en Superviviente —y en la mayoría de novelas de Chuck Palahniuk—, el adentrarse en la mente del protagonista como álter-ego del escritor, el hablar con los muertos y cómo hacerlo con la puntuación que nos salga del cimbrel (o del horcate) entre imágenes certeras y ensoñaciones, y gaseosa en los oídos, con Marsé, y Chispa, y David, y el piloto del Spitfire…

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Detalle de Saturno (Peter Paul Rubens, 1636)

Los americanos saben mucho de todo esto: son la hostia en los inicios y creando imágenes potentes, como las de Jonathan Franzen, a quien apenas he leído, o David Foster Wallace, a quien empiezo a leer. ¿Quieres ver cómo late Nueva Orleans entera al ritmo de los pasos de un gordo antisocial? La conjura de los necios. Nosotros aquí teníamos La colmena de Cela, pero, al final, idolatramos El ruido y la furia, también con razón; igual que hacemos con la mayoría de historias de Gabriel García Márquez, que nos enseñan cómo apuntalar el inicio de una historia desde aquella muerte anunciada. Y, a partir de aquí, toca despiezar el mecanismo que nos obliga a seguir leyendo y a adentrarnos en la construcción del mundo. Como lectores, porque no podemos hacer otra cosa; como escritores, porque tenemos la obligación de arrancarle las tripas a ese cosmos y devorarlo sin prisas, con el anhelo de que una parte de todo lo allí presente germine en nuestro interior.