Los seres humanos pensamos con los pies

Breton, Thoreau, Sebald, Kerouac… Ellos lo sabían: los seres humanos pensamos con los pies. Esta frase no es mía, se la he robado a un redactor de El País que escribió un buen artículo acerca de escritores caminantes. Caminar es el germen de aquel viejo consejo que ya es cliché: ¿quieres escribir? ¡pues sal a hacer cosas! ¡Ay, si salieras a vivir más! ¿Es cierto? Dependerá: en la otra orilla están Proust, Salinger, Harper Lee, Thomas Pynchon, Hunter S. Thompson… ¿necesitaban ellos hacer cosas para escribir?; ¿vivía su escritura de ideas y recuerdos? ¿Qué puede más? ¿El hacer o el imaginar?

Dicen que José Saramago nunca escribía más de dos páginas al día. Sus jornadas de trabajo eran largas, aun así, pero no gastaba demasiado papel. Se ponía frente a la máquina de escribir y tecleaba un par de folios sin prisa. También el escritor Josep Pla se lo tomaba con calma: cuando se atascaba buscando un concepto, mandaba a tomar por culo la inercia narrativa y se liaba un pitillo pensando qué palabra faltaba por ahí. No es ningún secreto que Javier Marías se hace pajas mentales intentando no perder el ritmo narrativo —y eso se traslada a sus novelas de maravilla— o que Juan Marsé no trabaja nada como los inicios de sus novelas, en los que se obliga a recoger la esencia de toda la historia.

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El río Besós a la altura de las casas baratas del Bon Pastor (Barcelona, 1929).

Yo no he podido escribir todo lo que he querido este año, pero sí he podido conocer mejor mi propia escritura: algo es; un consuelo pa’tontos, pero algo es. Sé, por ejemplo, que para escribir tengo tanto que hacer como imaginar, pero sobre todo hacer: moverme; si quiero llevar una escena sobre el río Besós, tengo que ver ese río, u otro río, y poder imaginar y describir esos mojones como submarinos de grandes de los que hablaba Pérez Andújar o esas riadas de octubre que, en otro tiempo, hubiesen mandado a tomar por culo los pisos de los charnegos de Badalona (ahora ocupados por inmigrantes chinos y árabes). Debo tener tiempo para pensar qué decir, que parece una obviedad, pero no lo es: porque no es sencillo escribir siendo pobre; porque la vida literaria siempre fue para los ricos, que son aquellos que pueden conjugar, sin grandes esfuerzos, tiempo y talento. Hay que tener tiempo para desarrollar ideas y para tirarlas a la papelera sin piedad, y salvar retazos, y construir historias, y sacar brillo, y que reluzca. Pero todo lo anterior es nada si uno no se toma el tiempo de consumir —siempre en papel— las vidas de otros.

Cuando palmó Umbral, que me parecía un tipejo horrible y un lector inconmensurable (pero de eso ya hablé), los magacines y la prensa se hicieron eco de aquella locución latina del pienso, luego existo trasladándola al consumo, luego escribo; y jamás a la inversa. Lo que pasa es que se nos olvida, o no hay tiempo —ya lo he dicho por ahí arriba— o está Netflix subiendo más y más series. Hay quien la caga creyendo que leer no es trabajo, sino el hacer, pero, de un modo u otro, leer también es parte de ese caminar. La escritura no es más que un destilado de las letras de otros: la traslación del recuerdo a la actualidad a través del presente en Patria, la perfecta ejecución de un inicio que obliga a seguir leyendo en Superviviente —y en la mayoría de novelas de Chuck Palahniuk—, el adentrarse en la mente del protagonista como álter-ego del escritor, el hablar con los muertos y cómo hacerlo con la puntuación que nos salga del cimbrel (o del horcate) entre imágenes certeras y ensoñaciones, y gaseosa en los oídos, con Marsé, y Chispa, y David, y el piloto del Spitfire…

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Detalle de Saturno (Peter Paul Rubens, 1636)

Los americanos saben mucho de todo esto: son la hostia en los inicios y creando imágenes potentes, como las de Jonathan Franzen, a quien apenas he leído, o David Foster Wallace, a quien empiezo a leer. ¿Quieres ver cómo late Nueva Orleans entera al ritmo de los pasos de un gordo antisocial? La conjura de los necios. Nosotros aquí teníamos La colmena de Cela, pero, al final, idolatramos El ruido y la furia, también con razón; igual que hacemos con la mayoría de historias de Gabriel García Márquez, que nos enseñan cómo apuntalar el inicio de una historia desde aquella muerte anunciada. Y, a partir de aquí, toca despiezar el mecanismo que nos obliga a seguir leyendo y a adentrarnos en la construcción del mundo. Como lectores, porque no podemos hacer otra cosa; como escritores, porque tenemos la obligación de arrancarle las tripas a ese cosmos y devorarlo sin prisas, con el anhelo de que una parte de todo lo allí presente germine en nuestro interior.

Cuentos que hay que leer

La semana pasada me estuve muriendo de un resfriado (idiota) de verano. Pero que me estuviese muriendo no iba a evitar que fuese a la última clase de novela en el Laboratori de Lletres. Allí, entre moco y moco, nos recomendaron diez cuentos —que resultaron ser once— de esos que hay que leer, porque molan, porque enseñan a escribir, porque han hecho historia.

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Ernest Hemingway (1899-1961) de juerga.

Hoy, no tengo mucho más que decir, en realidad: ya que los tenía que recopilar para mí, aquí quedan para todos y todas.

Será mi gesto altruista de la semana…

El nadador, de John Cheever (1912-1982)

La noche boca arriba, de Julio Cortázar (1914-1984)

Las ménades, de Julio Cortázar (1914-1984)

Invasió subtil, de Pere Calders (1912-1994)

La noche de Jezabelde Cristina Fernández Cubas (1945)

Los asesinosde Ernest Hemingway (1899-1961)

La tristezade Antón Chéjov (1860-1904)

Catedral, de Raymond Carver (1938-1988)

Punto de vista en Manual para mujeres de la limpieza, de Lucía Berlín (1936-2004)

Un día perfecto para el pez plátano, de J. D. Salinger (1919-2010)

El avión de la Bella Durmiente, de Gabriel García Márquez (1927-2014)

Esa sensación en la nuca

Te has calmado. Bebes poco; trabajas, en algo; pero se te escapan las ideas. Mientras, llenas los días con cosas que no quieres hacer.

Tienes pareja; y ella y tú no sois el problema: os lleváis bien; todo es la leche, aunque aún era mejor cuando la gente no os decía todos los pasos que esperaban que siguierais.

Te levantas, trabajas, vas a comer, sacas al perro. Después intentas darle vueltas a qué hacer; o prescindes de ello, y miras hacia otro lado, hasta que cierras los ojos; y repites.

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Al ver el grafiti, alguien preguntó: «Cuando se acaben los árboles, ¿cuál será su dieta?«

El perro ladra, y te preocupa que el perro ladre, porque estás haciendo cosas; estás haciendo cosas que antes no te preocupaban en absoluto. Entonces suspiras. Pero ni tú sabes por qué suspiras. Quizá porque el perro se aburre, y no podéis salir a pasear. O porque ya son las once de la noche, y sigues con ese proyecto en mente. Ese, sí, el de la gran empresa, el de la empresa que te asegura continuar alzando tu propia infraestructura. Sigue leyendo «Esa sensación en la nuca»