Ø. Ladrar al ruido y a la muerte

00. Presentación - Novela Caos

El perro observó la gigantesca bodega del barco sin saber qué era una bodega; a continuación, ladeó la cabeza a derecha e izquierda, mezclando miedo e incomprensión. Olía fuerte: a latas de aceite y a alquitrán, olía a cubierta manchada en negro, olía a sucio que nadie se esmeraba en limpiar. Alrededor, había cientos de coches aparcados.

Cada poco, alguien pasaba cerca suyo: señoras arrugadas que se escondían tras el maquillaje, camioneros que apretaban el paso fuera de su campo de visión, jóvenes que reían cómplices y algún niño o niña, que decía:

—¡Mira qué perrazo en ese coche, mamá!

Él sentía en los huesos la humedad de la primera noche. Esa noche que siempre llega más fría en la mar y que sus enamorados tan bien conocen; una humedad que, incluso en junio, se enganchaba a las extremidades del perro como una legión de garrapatas y embestía contra la columna, donde dolía ya por tanto tiempo que cualquier molestia resultaba fútil.

Si alguien se hubiera detenido a observar en el maletero, cosa que no ocurrió, hubiese comprobado que el perro se encontraba en una postura extraña: no quería tumbarse, pero tampoco podía mantenerse erguido; sin embargo, lo que nadie hubiera imaginado es que esto no era debido a la altura del portaequipajes, que era suficiente, sino a la fuerza cada vez menor de sus miembros, enfrascados en una batalla perdida de antemano; en un perenne medio incorporar hasta que sus patas le vencían, caía contra la felpa, descansaba por unos segundos, y volvía a adoptar aquella posición antinatural que atesoraba kilos de fortaleza.

El olor de Lena y Julio ya no era tan intenso: se habían desvanecido más allá del capó. Entre el vidriado al que le condenaban sus ojos, el mestizo de pastor alemán había visto a la pareja mirarle por unos segundos, y confundirse, de inmediato, entre decenas de olores y figuras que fueron emborronándose en la distancia. No ladró entonces, y tampoco lo había hecho en el tiempo que llevaba esperando en el maletero.

Desde el Ford, la noche se proyectaba en el iris opaco del perro. Él se obligaba a enfocar el espigón del puerto y más lejos aún, donde un faro trabajaba con mecánica regularidad: una vuelta, y otra vuelta, y otra más. Le gustaba observar todo aquello que se desvivía por demostrarle que no era su enemigo.

El foco de luz nunca se cansaba, no perdía fuelle, pero el perro sí; así que, mientras el ruido de los motores desperezaba al buque y los pasos se aceleraban en la cubierta, él se dejó caer contra la felpa una vez más, y ya descansó allí por un buen rato, incapaz de incorporarse de nuevo.

Jadeó.

Una pareja joven se asomó al maletero.

No era Julio; no era Lena.

—¡Oye! Aquí hay un pastor alemán. ¡Qué viejo!

—Batuadell. Que tinc fam. Espavila, nina!

Y fuera, lejos, quizá avisaron a un marino o dieron nota en el mostrador de información, o puede que corrieran directamente hacia el bar-restaurant y se olvidaran del perro poco después.

El perro olió por largo rato el humo de los coches, cientos de esencias que se perdían tras cruzarse contra su trufa y, luego, los motores del ferry empezaron a emitir un ruido atronador; Caos siguió mirando el faro, y, cuando ya nadie podía oírle, empezó a sollozar y a ladrar a los ruidos. El humo empezó a cubrirlo todo, y él comenzó a temblar, a solas, como siempre había vivido, mientras se sentía flotar, y caer, más y más hondo, y la luz del faro se perdía.

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«Érase una vez»