Las pequeñas cosas que mueren

En la salida 4 de la Ronda de Dalt, hay un ramo de flores y una calabaza. Siempre que voy a ver a mi madre, pongo el intermitente, cien o doscientos metros antes, y pienso: se lo tengo que contar. Llegó a su casa, y ya se me ha ido de la cabeza. En parte, por esto, he decidido hacer una pequeña columna sobre el tema.

Supongo que (a mí) me sorprende porque soy un tío curioso: de crío, era el típico niño que da por saco con el «por qué esto» y «por qué lo otro». Donde está la calabaza, hace un par de meses había más ramos, y una señal horizontal vencida y, delante, otra provisional, de peligro. Imagino que alguien —un motorista— tuvo un accidente y chocó con esa señal; después, tras el entierro, la gente fue a dejar flores donde falleció, pero hoy solo alguien especial, o un pequeño grupo, sigue acudiendo a la cita. Deja, o dejan, flores y una calabaza, quizá porque era un mote cariñoso, quizá porque le gustaba la crema de calabaza. Eso no importa al mundo, pero, para alguien, estoy seguro que se hace un mundo.

Un ramo y una calabaza

Son las pequeñas cosas las que nos definen. No es casualidad que allí, debajo de la nueva señal de ceda el paso, haya una calabaza y no solo un ramo; o haya una calabaza, y no  una nuez, o una manzana junto a las flores. ¿Qué es lo que más nos cuesta superar cuando alguien desaparece? Diría que es el hecho de entender y aceptar que hay que decir adiós a muchas cosas, que toca hacer un ejercicio de empatía (cagarse un poco en Epicuro y en aquel pobre consuelo del cuando yo soy, ella no es) y entristecerse por lo que esa persona ya no es capaz de sentir.

También hay siempre algo más egoísta, algo más personal.

Esa otra cosa es el decir adiós a las pequeñas cosas.

Esas cosas que le hacían único.

Esos rasgos, rarezas, pasiones que se habían construido y organizado en un ser y que jamás volverán a juntarse del mismo modo.

Esas cosas son las que (también) se van con la persona.

El hecho de saber decir adiós a todas esas pequeñas cosas es el luto más duro, porque, primero, se van con la persona; después, de nuestra conciencia, y, finalmente, quedan en un vacío tal, que ya no importa que hayan o no hayan existido; excepto para nosotros. Esa es la última muerte del que parte antes, la muerte que espera a la propia en la inexistencia.

Y supongo que, algo así, es lo que le quiero contar a mi madre cuando veo la calabaza debajo de la señal de ceda al paso, pero quizá es bueno que, al aparcar, lo haya olvidado; porque tampoco veo tanto a mi madre, porque tampoco nos vemos tanto; todos, nadie, en general. Y yo, por casa de mi madre, suelo pasar a merendar, que no es buena hora para la filosofía.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *