Bolsonaro y Trump: ¿Qué le decimos al dios de la muerte?

Sólo después de que el último árbol sea cortado, sólo después de que el último río sea envenenado, sólo después de que el último pez sea apresado, sólo entonces, sabrás que el dinero no se puede comer.

Carta del Gran Jefe de los Indios Cree al Presidente de los EEUU (1855)

De la primera a la última temporada de Juego de Tronos (sí, esa tan criticada) tienen secuencias espectaculares. Una de mis favoritas ocurre en el día en que Arya Stark debe escapar de Desembarco del Rey y el bravo Syrio Forel se enfrenta con una espada de madera a cinco guardias Lannister y a Ser Meryn Trant. Ese día, Syrio muere con toda probabilidad («La primera espada de Braavos no corre»), pero deja en el aire una frase alucinante: «¿Qué le decimos al dios de la muerte? Hoy, no.»

Syrio Forel y Arya Stark entrenando en Desembarco del Rey (Juego de Tronos: HBO).

Sería fantástico que estos días aplicásemos un poco de toda esa épica a nuestro mundo. Aquí, en la Tierra, Bolsonaro ha despedido al director del instituto de investigación que denunció 72.000 incendios en el país en lo que va de año (sí, la cifra parece ser que es correcta) y ha culpado a las ONG. Las fotos satelitales son casi tan espeluznantes como el mensaje que el presidente brasileño está enviando a todo el mundo y que se resume del modo siguiente: abrir toda la Amazonia a la explotación minera, forestal y ga­nadera.

«¿Qué le decimos al dios de la muerte? Hoy, no.»

Bolsonaro, igual que Trump, solo son el reflejo de nuestra sociedad. Hoy, nos dirigimos hacia un punto de no-retorno (o ya hemos embarrancado contra él), pero la mayoría sigue con el pie en el acelerador. Cada año, nos llega antes la noticia de que hemos agotado todos los recursos que puede generar el planeta en un año. Nos limpiamos el culo con la noticia. Cada año, es más evidente que, quieras seguir una dieta omnívora u otra basada en vegetales (o entre medias), no se puede mantenerse el consumo actual de recursos naturales. Pero no nos gusta cómo suena eso, así que lo obviamos y miramos hacia otro lado.

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500.000 hectáreas quemadas en el Amazonas en 16 días de incendio.

Donald Trump intentando comprar Groenlandia (he encontrado un artículo muy interesante sobre este tema, por cierto), Jair Bolsonaro permitiendo que se destruya el pulmón del mundo, Noruega retirando una subvención. A grandes rasgos, podríamos resumir la situación de estas dos últimas semanas en este par de líneas. Un poco triste, ¿no? ¿Tanto Internet, tanta universidad, tanto siglo veintiuno para reducirlo todo a dinero?

Lo personal es político

La lucha animalista y el colectivo LGTBI+ suelen hacer mención a aquella frase célebre de la segunda ola feminista que dice «lo personal es político». Quizá es hora de que nos metamos esa idea en la cabeza en lo que se refiere al cambio climático: luchar por el planeta es hacerlo por uno mismo. La ciencia lleva décadas diciéndonos que el mundo no puede aguantar y nosotros saltando y saltando encima de un globo que sigue desinflándose de puto milagro, pero ¿cuántos se van a sorprender el día que explote el globito? No tiene sentido. No podemos quejarnos de los Trump y los Bolsonaro (y los Rivera, los Abascal, los Casado…)  y apoyarles, y votarles, y repetir sus gilipolleces como loros. No podemos seguir consumiendo baja el lema de para lo que me queda en el convento, me cago dentro, ni creer que compartiendo memes y difundiendo noticias en el Facebook o en el Instagram es suficiente. No es suficiente. La solidaridad no termina compartiendo una publicación sobre lo que están haciendo y lo que les están haciendo a la gente del Open Arms (y esto también), sino buscando vías para el ahorro energético, la conciencia medioambiental, la colaboración ciudadana, la fraternidad.

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Zona desolada por los incendios provocados por madereros y granjeros en Iranduba, en el estado brasileño de Amazonas (20 de agosto de 2019) (Bruno Kelly / Reuters) vía La Vanguardia

A toda esta gente, se la detiene siendo más fuertes, asumiendo una parte de nuestra responsabilidad, no rezando por el Amazonas ni encomendándonos a los dioses, sino saliendo a la calle, planificando y asistiendo a manifestaciones y utilizando todas y cada una de las vías que tenemos disponibles para exigir cambios en las instituciones. En resumen, comprometiéndonos; encontrando un camino desde el que plantear un cambio y actuando en consecuencia. Hay muchas pequeñas acciones que pueden ayudar a frenar lo que está pasando: incluso ahora, cuando estamos abrumados por cómo nos superan los acontecimientos, sigue funcionando aquello del «piensa globalmente, actúa localmente».  ¿Cuál es el problema entonces? Que creemos que no podemos hacer nada, pero estos cabrones nos están demostrando que no hay nada más importante por hacer. Parafraseando al tal Syrio Forell, solo hay un dios de la muerte: el cambio climático, y ¿qué le decimos al dios de la muerte? Hoy, no. Pues venga, que se note.

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El huracán Trump

El planeta le ha soltado un buen tortazo a Donald: hace unas semanas, Harvey desembarcó en Texas tras un extenso recorrido por el Atlántico, y, poco después, lo ha hecho Irma, que todavía amenaza las 1.700 islas que componen los Cayos de Florida.

Fue el 2 de junio de este mismo año cuando el presidente estadounidense estiró casi a la mitad de Norteamérica fuera del Acuerdo de París, cumpliendo con una de sus principales promesas electorales, que decía, textualmente, que el cambio climático era una invención de los chinos para minar la competitividad de la industria norteamericana. Unas declaraciones que repitió en reiteradas ocasiones en su carrera hacia la Casa Blanca y que reñían con sus propias palabras en 2009, cuando un Trump de la élite empresarial yanqui pedía a Barack Obama medidas significativas para luchar contra una de las pandemias de nuestro siglo. Fue en Copenhage.

Trump (Acuerdo de París)
Trump gesticula sobre los beneficios en el descenso de temperaturas que se podrían conseguir con el Acuerdo de París. © Kevin Lamarque (REUTERS)

A diferencia de su padre, Ivanka, que ha mantenido hasta hoy lo que refrendó en Dinamarca, también ha sufrido el duro castigo de ver cómo su progenitor o bien no tiene palabra y se mueve a favor de los vientos, o bien se ha visto infectado por el «síndrome Homer Simpson», volviéndose más estúpido capítulo tras capítulo. Desde luego, la idiotez tiene muchas caras, y una de ellas no deja de ser la terquedad, pero queda por ver si Donald puede mantener esta opinión anticientífica cuando las pérdidas humanas —casi un centenar— y materiales —más de 290.000 millones de euros— no solo señalan un tsunami político en EEUU, sino también una nueva defensa de la postura oficial o un cambio necesario en la misma.

Por descontado, nadie debería esperar ver a un Trump cabizbajo y arrepentido entonando el «mea culpa» en CBS, NBC o FOX, por citar tres de las grandes cadenas de la parrilla televisiva norteamericana, pero sí un cambio sutil en la dirección presidencial que nos acerque de nuevo hasta el siglo XXI. Queda por ver, no obstante, dónde empieza el rostro y termina la careta, algo que ni tan siquiera muchos de sus votantes saben, hoy, a ciencia cierta, pues siguen sorprendiéndose del cumplimiento de algunas de sus grandes promesas de campaña.

Sin embargo, hay espacio para el optimismo, aunque llegue desde un pragmatismo deplorable y carente de ética como el de Donald, que ejemplifica a las mil maravillas aquel «Make America Great Again» que ha quedado para la posteridad, y ni original era. Y es que el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos ha encontrado en el desastre una vía de escape para su promesa más descabellada: obligar a uno de sus países vecinos a construir y pagar un muro de miles de kilómetros. Además, está bastante claro que el promotor de la Torre Trump tomará en mayor consideración el análisis del Grupo Goldman Sachs que las palabras de Joel N. Myers, presidente de AccuWeather, y ya no digamos de las decenas de organizaciones científicas que han ratificado el cambio de era geológico y la clara inferencia del ser humano en los ecosistemas. Pero de esto no deberíamos sorprendernos: ese es el mundo que hemos creado entre todos, y, en este mundo, el dinero prima por encima de la propia vida.

¡Dejad el mundo a vuestros hijos!

El inicio de la era Trump. El Brexit. La probable disolución del ideal comunitario en Europa. El intento de someter la globalización. El miedo a la globalización. La ignorancia frente a la globalización, y frente a los cambios del paradigma tecnológico, y del sistema de valores, y de trabajo, y… El mundo es de nuestros padres, y nosotros seguimos esperando un relevo generacional que ha terminado por anquilosarse.

Hoy, tras ver a Donald Trump intentando construir muros desde un despacho oval customizado en dorado, me pregunto si el problema real no son esas décadas de más, ese tiempo extra de vida, de trabajo, de atesorar, y, luego, ser un poco más irresponsables y egoístas de lo que muchos podían ser antes de la caída del muro de Berlín. Ronald Reagan murió en 2004; Margaret Thatcher, en 2013; pero el mundo todavía es de los Reagan y las Thatcher, que se encuentran entre los Trump, las Le Pen, los Rajoy o los Mattarella. Por eso, no gobiernan los Iglesias, y ni tan siquiera los Rivera; por eso los Renzi se estampan contra una vieja pared de hormigón, y los Obama dejan un regusto dulce, pero de alas cortadas.

Margaret Thatcher y Ronald Reagan

Quizá el error no sea la política, ni el sector financiero. Quizá, en el siglo veintiuno, como en el veinte, no sepamos muy bien cómo vivir; quizá cometamos los mismos errores por no mirar atrás, o perpetremos masacres de índole similar que nuestros padres y abuelos, pero quizá también tengamos las manos atadas, y sobre todo lejos, lejos de la acción, del cambio, del control, de ese traspaso de poderes que nunca llega. Puede que el problema no sea tanto el qué, sino quién se hace la pregunta y qué puede hacer con esta.

Obama y Trump
Donald Trump y Barack Obama en el Despacho Oval pocas semanas antes del traspaso de poderes.

¿Alguien más ve la ambivalencia de limitar la entrada de nuevos actores en la vida pública?, ¿de cortar de raíz la movilidad social de sus protagonistas más jóvenes, y, a la par, de criticar esa carencia de verticalidad? ¿Hasta cuándo pueden seguir sucediéndose los cambios en el sector científico, humano o tecnológico bajo los pies de estos colosos arcaicos que atesoran el poder político y económico? ¿Pueden guiarnos los líderes de ayer hacia el futuro? ¿O hemos tocado techo en este 2016?


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¿Por qué Trump?

Bueno, parece que ya está confirmado: Donald Trump será el 45º presidente de los EEUU. Dicho esto, el Ibex ha caído un 4 % —y a ver qué pasa con Wall Street dentro de unas horas—, la web de inmigración de Canadá se ha colapsado, y quién sabe qué nos deparará el mañana cuando llegue aquí la tarde y este hombre se ponga a trabajar en su nuevo despacho.

Mientras sorbía el café, aparecían en El Periódico un par de párrafos muy ilustrativos, pero era el primero aquel que, quizá sin pretenderlo, definía la escena al completo: La victoria de Donald Trump es un cúmulo de muchas derrotas. A continuación, mencionaba la derrota de Hillary Clinton, la de los republicanos, quienes han dado vida a un monstruo y se han echado a temblar demasiado tarde, y de los lobbies, resguardados en su propia burbuja y siempre  escasos de preocupación frente a las tragedias de la clase media y baja (esto nos suena, ¿eh?).

Esto no fue de cualquiera, incluso Clinton, antes que Trump, sino cualquiera, incluso Trump, antes que Clinton

Pero esta lectura es, como mínimo, incompleta, y es un grave error leer la derrota del partido demócrata en la incapacidad de Hillary Clinton de devolver las acometidas, sino en su elección. Contexto y Acción predecía en marzo: Si los demócratas no presentan a Sanders, Trump será presidente, ¡y qué razón tenía!

Trump (portada The New Yorker)

Bernard Sanders no fue elegido por sus escasos resultados dentro del partido; sí, tampoco había sufrido apenas desgaste  durante los primeros meses de la campaña, pero eso se debía, para una gran mayoría de demócratas, a que era poco más que un político cualquiera, y un don Nadie. Sin embargo, en este John Doe radicaba la clave del éxito del Partido demócrata: en un tipo judío, cortado por el mismo rasero que ofrece Brooklyn a cualquier Woody Allen de provincias —o de boroughs, en este caso— y que no daba ninguna ventaja táctica al candidato republicano: un paleto rico, pero un paleto al fin y al cabo.

El dominio político de Trump depende en gran medida de su método audaz e idiosincrático de hacer campaña. Funciona casi en exclusiva con golpes bajos y ataques personales que resultan tan indignantes como entretenidos, y es hábil a la hora de desviar los debates públicos de los problemas reales de la gente y centrarlos en la personalidad de los candidatos.

¿Una parte de la culpa radica en el periodismo sensacionalista? ¿En una campaña de seguimiento y difusión del republicano que no tenía techo por miles y miles de millones que se gastasen? ¿En el amor que la mayoría sienten por las promesas al aire, la nostalgia y el dólar? También sobrevolaban la inestabilidad de las clases medias, la irresponsabilidad del binomio que se empeñó en conformar Barack Obama con el Tea Party Movement, y la falta de un frente unido.

Resultados - Elecciones EEUU 2016

Pero bueno, basta de echarnos las manos a la cabeza. Nosotros, no tenemos derecho. Si nosotros no pudimos solventar entre tres alternativas (o dos, o quizá una, cuando se le cayeron las máscaras al resto), tampoco podemos hablar demasiado. Podemos sorprendernos, pero reírnos de los yanquis por votar al septuagenario del peluquín es harina de otro costal. Al fin y al cabo, basta con recuperar el mapa político de diciembre y, sobre todo, de junio de este mismo año y entender que, como país, deberíamos cerrar el pico; aunque tranquilos: de eso también se ha encargado el Partido Popular, y la Ley Mordaza.

Y eso es todo. Buenos días, o buenas noches por allá. Por decir algo.


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