Si Marie Kondo metiese la cabeza en mi armario…

Si Marie Kondo metiese la cabeza en mi armario… iba a alucinar. Pero no por el desorden, sino por la guarrería (los pelos en las sudaderas, las botas desgastadas, las manchas que no salen aquí tan bien como en casa de mi madre). Nada extremo, por supuesto: soy de esos que se dan por satisfechos al encontrar algún estudio científico que me deje llevar los mismos tejanos un par de días más; mi mujer lo acepta, pero no lo soporta. Por el contrario, ella es bastante desordenada, y yo no lo soporto, pero lo acepto. Ella no es de buscar artículos en los periódicos: es más de frasecicas. Tiene una muy chula: «Aun en el caos, hay orden», dice a todas horas, orgullosa, haciendo referencia a la Teoría del caos; pero me huelo que Marie Kondo no estaría muy de acuerdo.

Sin embargo, y aunque no soporto las pilas y pilas de ropa que se acumulan en los armarios del vestidor mientras estoy escribiendo esto, más miedo me da la moda de los organizadores profesionales: sobre todo, si pasa de moda a tendencia, como los coachs, y los asistentes, y los personal trainers ( ¡ojo!, quien crea que los necesita, que los contrate). Como siempre que me agarro los machos y me pongo a lanzar opiniones por aquí y por allá, puedo estar equivocado, pero se me han ocurrido tres razones que no he encontrado aún quien me las rebata (y me he envalentonado, claro).

Tidying Up with Marie Kondo
Marie Kondo con un pirata que le hace feliz. © Netflix

La primera es la más tonta, y, a la vez, la que más pica si lo piensas: con esto del organizador profesional, vamos a sumar unas cuantas responsabilidades más a nuestro día a día, ¿no os parece? Ya no solo hay que tener el cuerpo perfecto, y el trabajo perfecto, y la pareja perfecta, ahora también hay que tener el fondo de armario o el trastero perfectos. Por favor, Decidme que por ahí fuera hay alguien más a quien se la suda colgar las camisetas o enrollarlas en un cajón: ¡tanto perfeccionismo genera angustia vital!

La segunda es la más importante, diría yo. No sé si alguien ha leído sobre eso de tirar todos los libros que tenemos a excepción de aquellos treinta (¿¡TREINTA?!) que nos hacen felices. Ya le han dicho (a Marie Kondo) por activa y por pasiva que los libros no solo tienen que hacernos felices, sino que despiertan muchas otras emociones (como cualquier tipo de arte), así que yo me voy a ir por otros derroteros, ¿de acuerdo?, porque no me gusta nada esa idea de proyectar la vida que quieres en algo tan estúpido como organizar tu armario. Por supuesto que cualquier gran gesta empieza con una pequeña acción —por casualidad, este fin de semana vi un discurso de un navy seal estadounidense sobre ese tema, titulado Change the World by Making Your Bed—, pero ¿qué es eso de hacer creer a la gente que los problemas de su vida diaria (el padre poco colaborador en casa, la viuda que debe sobrellevar su dolor… ¡¿tener demasiados libros?! ¿¡TIRAR LIBROS!?, ¡joder!) se van a solucionar cambiando el modo en el que ordenamos nuestras posesiones?

La tercera razón es la más obvia, porque incluso aparece mencionada así en el programa de Marie Kondo, pero ¿cuántas veces más que faltar espacio nos sobran cosas? Y lo más importante de todo esto, ¿eso de veras requiere una nueva especialización laboral? ¿Entender que vivimos en un mundo capitalista y en casas llenas de cosas que no necesitamos? En el derecho romano hay un aforismo que dice: Accesorium sequitur principale (Lo accesorio sigue la suerte de lo principal), es decir, si hay una sentencia de expropiación de una casa, en esa misma casa se expropiará lo accesorio que se entiende que compone lo principal: las ventanas, las baldosas, los grifos y las tuberías. Pero, ¿estamos seguros que con Marie Kondo no lo hemos entendido al revés? ¿El problema no será que no sabemos para qué queremos todo lo que hay dentro de ese armario y no tanto que necesitemos ordenarlo?

Quizá la cuestión no sea conservar la camiseta de los Guns N’Roses de tu primer concierto de rock, ni esos patines que no usas desde los quince (pero que a tu madre le costaron medio sueldo). No siempre es cuestión de orden y de espacio, Marie Kondo, a veces, cuando metes la cabeza en un armario ves lo que hay, y no lo que hubo; a veces, en cuestión de armarios, importa más el olor de tu perro en una vieja correa de nailon oculta en el cajón de los calcetines, la dedicatoria de tu abuelo en un libro que no te hace feliz, la ropa hecha un asco en el vestidor porque te estás tomando una cerveza fuera, con los tuyos.

¿No estaremos demasiado empeñados en buscar la perfección, Marie? Mi amigo Félix, que siempre cita a otro amigo que no sabe que cita a Voltaire, me ha dicho cien veces: «Lo mejor es enemigo de lo bueno.» Y es que, a lo mejor, no necesitamos casas perfectas, ni trabajos perfectos, ni cuerpos perfectos, sino encontrar el modo de ser gente feliz. 

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La voz del Neandertal

La voz del Neandertal es el cuadragésimo sexto relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

El paleontólogo Thomas Cook, miembro emérito del Museo de Historia Natural de Nueva York, dedicó su vida entera al estudio de los neandertales. Su visión viajó desde los tiempos en los que la humanidad veía una única línea evolutiva hasta la actualidad, donde se empezaba a comprender esa relación compleja entre los Homo erectus, los neandertales y los sapiens.

Esos días pasaron. Y Thomas se jubiló, dejando libre un puesto como profesor en la Universidad de Columbia, otro de investigador adscrito al mismo centro y un trabajo fijo como miembro del equipo de uno de los museos más visitados del mundo entero. Este último fue el trabajo que le permitió casarse con Rose, y comprar un piso en el Upper East Side, un velero con el que soñó durante su juventud y un pequeño refugio en Los Hamptons. Su retiro fue bien acogido por parte de la junta, quienes sabían que podían razonar con el doctor Cook, y al que dejaron un nexo de unión que se volvió realidad mediante un chaleco y una placa identificativa; en el primero podía leerse: «Dr. Thomas Cook – Experto en neandertales» junto a una simpática caricatura de Thomas y un hombre de Neandertal dándose la mano; la segunda solo era una mera formalidad que le distinguía, y que el profesor llevaba con gran orgullo al traspasar las puertas de acceso.

Su jubilación fue, pues, un trámite, que le recompensó con más tiempo para disfrutar de la institución que había sido su vida y terminar las investigaciones que el ámbito académico y el peso de los años le habían hurtado. Pero un día su vida sufrió un cambio abrupto y tan inesperado como suele estos suelen ser. Al volver del Museo de Historia Natural, su mujer, Rose, antigua profesora del Instituto de Fotografía de Nueva York, había escapado; la muerte, inmisericorde, terminó con ella antes de la hora del té y los bagels, que habían sobrado de su desayuno en la Pequeña Italiana y que ella guardó, celosamente, para compartir con su esposo.

Tiranosaurio (Museo de Historia Natural de Nueva York)
Esqueleto de un tiranosaurio en el Museo de Historia Natural de Nueva York, donde en mi visita encontré a un anciano experto en dinosaurios que inspiró esta historia.

Thomas marcó el número de emergencias y se abrazó al cadáver de su mujer. Los servicios médicos dictaminaron muerte natural y explicaron al doctor Cook, conmocionado, que las maniobras de RCP que tantas veces había visto en televisión no tenían sentido horas después del fallecimiento.

El anciano pidió a uno de los paramédicos que contactase con la funeraria por él; después, exhausto, se sentó en el sofá del salón por un buen rato. En silencio, su mente relacionó conceptos que una vez compartió con su pareja: anhelos que ya nunca se cumplirían, deseos, confesiones que una vez se hicieron y que ahora desaparecerían en el olvido… Tesoros inmateriales que el tiempo siempre termina por reclamar; dejándote solo con objetos y certezas que, poco a poco, también se vuelven fantasías de una sola mente.

Los meses siguientes, Thomas Cook se volcó por completo en sus funciones como personal de apoyo del museo. Sin Rose, no soportaba la idea de encerrarse en un despacho a seguir analizando la historia; esta había enseñado por fin sus garras, y le había demostrado con toda crudeza la brutalidad intrínseca al tiempo que vivimos. Había estudiado toda la vida al hombre de Neandertal, pensaba, y no podía evitar creer que, quizá, alguien estudiaría a su mujer, o a él mismo, cuando el presente se convirtiese en historia. En un retazo más de la pequeña historia que compone el día a día para diluirse al pasar de los años. ¿Qué importaba?

Así, hablaba con los visitantes, respondía preguntas y, jornada tras jornada, disfrutaba del placebo que trae consigo el aferrarse a lo que siempre ha sido: el trabajo de toda una vida, aquello que uno más conoce, a lo que mayor esfuerzo ha dedicado. De este modo, el Dr. Cook no volvió a pisar el despacho que, en su día, le había asignado la Administración; vendió el barco y la casa frente a la bahía de Nueva York y se recluyó en el pasado. Se permitió incluso una excentricidad diaria, que siempre era la misma: esperar a que todos los visitantes abandonasen el Museo de Historia Natural, despedir a los empleados, uno a uno, y dedicar unos minutos a los restos del neandertal que dormían por siempre jamás en aquella gran sala dedicada a los orígenes de la humanidad.

—Buenas noches, amigo —dijo Thomas, como un lamento. El anciano viró sobre sí mismo y se dirigió a la salida, sin prisa por encontrar un taxi en los extremos de Central Park y volver al que un día fue su hogar.

—¿Nos conocemos? —preguntó una voz. Su tono era extrañamente familiar, si bien el doctor se sobresaltó lo suficiente para no pensar en ello.

Miró alrededor. Nada. El Dr. Cook observó los bustos reconstruidos junto a los cráneos de varios individuos y reparó en algunas figuras de una exposición itinerante que habían llegado del Museo del Neandertal, ubicado a pocos kilómetros de la ciudad alemana de Düsseldorf.

—¿Dónde estás?

—No tengo una buena percepción del espacio: discúlpame.

—¿Por qué puedes hablar? —preguntó. —¿Eres algún tipo de grabación…?

—La ciencia que lo permite sigue siendo un misterio para mí —contestó la mujer de Neandertal.

Miró las distintas figuras. No eran más que una reconstrucción realista de algunos individuos de Homo neanderthalensis en un escenario que simulaba el interior de una cueva.

—Vaya —exclamó Thomas.

—Pareces sorprendido —contestó la voz.

El anciano, visiblemente enfadado, se marchó sin mediar palabra. Aquello debía ser algún tipo de broma estúpida, y a él no iban a hacerle partícipe de la pantomima de turno.

Grupo de Homo neandertalhensis
Reconstrucción de una escena cotidiana con neandertales.

Pero al día siguiente, volvió. La rutina le llevó hasta la sala de los neandertales de nuevo, y la fuerza de la misma le obligó, de algún modo, a despedirse de los presentes una vez más.

—¡Vaya! —exclamó la voz— ¡Si es don No-tengo-tiempo-para-despedirme-de-ti!

La respuesta arrancó una sonrisa en el rostro del jubilado.

—¿Pareces tan… real? ¿Cuál es tu nombre?

—No vuelves con las mismas preguntas de siempre, John.

El anciano miró hacia la figura de la mujer con suspicacia.

—¿John? Mi nombre es Thomas. ¿Quién es John? —preguntó.

—Disculpa, Thomas —contestó la voz. —Debo haber mezclado dos ideas inconexas.

—Claro, es lo que tenéis los neandertales —dijo el doctor Cook, y se carcajeó de su ocurrencia.

—Eso no me lo habían llamado todavía. No obstante, por tu trabajo, deberías saber que los neandertales llevan extintos más de cuarenta mil años…

—Bueno, seas quien seas, me espera un paseo por Central Park. Me marcho ya.

—Buenas noches, Thomas.

—Buenas noches, tú.

Los días siguientes, los asistentes escuchaban la voz del doctor hasta tarde. El anciano, visiblemente revitalizado, se sentaba en el ala del museo dedicada a los orígenes de la humanidad y se le escuchaba reír por unos minutos, explicar lo que había hecho y lo que pensaba hacer, y marcharse un poco menos pesaroso.

Al tercer o cuarto día, Thomas buscó una respuesta por toda la sala. No encontró a la voz, y, antes o después, se negó a hacer equilibrismos de aquí para allá. Ella no entendía muchas de las cosas que el anciano intentaba transmitirle, pero resultaba un pequeño e inesperado consuelo; Thomas era científico: sabía que existía una explicación racional, sabía perfectamente que debía tratarse de otra persona, de un programa informático o de una inteligencia artificial… ¿qué importaba en realidad? La voz era un espejismo, pero un espejismo que se había convertido en un oasis repleto de alivio.

Hombre de Neandertal (rostro)
Detalle del rostro de un hombre de Neandertal (Museo del Neandertal, en Düsseldorf, Renania del Norte-Westfalia, Alemania).

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó Thomas, había acercado la silla de uno de los vigilantes y miraba a la neandertal que creía más cercana a la voz.

—No te entiendo, Thomas —respondió la voz.

—¿Cuál es el sentido de la vida ahora?

La voz no contestó inmediatamente. Pareció coger aire durante uno o dos segundos, y después dijo:

—Bueno… Intentar ser amable con la gente. Comer sano. Leer un buen libro alguna vez. Hacer un poco de ejercicio incluso. Pero sobre todo convivir en paz y harmonía con gente de cualquier raza y condición —concluyó.

El doctor Thomas Cook sonrió con fuerza por primera vez en semanas. Una respuesta tan simple y concisa, ¡y qué de ciencia había atrás!, una respuesta que le recordó a Rose, su mujer, y que, de un modo casi mágico, le retrotrajo a aquella conversación que, muchos años antes, habían tenido desnudos en su primer piso.

—No sé qué haría sin ti —dijo un joven Thomas, que acababa de entrar en el programa de doctorando de la Universidad de Columbia.

—Vivir —contestó Rose, riendo.

Mientras se dirigiría hacia la salida, el doctor Cook se despidió de una joven limpiadora y el portero de la institución. Sonrió, les deseo una buena noche y desapareció en dirección a la Avenida de Colón. Para sorpresa de su compañera, el conserje abrió la boca articulada de una de las figuras femeninas de neandertal y extrajo un smartphone.

—Buenas noches, Siri —dijo el bedel.

—Buenas noches, John —contestó el teléfono.

A continuación, y dirigiéndose a su compañera, John, el conserje, agregó:

—No te preocupes: el museo puede permitirse un aumento en la factura de la luz por este hombre —y mientras el teléfono se cargaba en un enchufe cercano, siguió barriendo la enorme sala de Orígenes de la Humanidad con una sonrisa algo quebrada en el rostro.