Hay un lugar mágico en Oklahoma donde vive Harley. Hoy, viudo del amor de su vida, sigue trabajando en el edificio del viejo mercado de carne de Erick, pero no tiene nada para vender. Cuando pasé a verle, me enseñó la tienda, su casa, su perro labrador (Shine) y un bote de marihuana sobre el que me dijo que nada de chivarme, motherfucker. Si vas a verle, y está de buenas, te canta un par de canciones con la guitarra, o te invita a un trago, o te enseña souvenirs de la Ruta 66. En nuestra mentalidad europea, Harley no trabaja; en EEUU será un entertainer o algo así, un icono vivo de la Carretera Madre, o de La Madre de Todas las Carreteras —no hay palabra que enfundarle en español y que encaje bien—; es un animador, alguien que ha hecho de su pasión un modo de vida, y allí eso se respeta mucho más.
Por Harley, digo yo, me llegó otra solicitud de amistad a mi Facebook. Era un tal Keith Holt, propietario del Apple Valley Hillbilly Garden and Toyland, una gran colección de juguetes de todas las épocas que se puede visitar cerca de Calvert City, en Kentucky. Si vuelvo, me gustaría pasarme a ver qué hay. Si me preguntasen por qué, no creo que tuviera una respuesta, y lo mismo me ocurría con este viaje. Cruzar un país de punta a punta entraña muchos secretos: ciudades, caracteres, costumbres, historia… Pero hasta hace poco no entendí por qué le propuse hacer la Ruta a mi mujer, y no es por el mero hecho de disfrutar conduciendo o de viajar de otro modo —más despacio, más digerible, más real—, sino para comprobar con mis propios ojos que no hay una única forma de hacer las cosas, que, en California, hay un tío que vive en su bosque de botellas de vidrio, que hubo otro que se montó su propia réplica de una gasolinera Sinclair tras jubilarse, y, en definitiva, que siempre habrá una oportunidad en algún tramo del camino.
Todo eso es lo que uno aprende en las viejas carreteras que oculta la Autopista 40, y aunque cueste de tragar, es jodidamente zen el sentimiento con el que te abofetea diciendo: no hay una forma de hacer las cosas; ser nómada también está dentro de ti; el mundo está lleno de locos que viven su propia locura, y también de oportunidades. Y todo eso, ¿dónde?, solo unas millas más…
Abandonar Chicago hacia ningún lugar debía ser una de las experiencias más místicas de nuestro viaje. La casilla de salida de un tablero demasiado grande para observarlo en su conjunto; de eso se trababa, eso era ir hacia el Oeste, el Oeste en mayúsculas: un trayecto inmisericorde, panorámico, infinito, donde la vista debía escapar en todas direcciones y la zona de confort, la vida tal y como la conocemos, terminaría mutilada, ejecutada y enterrada en cualquier desierto del sur de Arizona antes de alcanzar el Pacífico.
La 66 iba a ser un viaje de no retorno, así que saqué la tarjeta de crédito, descubrí que un coche automático es poco más que un kart y maldije por no haber comprado una Toyota Hilux en las últimas o un Ford Bronco que solo fuese hollín vomitado, perpetuamente, tras pasar por el carburador. Pero eso era literatura, y la literatura no nos llevaría a cinco mil kilómetros de distancia, así que debíamos tocar con los pies en el suelo, por un instante, unas horas, y despegar.
Un mundo de distancia
Como todos los grandes viajeros, he visto más de lo que puedo recordar, y recuerdo más de lo que he visto.
Benjamin Disraeli (1804-1881)
Habíamos viajado miles de kilómetros por aire (aterrizamos en Moscú de madrugada para coger un Airbus hasta Nueva York y, de allí, a Chicago) pero, de algún modo, despegamos a mucha más altura al llegar a Joliet (Illinois), un pequeño pueblo residencial a unos sesenta kilómetros de la ciudad del Viento donde los Blues Brothers bailaban en el tejado de un dinner, las primeras señales se asomaban, tímidamente, por el recorrido y nosotros aprendimos a toda velocidad qué significa el tradicional “[get your] kicks on 66!”
También nos hicimos una de esas promesas estúpidas que completan cualquier viaje: cada vez que viésemos una señal histórica de la Ruta, debíamos gritar y entrechocar las manos: en algunos estados, las palmas se nos pondrían rojas de repetir y repetir; en otros, perdimos el hábito a la fuerza: cada estado es un mundo, y todo el que viaje por Estados Unidos entenderá esto antes o después.
Quedaron atrás las trescientas millas de Illinois. Ese primer día teníamos ganas de coche, de conducir, de acelerar, de avanzar kilómetros y kilómetros, de detenernos en un café de carretera y bebernos una taza de asqueroso líquido aguado acompañado por unos aros de cebolla o un batido que nos serviría una camarera vestida de rosa, con delantal, cancán y sombrero a juego; de movernos, de correr hasta un abismo, hasta el fin del mundo si llegásemos a contemplarlo; sentíamos la necesidad vital de descubrir todo lo que se ocultaba más allá del horizonte que siempre alcanza la vista.
Nuestros primeros pasos nos susurraban la verdadera naturaleza de la ruta: un recorrido que se oxidaba al sol junto a las promesas sinceras que miles de americanos lanzaban a sus viejos coches; coches que nadie restauraría jamás, y negocios que habían muerto esperando más viajeros, más turismo, más pasado: más. Junto al Gemini Giant del antiguo Launching Pad (Wilmington, IL), sentí algo así. Fue la primera de muchas. La guía de viajes lo anunciaba en voz baja: supimos que el negocio se había asfixiado, poco a poco, hasta su muerte en 2012, pero la comunidad no se rendía con ese pequeño tesoro cercano para el que buscaban un nuevo inversor.
Delante, cinco mil kilómetros de carretera, de psychobilly en estado puro, de música que no se contentaba con recordar el pasado, sino que amenazaba con resucitar a los muertos si nos atrevíamos a echar la vista atrás.
Pero antes. Un ÚLTIMO aviso.
La rutina de viajar
Siempre se impone viajar como justo lo contrario a la rutina de vivir. Sin embargo, cuando haces del viaje tu vida —aunque solo sea durante algo más de un mes—, viajar y vivir de este modo se vuelven deliciosamente rutinarios.
Es algo que termina por sacar lo mejor de ti mismo: te vuelve más flexible, más abierto; te obliga a estar más relajado o a abandonar el viaje. Antes o después, hasta el mayor aventurero debe detenerse y respirar por un tiempo; cerrar el círculo, volver a casa —incluso cuando el hogar se ha convertido en personas, y no en objetos—, detenerse.
Así que esta pésima introducción solo pretende servir para hacer entender algo a quien esté leyendo: los recuerdos empezaron a resquebrajarse con el paso de los días, y ahora solo quedan imágenes de un atardecer en el casco viejo de Santa Fe, un desayuno junto a los cuervos en Flagstaff, una mujer de Oklahoma en el parking del Totem Pole Park o un pueblo de gente encantadora en Galena (Kansas); también un cartel perenne en el coche donde habíamos escrito: Hooneymoon on the road! From Spain, to Chicago, to Los Ángeles!
Pese a las reservas de hoteles en línea, las fotografías y los textos garabateados en algunas decenas de hojas de papel, todo aquello pasó y por mucho que pensemos que alguna vez fue real, solo nos queda una guía de viaje destripada, unas cuantas hojas de papel y cientos de folletos de información turística. Pero no importa; lo maravilloso del viaje, de la ruta en sí misma, es cómo consigue entrar con sutileza en tu interior desde el norte del país hasta las playas del Pacífico.
Lo maravilloso del viaje es poder aprender que, hoy, la ruta es un cadáver que se resiste a morir, un símbolo de libertad que solo Hollywood retiene, lo peor de los EEUU reconvertido en una aventura épica; una canción de Chuck Berry, de Randy Newman, de los Rolling o de Springsteen, entre moteles que pasan a un ritmo endemoniado y amenazan por convertir la carretera en tu hogar.
¿Pero qué es la 66 en realidad? Antes de empezar, puedo darte mi respuesta si quieres, pero mi respuesta jamás será la tuya. La ruta para mí es un viaje de no retorno en el que descubrí cómo viajar: con el sol siempre de frente, sobre una carretera contra la que bailan las ruedas a nuestro paso y un destino caprichoso por el que no puedes más que dejarte sorprender.
La 66 es la vida, es todo los viajes de carretera que jamás imaginaste, y está repleta de aventuras, amistad, amor y sacrificios. ¿Pero de qué otro modo podría ser?
Ahora, acelera. Vamos a ver qué aparece delante de nosotros…
Cansado. Recomponiendo la mente; pieza a pieza. Con sentimientos encontrados. Extrañado de escuchar hablar en castellano a mi alrededor: sin acento latino, por supuesto. Con un jet lag generoso de esos que te dejan dormir unas horas y engañar al cuerpo. Y con ganas de un café como dios manda.
Por ahora, con todo lo que os puedo obsequiar es con una pequeña lista de imágenes que traigo conmigo. Como el hombre que se masturbaba frente al Caesar’s Palace en el Strip de Las Vegas a mediodía. O una cabina de avión perdida en el jardín de una casa cualquiera en el desierto de California. El ceda al paso que descubrimos en una carretera que cruzaba justo por el medio del Aeropuerto Internacional de Chicago mientras aterrizábamos. Las miles y miles de señales de WRONG WAY que avisaban a los conductores de Texas de que se trataba de una salida de la autopista y no de una incorporación (y el sudor frío que te recorría la espalda al imaginar cuántos hombres se habían lanzado al volante de su pick up en dirección contraria). Un pueblo lleno de burros; unos perros que parecían abandonados en territorio navajo, donde la policía del estado no tiene jurisdicción, y muchos cadáveres de animales muertos en el arcén de la 66.
Mucha flora y mucha fauna también. En eso nos pasan la mano por la cara, aunque no queramos aceptarlo. Y patos, y gansos, y ardillas, y ocas, y cientos de aves, y coyotes, y osos. Y leones marinos en San Francisco y en la Costa Oeste (que no formaba parte de la ruta, pero la recorrimos igual). Y verde, y parques enormes, y secuoyas, y cómo cambia el paisaje engañando al ojo mientras la carretera serpentea delante de ti. Y locos, y claroscuros de democracia y de libre mercado.
La imagen de un Spiderman en Times Square haciendo su buena acción del día mientras los turistos gritan: Thanks a lot, Spiderman! Coches aburridos y adormecidos que no siempre hacen justicia al recorrido. Recuerdos próximos de moteles que ya se mezclan entre sí tras un mes de viaje; husos horarios que amenazan con alargar las puestas de sol, y un arquetípico (y fantástico) redneck de Oklahoma gritándonos WELCOME TO THE REAL AMERICA!al pisar el pequeño pueblo de Erick antes de seguir en dirección a Texas.
Ya hablaremos de todo esto Por ahora, queda cerrada la aventura. Colgamos la mochila en el armario. Ponemos la ropa a lavar. Descansamos en nuestra cama, que no se siente tan nuestra ya, ni tan importante; saludamos y disfrutamos de lo esencial (los perros, los gatos, los amigos, la familia; nosotros) y dejamos pasar un par de días más, ¿os parece?
Hoy, quedan poco más de quince días para coger un avión que conecte Barcelona con Moscú, y Moscú con Nueva York. Hoy, me ha salido un grano debajo del ojo. Uno de esos sin cabeza, de esos que duelen tanto y que las personas que jamás hicimos caso a un dermatólogo apretamos rechinando los dientes y deseando que explote para liberarnos del dolor; sin pensar en poros, marcas, bacterias o cicatrices.
Esa es la razón por la que apenas he escrito nada en todo este mes. Hablo del viaje, claro, no del grano; para ocuparte de ese grano no necesitas pasaportes en una caja de madera que se acompañan de unos cuantos miles de dólares, el carnet de conducir internacional y una bucket list a medio rellenar para que, al salir de Chicago, podamos sumergirnos en un verdadero viaje por carretera conectando moteles, ciudades y estados a lo largo de más de 5.000 kilómetros. Al menos esa es la idea.
De algún modo, todos los proyectos que tenía en mente se han detenido ante la esencia de un verdadero viaje transatlántico de más de un mes y ese hormigueo que, poco a poco, va convirtiéndose en miedo, incertidumbre, deseo e incluso necesidad mientras dejas volar tu imaginación con los ojos fijos en una mesa constantemente repleta de guías de viaje, mapas de carreteras, portátiles con consejos y hojas garabateadas con un programa calendarizado con el que nadie debería acorralarse demasiado.
El camino del nómada siempre conduce al Oeste.
Wallace Stegner (1909-1993)
A primera hora de la tarde, también suelo tumbarme unos minutos en la cama a descansar tras el madrugón diario. Hoy, ese grano que se ha empeñado en acompañarme hasta la treintena no me ha dejado pegar ojo y, con el viaje tan cerca, no he podido evitar pensar en lo cansados que vamos a llegar a EEUU tras una escala de 5 horas en Rusia y un vuelo de casi 11 horas hasta aterrizar en el JFK a mediodía. Un día entero de aviones y aeropuertos para el que tengo prohibido usar frases repletas de sarcasmo o quejarme mucho, dado el precio que mi chica consiguió y lo poco que yo me preocupé de mirar los billetes de ida. Craso error: lo sé.
Sin embargo, en todo caso, esto solo engrandece el viaje, desde el principio y hasta límites de lo absurdo, algo que siempre he respetado y que, si no me bombardean o despeñan el avión —sí, soy uno de esos tipos que cuando hay una turbulencia mira con ojos de cordero degollado a toda su fila de asientos—, solo será un mal menor y un jet lag del carajo, si es que eso existe y no son cuentos.
Pero lo de los perros será otro cantar. Un mes sin animales cerca es algo que sé que llevaré mal desde el principio, desde mucho tiempo antes del día en que partamos, y por mucho que nos hemos preocupado en buscar dos grandes amigos que cuidarán de todos, hay un sentimiento de esos que entremezclan preocupación con melancolía; una sensación que sabes que te acompañará a lo largo de todo el viaje de modos muy distintos.
Todavía quedan cosas por hacer pero, a grandes rasgos, se ha iniciado esa cuenta atrás que anuncia que, para que el viaje realmente empiece, lo único que resta por hacer es olvidarse y dejar que los días pasen. Esa escena típica de las películas en la que se dedican a llenar maletas con ropa y a vaciarlas una decena de veces que no he emulado jamás en mi vida; de hacer sitio para la cámara de fotos y los objetivos, para el portátil y un par de buenas lecturas con las que matarse orgulloso, sea de ida o sea de vuelta. De viajar junto a un cuaderno, junto a media docena de guías de viaje, y junto a muchas, muchas, muchas ideas, y sueños, y experiencias que vivir este marzo en el que conoceremos Nueva York, Chicago y más de un centenar de pueblos y ciudades que conectan la Ruta 66 hasta Los Ángeles.
Y termino, porque a medida que escribía esta entrada, lo cierto es que no he podido evitar plantearme qué podré contar mientras nos movamos de la Costa Este a la Costa Oeste. Supongo que eso es lo que pretendo descubrir este marzo, donde las buenas experiencias seguro que no darán tan buenas historias como las malas, y para las malas no habrá tiempo suficiente para pulir el texto y seguir viajando, como es propio de un cuaderno de viajes, o de lo que leches aparezca aquí.
En resumidas cuentas, esta es mi forma (rebuscada y barroca) de decirte que en marzo, recorreré junto a mi chica la Ruta 66 y algunas grandes ciudades de EEUU; y escribiré sobre ello. Bueno, no me mires así. Ya sé que lo habías pillado.