Cuando era niño, creía en dos verdades absolutas y mágicas: que las moscas eran las cámaras de videovigilancia de Dios y también nuestros muertos. Muchos de nosotros, como seres imperfectos, creemos que son sucias, y pesadas, y absurdas; estúpidos bichos que revolotean constantemente entre nuestros brazos, frotándose las patitas negras y mirándonos, con insectívora ternura, desde lo alto de la pantalla de nuestro ordenador, desde el mueble del comedor o la encimera de la cocina.
Esta era una de esas teorías que nadie entendía pese a su infinita lucidez. Destruían los cadáveres de todos nosotros y se convertían en una parte de lo que fuimos. Estaba seguro: las moscas eran nuestros muertos, que volvían a la vida para observar cómo aprovechamos todo lo que nos enseñaron, para juzgarnos por habernos masturbado más de una vez al día, o para ver cuán felices somos con aquella chica que tu abuela no conoció, o a quien tu padre le preguntaba qué había visto en un tarambana irreflexivo como tú. «Tarambana», que era una palabra que usaba tu padre, y que quizá la mosca conserve en su pequeño cerebro de mosca que tú aún desconoces que contiene un fragmento de la esencia de tu padre.
En mi cabeza, no existió nunca espacio para valorar un posible error: las moscas eran las cámaras de videovigilancia de Dios y, cuando desaparecían, volvían al Cielo y le zumbaban una defensa vehemente como no te puedes llegar a imaginar. Así te querían tus abuelos, o tu padre, y así lo hará tu madre, o tú mismo, por tus familiares y amigos. Se dejaban las patas, las seis, en farfullar y farfullar sobre todas tus bondades, esas que nunca te dijeron en vida ni aquellos más benévolos; esas que hacen que nos avergoncemos y que ocultemos cuánto admiramos el amor que un tercero puede tener por los animales, o la bravura que, bien llevada, termina bebiendo de valentía y convicción.
Un día, no recuerdo cuál, dejé de creer en las moscas. Dejé de ensimismarme al contemplarlas, dejé de curiosear mientras se movían entre saltitos medio ortopédicos por la mesa, la tele, la silla. Dejé de pensar en estupideces y de decirle a los míos que no matasen más moscas, que eran sus muertos que venían a ver cómo lo estábamos pasando, y a disfrutar, en la medida en que uno puede disfrutar cuando es degradado de humano a insecto post mortem. Mi padre, que era un experto cazador de insectos, siguió matando sucesivas reencarnaciones de sus respectivos padres, y tíos, y amigos, que venían a ver cómo nos iban las cosas.
Yo crecí, y olvidé a los muertos, que son las moscas. Olvidé incluso prestar atención al zumbido y a la forma en la que limpian compulsivamente sus grandes ojos para seguir presenciando en fragmentos de unos pocos días la vida de todos nosotros. Olvidé que los muertos eran las moscas, y también las cámaras de Dios. Un día, otro, mi padre también se convirtió en mosca. Pero a fuerza de golpes yo había olvidado esa verdad irresoluble, así que transmuté en aquello contra lo que había luchado a capa y espada toda mi infancia. Cuando veía un insecto, acababa con él. Esa era mi legado, una de las misiones que habían traspasado hasta mí; y las moscas empezaron a acumularse en mi piso.
Vestido con el gen del cazador que vivía en mi interior, y que antes lo hizo en el de mi padre, empecé a destruir y destruir insectos; cuando los cadáveres se acumulaban en mi hogar, yo me deshacía de ellos, y como Sísifo en el Inframundo, embestía contra mi propia carga. Lo hice por largo tiempo, hasta que recordé que no había obligación alguna de hacerlo, que no había montaña que recorrer empujando una roca que volvería a caer ladera abajo, que las moscas que se acumulaban en el suelo no traerían de vuelta a mi padre y que, quizá, como aprendí de pequeño, las moscas podían habérselo llevado, pero no podían devolvérnoslo.
Entonces, dejé de matar moscas y empecé a recibir sus visitas con desdén; después, con indiferencia, apatía, afecto y pasión. Recordé que las moscas son los muertos y que, en cada una, vive un alma, que no es alma, pero algo es. Pensé en los grandes ojos que tienen muchos insectos que vuelan junto a nosotros y volví a creer en todo el sentido que eso tiene para aquellos que saben mirar alrededor.
De joven, la idea de Dios me quitaba el sueño. ¿Dóndecoño estaba Dios? ¿Y por qué había tanta gente a mi alrededor que escuchaba su voz, que conseguía dejarlo entrar en sus vidas, que le abría el corazón? ¿Cómo demonios alcanzaban esa gesta?
Para mí, Dios era un total desconocido, y el mejor voyeur de la historia. Había enviado a una paloma blanca a la Tierra, que también era él, con la que había preñado a una virgen; esa virgen había tenido un hijo, que también era él, y ese hijo, que era él, pero también humano, había muerto en la cruz, volviendo al Cielo, donde estaba Dios padre, que también era Dios hijo, y Dios espíritu santo, o paloma. Intenté señalar la decena de incongruencias que tenía esa historia, pero yo estudiaba en un colegio salesiano, así que solo conseguí que me castigasen demasiadas veces.
En mi infancia y adolescencia no descubrí a Dios, pero descubrí que la gente no quiere escuchar que sus creencias no tienen sentido. Por eso inventaron la fe, y ofrecieron una guarida a la metafísica más oscura que a todos nos aflige de un modo u otro. Yo quería creer en Orus y Anubis, o en Zeus y en Hera, en dioses olímpicos, o espíritus chamánicos: algo tremendamente guay para que las chavalas me viesen como a ese melenudo alternativo con barba precoz al que morrear.
Durante años, intenté que la espiritualidad entrase en mi vida. El cristianismo era la religión perfecta tras el Concilio Vaticano II: Dios todo lo perdona, todo lo comprende, todo lo sana, y su iglesia ya no quemaba herejes, ni imponía creencias; todo lo contrario, con el aggiornamento, se había puesto al día. Y todo lo que la religión promovía era genial: del Dios colérico y vengativo, al Dios benevolente, y, ahora, al Jesucristo Colega. Ya nadie te estaba pidiendo que vivieses como el culo —salvo si eras gay, o querías abortar, o divorciarte, o follar con condón—, y tenías tu trascendencia asegurada en primera hacia los Cielos.
Pero no lo conseguí. Era demasiado absurdo para mí. Le gritaba para mis adentros: «¿¡Si me quitaste la posibilidad, por qué no el deseo!?», pero como era habitual, no respondía. Me quedaba horas y horas esperando una aparición divina, o, por lo menos, una aparición mariana —si él no podía bajar, que enviase a la Virgen—, pero nunca ocurrió. Siempre eran terceros los que habían encontrado a Dios, así que, como mucho, imaginé que sería como las brujas, que decía mi abuelo, y media Galicia: Eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas.
«Pues será, iaio, será», le decía yo, y cambiábamos de tema, porque si hubo una persona en el mundo a quien yo no quise jamás despreciar ni molestar ese fue mi abuelo, al que conocí, que al otro lo aplastaron dos tranvías de esos que le gustaban tanto a Gaudí, y se fue con Dios.
En la adolescencia, abandoné toda esperanza, y cambié a Dios por el heavy metal. No fue el mejor trueque de la historia, lo admito: la salvación eterna a cambio de guitarras con distorsión, voces agudas y un potente bajo que acompañaba la percusión de la caja, los platos y los timbales. Todo lo que me caló fue el mensaje humanista de Jesús, y de don Bosco, que además era un saltimbanqui italiano de joven y hasta un santo en vida, o eso nos decían en la escuela. Pero no fue suficiente para retenerme: me pasé a Black Sabbath, y a Metallica, y a Iron Maiden, y, como con cualquier adicción, miré hacia cosas todavía más fuertes después.
¿Quién me iba a decir que, tras perder toda esperanza, encontraría a Dios? ¿Cómo imaginar que, como Dante y Virgilio, humanidad y razón, sería a través de una aparición mariana donde mi fe se fortalecería por un tiempo?
En resumidas cuentas, que me fumé un canuto.
A oscuras, de madrugada, en mi habitación de adolescente, entre nubes de verdegris, y con The Unforgiven de Metallica sonando en los altavoces, apareció ante mis ojos la prueba de la existencia de Dios, del Rey del Cosmos, del Creador. En mi mente brotó una idea prodigiosa, una idea que explicaba sin atisbo de duda por qué y debido a qué causa era necesaria la existencia divina para la creación. La conmoción se apoderó de mí, y tuve que verbalizar mis pensamientos:
—¿¡Tantos años buscándote y estabas aquí!? ¡Venga ya, no me jodas! —vociferé molesto.
Alguien abrió la puerta de la habitación. Asomó las napias y la cerró de nuevo. Al día siguiente, mis padres me dieron una charla sobre el consumo responsable. En aquel momento, anoté ese grial en una hoja de papel, y me quedé mirándolo durante un largo rato: asombrado, boquiabierto, feliz. Un par de discos más tarde, me tumbé en la cama y dormí hasta media mañana.
Al incorporarme no recordé nada de mi hallazgo nocturno, así que me levanté, fui al baño y me preparé un café con leche. Estaba devorando una magdalena cuando algo restalló en mi cabeza. Corrí a la habitación y busqué el papel con desesperación. Lo encontré debajo del cenicero y, por un instante, me sentí mal por aplastar a Dios entre colillas. Miré el grial en un recorte. Traté de leerlo. Probé a descifrarlo. Había olvidado la idea por completo.
Continué fumando canutos durante unos meses. Mis amigos nunca supieron con qué afán buscaba al Rey del Cosmos, ni el porqué. Yo quería salvar la religión católica, convertir a Jesucristo en un héroe de masas, regodearme en mi éxito, y luego ser absuelto por el Espíritu Santo, pero nunca ocurrió. Antes que después, abandoné toda esperanza y superé mi fase de adolescente porrero; terminé por olvidar a Dios, que escapó entre espesas nubes de humo.
Si hace unas semanas dedicaba un par de cientos de palabras a los primeros capítulos de la tercera temporada de Black Mirror, hoy prosigo con los dos grandes episodios que destacan tras el salto a Netflix. Nosedive fue un puente perfecto entre lo que se forjó en el Reino Unido y el salto a la televisión norteamericana, pero Cállate y baila (Shut Up and Dance) es el retorno a las tramas más tecnológicas, a esos blancos y negros, y hacia un futuro distópico que, en realidad, lo sepamos o no, ya es presente.
Cállate y baila (3×03)
Kenny es un chaval como cualquier otro. Suponemos que va al instituto, trabaja a tiempo parcial, discute con su hermana y todas esas cosas típicas de adolescente. Un día cualquiera, unos hackers lo cogen con las manos en la masa encerrado en su habitación (bueno, con las manos en otro sitio) y comienzan a amenazarle para que cumpla sus órdenes o publicarán un vídeo comprometedor en Internet.
Así empieza Cállate y baila, y así continúa, a través de una trama que basa su desarrollo en el juego de Simón dice, y de situaciones cada vez más anómalas y dantescas; purgando sus pecados Kenny conocerá a Hector, a quien también parecen estar castigando por los delitos que ha cometido. ¿Pero qué ocurre en realidad? ¿Por qué Kenny se preocupa tanto por un vídeo privado donde se masturba? ¿Por qué no busca ayuda? ¿Por qué no llama a la policía?
¿Machacándotela viendo porno? Eso lo hacen todos, probablemente hasta el puto papa.
Hector (3×03 – Shut Up and Dance)
Nos faltan datos, en realidad. Como espectadores, asistimos al desarrollo de una historia sesgada. A oscuras. Decía Javier Meléndez en Yorokobu: «Hitchcock advirtió del peligro de no satisfacer esta pregunta tan básica. Para el maestro del suspense sólo había tres opciones: a) la policía está en el tema; b) el personaje es el criminal y c) el personaje es un falso culpable. Brooker no lo aclara hasta el final y con esto realiza una jugada arriesgada: el público IMAGINA qué información falta y podría llegar a advertir por las escenas de presentación de Kenny que este guarda un secreto terrible.»
Y lo guarda. Kenny es un joven pedófilo, y lo que estaba haciendo es bastante más grave y chocante de lo que imaginamos en un primer momento. Sin embargo, ¿nuestro protagonista es un criminal o un enfermo? Probablemente, cada sociedad tendrá una respuesta distinta para esta pregunta, y quizá, por ello, nuestra lectura no sea exactamente la anglosajona.
De cualquier modo, tras el episodio, deberíamos ser capaces de formular varias preguntas: de todas ellas, la principal relativizaría la culpa, y es aquella que nos permite empatizar, no sin ciertos reparos, con el chico al final del capítulo. ¿Merece Kenny ese castigo? ¿Por qué el castigo de Hector es menor? La mayoría de lecturas ven en la infidelidad de este un error menor que merece un castigo menor; otras, consideran que todos los casos están conectados, y que incluso Hector podría estar buscando una prostituta menor de edad, pero la mayoría obvia el punto más básico: el castigo es subjetivo, no es justo y es impartido por personas que no solo ejercen una total autocracia, sino que lo hacen sin temor alguno a represalias.
¿Entonces? Kenny, Hector y el resto de imputados por la ética hacker pasan su propio purgatorio entre atracos a bancos, carreras contrarreloj e incluso duelos a muerte; ¿pero por qué? En el núcleo del episodio, Cállate y baila nos habla de cómo nuestra ética no solo se ve puesta en entredicho tras un error, sino a través de los ojos del prójimo, de la libertad individual, y a cada momento.
Bronn… Hector (Jerome Flynn) y Kenny (Alex Lawther) en un coche.
Cualquiera de ellos, y en todo momento, podría detener el acoso de los hackers, enfrentarse a sus demonios, a su Infierno personal —siempre peor que el purgatorio por el que esos desconocidos les hacen pasar—; es el ejemplo más vivaz de que la moral propia es algo vivo, y algo que se debe probar a cada instante como también veremos durante los minutos finales del quinto episodio de esta temporada.
¿Es un cuento moral? Bueno, no todos lo vemos así. También es una crítica hacia quien imparte justicia. Una crítica al secretismo, a la invisibilidad de la red, y a la subjetividad del mismo concepto. ¿Ha cometido un crimen Kenny o son los actos que, de algún modo, decide hacer bajo coacción aquellos que lo condenan? Para mí, la pedofilia es una enfermedad, y el episodio no da señales de que hubiese un crimen detrás: eran fotos, o vídeos, de crímenes; era el apoyo a un criminal incluso, pero no un crimen propio. Hasta que para proteger su moral, la ética que ha llevado a Kenny hasta ese callejón —una ética en construcción, a oscuras, de un chaval que no puede terminar de entender las repercusiones de ninguna de sus acciones—, se le pone en jaque una vez más. Condenarse, es él quien se condena, por supuesto.
¿Pero tras descorrer la cortina se intercambian las máscaras de héroes y villanos? Parece que Brooker, y estoy bastante de acuerdo, nos quiere explicar que no hay héroes ni villanos… y, como ya se ha visto con anterioridad en Oso blanco, la ley del Talión no suele ser solución…
Pero San Junipero no puede desarrollarse en el universo Black Mirror sin The National Anthem, o The Entire History of You, o Nosedive. En contexto, el cuarto capítulo es una maravilla a todos los niveles, y empieza en un bar con música disco de los ochenta…
El juego tiene diferentes finales: depende de si estás jugando en modo de uno o dos jugadores.
Empieza un sábado por la noche en la costa de California; San Junípero es un destino turístico (¿o deberíamos decir paradisíaco?) de sol, playa, discotecas y sexo en 1987, donde las recreativas y llenarse la chaqueta con tachuelas siguen de moda. Un sábado donde Yorkie y Kelly se conocen en un bar cualquiera, y ahí empieza una historia de amor que corre de semana en semana.
Yorkie (Mackenzie Davis) y Kelly (Gugu Mbatha-Raw) en San Junipero.
Entre medias, un fondo en negro, y un salto hacia delante. Pero eso no es lo único que mosquea al espectador. El contexto es la imagen más pop que podríamos haber imaginado alguna vez: The Lost Boys, de Joel Schumacher, en cartelera, Max Headroom en TV o Heaven Is A Place on Earth de Belinda Carlisle en las pistas de baile. Todo ello agitado, bien removido e impregnado por todas partes con una nostalgia que los primeros minutos del capítulo no nos permiten comprender.
Cuando Yorkie empieza a saltar entre épocas nos chocamos con Funkytown y un Chrysler Cordoba en 1980, el estreno de El caso Bourneen 2002…y muchos otros detalles que se han recogido en otros artículos durante estos meses (por ejemplo, en este artículo de Hipertextual). Entonces, caemos en la cuenta, o deberíamos empezar a atar cabos: no se trata de un mundo real, sino de realidad virtual; pero San Junípero cuenta con sus peculiaridades, porque allí puedes ir a hacer turismo, como Kelly, pero también mudarte, que es lo que Yorkie pretende. San Junípero pueden ser unas vacaciones, pero también la vida eterna.
La historia de amor y lesbianismo de este capítulo es fresca, novedosa y carente de clichés (eso se agradece), pero, sobre todo, alcanza un nivel ético que bebe de los mismos planteamientos que nos lanzaban The Entire History of You o Be Right Back: ¿la tecnología ha llegado para ayudarnos?, ¿seguro?, ¿o nos está jodiendo la vida? La respuesta en San Junípero es dicotómicamente inversa a estos otros dos episodios, si bien mantiene ese germen tan propio de la serie que no olvida que el responsable último siempre somos nosotros.
Cuando se funde el negro por tercera o cuarta vez, el mundo real aparece ante nosotros. Kelly es una anciana que vive en una residencia geriátrica, mientras que Yorkie es una enferma terminal en coma inducido. Yorkie apenas ha podido vivir en el mundo real; Kelly, en cambio, ha tenido una vida plena: perdió a su marido, con quien compartió cuarenta y nueve años; él rechazó esa vida eterna y ella se observa frente a un abismo: seguirle hacia la nada más probable o pasar la eternidad en San Junípero.
Yorkie y Kelly en el mundo real su realidad no virtual.
La grandeza de un capítulo como San Junipero se empieza a articular a partir de estos últimos minutos: Kelly y Yorkie están enamoradas, y tienen la oportunidad de vivir felices en un mundo sin vejez, sin obstáculos, sin necesidades reales. El final feliz choca con el desarrollo del resto de tramas que hemos visto en los otros doce episodios de Black Mirror. Pero no importa. Hay un poso agridulce detrás, en forma de preguntas a través de las que, como espectadores, nos interrogamos: ¿es real una vida virtual para aquel que la vive?; ¿hasta dónde dependemos de un lugar para ser felices?; ¿se ha convertido (o lo hará) el hombre en un dios a través de la tecnología?, ¿es ético vivir para siempre?; sin temores, sin pérdida, sin futuro. Y, sobre todo, llegado el momento, ¿sabremos o podremos disfrutar de una vida eterna?
Desde luego, para Charlie Brooker hay una cosa que sí está clara, y es que los humanos, a diferencia de las máquinas que despiden el capítulo con el siguiente backup programado de San Junípero, volvemos a lo conocido: por eso, muchos han visto un Infierno en el Quagmire, un Purgatorio en el Tucker’s y un Cielo en la casa de la playa. Yo, por la parte que me toca, veo una historia anómala con final feliz, y muchas preguntas que deberíamos empezar a hacernos como especie.
¡Ah! Y, al final, será verdad. Parece que el Cielo es un lugar en la tierra…