Todo lo demás

¿Crees que la física cuántica es la respuesta? Porque…no sé, en el fondo, ¿de qué me sirve a mí que el tiempo y el espacio sean exactamente lo mismo? En fin, si le pregunto a un tío qué hora es y me dice seis kilómetros, ¿qué coño es eso?

Todo lo demás (Woody Allen, 2003)

Una de mis pasiones siempre ha sido Woody Allen. Lo descubrí en la figura binómica de actor-director en Annie Hall, Hannah y sus hermanas o algún film similar de entre los setenta y los ochenta.

Woody Allen (F. Mauro)
Woody Allen, de Federico Mauro, diseñador minimalista italiano.

Hay tres Allen, el que fue, el que era y el que es; el que fue era aquel cómico de películas que se ocultaba entre gags de humor y tramas de época: Bananas, El dormilónToma el dinero y corre o la inigualable versión rusa del director: Boris Grushenko; después está el que era, el que fue en Manhattan, o cuando robó a Diane Keaton de las manos del mismísimo Corleone. Siempre ha habido un poco del que era después; incluso cuando sus musas eran cada vez más jóvenes y él cada vez más viejo. Y está el que es, por supuesto, con cine de primer nivel que rehuye los Oscar y los grandes estrenos, que sigue creando por necesidad y, a menudo, no da tiempo a guardar ese texto en un cajón (¿él no lo necesitará?). De aquí han salido maravillas cómicas y dramáticas, como Melinda & Melinda, Match PointMidnight in Paris

Escena de La última noche de Boris Grushenko (Woody Allen,1975 )

Pero esto último es una crítica muy poco seria a Allen, quien siempre —con escasas transgresiones de esta norma— ha estrenado una obra por año desde 1971. Quizá, simplemente, después de Annie Hall, de Delitos y faltas, de Deconstructing HarryAnything Else, una de mis películas preferidas, es difícil alcanzar ese core, ese arkhé cinematográfico de nuevo.

Anything Else (Todo lo demás) es una película extraña, donde uno de los dos protagonistas es un guionista judío malhumorado y temeroso de lo que el fascismo ha hecho con el mundo; un ser que repta por Nueva York junto a su curioso discípulo. Son Jerry Falk y David Dobel. Una pareja que ejemplifica el ideal de maestro y pupilo griego en el Central Park del siglo XXI. En realidad, se trata de una comedia romántica, pero como las entiende Allen: repletas de neurosis, de personajes con personalidad límite, y de una historia de amor que construye y destruye la cinta maravillosamente bien.

Por eso me encanta esa película; porque Christina Ricci, y su madre, y el resto de personajes y escenarios (excepto el parque y los locales de jazz neoyorquinos, probablemente) son solo un ornamento. Un decorado que sirve para que Jason Biggs converse con Allen de la vida, de la muerte, del nihilismo, y del sexo o el trabajo como únicas balsas salvavidas en ese mundo; ¿pero quién habla sino Allen con su yo joven? Un Allen que deja que sus slapticks o payasadas se deslicen lejos del que fue junto a la sombra de Bogart en el setenta y dos, o el que buscaba a la madre de su hijo adoptivo y se topaba con una puta; e incluso de los últimos coletazos de aquel bufón atemporal que atracaba un banco por segunda vez a través de la gran pantalla.

Tiene gracia. Una vez iba en un taxi —esto fue hace años—, y yo le abría mi corazón al taxista sobre todo lo que estabas largando hace un momento: vida, muerte, el universo vacío, el significado de la existencia, el sufrimiento humano… Y el taxista me dijo: «Bueno, es como todo lo demás.»

Todo lo demás (Woody Allen, 2003)

Pero no os quedéis con lo que os digo aquí si no habéis visto al neoyorquino en acción; vedlo todo. Ved al Allen simplón y tartamudo que muchos detestan; y al tartamudo existencialista también; al dramático, al cómico, al que supuraba humor negro y al valiente que nunca se dejó doblegar por Hollywood.

Escena inicial de Annie Hall (Woody Allen, 1977)

En su momento, para mí, las películas de Woody Allen fueron la Biblia, el Corán y la Torá; un producto al que acercarme en busca de respuestas a los problemas de la existencia, a nuestros grandes miedos y a los sueños que acunamos cada noche desde que tenemos uso de razón; por eso, no hay película de Allen como Anything Else, donde te das cuenta de que, a menudo, todo lo que necesitas para vivir es la condescendencia de un extraño y sentir cómo tus problemas se relativizan al fundirse el negro.

La metafísica de las salchichas

La animación no es un género, es un medio.

Juan Luis Caviaro, editor y coordinador de Blog de cine

…no era un título tan comercial. Pero la historia parecía lo suficiente atrayente como para pasarse por el cine. Había leído buenas críticas, y no tardé en descubrir que, uno, la gente no se informa de las películas a las que lleva a los niños y, dos, tiene ese tipo de humor gamberro y rompedor que no gusta a todo el mundo.

Dicho esto, a mí, los chistes no siempre me hicieron gracia y la trama me pareció que empezaba a flojear tras los primeros veinte minutos. Por supuesto, La fiesta de las salchichas tiene momentos divertidos —en especial, dentro del supermercado, y en las dos escenas más repetidas del tráiler: la del derrumbe de alimentos desde el carrito del supermercado y aquella que, por lo menos, todos hemos visto una vez en la cocina de una compradora—.

La fiesta de las salchichas (Frank y Brenda)

Tampoco hay que verla dispuestos a una crítica feroz, porque no es la película del año, ni cuenta con una trama trabajada al milímetro; más bien se trata de una sucesión de escenas políticamente incorrectas con dos puntos de referencia: lo importante que es para Frank, y para todos los hombres  todas las salchichas meterse dentro de un pan de perrito, y viceversa; y lo que nos preocupa como sociedad que Dios no exista unido junto con lo que nos cuesta disfrutar del día a día.

Hay quien ha rastreado también a Orwell en el supermercado, y quien ha visto una gran sátira sobre la religión: los alimentos confían en los dioses (para ellos, los seres humanos) y cantan una oración matutina que sigue las reglas del juego; se apegan a un modelo ético y moral y confían en ir al Paraíso antes de su fecha de caducidad.

La fiesta de las salchichas (galleta Oreo)

Sin embargo, si te decides por anclarte en ver cómo avanzan estos dos grandes pilares de La fiesta de las salchichas terminas por desesperarte al ver que no lo hacen por igual, y, además, que tienen un peso muy desigual en el desenlace.

Por supuesto, los primeros veinte, treinta, cuarenta minutos, los chistes sobre cómo la fe divide, enfrenta e incluso nos reprime en nuestra vida diaria se cuentan por decenas. Pueden hacerte gracia, o no, pero esto queda en el campo más personal, al igual que las numerosas referencias pop: el músico Meat Loaf, el astrofísico Stephen Hawking, la figura de los nativos que han sido desplazados de sus estantes ancestrales, un bote de salsa alemana con bigote que quiere llevar a los zumos a «campos de concentrado» o un lavash y un bagel que no se dan cuenta que tienen muchas más cosas en común de las que creen.

Firewater o Aguardiente es uno de los alimentos nativos del supermercado.

También hay homenajes a cientos de films de Disney-Píxar, y a clásicos intemporales, como Terminator 2, pero hay algo que sobra e incomoda a muchos desde el principio, y no son las escenas de supuesto mal gusto (hay por ahí un final apoteósico y sexualmente perverso que me encantó, pero me gustaría no hacer demasiados spoilers aquí) ni el sexy-culo de Brenda, el pan de perrito, y sus deseos lésbicos reprimidos que le despierta una Salma Hayek convertida en taco, sino el resto de los tacos: las palabrotas.

Esta es una de las cosas que no me gustaron nada, porque no es necesario. ¿O quizá sí? Seth Rogen y Evan Goldberg han conseguido un taquillazo con La fiesta de las salchichas porque han llegado a todo el mundo: a los devotos del caca, culo, pedo, pis, a los que disfrutamos viendo cómo se montan un trío en el supermercado o se dan por culo un par de devotos religiosos reconvertidos; y también a los que, además de una trama de perritos calientes que buscan meterla, son fieles defensores del Carpe Diem tras la muerte de dios.

La fiesta de las salchichas (Frank y Barry)

En definitiva, ya que esto es de todo menos un análisis serio (para eso, pásate por Filmaffinity, o por alguno de los enlaces que hay en este mismo artículo mejor), ¿vale la pena pasarse por el cine? Pues sí, y mejor todavía si tienes presente lo que vas a ver, y, sobre todo, que los dos colegas de la infancia que han sacado esta animación no han buscado la antítesis de las películas Disney: ellos mismos han afirmado que crecieron con Mickey Mouse y compañía, y no tienen ningún deseo de verlo sodomizado en un supermercado, sino de crear un camino propio donde expresar todo lo que sienten. ¿Y qué sienten? Pues esa es una buena pregunta para terminar; en el film hay un poco de todo: de amor libre, de disfrutar el momento, de disfrutar de las drogas, y de legalizar la mayoría, de no preocuparse tanto por lo que vendrá mañana y, sobre todo, de no olvidar que solo son dibujos animados, que estamos ahí para pasar un buen rato, y que si nos olvidamos de ello, también se han encargado de que recibamos un toque de atención antes o después.

Y creo que no me entiendes, pero ya me entenderás…