La loba de Mel Capitán

Mel Capitán se suicidó. Un amigo aclaró más tarde que lo hizo por problemas personales, pero pocos tramperos se tomaron la molestia de leer o escuchar. Las amenazas vertidas por algunos (mal llamados) animalistas fueron combustible suficiente. Esta semana, de algún modo, vuelve a ser noticia, porque un tal Michel Coya —cazador acérrimo— mató a una loba junto a otros cinco compinches y le dedicó su cabeza como trofeo.

Está claro que hay gente que ve belleza en esa instantánea. La mayoría, no. La mayoría ve cómo la hermosura de ese animal se difumina en una foto esperpéntica que muestra a seis cretinos que solo saben valorar la vida a través de la muerte. Poco hay que rascar ahí: ni aceptarán argumentos ni parecen tener la capacidad o el interés por emitirlos; mejor no gastar saliva. Sin embargo, hay una frase que resplandece en el breve texto que acompaña a la imagen: «Compártalo amigo, somos muchos, cada vez más, los que damos la cara, somos muchos los que no olvidamos lo que le hicieron a Mel.» 

Melania Capitán (fotografía)
Una de las fotografías de Melania «Mel» Capitán que los medios compartieron.

Supongo que ni ellos mismos saben que lo primero es mentira desde los noventa, y minoritario en los últimos años. Para eso, hay que tener interés por abrir un libro o saber leer un gráfico, y, sobre todo, para no querer seguir viviendo en el país de la piruleta. Aun así, se entiende; se entiende que lo de Mel Capitán fue un «palo» enorme para el colectivo cada vez más pequeño en el que la mayoría se conoce: cualquier suicidio es una tragedia, y «todos» deberíamos hacer ese ejercicio de empatía de ponernos en la piel de sus amigos y conocidos, pero esto, no resta que al cazador medio también le pique mucho lo otro. La pérdida de la influencer. La bloguera. La hija pródiga del Jara y sedal. Y es lógico, porque ¿qué posibilidades hay de que aparezca otra rubia, de cuerpo atlético e influencia en redes sociales como imagen publicitaria del mundo de la caza?

Tan amigos todos, pero, entre animal herido y animal abatido, nadie parecía saber lo mucho que sufría esa chica para sus adentros, ¿verdad? Bueno, sobre esto, cualquiera que entienda cómo funciona la depresión y el suicidio, poco tendrá que decir. El suicidio es así, una realidad social: imprevisible, silencioso, veloz; y conscientes de que nadie debería tomar esta solución definitiva tan joven, sí podemos comprender por qué Melania, acostumbrada a respuestas letales y sin vuelta de hoja, escogió el cañón de un arma.

Eso sí, tampoco nos dejemos engañar. Las burlas, las críticas, las muestras de odio no son lo que llevaron a Capitán al suicidio: ella misma expresó, poco antes, su deseo y sus motivos a una amiga por teléfono —que no han trascendido— y otros tantos lo han confirmado. Se trata, simplemente, de los casi 4.000 que cada año se repiten en España, con la diferencia de que una parte —curiosamente, siempre la misma: la que tiene más sangre en su haber— ha decidido usar como arma arrojadiza. Por ello, cuando varias personas han —hemos— compartido en esa publicación la noticia que El Mundo dedicó a la cazadora solo han habido tres respuestas: el «no la conocíais», el insulto y el bloqueo o censura sistemática.

Seamos personas, respetemos el descanso ya eterno de cualquier ser humano, pero no seamos imbéciles, Mel Capitán es para el colectivo tan mártir como lo fue Adrián para los toreros. Hay que ser malnacido para reírse de la desgracia ajena, pero también hay que ser imbécil para tragarse que somos los demás quienes han alzado y aprovechado la situación para defender sus propios intereses partidistas.

¿Quién era José Antonio?

El cadáver de un hombre de cincuenta y ocho años descansa en su sillón de relax. Parece haberse dormido, despacio, sin prisas, mirando hacia una enorme pajarera donde se refugian un periquito y dos diamantes de Gould. Tomo asiento frente a él, y le propongo una partida de ajedrez, asumiendo el papel de la muerte de Bergman. No lo hago por cariño, pues no conozco a José Antonio Arrabal; electricista, enfermo de ELA, lector de premios Planeta. No sé nada de este abulense afincado en Alcobendas; solo lo que leo sobre él, e imagino. No sé nada de él; pero en el sofá aledaño, ese que tiene los cojines con forma de salchicha que también tenía mi abuela en casa, ya percibo una historia compartida.

—Lo has preparado todo tú solo —afirmo más que pregunto.

José Antonio sonríe, cómplice; también cansado. Tiene el DNI en la mesa junto al historial clínico, el testamento, una carta al juez y algunos papeles; uno reluce sobre el resto, y grita: NO RCP. No reanimar. Grita en silencio, pero lo hace muy alto por su libertad, como todos esos héroes anónimos que esperan su momento.

José Antonio Arrabal
Fotografía de José Antonio Arrabal junto a un perro.

Quedo en silencio a su lado. Le dejo hacer. Coger los frascos, hacer las mezclas, no dudar ni por un instante; o solo uno, un segundo de incertidumbre que busca ese milagro que no existe, pero con el que los enfermos sueñan hasta despiertos. Después, José Antonio se pone a degustar Ofrenda de la tormenta, el tercer volumen de la Trilogía del Baztán; una historia que, para él, no tendrá fin, que terminará de forma abrupta, con un fundido en negro. Quizá Arrabal sabe que las mejores historias no tienen final; y si lo tienen, nunca es aquel que imaginábamos.

Desde el asiento contiguo, hablo con un José Antonio de ficción que no puede escucharme. Le explico que mi padre también se llamaba José, y Antonio, que también luchó contra una enfermedad terminal, y que murmuró sobre un viaje solo de ida hasta Suiza; que, al final, nos pedía la muerte —una que no podíamos darle—, y que tampoco le dio el Estado, sino una aguja colmada de reproches.

A José Antonio le han matado, por partida triple. Y eso es mucho más triste que el ir a morir. Le han matado obligándole a despedirse del mundo a solas, sin su familia al lado, sin una mano amiga; por miedo a leyes idiotas, y a gente idiota. Le han matado antes de tiempo, robándole días, semanas o meses, negándole un tiempo que aún podía intentar disfrutar con los suyos hasta el suicidio asistido; y sobre todo le han empujado al suicidio, y le han vuelto a matar, una vez más, con unas pastillas que mezcla en un vaso y una breve despedida, un «adiós a todos» y un último acto libre al que acompañan algunos acordes de la canción  de Nino Bravo.

¿Quién era José Antonio Arrabal? Él mismo te responde en su vídeo: un electricista de Alcobendas con esclerosis lateral amiotrófica. Solo era él. Un hombre. «Pero mañana podrían ser tus abuelos, tus padres, tus hermanos, tus hijos, tus nietos, o tú.» Piénsalo, concluye; él ya no puede.


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