Poco se salva del olvido

El jueves pasado me tomé una cerveza con mi amigo Eduardo. Eduardo se doctoró en historia hace un par de años —y ese pronombre reflexivo no puede usarse mejor—, y ahora da clases a chavales de la ESO y el bachillerato en el mismo colegio donde estudiamos ambos: no sé cómo, pero casi han pasado quince años de aquello.

Le pregunté sobre el trabajo, sobre si los críos son tan insoportables como nos recuerdo a nosotros; él también me lanzó preguntas: que si la novela, que en qué ando, que si va a haber niños, esas cosas. Hablamos de los vaivenes propios del lector: ahora que yo leo más, él lee menos; luego yo leeré menos, y él volverá a leer más. Él siempre había leído más: a mí me costó demasiado entender que, si quería escribir, tenía que pegarme una buena borrachera de palabras. Lo mío eran otro tipo de excesos.

También hablamos de los profesores de entonces, claro: son recuerdos compartidos.

—¿Tú te acuerdas de cómo daba clases el Fulano? —me preguntó Eduardo durante la tarde.

—Ni idea —contesté—. Yo de pocos me acuerdo, salvo de tres o cuatro. Y para ratificar lo dicho, no tardó en aparecer una chica que Eduardo juraba y perjuraba que nos había dado clase de inglés. Yo, ni idea.

Debimos decir que eso es el tiempo, que poco se salva del olvido. Pero ahora, recordando, diría que lo que queda dentro siempre es nada frente a lo que se pierde. Muy pocas cosas entran en las cabezas para resistir, y eso también lo sabe Eduardo, que quiere enseñar a sus alumnos cómo se hace fuego por fricción con arco para ilustrar parte del temario de prehistoria. Es lo mismo que todas las cosas que nos dijimos que haríamos, y que, si hemos tenido suerte, todavía las recordamos e incluso seguimos persiguiéndolas; y, si no, han muerto junto a una parte de lo que fuimos.

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El rapero Jay-Z frente a David Letterman en el programa My Next Guest Needs No Introduction with David Letterman.

Estos días me he aficionado a un programa norteamericano que presenta David Letterman en Netflix —sí, el que hacía el Late Show—; aunque no sé si aficionado es la palabra correcta, pues No necesitan presentación con David Letterman va a episodio mensual, y no es cuestión de verse los cinco en bucle tampoco. Por ahora, todos los invitados han sido de caché: Barack Obama, George Cloney, Malala Yousafzai, Tina Fey y el rapero Jay-Z. Y fue la entrevista a este último —el cuarto episodio, si no recuerdo mal— el que, por sorpresa, más me gustó. Y hasta sé el porqué: en un momento de la entrevista entre Letterman y Jay-Z, que más bien es un diálogo de esos que les gustan tanto a los yanquis y que aquí aún vemos con malos ojos, uno de los dos dijo: tú eres padre, igual que yo, y que muchas otras personas aquí —refiriéndose al teatro donde se graba el talk show—. ¿Por qué ese sentimiento no trasciende a la sociedad?

Yo no tengo hijos, por ahora. Pero puedo imaginar algo similar en el extremo contrario: perder a una persona. ¿Por qué no se mantiene ese aprendizaje que creemos haber hecho tras perder a alguien? Esos días, horas, minutos, en los que uno piensa: voy a aprovechar mi vida, y a darle sentido. Lo más probable es que lo olvidemos porque resulta imposible vivir con la intensidad de esos sentimientos. Quizá por esto, no podemos cambiar el rumbo del mundo, solo darle forma. Hacernos un poco más sabios, retener algunos de nuestros sueños de niños, observar hoy con una pizca más de claridad que ayer: tratar de no traicionarnos.

Y nos dimos un abrazo, y nos despedimos, y nos largamos a nuestras respectivas casas. Y antes, me invitó a la cerveza, y a unas bravas, porque Eduardo, además de profesor, es un tío de puta madre.

Filosofía de bar

Entré en el bar de la esquina intentando rehuir acusaciones de un lado y del otro. Populismos, socialismos o independentismos habían empezado a sonarme como llegados del mismo dial, y creí que una cerveza y una conversación amena con un alma distante serían el remedio perfecto, como bien señalaban las series norteamericanas.

A los pocos minutos, alcancé la terraza de uno de los miles de bares con rótulo bilingüe y tres generaciones de cualquier familia china tras la barra. No era cualquiera, eso sí, sino aquel que sentía más cercano de todos los que se despliegan por todo el Ensanche barcelonés.

Agarré el periódico, ya manoseado, y descubrí al pasar de hojas algunas de las muchas declaraciones más que reiteraban lo mismo. Ensimismado, seguí leyendo, una y otra vez los mismos titulares, sin atreverme a ahondar en temas que seguían repitiéndose, y repitiéndose en los medios.

De improviso, ocurrió algo que solo la palabra escrita puede acoger: una de las chicas se detuvo a descansar por unos minutos, prendió un cigarrillo y se sentó frente a mí, preocupada. Yo, extrañado, la miré, e inspirado por tonalidades propias de novela negra me vi obligado a dejar pasar algunos minutos en silencio.

Filosofía de bar sobre la independencia de Cataluña, pero con una Voll-Damm para aprovechar la tarde.

No tardé en explicarle todo lo que me preocupada sobre la próxima Diada y el cercano 27-S. No era una inquietud fruto del miedo, aunque sé que este país es capaz de abatirse de extremo a extremo. Más bien se trataba de ese malestar que sube desde el estómago y suele indicar que, muy probablemente, hubiese podido salir todo mejor.

—¿Tú qué sientes? —preguntó ella. Sigue leyendo «Filosofía de bar»