En la salida 4 de la Ronda de Dalt, hay un ramo de flores y una calabaza. Siempre que voy a ver a mi madre, pongo el intermitente, cien o doscientos metros antes, y pienso: se lo tengo que contar. Llegó a su casa, y ya se me ha ido de la cabeza. En parte, por esto, he decidido hacer una pequeña columna sobre el tema.
Supongo que (a mí) me sorprende porque soy un tío curioso: de crío, era el típico niño que da por saco con el «por qué esto» y «por qué lo otro». Donde está la calabaza, hace un par de meses había más ramos, y una señal horizontal vencida y, delante, otra provisional, de peligro. Imagino que alguien —un motorista— tuvo un accidente y chocó con esa señal; después, tras el entierro, la gente fue a dejar flores donde falleció, pero hoy solo alguien especial, o un pequeño grupo, sigue acudiendo a la cita. Deja, o dejan, flores y una calabaza, quizá porque era un mote cariñoso, quizá porque le gustaba la crema de calabaza. Eso no importa al mundo, pero, para alguien, estoy seguro que se hace un mundo.
Un ramo y una calabaza
Son las pequeñas cosas las que nos definen. No es casualidad que allí, debajo de la nueva señal de ceda el paso, haya una calabaza y no solo un ramo; o haya una calabaza, y no una nuez, o una manzana junto a las flores. ¿Qué es lo que más nos cuesta superar cuando alguien desaparece? Diría que es el hecho de entender y aceptar que hay que decir adiós a muchas cosas, que toca hacer un ejercicio de empatía (cagarse un poco en Epicuro y en aquel pobre consuelo del cuando yo soy, ella no es) y entristecerse por lo que esa persona ya no es capaz de sentir.
También hay siempre algo más egoísta, algo más personal.
Esa otra cosa es el decir adiós a las pequeñas cosas.
Esas cosas que le hacían único.
Esos rasgos, rarezas, pasiones que se habían construido y organizado en un ser y que jamás volverán a juntarse del mismo modo.
Esas cosas son las que (también) se van con la persona.
El hecho de saber decir adiós a todas esas pequeñas cosas es el luto más duro, porque, primero, se van con la persona; después, de nuestra conciencia, y, finalmente, quedan en un vacío tal, que ya no importa que hayan o no hayan existido; excepto para nosotros. Esa es la última muerte del que parte antes, la muerte que espera a la propia en la inexistencia.
Y supongo que, algo así, es lo que le quiero contar a mi madre cuando veo la calabaza debajo de la señal de ceda al paso, pero quizá es bueno que, al aparcar, lo haya olvidado; porque tampoco veo tanto a mi madre, porque tampoco nos vemos tanto; todos, nadie, en general. Y yo, por casa de mi madre, suelo pasar a merendar, que no es buena hora para la filosofía.
La hermana de una amiga de mi madre tiene un cáncer muy agresivo en el cerebro. Los oncólogos le han dicho que es operable, aunque no está exento de riesgos. Quizá las posibilidades son cincuenta/cincuenta, o algo mejores. Conozco a esa mujer, pero de lejos; me pareció autosuficiente, alegre y vital: tres rasgos que no siempre se ven en alguien con ochenta y tantos. Cuando le llegó la enfermedad, no obstante, hizo esa pregunta tan recurrente: «¿Por qué a mí?», y lo acompañó de un: «¡Si nunca he tenido ni un dolor de cabeza!» Sorprende, y duele la realidad, y no cuesta tanto como imaginar por qué te coge un cáncer de pulmón fumando cuatro paquetes de tabaco diarios, pero no debería ser así.
El ¿por qué a mí? en relación a la muerte o a la enfermedad tiene muchas respuestas, pero no nos gustan: porque tienes ochenta y dos años, porque todos enfermamos por mil razones, porque tú has vivido una vida larga y hay niños de tres años con cáncer en un pabellón hospitalario, porque la vida es así. No nos gusta pensar en esto. Me fui a hacer un empaste el otro día, y la auxiliar se quejaba a una compañera: «¿Tú te crees? Que dice mi madre que no se va a teñir el pelo, y lo tiene blanco, blanco.» Le he dicho: ‘Mamá, que así pareces una vieja’; y la otra: «¿Y cuántos años tiene?» Respuesta: «Noventa y tres.»
Nos podemos intentar autoconvencer. Decirnos a nosotros mismos que nos tienen embobaos con la política, las crisis que se suceden una tras otra, la telebasura y el llegar a casa cansados, asqueados del mundo, y no querer pensar. Te coges la prensa, ¿y qué hay que afecte a tu vida?; enciendes la televisión para ver las noticias y tres cuartos. Nos la suda tratar de aprender cómo vivir nuestras vidas, ¡imagínate morir! Pero a veces, hay joyas ocultas por ahí. Yo me topé con una —de cientos, de miles que hay, si buscas— en La Contra de La Vanguardia, donde una madre hablaba de cómo enterró a su hija y superó un cáncer con metástasis en fase 4 como el que se llevó a mi viejo. Se quitó un pecho, se vació el otro, y se dijo: «Voy a luchar», y también: «¡La vida vale más que dos pezones!», y joder sí vale más.
La señora del principio del artículo no quiere operarse. Hay personas, entre las que me incluyo, que no estamos seguros de que el tumor la deje razonar bien, pues el pronóstico para los meses que le quedan es peor que la muerte. Quizá para ella no. En realidad, la cuestión no es esa, y, aquí, tampoco debatir sobre si hay muertes que son mejores que muchas vidas, sino entender que morir, morimos todos, y vivir es más que levantarse y hacer lo que el resto espera de ti.
Cuando llegué habían tirado el dedo al container. Todo el dedo. Falange distal, media, proximal, metacarpianos… No quedaba dedo en el tumor. Pero no era un dedo: era una vida. Recogí a Dana en brazos y la cargué a peso; los analgésicos me robarían a mi compañera más fiel por unas horas más, y durmió en el maletero del Jeep —el Jeep que compramos para ellos— todo el camino hasta casa, y luego en casa, todo el día, hasta el anochecer.
Estuve acariciándola por horas, y me peleé con Laura, que quería que la dejase descansar en paz; sin entender que no quería, pero, sobre todo, que no podía. Me tumbé al lado y fingí leer, pero seguí acariciándola hasta que me solidaricé con ella entre sueños por un rato. En algún momento, trató de levantarse, e intentó alcanzar el balde de agua a trompicones. La ayudamos.
Al final, consiguieron echarme de casa por unas horas, y por fin Dana descansó tranquila en nuestra habitación, con las contraventanas cerradas para evitar el asalto de un sol terrible e impropio del mes de junio. Mientras conducía, pensé en todo lo que se había hecho por salvar su dedo y en lo que escondía la infección; y aunque no se deshizo el nudo del estómago, entendí que la tristeza no se vinculaba a la operación en sí, sino a aquello que mi perra me explicaba entre líneas.
Todo el dedo no era un dedo. Era una vida. Toda una vida. Toda una vida juntos. Era el principio del fin. De las carreras, las siestas, los abrazos y los lametones; todo el dedo no era un dedo, era la vida; la vida que empezó a consumirse desde que nos conocimos y que ahora se materializaba en un tumor, en el pelo blanco, en los ojos algo más cansados que ayer, en la serenidad y el entendimiento que ha crecido durante casi ocho años.
Era un dedo, pero era la vida de mi perra. Mi perra, que es lo más parecido que yo tengo a una hija; mi hija, cuyo dedo me dice que todos morimos, poco a poco, pero que seré yo aquel que tendrá que encontrar un lugar para su cuerpo ya inerme; mi perra, que no morirá hoy, y morirá; mi perra, a la que abrazo fuerte, e imploro por no olvidarme ni un día más de disfrutar de un atardecer junta a ella, de una mirada cómplice, de una caricia, de un sentimiento, de una vida.
La vida de mi perra, que hoy aún es vida, pero que un dedo amenazó con robármela un instante y, ahora, entre lágrimas, solo pienso en cómo será el vacío que será capaz de dejar ella un día, si un dedo casi me arranca el alma.
El otro día murió David Delfín. Tenía 47 años. Algo así como 17.155 días: 411.720 horas: 24.703.200 minutos… Ya os hacéis una idea.
Apenas conocía el trabajo de Delfín; tampoco el de Bimba, sobre quienes, en la distancia, solo puedo advertir que otros vieron algo especial, pero no yo. Exactamente lo mismo que me ocurre con algunas de las chicas que Almodóvar cree haber hecho suyas en muchos de sus filmes: necesitarías los ojos de otra persona.
Por lo tanto, y como siempre, para lo que algunos allegados fue un mundo y un golpe durísimo, para el resto quedó grabado en un titular de hemeroteca. Eso es más de lo que deja atrás la mayoría, quienes se contentan con una esquela o un linaje de consanguinidad; pero tampoco engañaré a nadie si digo que, para muchos, también es un pensamiento recurrente.
Yo mismo, frente al ataúd de mi abuelo, pensaba: ¿Cómo un hombre tan bueno no ha conseguido llenar de asistentes el tanatorio entero? Más tarde comprendí que el padre de mi madre tenía otra virtud: no solo era bondadoso, sino que también fue siempre alguien sencillo. Con mi padre, ocurrió algo similar; pensaba: ¿Cómo alguien que no solo ha sido buena persona, sino que ha tenido un gran éxito en los negocios «solo» ha conseguido llenar un tanatorio hasta la bandera? Quizá tenga suerte, y, algún día, alguien piense sobre esto mirando el mío.
Lo cierto es que, aunque sabía de muchos aspectos de la vida de mi abuelo, o de mi padre, una amplia mayoría quedaron a oscuras y se perdieron bajo una tumba; en realidad, entre porcentajes, es difícil que conozcamos más allá de una escueta cifra a quienes conviven entre nosotros; en realidad, quizá conocemos un 1 % de la vida de nuestro artista favorito y un 3 % de la de nuestro padre. Difícilmente sabremos a cuántas chicas amó, o qué escondían sus silencios; jamás entenderemos cuántos miedos ocultó al mundo, ni el porqué, y eso es maravilloso, fascinante e irrepetible.
Una vida es algo mágico, ¿y cuántas veces lo olvidamos? Sentimientos y emociones que quizá nadie más experimentó nunca; caminos que no volverán a recorrerse del mismo modo, personas que el azar unió una vez entre miles y miles de años, seres que el azar creó entre miles de millones de partículas… Confundimos la unicidad de cada una de nuestras existencias con la importancia que estas tienen en el universo. Puede que él, como diseñador de moda, nunca pensase en la importancia de cada uno de nosotros en el cosmos, ¿pero acaso habría escrito estas líneas si alguien a quien jamás conocí no hubiese muerto este mes?
David Delfín murió el día 3 de junio. Eso es hace 24 días: 576 horas: 34.560 minutos… Ya os hacéis una idea: desde entonces, ha transcurrido un 0,14 % del tiempo que él vivió, así que, quizá, y solo quizá, la clave no sea cuánto, sino cómo.
Cuando era niño, creía en dos verdades absolutas y mágicas: que las moscas eran las cámaras de videovigilancia de Dios y también nuestros muertos. Muchos de nosotros, como seres imperfectos, creemos que son sucias, y pesadas, y absurdas; estúpidos bichos que revolotean constantemente entre nuestros brazos, frotándose las patitas negras y mirándonos, con insectívora ternura, desde lo alto de la pantalla de nuestro ordenador, desde el mueble del comedor o la encimera de la cocina.
Esta era una de esas teorías que nadie entendía pese a su infinita lucidez. Destruían los cadáveres de todos nosotros y se convertían en una parte de lo que fuimos. Estaba seguro: las moscas eran nuestros muertos, que volvían a la vida para observar cómo aprovechamos todo lo que nos enseñaron, para juzgarnos por habernos masturbado más de una vez al día, o para ver cuán felices somos con aquella chica que tu abuela no conoció, o a quien tu padre le preguntaba qué había visto en un tarambana irreflexivo como tú. «Tarambana», que era una palabra que usaba tu padre, y que quizá la mosca conserve en su pequeño cerebro de mosca que tú aún desconoces que contiene un fragmento de la esencia de tu padre.
En mi cabeza, no existió nunca espacio para valorar un posible error: las moscas eran las cámaras de videovigilancia de Dios y, cuando desaparecían, volvían al Cielo y le zumbaban una defensa vehemente como no te puedes llegar a imaginar. Así te querían tus abuelos, o tu padre, y así lo hará tu madre, o tú mismo, por tus familiares y amigos. Se dejaban las patas, las seis, en farfullar y farfullar sobre todas tus bondades, esas que nunca te dijeron en vida ni aquellos más benévolos; esas que hacen que nos avergoncemos y que ocultemos cuánto admiramos el amor que un tercero puede tener por los animales, o la bravura que, bien llevada, termina bebiendo de valentía y convicción.
Un día, no recuerdo cuál, dejé de creer en las moscas. Dejé de ensimismarme al contemplarlas, dejé de curiosear mientras se movían entre saltitos medio ortopédicos por la mesa, la tele, la silla. Dejé de pensar en estupideces y de decirle a los míos que no matasen más moscas, que eran sus muertos que venían a ver cómo lo estábamos pasando, y a disfrutar, en la medida en que uno puede disfrutar cuando es degradado de humano a insecto post mortem. Mi padre, que era un experto cazador de insectos, siguió matando sucesivas reencarnaciones de sus respectivos padres, y tíos, y amigos, que venían a ver cómo nos iban las cosas.
Yo crecí, y olvidé a los muertos, que son las moscas. Olvidé incluso prestar atención al zumbido y a la forma en la que limpian compulsivamente sus grandes ojos para seguir presenciando en fragmentos de unos pocos días la vida de todos nosotros. Olvidé que los muertos eran las moscas, y también las cámaras de Dios. Un día, otro, mi padre también se convirtió en mosca. Pero a fuerza de golpes yo había olvidado esa verdad irresoluble, así que transmuté en aquello contra lo que había luchado a capa y espada toda mi infancia. Cuando veía un insecto, acababa con él. Esa era mi legado, una de las misiones que habían traspasado hasta mí; y las moscas empezaron a acumularse en mi piso.
Vestido con el gen del cazador que vivía en mi interior, y que antes lo hizo en el de mi padre, empecé a destruir y destruir insectos; cuando los cadáveres se acumulaban en mi hogar, yo me deshacía de ellos, y como Sísifo en el Inframundo, embestía contra mi propia carga. Lo hice por largo tiempo, hasta que recordé que no había obligación alguna de hacerlo, que no había montaña que recorrer empujando una roca que volvería a caer ladera abajo, que las moscas que se acumulaban en el suelo no traerían de vuelta a mi padre y que, quizá, como aprendí de pequeño, las moscas podían habérselo llevado, pero no podían devolvérnoslo.
Entonces, dejé de matar moscas y empecé a recibir sus visitas con desdén; después, con indiferencia, apatía, afecto y pasión. Recordé que las moscas son los muertos y que, en cada una, vive un alma, que no es alma, pero algo es. Pensé en los grandes ojos que tienen muchos insectos que vuelan junto a nosotros y volví a creer en todo el sentido que eso tiene para aquellos que saben mirar alrededor.
Pasó todo un año pendiente de la máquina. La máquina, cuya naturaleza desconocía, no fue nunca más que una cuenta atrás. Cifras que descendían a través de interminables segundos en una pantalla vidriada del tamaño de un folio. Un paquete sin remite que el servicio postal dejó en el hogar de los Hume con una nota. Una nota que solo vestía un apunte: «Este es el Reloj del Fin del Mundo. Si la cuenta llega a cero, el mundo desaparecerá.»
Al principio, Jack pensó que no era más que una broma de mal gusto. Se sentó en su sillón, carraspeó, adornó su boca con una mueca de disgusto y se sumergió en la lectura de la prensa antes de salir a trabajar. Los segundos empezaron a descender en la máquina, y Claire miró a su marido con incomprensión, escrutando su figura en busca de los verdaderos sentimientos que sabía que habían empezado a aflorar en su cerebro.
—Es una broma de los chicos —advirtió Jack a su esposa; su voz transmitía seguridad.
—¿Estás seguro? Es una broma de muy mal gusto —contestó Claire.
Jack plegó el diario y lo dejó dormir en la mesa de centro, frente al sillón.
—Deja el chisme ahí. Cuando vuelva del trabajo, te confirmaré que Elliot y el resto son tan idiotas como creíamos; luego, nos desharemos del cachivache.
El señor Hume besó a su esposa con ternura y cogió el maletín. Tras de sí, dejó un sillón de cuero humedecido por el sudor y su ejemplar del New York Post.
La señora Hume musitó una pregunta que nadie pudo oír: «¿y por qué no ahora?»
Cuando Jack terminó su jornada laboral, volvió a casa de inmediato. Ese jueves no hubo copa con los compinches de siempre. Solo un disimulo grosero sobre la máquina por parte de sus compañeros; cuando Jack no pudo más, y creyendo que el resto de su equipo estaba excediéndose, les preguntó si, esta vez, no creían haber llevado las cosas demasiado lejos, pero como respuesta solo encontró caras de incomprensión.
Al llegar a casa, malhumorado, había pensado en una decena de culpables capaces de llevar a cabo una bufonada así: tan macabra como estúpida, tan infantil como idiota. Entre los sospechosos habituales estaban Julius, el hermano de Claire, y Kevin, uno de los antiguos pretendientes de su mujer, que no había encajado bien su enlace. Envuelto en esta idea, aparcó el coche a un par de manzanas de su edificio y se apresuró a llegar al piso, en East 7th Street, con las llaves en la mano.
Desde el ascensor podía escucharse un llanto ahogado. En la tristeza, Jack reconoció a Claire y se apresuró a abrir la puerta del domicilio. La encontró arrodillada, frente a la mesa de centro, con esa extraña máquina pitando, más y más fuerte cada vez, y su mujer pulsando una vez, y otra vez, la pantalla con el objetivo de conseguir detener esa cuenta atrás.
—¡Ha empezado a pitar, y a pitar, cada vez más alto, Jack! —bramó Claire.
—Tranquila, cariño: déjame ver —contestó su marido, moviéndose entre la incertidumbre y el enfado.
La pantalla marcaba 15; 14, 13, 12…
Claire empezó a sollozar de nuevo, más y más fuerte.
Jack golpeó con el dedo la pantalla, una vez, y otra, y otra más.
—¡No funciona! ¡Sigue bajando, y bajando! —gritó Claire.
Entonces, Jack agarró la máquina y analizó rápidamente el chisme mientras los pitidos se oían más y más altos: era metálica, una única pieza, sin botones; nada. Por delante, cristal; los laterales y la cubierta trasera de metal.
Le atizó un dedo encima una vez más; después, la sacudió.
La cuenta atrás se detuvo un instante, y aparecieron cuatro cifras: 6. 4. 8. 0.
La cuenta atrás volvió a iniciarse. 6479, 6478, 6477…
—Este no es el número que mostraba esta mañana —murmuró Jack para sí.
—¿Qué? —preguntó su mujer, que no le había entendido, mientras se enjugaba las lágrimas con la manga de su vestido rosa de franela.
—Nada, cariño. Es una broma estúpida: no tienes que preocuparte. ¿Quieres que haga yo la cena mientras te duchas? —preguntó Jack.
Su esposa asintió, nerviosa, y Jack dejó la máquina encima de la mesa de centro y la acompañó hasta el baño con la intención de que se tranquilizase.
Mientras cenaban, la máquina emitió un pitido. A continuación, el sonido de alarma que ya habían escuchado alrededor de las seis de la tarde, volvió a iniciarse; más y más fuerte cada vez, con mayor intensidad, disminuyendo los silencios, imponiendo un silbido único que amenazaba con conquistar el salón si se atrevían a obviarlo por un segundo más. Jack corrió hasta la mesa y sacudió la máquina; esta se reinició. Por un instante, marcó el 25.920, y la cuenta atrás volvió a iniciarse: 25.919, 25.918, 25.917…
La pareja comió en silencio durante un buen rato. Los Hume se conocían bien, y sabían cuando uno u otro necesitaba libertad para dejar volar sus pensamientos; si estos se arremolinaban en tormenta, ambos habían aprendido a lanzarse a socorrer a su cónyuge; sin embargo, siempre fueron conscientes de la aptitud sanadora que a menudo tiene el mutismo.
Jack sacó la calculadora de su teléfono móvil. Consultó a qué intervalo atendían 25.920 segundos y, por un instante, se sintió agotado. ¿Tan finito es el tiempo acaso?, se preguntó.
—Hasta que sepamos más sobre este cachivache: evitaré que el sonido te moleste, cariño. Me levantaré en cuatro horas y volveré a darle cuerda, ¿ok? Después, retomaré la cama y descansaremos hasta el amanecer. Mañana sabremos algo más.
—¿Y tengo que quedarme encerrada en casa esperando a que vuelvas del trabajo? ¡Hoy no he podido ni ir a comprar! —espetó Claire, mostrando a su marido las tristes judías con patatas hervidas que estaban cenando.
—La cena está perfecta, amor mío —contestó Jack. —Pero no será necesario: para tu tranquilidad, me llevaré la máquina a la oficina. Solo es cuestión de guardarla en el maletín y estar atentos a los pitidos cada pocas horas…
A continuación, Jack se levantó y cogió el aparato de la mesa. Esta vez, la máquina hizo un sonido completamente distinto, como el tapón de una botella al ser descorchado; las cifras empezaron a caer; primero, cayó el 2, y desapareció por la esquina inferior de la pantalla; después el 5. El pitido se incrementó a medida que el señor Hume hacía el amago de acercarse más y más a la puerta de su apartamento; entonces murió el 9, que ya era un 3, y solo quedaron el 1 y el 0. Esta vez, el volumen de aquel pitido fue aterrador; el término ensordecedor quedó corto para describir un sonido que dominó el apartamento de los Hume, y, más tarde, todo el edificio. Jack corrió hacia la mesa, sacudió una decena de veces el dispositivo y lo volvió a dejar encima del mueble. La máquina mostró solo cuatro cifras esta vez: 1.620: 27 minutos.
Ni el señor ni la señora Hume durmieron esa noche, aterrados ante el sonido ensordecedor de aquel cachivache que había aparecido en su hogar y cuyas acciones amenazaban con poner fin a la pacífica convivencia que el matrimonio mantenía en la ciudad de Nueva York.
Los días siguientes fueron una vorágine del sobrevenir, del acontecer, de una crónica siempre voluble, pero también anunciada. Un sacrificio ininterrumpido que se perdía en el más absoluto y trágico vacío. Un asesinato del presente a manos de un futuro que siempre fue próximo y, quizá, solo quizá, sangriento.
Mientras Jack Hume trataba de descubrir qué mano había decidido agitar la paz de su hogar, su esposa Claire se encargó de mantenerla. Ninguno de los dos era capaz de creer a pies juntillas en el funesto devenir que anunciaba aquel histriónico pitido, pero, ¿cómo ignorarlo? Resultaba imposible a un nivel físico, ¿y cómo engañarse?, a medida que agitaban la máquina una y otra vez en busca de un nuevo reinicio, también en el metafísico.
Cuantos más reinicios, más poder le conferían. Tras perder la cuenta, Jack y Claire llegaron a creer que la naturaleza de la máquina era caprichosa, y, por lo tanto, existía: admitían que a la máquina no le gustaba abandonar el salón, que de algún modo ya era suyo, y tampoco esperar demasiado por atención, que castigaba con tiempos cada vez menores a su juicio. Si los Hume dudaban de la ontología de la máquina, la máquina dudaba del fervor de la pareja, obligándoles entre cifras a una devoción cada vez mayor, y mayor, hasta la fe.
Un día cualquiera, ya encamados, la máquina reclamó su tributo una vez más.
—Esto son nuestras vidas —dijo Claire,
—¿Cómo? —contestó su marido, circunspecto.
—Puedes intentar dar cuerda, una vez, y otra vez, y otra vez… Pero un día, cualquier día, no habrá fuerzas para volver a dar cuerda, pulsar el botón o levantarse del catre, ¿no crees?
Y Jack, en la distancia, ya frente a la máquina, no supo qué contestar. Solo sintió una infinita vergüenza.
Los días siguientes, la pareja acordó turnarse para continuar cuidando de la máquina. Sin embargo, cuando uno de ellos desaparecía de la habitación, los tiempos y los antojos de aquel chisme se volvían caprichosos; haciendo que fuera imposible el descanso, la vida, e incluso el reconocer el día y la noche.
Cuando por falta de sueño, Claire empezó a creer que un tal señor Steward había empezado a acosarla telefónicamente, Jack pidió una excedencia. Así, pasó todo un año pendiente de la máquina. En ese tiempo, el señor Hume abandonó su trabajo de oficina como director adjunto de Sears. Despreció a sus compañeros y amigos. Olvidó el mundo para salvar el mundo. ¿Pero qué sabía el mundo?
Entonces, antes o después, Jack Hume pensó que, un mundo que esclavizaba a los hombres, no merecía ser mundo, y así se lo hizo saber a su esposa. Durante largos días y largas noches que se interrumpían constantemente por la amenaza de los pitidos, Jack debatió con Claire sobre la necesidad de dejar que aquella temida cuenta atrás llegase a su destino; de alcanzar el objetivo final de la misma y plantar cara, de una vez por todas, a la máquina que había usurpado sus vidas.
De este modo, cuando el señor Hume se interpuso entre ella y la máquina, Claire deseó con todas sus fuerzas que su esposo nunca jamás hubiese leído aquel relato de Richard Matheson, pues era tal la fisicidad concedida a aquel demonio, que su esposa no pudo evitar pensar en correr hasta la cocina a por un cuchillo con el que defenderse. ¡Pero qué listo fue siempre Jack! Impidió la acción solo unos segundos antes del fatal desenlace; no había tiempo ya. ¿Pero cuándo lo hubo desde que la máquina impuso su existencia?
La señora Hume miró con ternura a su marido; a continuación, suspiró, y después, no ocurrió nada más. Tras los horribles pitidos, Jack lloró por largo tiempo el cadáver de su mujer.
Su vida.
Su mundo.
Su fin.
Este relato está inspirado en Botón, botónde Richard Matheson (1926-2013).
El domingo algunos medios se hacían eco de la autopsia de Barberá, recogiendo la verdadera causa de su muerte (una cirrosis de caballo), y no un fallo cardíaco debido al estrés y a la presión mediática. Quién sabe si Rita estaba estresada (tendría sentido, desde luego), lo que es indudable es que lo aliviaba entre destilados.
En la distancia, puede decirse que la estrategia de la mártir funcionó. Para todos, menos para Rita. Pero a Rita poco le importaba ya el Partido Popular, España, o cualquier otra cosa, así que los populares, tan castizos como centristas, adoptaron aquel dicho popular tan célebre del muerto al hoyo.
«Morirte no te da la razón», decía, Ignacio Escolar, director de Eldiario.es, pero al PP le dio tiempo. Tiempo para beatificar a Rita, para atreverse a intentar cambiar la mentalidad de la opinión pública, que había osado acusarla, con pruebas, de prevaricación, de corrupción, de blanqueo de capitales. ¿Cómo es posible que Rita, a quien entre todos le rompimos el corazón, fuese una mala persona?
Desde su óptica, además, la óptica de grupo, de cohesión, de familia, Rita Barberá no era una mala persona. Si acaso, demasiado imprudente para seguir formando parte de esa gran familia española de centro-derecha tras los escándalos. La número tres del partido había visto demasiado en Génova como para comprender a qué venía tanto lío. ¡Con tantos casos de corrupción, y vienen a llamar a mi puerta!, pensaría.
Pero Rita Barberá, pese a su ceguera, nos dio una lección complementaria a la de Pacino (Si la historia nos ha enseñado algo es que se puede matar a cualquiera), y es que la muerte, esa gran desconocida de la que casi nunca hablamos, tiene un gran poder en nuestras vidas. ¿O acaso Rajoy, Villalobos o Catalá salieron ayer, lunes, a pedir perdón por sus acusaciones a los medios de comunicación? Claro que, si vivos, la regeneración democrática de un partido no pesaba lo suficiente, imagínate muertos.
Entró, y se hizo el silencio. La sala enmudeció; el porcelánico del suelo brilló con dureza, y los hombres acercaron el cadáver hacia una ceremonia civil que el muerto jamás habría aceptado. El féretro descansaba en alto, apoyado en una estructura metálica a la que solo se le veían las patas. La bandera de la nación dormía sobre el ataúd por petición expresa de la familia, y ocultaba todo lo demás: huérfano de niño, atleta de juventud, militar de profesión. Pero la muerte no le llegó en el campo de batalla, sino a través de un cenicero, que recogía colillas, y más colillas, de tabaco rubio, que ennegrecieron durante cuatro décadas filtrándose en los bronquios.
En la cafetería del tanatorio, José miró el café con leche de avena que le habían servido. La espuma giraba en el centro del líquido y adoptaba formas extrañas: un pez, una ballena, un rostro alargado, dos pulmones, un cerebro… Un viejo proverbio armenio dice: «Toma esta taza y que Dios la haga hablar». ¿Sería verdad?
Después, no ocurrió nada. La mayoría de los asistentes se excusaron, y los más allegados se dirigieron hacia el cementerio del Pueblo Nuevo en varios coches. Una vez allí, observaron sin demasiados prolegómenos cómo abrían un nicho, subían la caja y tapiaban el hueco con cemento, ayudándose de paleta y llana. A continuación, los dos operarios dieron el pésame a la familia y desaparecieron de la escena.
José se quedó allí, junto a sus hermanos, y su madre, y un pequeño séquito de familiares y amigos, que, en su mayoría, miraban incómodos una pared con decenas de cadáveres embutidos, y, ahora, uno más. Cada cual pasó su propio duelo, y se enfrentó a sus demonios con alcohol, lágrimas o ensoñaciones en tinta negra. Hubo quien se recluyó un poco más en sí mismo, y quien buscó consuelo en otras almas, en nuevos trabajos o en los viajes que aquel militar con cáncer nunca realizó.
A uno de los hijos, al que este breve relato presentaba en la cafetería, y, después, de pie, frente a la tumba de su padre, se le enquistó como un tumor la risa de su propio progenitor frente a sus anhelos, su búsqueda de pan entre las letras, su necesidad de escribir, de ser en otros, de sentir; textualmente.
No sería hasta muchos años más tarde, cuando alguien se apareció frente al nicho. El visitante, a quien las canas habían conquistado la tez, se acercó a la puerta de la sepultura e hizo aparecer una llave con la que abrir el acristalado. De allí, apartó unas flores muertas y, sin prisa, las lanzó contra una papelera cercana; del bolsillo de la gabardina extrajo un libro con su nombre, y también un bolígrafo, y no pudo evitar escribir una dedicatoria en el mismo. Esta solo decía: «Lo hice», pero, cuando lo dejó allí, tumbó el libro con la portada hacia abajo, para que nadie la leyese, ya que, quien debía hacerlo, no estaba, y quien no, no podría entender todo lo que dos palabras significaban. Se le ocurrió pensar en décadas de complicidad, de amistad, de enemistad, de gritos, de amor, de buenas relaciones, de malas relaciones, de dudas, y también de perdón; y luego, nunca más pensó tanto en ello, como una historia incompleta a la cual se ofreció el mejor final posible, y nada más.
Deslizamiento incontrolado de un automóvil que se produce cuando los neumáticos no se adhieren al asfalto a causa de la película de agua que cubre el suelo.
Ayer, casi nos matamos. Al coger la última curva hacia la casa donde vivimos actualmente, el coche hizo aquaplaning, o no funcionaron los frenos, o quizá Laura se equivocó de pedal, y bajamos con el Ford unos cuarenta o cuarenta y cinco metros de desnivel entre árboles, arbustos y zarzas. Fueron estas últimas las que evitaron un impacto, ya que nos envolvieron y consiguieron que el coche se detuviese.
Es el segundo accidente de coche que he sufrido en cinco años, y en ambos conducía ella; así que no sé si tenemos mala suerte o hay por ahí rondando un seguro de vida del que yo no sé nada, pero basta de emociones extremas por unos días. La policía local, a la que avisamos nada más bajar del vehículo, no daba crédito: eran muchos metros, casi en caída libre, y no teníamos ni un rasguño.
De inmediato, examiné el camino por el que debíamos trepar, después el coche, y concluí que eso no lo sacaba de ahí ni el gruista más pintado. El resto, evidentemente, no es como en las películas: vino la policía local, nos dejó unos guantes, subimos hasta la carretera, y llamamos a la asistencia. Después, los agentes se fueron, apareció una primera grúa, nos dijo que ni de coña podía sacar el coche y que pasaba nota, y nosotros practicamos barranquismo un par de veces para vaciar el maletero, asegurarnos de que los cristales del coche estaban subidos —llovía, mucho— y recoger todo lo que habíamos dejado atrás.
Hoy, mientras escribo estas líneas, ahí sigue el coche; auguro que el servicio no entrará en la póliza como asistencia en carretera y habrá que pagar un plus para que otra grúa más grande nos rescate el vehículo; después, ya veremos qué pasa. Quizá le toque acogerse a una jubilación anticipada; quizá tenga cuatro rasguños, pero no soy optimista al respecto.
Supongo que podríamos enfadarnos, con… algo. Pero no tiene sentido enfadarse con la vida. Puedes enfadarte contigo mismo, o con tu pareja, porque esta mañana al levantarte no quedaba café en el pote. Eso sí lo puedes controlar, y es una cagada de alguien, ¿pero que un coche patine? ¿hacer aquaplaning y caer por un barranco? Eso son cosas que no puedes controlar.
Minutos antes de que la pareja de policías que enviaron desde el pueblo se marchasen, me acerqué a casa con uno de los dos: estaba cambiando el seguro del coche y había olvidado la documentación en el escritorio; en otras circunstancias, eso es multa, pero imagino que se ha de ser muy cabrón para sancionar a alguien que acaba de volar por un barranco con el coche.
No se creían que estábamos enteros, que no nos había pasado nada, que no estábamos gritando, ni hechos un manojo de nervios… Supongo que cada cual reacciona de un modo, y yo, solo puedo hablar por mí, pero cuando vi todo lo que podía haber atravesado el cristal de la luna o con lo que podíamos haber chocado… simplemente agradecí la suerte, y tiré montaña arriba.
Abrí las puertas de la casa, y los perros salieron escopeteados al jardín; busqué los papeles del coche, y me sonreí por tener un segundo vehículo para poder movernos durante los próximos días. Además, sobre este otro coche, un jeep Grand Cherokee del año 2003, me enteré por terceros de una historia que, justo ayer, no podía quitarme de la cabeza. Después de comprarlo, el gestor le dijo a uno de mis hermanos: «¿Sabes? Tu hermano y su pareja son gente feliz: no es que se conformen con poco, es que no necesitan mucho para vivir.«
Supongo que eso me vale. Me gusta. Si algo tiene que pasar, pasará, pero que nos coja haciendo aquello que queremos hacer, viviendo como queríamos vivir, y ocupados siempre en lo que nos interesa a nosotros, y no trabajando para los sueños de un tercero.
Ah, por cierto, también vino el cristalero: sin avisar; le vi a lo lejos, atizando al claxon frente a la casa, mientras esperaba recoger una muestra de un vidrio que se agrietó hace un par de semanas.
La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas.
Jack Kerouac
Ojalá pudiésemos volver atrás y visitar, de nuevo, algunos instantes de nuestras vidas. Hacerlo de un modo real. Recordando exactamente cómo olía su pelo la primera vez que la besaste, o cómo te sentiste, por un segundo, aterrado, muerto de miedo, en la otra punta del mundo, rodeado de gallinas que picoteaban maíz y cortezas de sandía. Cuando, de niño, discutían tus padres, apasionadamente, y todo era un auténtico vórtice de desconcierto; o desaparecían los mayores y mirabas hacia arriba sin entender por qué el resto fijaba la vista bajo sus pies.
Una de las condenas más trágicas del ser humano es poder evocar habiendo olvidado tanto; y ni tan siquiera contar con la necesidad. Estar programados para rellenar esos huecos, para inventar, para hallar una solución cómoda y sencilla frente al olvido.
Si la hipertimesia es un castigo inmerecido, la forma en la que se adormece nuestra psique minuto a minuto no es un camino de rosas. Alrededor, todo cambia; tú cambias. La crisis de los treinta, de los cuarenta, de los sesenta, es el olvido de tu yo, de quién eras, y de la culpa intrínseca que recae en cada uno de nosotros.
Al menos, de esto último, estoy convencido. Por eso camino, aunque a veces tenga que hacerlo solo. Quiero ser uno de esos escritores caminantes sobre los que leí: Breton, Thoreau, Sebald, Kerouac… Reencontrarme con las historias que me componen en soledad; criticar, plantear, razonar y discrepar a cada paso; voltear mis propios argumentos contra mí, e incluso olvidar todo por un instante.
Al visitar Mallorca, recordé todo esto frente a otro gallinero, no el americano que encabeza estas líneas, sino aquel que vi diariamente durante tres años, y que, a menudo, fue mi refugio al volver de caminar, o al buscar un momento de destierro dentro de mi propio retiro. Después, alguno de los perros se coló por debajo del enrejado y me mató a las gallinas, y fue un duro golpe.
Pensé, no obstante, en la fábula del escorpión y la rana, y percibí también hasta dónde alcanzaba mi error al haber leído mal la naturaleza de los perros, de los gatos, de las gallinas, e incluso de mí mismo. Entonces, recogí sus cuerpos, y los llevé hasta el contenedor que había en la entrada del pueblo, yo solo; me senté otra vez en el gallinero, vacío, y lloré por entender un poco mejor todo aquello que nos rodea.