Y también ser heroínas

Y también ser heroínas es el vigésimo séptimo relato de mis 52 retos de escritura para 2017. Pero es mucho más: es un grito contra el machismo y la violencia que muchos malnacidos y malnacidas creen que sigue siendo una opción. #NiUnaMenos

Julia se sentía morir por dentro a cada instante. Sentía el líquido blanco mojar sus bragas y gotear contra el suelo. Sentía las muñecas amoratadas y doloridas; las lágrimas secas y la hinchazón de sus ojos. Se sentía sucia, y rota, y no se sentía ella: lo que sintió aquella noche, lo sintió todas las noches.

En esa marabunta de pensamientos que la acorralaban como hizo aquella cuadrilla de fieras en un callejón, ella ya no era ella. Cuando se hizo realidad, cuando se sentó a testificar por primera vez en comisaría frente a dos policías que también odiaba sin saber cómo no hacerlo, se sintió deshacer desde el interior, licuarse a sí misma, desaparecer. El mundo dejó de ser el mundo, y se convirtió en un lugar que se alejaba tras una pantalla, pero ya no era mundo: había expirado el color, y mostraba su cara más negra.

En los meses siguientes, su vida terminó de derrumbarse: su novio la dejó: no sabía encajar algo así (¿y ella?), su familia…, ¿qué podía hacer su familia? e incluso el suicidio solo remitió un nuevo fallo: otra imperfección. Mientras tanto, mientras se deshacía, mientras moría en vida y se llenaba el estómago de somníferos, el juez vio pruebas suficientes para encarcelar a sus cinco verdugos. Estos y sus cómplices le enviaron un detective privado nada más salir por la puerta de su casa; nada más sonreír tímidamente, u olvidar, por un instante, que había sido víctima. Querían conseguir pruebas tras una cerveza, una sonrisa o un chico que la cuidara; querían salvar sus asquerosos culos. El egoísmo en estado puro; el egoísmo que viola en grupo a una chica de dieciocho; el egoísmo que pregunta por qué habló con ellos entonces, por qué no opuso más resistencia, por qué había bebido: por qué.

Soy la mujer de mi vida

Julia sabe lo que es el miedo; no puede empatizar, no con ellos, no ahora, quizá nunca, pero sabe que esa estúpida pregunta es fruto de ese miedo que se percibe frío, como un espasmo de incertidumbre en la columna, un miedo tan atroz que ni las bestias merecen sufrir: ese miedo que le insertaron a la fuerza en un portal de Pamplona; antes de violarla, mientras la violaban, por siempre jamás.

Y aun con ese miedo, Julia camina firme meses después en el Tribunal de Justicia; y quizá por ese miedo responde fría y certera a todas y cada una de las preguntas. No es cuestión de ser una heroína para el pueblo, ni de dejar atrás lo que ocurrió (eso nunca sucederá), sino de encontrar algo de paz en nuestra imperfecta justicia. De alcanzar cinco condenas ejemplarizantes que trabajen, de veras, para mitigar una parte del mal que corrieron a hacer la semana en que bestias más nobles habían muerto en el ruedo; y de un precedente que, poco a poco, se convierta en la senda que degüelle el machismo y la violencia. Quizá es soñar aún, pero compartir este ideal mantiene viva a Julia, y a todas las mujeres, a las que temen, y a las que son violadas, asesinadas o agredidas. Mujeres que solo son mujeres, y, en este puto mundo, también son heroínas.

Vida nueva

‘Vida nueva’ es el primer relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Sobre El Oso y el Madroño, a escasos metros de la intersección entre las calles del Sol y de Alcalá, la silueta de un ser, que son dos, se presenta a la noche. Se sostiene, casi sin fuerzas, asiendo con rabia uno de los balaustres para no caer contra el suelo, o peor. Escucha los cuartos, las campanadas, las felicitaciones de Año Nuevo, y, antes de volver al sombrío interior de la vivienda, sonríe al cielo nocturno de Madrid.

Hay un sofá de rayas blancas y beige contra el que se lanza de espaldas. Frente al mismo, la retransmisión televisiva se entremezcla con el bullicio y la fiesta que se escucha en la calle. Gritos de alegría para dar la bienvenida a un año más, y, entonces, solo entonces, cuando nuestra protagonista puede ser tenue partícipe de la felicidad que se respira, se echa a llorar desconsoladamente durante minutos que parecen arrastrar el recuerdo de los meses y los años.

Relato #1 - Puerta del Sol (Nochevieja; Año Nuevo)

Cuando no quedan lágrimas que derramar en el lino del mueble, se incorpora con dificultad y observa por un instante la mesa de comedor. Está vestida con un mantel navideño, y servilletas a juego, las copas para el agua, el vino y el champán resplandecen, y las veinticuatro uvas, ya preparadas, sin piel ni pepitas, coronan el centro de un reguero de platos: cabrito rebozado, jamón de jabugo, tortilla de patatas, timbal de marisco… A un lado, los platos sucios sin recoger de todo un banquete contrastan con el otro, donde ese pastel de mar no se ha movido un ápice del plato, y tampoco las chuletas rebozadas, ni la tortilla, ni el jamón.

El primer detalle que, más tarde, conmueve al detective encargado de la fase de planteamiento y ejecutiva son las copas de espumoso: una a medio vaciar, la otra todavía impoluta. Para rastrear el origen, volvemos a la habitación al paso de la medianoche; entonces, el champán sigue en el suelo, derramándose en la alfombra persa que se encuadra bajo la mesa de comedor. No muy lejos, el olor a fosgeno y ácido clorhídrico del cloroformo casero explica otro fragmento de esta historia que termina en Nochevieja, junto a la cuerda de nylon de la silla, y el paquete de bridas negras y la mordaza roja en la frontera del salón con la habitación de matrimonio.

En el suelo, boca arriba, el cuerpo inerte de un hombre corpulento de mediana edad duerme por siempre jamás. En su abdomen, se alojan tantas puñaladas como gritos y felicitaciones se han podido oír en la Puerta del Sol, y quizá más. Para ella, la indefensión y la fragilidad tampoco han supuesto un escollo. Esta vez, no.

Observa una última vez la escena, y se sirve una copa de champán, ya caliente, que sabe amarga, y también a victoria. En seguida se pierde en la habitación de matrimonio con cientos de fotos del hombre que ha yacido allí, y ahora yace donde realmente merece, y se exige no reparar por más tiempo en ese cuarto repleto de lágrimas, de gritos, de lubricantes, y dildos, y de una cámara profesional para encuadrar cualquier escena a imaginar. Solo abre el armario y se desnuda frente a un espejo de pie, examinándose todas y cada una de sus heridas: muchas no pueden verse, pero siguen ahí, y seguirán; coge uno de los deseos hechos tela que allí se ocultan, el de Lolita, y se cubre con dolorosos recuerdos una vez más.

Por último, acuna su abultado vientre con repulsión y clemencia por un hijo del odio y del martirio al que, se sepa o no, siempre mirará a los ojos con lacerante ambivalencia. Cierra la puerta tras de sí. Una tras otra. No sabe hacia dónde dirigirse, pero sigue caminando, más y más lejos de aquel piso, de los gritos, de la fiesta, de Madrid. En dirección a un año nuevo. A una vida nueva.