Si la rosa no fue suficiente, le regalaré un ramo

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“La felicidad depende de nosotros mismos”.

Aristóteles (384 a.C. – 322 a.C.)

Cuando iba al colegio, me enamoraba cada dos por tres. Los psicólogos dicen que, cuando tienes heridas de abandono y de rechazo en la infancia, esto es bastante común. Ni puta idea, pero me lo creo. En el bachillerato, por ejemplo, me enamoré perdidamente de la Mari —mi amiga Mari, con quien, por desgracia, hace un tiempo que no tengo mucho contacto— y tuve hasta una crisis de valores. Esa crisis llegó porque Maria Jesús (que es el nombre completo de la Mari) había sido la novia de mi gran amigo Alfredo y ¡qué cojones! ¿cómo hubiera hecho algo incluso de ser correspondido? Sé, además, que mi yo-adolescente se dejó de liar con unas cuantas chavalas por su ensimismamiento (qué digo ensimismamiento: ¡pasión!). La Mari era todo, y todo estaba fuera, y durante mucho tiempo después de gastarme una pasta e inundar de rosas el salón-comedor de la Mari, seguí buscando la felicidad donde no debía.

El año pasado, me ocurrió algo similar cuando se largó de casa mi exmujer. Me dije: «¡Cagondiós, si ella no tiene ni puta idea de qué quiere en la vida!»  (Como si yo lo tuviera todo muy claro, por cierto.) ¡Es mi culpa! Yo la salvaré: actuaba mucho así yo, con todo quisqui. Pero también empecé a pensar en nuevos detalles de amor: cada vez mejores, a mi juicio. Ella, no sé. Ella follando por ahí, o llorando, o riendo, o lo que cojones hiciese: viviendo su vida, no como yo. Yo, primero, le llevaba flores (pobres flores, ¿cuántas habré matado en vano?); después, compré entradas para el concierto de Extremoduro (nuestra canción era Necesito drogas y amor: pelín cliché, pero mola; aunque ella dice que, para ella, yo soy una de La oreja de Van Gogh, y ella para mí es más una de Lágrimas de sangre por estas fechas: la gente, que cambiamos). Bueno, le escribí cartas de amor, le escribí textos, y listas enteras, con todo aquello que me había dado cuenta de que no había hecho bien, intentaba mantenerla feliz, y segura, y conmigo, y ella —lejísimos— mirando fuera, cada vez más. Sigue leyendo «Si la rosa no fue suficiente, le regalaré un ramo»

Will Smith y la felicidad en un vídeo grabado en vertical

Me han dicho un centenar de veces que no se hacen vídeos en vertical, así que, cuando cojo el móvil para grabar algo, trato de acordarme de esto. La mitad de las veces se me olvida. No es que no preste interés o me parezca absurdo grabar en horizontal (no es así: entiendo porqué una imagen panorámica es mejor y sé que no solo es cosa de youtubers con miedo a perder parte de la resolución de pantalla). Pero, siendo sinceros, tampoco me quita el sueño hacerlos en vertical. No es que me la pele, pero casi y me pareció gracioso descubrir que a un tipo como Will Smith también. O eso parece en un clip que grabó para las redes sociales hablando de la felicidad y que ha terminado por hacerse viral.

Sin comerlo ni beberlo llegué a ser… ¡el chuleta de un barrio llamado Bel-Air!

El vídeo me gustó, la verdad. No pensé que Will Smith supiese tanto del amor. Pero ¿qué sabemos de toda esa gente que sale en el cine fingiendo que el mundo se ha ido a la mierda, que los aliens viven entre nosotros o que mola mucho ser poli en Los Ángeles con Martin Lawrence de compañero de placa? Poco, o nada. De su vida, poco o nada. En el vídeo de Facebook, Will Smith explica que llegó un día en el que se dio cuenta de que no podía hacer feliz a su mujer, porque nadie puede hacer eso con/por otra persona (puedes hacer reír, hacer sentir bien, […] pero no puedes responsabilizarte de su felicidad). Él lo vincula a un falso concepto de romanticismo que nos han metido por el gaznate durante más de un siglo y que nos hace creer que, al vivir en pareja, dos personas se convierten en una y deben tratar de hacerse felices. No deja de ser algo bastante profundo, ¿no?

En realidad, Will Smith no dice ninguna gilipollez y, si uno se toma el tiempo de aburrirse entre tanta app para móviles, drogas de diseño y series de televisión, puede comprobar que la mayoría de los filósofos de la historia ponían el foco de la felicidad en uno mismo y no en terceras personas, de Nietzsche a Aristóteles, de Bertrand Russell a Ortega y Gasset. Llámalo voluntad de poder o autorrealización, romper el ego o perseguir tus intereses.

Supongo que el príncipe de Bel-Air tiene tiempo —quieras que no, ya debía tener un millón o dos en el banco antes de poder empinar el codo legalmente en un bar de Filadelfia— y se echa al jardín a pensar en cómo dos personas con vidas individuales que eligen estar juntos mola más que esas parejas que no han sabido llenar sus propios vasos y se pasan el día culpando al otro de la sed que tienen y exigiendo que le sirvan.

El amor de otra persona nos hace sentir bien, incluso a ratos puede hacernos felices, pero más allá del nivel fisiológico, la vida no es una estúpida pirámide de Maslow con valores estándar: la seguridad, la afiliación, el reconocimiento o la autorrealización dependen de cada persona. Si para Epicuro la felicidad era agujero que veo, agujero que tapo, pues muy bien, para otros es una decisión personal y, en Oriente, hay gente que la entiende como una armonía interna. En cualquier caso, el vídeo en vertical de Will Smith marcaba el inicio y el final de un camino que depende de uno mismo (como, curiosamente, mostraba aquella película en la que empezó a colar a su hijo en Hollywood), pero su búsqueda sigue en las manos de cada cual. Lo que está claro es que no esperes que otro te haga feliz, busca cómo ser feliz y no tengas miedo a compartir esa felicidad. Eso es todo para lo que dan hoy mis pajas mentales.