La manta no estaba al revés

Hace años, mi madre me regaló una manta por Navidad. Es una de esas mantas que, por un lado, tienen una tela velluda y, por el otro lado, son lisas.

Una vez, ese trozo de tela fue la caja de Pandora.

Yo veía lógico que la parte peluda quedase por encima —o sea, sin contacto contigo— y la parte fina, o lisa, nos tapase. En realidad, no había una razón realista: como con lo del papel higiénico al derecho o al revés. No obstante, en mi cabeza, tenía sentido que la parte más «estética», la velluda, quedase a la vista; a grandes rasgos, ese era mi planteamiento. Las réplicas tampoco me convencían: por ejemplo, que la parte velluda calentaba más y, por esta razón, debía estar en contacto contigo.

Primero, fue mi exmujer quien no estuvo de acuerdo. Se dedicaba a darle la vuelta e incluso defendía esta idea a capa y espada. Cuando me harté de pelear por algo que me resultaba estúpido, dejé de dar la vuelta a las mantas que me encontraba del revés (a mi modo de ver, claro).

Cuando me divorcié, la manta volvió a la posición original: lo peludo por fuera, lo liso hacia dentro. Pero no tardo en volver a suceder, te lo juro.

Me pasó lo mismo con varios ligues y parejas. Me parecía incluso obsceno ver el cuerpo desnudo de mi rollo del momento dar la vuelta a la manta o metiéndose con si dejaba la manta del derecho o del revés; con alguna, incluso me enfadé, aunque la chica no tuviese la culpa de las discusiones anteriores que traía la mantita de los cojones.

Mis mantas, en mi casa, se ponen como a mí me da la gana.

Después de reiteradas parejas —de una noche, o de una semana, o de un año, o diez— que, gota a gota, debilitaban mi defensa, dejé la manta del revés. Fíjate en la ironía de todo esto. Cuando me volví a comprometer con otra persona un poco en serio, ella me riñó, sin entender por qué me empeñaba en colocar la manta del revés, e incluso en darle la vuelta. Sin darme cuenta, ella había estado colocando la tela como yo lo hacía en otra época y yo, sin advertirlo, le había estado dando la vuelta. Me di cuenta, y me empecé a reír; ella debió pensar que yo era un poco gilipollas.

También se me ocurrió que, quizá, esa manta era un poco como el zapato de la Cenicienta, aunque no crea mucho en cuentos de hadas, es bonito ver cómo algunas cosas encajan. Aun así, lo más probable es que no sea nada de lo anterior y que la lección que tenía que aprender ahí es que que mis mantas, en mi casa, se ponen como a mí me da la gana.

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