Mi suegro y el trabajo

Para mí, se acabaron las vacaciones. Entre el mes de marzo por tierras americanas y las dos semanas, que se han convertido en tres, de este agosto, junto a aquella de rigor que espera en Navidad, tengo suerte de no cobrarme los días de asueto a mí mismo.

La semana pasada deambulé por Mallorca, de playa en playa, recuperando el contacto con antiguos amigos y conocidos, nadando para lo que queda de año y poniéndome al día con unas cuantas lecturas. Pero, a grandes rasgos, visitando a la familia de mi novia mujer, tirado en el sofá con los perros de los suegros y reencontrándome con situaciones, carreteras e imágenes ya conocidas. Algunas acercaron el pasado, y, por descontado, cierta nostalgia que, para el que os cuenta esto, siempre flota, invisible, a los pies de la Sierra de Tramontana. Visité Caimari, mi antiguo hogar, y, de rebote, Valldemossa —esta vez me salté la cartuja, que la tengo aburrida, y a Chopin, y a George Sand—, y aunque no sin cierta tristeza asociada, agradecí poder volver allí.

Soy fan de la gorra de los New York Yankees

Uno de esos días, no me obligues a recordar cuál, caí en la cuenta de que jamás he escrito ni un par de líneas sobre mi suegro. No es fácil hablar de aquellos que pululan alrededor, supongo.

Probaré.

Mi suegro es un tío enorme, y también es alto de cojones. A diferencia del resto de mallorquines, pocas veces me ha soltado aquello de què és d’enfora això! que te repiten hasta la náusea los palmesanos (probablemente en castellano), y la gente de pueblo (que es el resto de la isla) si te atreves a moverte más allá de un radio de quince o treinta kilómetros. Será por las pintas de guiri, que completa con su gorra de los New York Yankees y su hábito de mezclar el mallorquín y el español con el inglés, el alemán, el ruso, el italiano, y lo que haga falta; o por llevar conduciendo por allí toda la vida, por trabajo y también en los días libres —que nunca son libres, porque es cuando se las arregla para no estar quieto en las veinticuatro horas de las que dispone, en temporada alta, para sus cosas—.

Bueno, no tengo ni idea por qué será, en realidad; al final, resultará que los tópicos no aciertan con todo el mundo.

De cualquier modo, me gusta acercarme allí en verano, pero le vemos poco. Mi suegro es uno de esos raros especímenes que imbuyen un aura de solemnidad a todo lo que tocan, y por eso trabaja diez, doce y dieciséis horas si hace falta; después, se pega una siesta, y encadena una jornada nocturna con la jubilación tan cerca de los morros. Y lo hace bien. Otra razón por la que apenas pasa por casa más que para dormir, pues.

Trabajar como ya nadie lo hace quizá fue lo que permitió dirigir tu vida hacia allí donde querías, y encontrar lo que buscabas; después llegaron las multinacionales, las hipotecas puente, los CEO, y la madre que los parió a todos, y ya nadie pudo seguir soñando.

Nadie le paga por preocuparse de una furgoneta que hace un ruido raro y llevarla al taller en su tiempo libre; ni de preparar aceitunas para un equipo compuesto por decenas de personas. Tampoco por ceder, y fastidiarse una Nochebuena, un día de fiesta o un plan que choca de frente contra un servicio imprevisto. Es alguien con quien siempre puedes contar, por lo que, a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años, se habrán aprovechado de él más veces de las que cualquiera puede recordar.

Pedro Palau (mi suegro)

No parece importarle; ni tan siquiera hoy. Mi suegro ejemplifica esa solemnidad que tenían las profesiones de toda una vida; los trabajos hechos como ya nadie los hace; el reconocimiento en tu fuero interno, la certeza de trabajar, en última estancia, para uno mismo. En esto, me recuerda a mi padre, y en cierto modo, me gusta pensar que así es. Yo, consciente de lo que todo ello significa, lo agradezco; y también atisbo a comprender que, si hubiese existido la posibilidad, quizá mi relación con esta otra figura que ya no existe hubiese terminado por enderezarse.

Si lo explicas, la mayoría pensará que es una gilipollez; que no se puede vivir para trabajar, demasiado confusos sobre cómo alguien puede disfrutar de una forma tan natural del trabajo de su vida; yo no sé qué pensar. Trabajar como ya nadie lo hace quizá fue lo que permitió dirigir tu vida hacia allí donde querías, y encontrar lo que buscabas; después llegaron las multinacionales, las hipotecas puente, los CEO, y la madre que los parió a todos, y ya nadie pudo seguir soñando.

Cuando aterricé en Barcelona, un sonriente auxiliar de vuelo de Ryanair al que tres pasajeros francamente maleducados le habían gritado varias veces en menos de veinte minutos me recordó algo que me repitieron demasiado en la adolescencia: «Tienes que intentar ser el mejor, y disfrutar siempre de lo que haces, incluso aunque te toque recoger la mierda de los demás.»

No sé si podría ser el mejor, ni disfrutar de ese trabajo, pero empiezo a entender por dónde iban los tiros.

Será la edad.