La catana o katana es un sable de acero de hoja curva, y, como tal, tras su elaboración en hornos que alcanzan los novecientos grados Celsius, su empleo marcial viaja a través del corte, no de la estocada. José Rabadán no sabía esto, y quizá tampoco lo sepa hoy. Su interés por Oriente estaba sesgado: Bruce Lee, los shuriken (estrellas ninja) y los sables, que él creía espadas. Por eso rompió el arma, atascada contra la cabeza de su padre, que ya dormía por siempre, mientras la sangre brotaba a borbotones empapando la solitaria cama de matrimonio; o de su madre, que moría con la hija, acuchillada por el machete de José en el tórax y en los brazos; ella se había intentado defender, la niña lloraba: no quería morir, y la escenografía señalaba, según los expertos, cómo el traslado de los cuerpos hasta el baño se había hecho imposible.
El canal DMAX estrenó el diciembre pasado una suerte de true crime sobre el Asesino de la Katana, y lo peor de todo, es que se comprueba que ni el sobrenombre es acertado. Rabadán abandonó la casa, intentó llegar hasta Barcelona; avisó en dos ocasiones a la policía. Después, se dibuja el perfil del crimen en el suelo y, a su vez, también las acciones que se suceden y algunos elementos del contexto que parece ser que las favorecieron. No tarda en pinchar. En los testimonios, la policía se descubre como un cuerpo destinado a preservar más que a investigar; la prensa busca el titular que pegue el petardazo, el forense advierte de las inconsistencias, y también los psicólogos y la fiscalía. Pero el crimen permuta rápido y acompaña la visión de José Rabadán, el asesino, que nos describe sus motivos, sus errores y, sobre todo, sus sesgos: la espada bajó sola, quería saber cómo sería mi vida sin ellos, yo temía a mi padre, y, también en paráfrasis, ellos me obligaron a estudiar cosas que no me gustaban. Los escasos testimonios de terceros apuntan en otras direcciones: parecía que la víctima en el juicio era él; no se han podido probar muchas de las teorías que la defensa ha presentado o, como se comenta varias veces, no tenemos la seguridad de que esté recuperado.
Poco a poco, lo entiendes; es morbo disfrazado de true crime. Por eso José Rabadán habla tanto. No es su culpa: claro que no. Si es un psicópata, como señalan algunas voces, no hay mayor refuerzo que la atención de todo un país; tampoco parece achacable al espectador, que no solo es curioso por naturaleza, sino que ni puñetera idea tenía de que iba a asistir a un programa de telerrealidad en el marco de un asesinato triple. ¿Y si no es un enfermo? Si no lo es, si cometió un error, si algo lo empujó a ello, sigue habiendo millones de personas detrás que lo miran, y escuchan, y atienden a sus palabras; no hay mayor consuelo que este: definir una nueva realidad. Pero el programa pifia, porque no se explica, o, por lo menos, no se explica bien. Se nos conduce hasta dos datos terribles: seis años de prisión por la muerte de tres personas, una investigación deficitaria y pobre —por lo menos, escasa en recursos— y un final que casi roza el happy-end, el reinicio, la vuelta a empezar, en dos horas de metraje que parecen olvidar que tenían una obligación moral con el verdugo, pero también con las víctimas.
El documental Yo fui un asesino puede verse en la plataforma DPlay en línea.
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