Almería y la maldad

Por mucha imaginación que uno crea tener, hay historias que no podemos alcanzar a concebir. En los últimos meses, y pese a todo el horror que intento encarar, asumir y proyectar en este blog, pocos sucesos me habían paralizado con esa mezcla de impotencia y rabia que sube del estómago y amenaza con enquistarse en la garganta.

Sin embargo, de esto, nadie habla en la prensa escrita. Público comparte una nota de Europa Press junto a una fotografía adjunta del cadáver de un perro con hematomas por todo el cuerpo. El Mundo le dedica unas líneas en su versión digital, pero dudo horrores que alcance el quiosco. Solo Schnauzi, el portal dedicado a la realidad del mundo animal, hace un seguimiento del caso. Allí podemos informarnos de que la perra que fue machacada a golpes por un tal Francisco F.R., se llamaba Tuba, y solo pesaba cuatro kilos.

Tras el juicio, su compañero, aquel abuelo que salió a pasear por Cuevas del Almanzora, un pueblo de la provincia de Almería, arrastra, desde entonces, una condena mayor. Una condena que solo han agravado los costes judiciales, que al final recaen en el culpable, y una indemnización de 100 € como propietario de la perra. ¿Su injusto castigo? El dolor y la impotencia que recordará los años que le quedan de vida.

Fotografía del cadáver de la perra Tula
Detalle del cadáver de la perra Tuba.

Esta sentencia arrastra un dolor inimaginable dentro y fuera del Juzgado número 2 de lo Penal. Primero, para un anciano de ochenta y cuatro años de edad, que debió asistir impasible a la tortura y muerte de un animal al que se vio incapaz de socorrer; también de todos los que intentamos luchar por un modelo justo de bienestar animal, y no podemos más que observar cómo han cosificado, una vez más, a Tuba, una perra que valía dieciséis mil pelas: ni siquiera el coste íntegro de su cremación. Pero, sobre todo, para una sociedad enferma que está empecinada en seguir ocultando las mismas heridas que la desangran.

Quién sabe si Francisco entrará en prisión. La sentencia se conoció pocos días antes de Navidad, y de lo que casi estoy seguro es de que habrá pasado las fiestas entre silencios incómodos y juicios sordos por parte de amigos y familiares. Si me preguntan, mucha más suerte de la que merece; una oportunidad, que seguro desaprovechará, pero que debería emplear en no olvidar cuántos sentimos el más absoluto desprecio hacia su acto atroz, que no fue el de matar a un perro, sino el de atreverse a intentar azuzar a un animal, un noble pastor alemán, contra un cachorro indefenso, para después golpearlo, patearlo y pisarlo con todas sus fuerzas.

Ojalá el almeriense hubiese caído en manos de un juez responsable, de un Castro, o de un Calatayud, que no tienen número como para marcar la diferencia. Entonces, el juicio se hubiese encaminado por otros derroteros: se hubiese mencionado el respeto a la vida, pero también el derecho a la propiedad privada, en especial, si Tuba no era más que una cosa; habrían pesado conceptos como ejemplarizante, martirio y opinión pública, y se habría lanzado una mirada en rededor: hacia los animales que comparten la vida con ese asesino de perros —sean estos de dos o de cuatro patas— y cómo influyen, acontecen, y calan estos hechos en todos nosotros. Pero, por encima de todo, no se habría ridiculizado a un anciano octogenario, a una perra atormentada y a una sociedad entera con una pena de cien putos euros.

Una vez muerta, Tuba tenía un gran hematoma en forma de lágrima bajo su ojo izquierdo. Esa debería ser la condena de Francisco F. R. Viajar con esa instantánea dentro de sí hasta revertir por cien el mal que causó, y para nunca olvidar su egoísmo, su falta de empatía y su estupidez contra un ser indefenso, que sentía, y que hasta eso le negó, primero él, y después un juzgado que, cada día, representa junto a muchos otros, la moral de todo un país.


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Un juez y tres dictados

Me dan bastante asco los juicios en blanco y negro. Un juez, per se, debería alejarse de los mismos, y aplicar al dedillo esa parte de la ley que le ofrecen los atenuantes y los agravantes, donde encaja la subjetividad que todos cargamos, pero, en este caso, en pos de esa inalcanzable objetividad de su difícil trabajo.

Así pues, recelé del vídeo de turno, y, cuando lo había visto, seguí recelando largo rato, pese a que, a grandes rasgos, a aquel hombre de mediana edad, estudios superiores y extenso currículo no le faltaba razón. Mi recelo surgía del sentimiento del mismo discurso, de esa idea tan propia de la deformación profesional que brota de ciertas actividades y que, en este caso, parece impulsar a nuestro interlocutor a sentar cátedra, a hacernos tragar su verdad, su discurso, pero siempre íntegro, y a pelo.

El juez Emilio Calatayud inundado de papelajos
El juez Emilio Calatayud inundado de papelajos.

Y esto es todo lo malo que puede decirse de una plática fragmentada de diez minutos que el juez granadino Emilio Calatayud ofrecía en el marco de un pacto por el menor y que Europa Press, con muy buen ojo, se encargó de compartir y publicitar: que era moralizante, porque la gente de a pie quiere productos íntegros que recoger e incorporar a su propia estructura de pensamiento, y no una ética voluble, y ampliable, y en constante formación, ¡que eso da mucha pereza!, y a ver si vamos a tener que pensar más de la cuenta, por lo que, incluso en el error, yo le atribuyo bondad.

El vídeo, que ofrecía el segmento de una conferencia en el hotel Guadacorte, presentaba al juez Calatayud, conocido por sus sentencias ejemplarizantes, hablando de ese decálogo para formar a un pequeño delincuente que tantas veces se le ha atribuido. También la falta de filtros, de espiritualidad —palabra que nos rechina, pero que no cuesta tanto darle la vuelta y llamarla educación ciudadana tampoco—, de responsabilidad, de complejo de culpa, de sacrificios… y los problemas que todo esto supone a familias de clase media y media alta en casos de futuros maltratos de hijos a padres.

Hubo espacio para la crítica constructiva, por supuesto, que se evidencia, hoy, en una disminución de la delincuencia juvenil por tres grandes razones, según el juez: porque los jóvenes han vuelto a la escuela tras el ladrillazo (una anómala bondad que nos lega la crisis), porque las familias están aprendiendo a decir que «no a todo» y porque los políticos ya nos lo han robado todo.

Sin embargo, no faltaron las tres palmadas en la mesa que necesitaba el auditorio. La primera, la más espectacular de todas ellas, es la asunción (de una puñetera vez) de que tenemos complejos de joven democracia, y que allí donde más visible se muestra no es en la cómica, que no graciosa, imposibilidad de un pacto educativo entre los grandes partidos, sino en la aceptación por parte de todos de unos derechos y unos deberes del menor, primero, por parte de las familias, y, seguidamente, de las escuelas, que no les permita hacer abuso de sus derechos y dejadez de sus deberes. De hacer un pequeño esfuerzo por olvidar lo mal que lo pasó una generación entera y que es la culpable última de esperpentos como los padres colega, las madres helicóptero y la renuncia total al principio de autoridad en este país.

La defensa de un pacto que nos deja tres dictados por los que luchar: la felicidad actual y futura de los que nos vienen detrás, la asunción de una serie de deberes desde la infancia y la posibilidad de volver a hondear la bandera de la autoridad, que detrás no debería cargar más que con la obediencia, el respeto y el levantamiento de las cargas familiares según corresponda a cada uno de sus miembros, sin caer en el autoritarismo, que tanto nos asusta, pero que suele virar siempre  en dirección contraria. Por lo menos, en una amplia mayoría de los casos.


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