Huir de los malos libros

Escribir una novela es agotador: convertir personajes en personas, sostener el interés del lector en la narración, jugar con los indicios, las catálisis y los informantes entre los núcleos. Hay una parte de orfebrería —de reloj bien calibrado— entre esa magia que distingue a un libro de la literatura. Por supuesto literatura es mucho más, y se puede encontrar en cualquier película de John Ford, en un videojuego como Grand Theft Auto, o en una buena novela, como Patria, de Aramburu. Esto es porque la literatura no es la mera expresión mediante palabras, sino, como bien señaló Roland Barthes, un diálogo con nuestro tiempo. Con todos ellos, con nuestro presente, pero también con el pasado compartido como especie y el futuro que imaginamos terminado en «ías». Sean utopías, sean distopías.

Por eso hay una práctica contra la que siempre he luchado y de la que me alegro que haya iniciado un necesario camino de no-retorno: la potestad de huir de los malos libros. La posibilidad de ajusticiar antes de que sean ellos los verdugos. Huir de un libro que no nos gustaba era algo que no entraba en nuestras cabezas. A la mayoría nos educaron creyendo que el saber está en los libros y que todos los libros contienen saber. Dejar a un libro huérfano era, hasta hace poco, una verdadera tragedia: como lector, si empezabas un libro, tenías que acabarlo. Pues una mierda muy grande y muy gorda. No hay mayor mentira que creer que un buen libro debe gustar a todos; y a esta —a esta mentira— le pisa los talones creer que solo hay literatura en los libros y que, estos, por miles y miles de obras maravillosas que existan, se encuentran en un estadio imperturbable, inalcanzable y hasta sacrosanto para los mortales. Somos mucho de aupar como dioses a cosas que no existen siquiera, ¿qué le vamos a hacer?

—¿Usted quema libros?

—Siempre que puedo.

—¿Pero libros importantes? Por ejemplo, ¿usted quemaría el Quijote?

—De los primeros que quemé. De no ser importantes, ¿para qué quemarlos?

—Tiene sentido. Lo tiene.

Quinteto de Buenos Aires (Manuel Sánchez Montalbán, 1997)

Sí hay algo cierto aquí, no obstante, es que sobre gustos no hay nada escrito, pese a que los malos libros, suelen llevar detrás a una comitiva de «odiadores» más homogénea que los buenos. Estos otros, como grandes obras, a menudo gustan al margen del género y hasta la historia, pues nos mueven hacia las grandes inquietudes del ser humano: la identidad, el amor o la muerte. Pero hay una máxima no escrita que grabarse a fuego: los malos libros nos quitan tiempo para los buenos libros, son unos ladrones de la peor calaña. Somos rehenes de una educación que nos obligó y encarceló entre obras que no queríamos leer, y que, si ahora nos molestamos en redescubrir, entendemos que aquel no era el momento, pero también que el profesor que nos tildó de sacrílegos por abandonar un libro en la página cien era un pedazo de cabrón.

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Viñeta de Carvalho. Tatuaje en formato cómic, publicado por Norma Editorial en 2017.

¡Qué reconfortante debe ser quemar un libro!, como hacía el detective Pepe Carvalho en todas sus novelas. Pero Pepinho, como lo llamaba con cariño la puta que también era su amante, quemaba buenos libros, a sabiendas de que la cultura lo había alejado de esa sociedad que le condenaba a vivir entre el barrio chino y lo peor de la ciudad condal. Nosotros empecemos por acoger esa potestad de leer lo que nos salga de los cojones (o los ovarios), y si no nos gusta, quien tenga chimenea y quiera sacrificar un buen encuadernado… pero con cerrar uno y abrir el siguiente debería valer. Además, guardar la prensa sirve a su propósito de puta madre, os lo dice alguien que gusta del fuego hasta con los inviernos lejos.


NdA: Encontré este blog donde el autor ha escaneado un obsequio por la BCN Negra del 2009 donde se recogen todos los libros que Pepe Carvalho quemó en la saga de Manuel Vázquez Montalbán. Por si os hace gracia… ahí van los títulos que alimentaron la chimenea de Carvalho.

Además, estoy muy, muy contento, porque el borrador de mi novela ya acoge la recta final. Eso sí, cuando me la publiquen, no me podré enfadar si a alguien se le ocurre quemarla…

Y esta entrada sobre los malos libros, pues también me inspiró, y creo que debo enlazarla.

George Steiner, la filosofía y el error como motor de cambio

Lo que voy a decir es muy fuerte. Te aviso desde el principio. Así que, si eres de esas personas que leen los artículos en diagonal ¡fuera de mi blog!, mejor escoge otra entrada. Esta requiere que leas con atención, y sobre todo que pienses en ello un rato antes de abrir la boca o mover las manos sobre el teclado.

Dicho esto, vamos allá.

El arte, la literatura, la historia o la filosofía […] son […] las vías sobre las que se conforma cualquier sociedad moderna.

La democracia mal entendida se cargó la universidad. Hoy, estudiar en una facultad no es sinónimo ni de superioridad intelectual, ni de mejores resultados en el pasado, en el presente, ni en un futuro a medio y largo plazo (trabajo, formación,  oportunidades, etcétera).

Esta es una afirmación terriblemente aplicable a las humanidades, pero no menos a ciertas ingenierías y otras carreras técnicas: la igualdad de oportunidades se confundió con una igualdad de resultados, y así todo dios puede ir a la facultad y, aunque tarde, salir con un título bajo el brazo. En suma, además, no existe el término medio aquí: todo debe ir orientado a un resultado mercantil: estocada que, como es esperable, sesga de un único tajo muchas de las carreras tradicionales y reorienta muchas otras hasta su misma extinción.

El Roto - Universidades (El País)

Por el contrario, no existe una diferencia real más allá de la nota de corte. A menudo, incluso esta es la menor de las preocupaciones si no aspiramos a carreras con una gran carga de responsabilidad, como Medicina, o excesivamente solicitadas por parte de los futuros estudiantes. Pero yo no tengo ni idea de carreras técnicas, así que me centraré, desde el principio, en las ciencias humanísticas.

Lo que sé de las Ciencias Humanas es que no importa un nueve o un cinco, aprobar a la primera o a la quinta, y que gran parte de lo que cualquier estudiante medio aprenderá en sus años universitarios no será aplicable en su futuro.

Y todo ello es  fenomenal para muchos alumnos, en esencia para aquellos mediocres que alargan su adolescencia entre cuatro y ocho años más, y también para los padres sin estudios superiores, que reviven sus sueños de juventud a través de su propia descendencia. Para las universidades tampoco está nada mal, rentabilizando carreras a precio de oro, con profesores que ofrecen contenidos lineales para todos los públicos, suficientemente superficiales para no crear conflictos y no exigir demasiado y repletas de exposiciones gracias a Bolonia, con gente que no tiene nada que decir todavía disertando frente a terceros que están obligados a escuchar a todos y cada uno de sus compañeros. Súmale a ello las becas, donde solo un pequeño porcentaje van dirigidas a estudiantes con buenas calificaciones, mientras que una gran mayoría funcionan por renta, desplazamiento o material.

Menudo panorama, ¿verdad?

Quizá es cierto que las humanidades no están en su mejor momento. ¿Pero por qué? El columnista colombiano Gabriel Silva, hablando sobre el escaso valor de la filosofía en su país, decía: «Se han quedado tan cortos los paradigmas, los valores, los conceptos, las ideologías, las interpretaciones, las lecturas y las formas de ver el mundo, frente a lo que es la realidad, que la única forma de describirlo es que somos víctimas de un desconcierto colectivo y global.» 

¿Qué pensará de España, dónde filosofía como materia ya no es que desaparezca del Bachillerato, sino que tampoco funcionó nunca sin un verdadero maestro que no se limitase a presentar a sus alumnos una Historia de la Filosofía mal encubierta?

Pero en este caso, Silva no centraba su opinión a través de esa vía: las FARC, el ISIS o la reaparición de totalitarismos son el resultado de una lectura errónea del mundo que nos rodea, y todavía peor, de la falta de conocimiento y de formación que nos permiten generar nuevas corrientes de pensamiento. El arte, la literatura, la historia o la filosofía no son meras herramientas a través de las que echar un rato de postureo en la cafetería hipster de la esquina, sino las vías sobre las que se conforma cualquier sociedad moderna.

Así, pensar es, a todos los efectos, el primer gran problema con el que nos hemos encontrado todos desde pequeños, pero no el único, y quizá tampoco el más grave, puesto que, quien más, quien menos, ve en pensar algo natural, hasta que se desnaturaliza: mejor estudiar aquello que se nos dice que debemos estudiar, trabajar de aquello que la sociedad más demanda y pensar solo en la justa medida en la que le interesa al sistema.

Olvidamos por el camino que, todo lo que sucede hoy, no es más que un cúmulo de errores heredados del pasado; citando a George Steiner en la entrevista de Borja Hermoso en El País: «Cuando uno ve que alguien como Donald Trump es tomado en serio por la democracia más compleja del mundo, todo es posible.»

George Steiner
Foto de archivo de George Steiner. Os recomiendo la lectura del texto No hay lengua pequeña de la 21ª Edición de los Premios Príncipe de Asturias .

Trump no usa un discurso nuevo, solo populista; el mismo discurso que ayudó a los fascismos a conseguir el poder hace un siglo, y que ningún país del mundo occidental se ha esforzado lo suficiente en desmontar.

Nos acercamos a la segunda base ahora: el error. Todos nos equivocamos, todos fallamos constantemente; todos creemos que el Che Guevara era un tipo cojonudo, y que Lenin planeaba algo interesante en la Unión Soviética y Stalin era un cabronazo, y que Nietzsche molaba un huevo, pero era un coñazo tener que estudiar a Kant con dieciséis años; o quizá tú tienes otras figuras más allá de la política, la música o la filosofía con la que yo subí.

No importa. Lo imprescindible es tener figuras, creer en utopías, razonar, equivocarnos, corregir nuestros esquemas mentales día tras día.

Ninguno de nosotros acertamos a la primera, y tampoco los grandes pensadores, filósofos, gobernantes o filántropos que han existido, pero llegaron a un punto concreto a través de la prueba y el error.

Hoy, nos educan y nos previenen contra la atiquifobia, el miedo al error, pero no nos dejan pasar ni una. No existen las segundas oportunidades; tenemos que ser los mejores; debemos estar constantemente informados, generar opiniones, ampliar nuestras competencias, correr constantemente hacia delante, ser más rápidos, más competitivos, mejores.

Fragmento de la entrevista a George Steiner en El País:

P. El ruido y la prisa… ¿No cree que vivimos demasiado deprisa? Como si la vida fuera una carrera de velocidad y no una prueba de fondo… ¿No estamos educando a nuestros hijos demasiado deprisa?

R. Déjeme ensanchar esta cuestión y decirle algo: estamos matando los sueños de nuestros niños. Cuando yo era niño existía la posibilidad de cometer grandes errores. El ser humano los cometió: fascismo, nazismo, comunismo… pero si uno no puede cometer errores cuando es joven, nunca llegará a ser un ser humano completo y puro. Los errores y las esperanzas rotas nos ayudan a completar el estado adulto. Nos hemos equivocado en todo, en el fascismo y en el comunismo y, a mi juicio, también en el sionismo. Pero es mucho más importante cometer errores que intentar comprenderlo todo desde el principio y de una vez. Es dramático tener claro a los 18 años lo que has de hacer y lo que no.

Para solventar todo esto, lo más sencillo es adaptarnos a las normas sociales; no salirnos; no desviarnos; todos debemos aspirar a trabajar en una startup y hacer un posgrado en nuevas tecnologías; mañana, quizá debamos replantear nuestra carrera profesional, movernos hacia otro sector, aprender de finanzas, de comercio electrónico o de ética laboral; sin ver que no se pueden crear mentes adaptativas a través de la restricción y la obligación de adhesión a contextos impuestos, concretos y limitados.

Miedo al fracaso (viñeta)

¿Pero qué ocurre, entonces, con las ciencias humanas? ¿Cuándo se inició el acoso y derribo a las mismas?, ¿desde qué vías y a través de qué sectores? Lo más plausible es que, antes de creer que la Filosofía murió a manos de la Física, deberíamos preguntarnos, si acaso, qué nos enseña esta: a relativizar lo que vemos y oímos, a generar opiniones propias, y a cometer errores, y a crecer.

Quizá a través de la Filosofía algunos se volvieron estoicos, o eremitas, ¿pero quién puede culparlos en este mundo que hemos terminado por vaciar de ideas y condenado a repetir los errores del pasado?