Artículos de opinión y humanidades, o cápsula del tiempo contra la invasión zombie.
Categoría: Cine, TV y medios audiovisuales
Series de televisión, películas y videojuegos desde una visión y una narrativa transmedia. O sea, esa nueva estética que surge de hacer un batiburrillo con lo que tenemos a mano.
Estos días me he estado viendo, sin prisa, The Starcaise (HBO, 2022). Una miniserie basada en un posible crimen cometido en Carolina del Norte y protagonizada por actorazos de la talla de Colin Firth o Toni Collete.
A lo largo de ocho capítulos se narra la historia de la familia Peterson, con miembros de hasta cuatro familias que se vinculan con las distintas historias de amor que vivió el novelista Michael Peterson entre EEUU y Alemania hasta casarse con Kathleen, en 1996.
Paso de hacer destripes de ningún tipo, si bien es importante entender que es una serie dramáticabasada en el documental de Jean-Xavier de Lestrade (Soupçons, 2004), por lo que puedes recoger mucha información del caso a través de otras fuentes, o en la Wikipedia mismo.
Un puzle de ocho horas
No obstante, te recomiendo que no lo hagas: por dos razones. La primera es que vale la pena dedicar ocho horas y armar tu propio puzle. Los hechos presentados, a veces, se han tildado de inexactos, pero, a diferencia del juicio, aquí no importa demasiado. La segunda, en cambio, es algo más personal, y es que creo que ya eres mayorcito (o mayorcita) para seguir esperando que te sirvan la verdad tal cual. Esta lección, The Starcaise, la exprime a fondo, revisando todos los recovecos del sistema judicial americano y, en realidad, del propio concepto de justicia.
¿De qué trata The Starcaise?
La cosa va así: la madrugada del sábado 9 de diciembre de 2001, Peterson llama al servicio de emergencias porque su esposa está gravemente herida. Cuando llegan los paramédicos y la policía, la mujer ha fallecido y la escena presenta signos de un posible asesinato y aquí… empieza una historia en la que se conjuga la presunción de inocencia, las apariencias y los secretos e intereses enfrentados de una familia fragmentada. Si te pica la curiosidad, y te gusta el género, dale una oportunidad.
Por fin pude ver Rifkin’s Festival (Woody Allen, 2020). Tenía muchas ganas. ¿La disfrute?, supongo que sí, pero no funciona. Me reitero en lo que pensé, pero no dije, de su anterior filme: una vez más, las inquietudes —y nostalgias— del director de clase alta neoyorquina se intentan generalizar y, bueno, hace aguas la cosa. Quizá nunca funcionó (como creíamos sus adeptos), pero hoy es más evidente, si cabe. Su cine ha ido perdiendo peso. No solo por las franquicias de superhéroes, que tanto odian (con razón) Scorsese, Spielberg o Allen, sino más bien porque estas historias no reflejan el sentimiento de una época.
Rifkin’s Festival, una sociedad que no existe
Las películas de Allen representan una sociedad que ni tan siquiera existe, una suerte de espejismo que plantea cómo sería la vida sin preocupaciones, donde los personajes pueden dejar el trabajo y lanzarse a estudiar a los cuarenta sin un duro en la cartera; donde si quieren viajar, viajan. Son griegos y romanos de clase alta hace 3.000 años, pero aquí, y ahora, y con Nueva York siempre presente. Todo ello es inverosímil en un mundo globalizado, neocapitalista y un sistema que se alimenta de los anhelos de miles de millones de personas para enriquecer a unas cuantas decenas. La cuestión es que, si la historia tiene tirón, te la cuela —Blue Jasmine, Irrational Man, Whatever works—; si no, no. Y ha habido aciertos, muchos, pero ya no atina: no arriesga.
Woody Allen, Shawn Wallace y Elena Anaya durante el rodaje en San Sebastián, ciudad que no sale muy favorecida en la película. Una sensación agridulce, como la ciudad condal en Vicky Cristina Barcelona.
Ni grandes diálogos, ni grandes homenajes
La película no tiene grandes diálogos, como podría ocurrir en su edad de oro o en títulos modernos como Todo lo demás. Homenajea a clásicos de altísimo nivel (Kurosawa, Bergman, Buñuel, Truffaut, Fellini…), pero sin sorpresas. Lo hace siguiendo una línea argumental difícil de creer, además, y yo diría que repite por no estarse quieto: Wallace Shawn es el enésimo álter-ego de Allen, y ahora, ya suena y hasta huele a masturbación mental.
Estas semanas he vuelto a ver Seinfeld. Creo que puse Netflix, me enganché unos días a los primeros episodios de Comedians in Cars Getting Coffee; me desenganché a media temporada, y volví a reencontrarme con la sitcom por antonomasia, again. Como no vengo a hablar de la serie en sí misma, solo mencionaré dos cosas igual de inquietantes, lo viejo que ha sido siempre Jason Alexander (o lo joven: no sé), y lo buena que es Julia Louis-Dreyfus como actriz.
La cosa es que, a golpe de repetición, como pasa con Los Simpson, hay capítulos que se te graban: el sopero nazi, el del bolígrafo de Jack Klompus, el del póster de George medio desnudo, el del detective de la biblioteca… Muchos. ¿Mi favorito? Creo que The Opposite,donde George hace todo lo contrario a lo que haría y las cosas le van a las mil maravillas (¡incluso le fichan los New York Yankees!), pero es que, si por mi fuera, Seinfeld sería más Constanza(s).
Los protagonistas de la serie: Cosmo Kramer, George Costanza, Elaine Benes y Jerry Seinfeld.
Aun así, no me acordaba del final. Algo me sonaba, que la novena temporada pegaba bajón, pero no cómo terminaba. Y va un spoiler ahora. Arrestan a la cuadrilla, riéndose de un chico gordo y son encarcelados y llevados a juicio con posible pena de prisión. La serie se saca de la manga la ley del buen ciudadano y, con esta excusa, se arma un juicio de tres pares que concentra en un pueblo —Latham, Albany— a los principales secundarios de la serie: las parejas, el sopero nazi, el abogado de Kramer, las familias, y… ¡Newman! El capítulo en sí mismo es un refrito con cierre, pero vamos a dejarlo pasar, porque lo que me sorprendió fue otra cosa.
Buenos chistes, malas personas
Jerry, George, Elaine y Kramer son malas personas. Los cuatro. Son muy malas personas, en realidad. No por haber dejado que robasen a un señor bien rollizo sin hacer nada, sino que le han grabado, se han reído de él e incluso se han sorprendido, porque tampoco son conscientes de que son malas personas. Esto… no gustó. Me imagino a la gente de los noventa, explotándoles la cabeza. Pensando: «Si son misóginos, homófobos, egoístas, vanidosos y rencorosos… ¿qué dice eso de mí como espectador?, ¿por qué les he estado riendo las gracias?»
Episodio 2×11: El restaurante chino
Si Elaine arruina al sopero nazi cuando este le regalaba un mueble a Kramer; si Jerry provoca que un inmigrante paquistaní tenga que volver a su país deportado, y se la suda; si Elaine va a comprobar si el posible rollo de Jerry tiene las tetas operadas… Y si has visto la serie, empiezas a caer en situaciones: las langostas de Kramer, todo quisqui hablando sin interesarse mínimamente por los demás, George alegrándose de la crisis nerviosa de Lloyd Braun, o totalmente indiferente ante la muerte de su prometida; en cada capítulo, hay media docena.
¿Es un buen final para Seinfeld?
En España, tenemos una palabra que les faltaba a los yanquis, porque los yanquis tuvieron muchas cosas, pero no a Valle-Inclán. Aquí nació el esperpento, porque solo un género literario como ese podía representar la realidad grotesca más castiza. Si los norteamericanos lo hubiesen sabido, no se habrían sentido tan mal. Seinfeld, como serie, es exactamente eso, y lo peor que se puede decir del final es que traiciona su propia esencia. Los cuatro eran malos, malos de pelotas, pero pasaban desapercibidos en un microcosmos con profesores de gimnasia sádicos, niños burbuja psicóticos o dentistas que se convierten al judaísmo para poder contar chistes de judíos.
Episodio 9×10: La huelga (Happy Festivus!)
Si nos ponemos moralistas, ¿qué sentido tiene castigar a esos cuatro? Parafraseando a Marge y al jefe Wiggum, se cumple lo del episodio de Marge, la Loca (Marge está loca, loca, loca, loca, BABF18). «¡Usted dijo que la justicia no podía ayudarme!», y contesta Wiggum: «Ayuda, no. ¡Pero sí castigo!» Ellos, y las personas de su órbita más próxima (los Seinfeld, los Costanza, etc.), no ven más allá de ese pequeño mundo, y demuestran que, fuera de las pantallas, algo así nunca podría funcionar.
Por algún sitio leí algo de que era una metáfora relacionada con una obra de teatro…
En cualquier caso, aunque Seinfeld siempre fue el que menos me gustó, me quedo con el de la serie, que el de la vida real parece más idiota: ¡no quiso darle un abrazo a Ke$ha! Es broma, pero me da en la nariz que sí que arrastra alguna crisis de mal envejecer, porque necesita fardar de coches cada cinco minutos, ¿no?
Queda algo pendiente, algo muy inquietante a lo que no puedo dejar de darle vueltas.
En 2018, Woody & Woodyganó el Goya al Mejor cortometraje de animación. Me llamó la atención desde el minuto cero, pero (tócate los cojones, ¡qué tío raro que soy!) no fue hasta este año que lo vi en Filmín —pedazo de catálogo se están haciendo en la plataforma, por cierto—.
El corto es el perfecto homenaje a un director, actor y humorista de trayectoria profesional envidiable (y he dicho profesional, para evitar líos); como curiosidad, además, se grabó con actores reales y, después, se le dio la vuelta a la propuesta a base de efectos de animación: no sé, a mí me hizo gracia, por eso te lo cuento. ¡Ah!, y ¡Joan Pera! Porque es normal que no quisieran hacerlo sin Joan Pera.
Woody & Woody (Jaume Carrió, 2017)
Woody & Woodyencara a la figura (pública) del cineasta adulto (treinta y muchos, cuarentón; no recuerdo) con la del anciano. Un concepto surgido, probablemente, de esa típica idea del «¡ay! lo que hubiera hecho entonces con lo que sé ahora». ¿Y qué hace el metraje? Pues traslada y encaja la idea en el mundo interior del neoyorquino. Así, en forma de diálogo imposible,aparecen los grandes temas de su obra: amor, muerte, sexo, religión, neurosis, Nueva York.
Pulsión de vida y pulsión de muerte
Por un lado, Jaume Carrió, el director, sabía que una historia así, por bien contada que esté, no da para un largo; por el otro, doce minutos se hacen cortos para todo lo que te aporta esta sucesión de frases mordaces, tristezas, medias sonrisas y nihilismo que podía ocurrir en cualquier bar del Upper East Side. No son los gags, que denotan que el guion lo ha escrito una seguidora acérrima de Allen (Laura Gost), ni el ambiente, ni la música, es todo eso, y también lo bien que están encajadas las dos perspectivas en el producto —la del joven Woody y la del viejo Woody. Dos formas de ver el mundo que conocemos por las películas: el viejo W mira la vida con más calma —por lo menos, de una forma más pausada, o con la resignación de las últimas décadas—; el joven W es más neurótico, sexual: enfrascado aún en las pulsiones y en Freud.
El universo Woody
Si te gusta como empieza Annie Hall (1977) o los pseudo-monólogos en los que Allen utilizó a Jasson Bigs o Scarlet Johanson, te gustará Woody & Woody. El corto es un ejercicio que, de algún modo, ha hecho mil veces el norteamericano: de primeras, me vienen a la cabeza, Todo lo demás (2003), Desmontando a Harry (1997),Maridos y mujeres (1993) o La última noche de Boris Grushenko (1975). En este caso, se hace desde una visión externa, de acuerdo, pero con un Carrió y un resto del equipo que saben encajar bien a Woody en el propio universo Woody. Esto parece una gilipollez; puede que dicho así, sea una gilipollez; y, aun así, es muy, muy complicado de conseguir.
La realidad es que ni él ni nadie puede enfrentar lo que fue, ni lo que será. Los personajes se preguntan: ¿Qué es esto?, ¿un sueño? Y el joven tiene claro que no soñaría con un viejo con prostatitis; y el anciano, a su vez, sabe que no quiere perder los años que le quedan pensando (demasiado) en lo que hizo y dejó de hacer. Aunque nadie diga nada, los personajes se saben personajes y cierran esa suerte de ejercicio narrativo conscientes de ello. El espectador disfruta de algo que es cine, y recuerda a cine, pero también es la esencia de ser humano. ¿Y qué es ser humano? Ni puñetera idea. Me voy a aventurar a decir que conversar con la pequeña historia, la propia, y la gran historia, la de todos.
La gracia es que Woody, igual que otras estrellas, también es un poco historia de todos.
Esto va de El método Kominsky, pero hay algo de contexto primero.
Los iconos de nuestra juventud se nos hacen viejos. Ahí está Clapton, Sprinsgteen, Rod Stewart: la lista siempre es demasiado larga. Le pasa a todo quisqui: le ocurrió a mi padre con Clint Eastwood, que pasó de ser aquel vaquero sin nombre al abuelete que tenía un Gran Torino en el garaje, o a mi madre con los Beatles, que se le fueron muriendo o apergaminando, como Paul McCartney y Ringo Starr,. Cuando llega el día, tragas saliva (porque la cosa también va contigo, ¿sabes?) y lo asumes, porque es lo que toca.
En el cine a mí me resulta más agrio y, si no, que se lo digan a Scorsese, a de Niro, a Pacino, a Pesci, despidiéndose de una época, dialogando con sus espectadores de toda la vida y hasta haciéndose arrumacos con la historia del cine y la de toda Norteamérica.
¿No iba esto de… Kominsky…? ¿qué tiene que ver ¿El irlandés?
Por todo lo anterior, uno a veces empieza a sentir nostalgia antes de tiempo: eso es lo que pasa con la nueva comedia de Chuck Lorre (El método Kominsky)y, de lo buena que es, ya te echas a temblar pensando en el día en el que se va a acabar o se nos muera uno de estos fenómenos. A mí, por lo menos, me ocurrió con The Big Bang Theory —aunque el tema del asperger superdotado sigue presente con El joven Sheldon para Lorre, Molaro y Parsons—, y eso que en 2007, cuando explotó el gran éxito de los «cerebritos» que volvían «trendy» la física, los juegos de rol inspirados en Dragones y Mazmorras y Star Trek, ni yo ni casi nadie esperaba que hubiésemos avanzado tanto y, ¡por fin!, nos lo pudiésemos pasar genial con gente de la que se reían los tipos guays de insti norteamericano, que eran todos quaterbacks, y deportistas, y tenían tupé, como Luke Perry o Zack Morris, pero más cabrones.
Chuck Lorre y El método Kominsky
Sin embargo, lo de El método Kominsky nos ha cogido en bragas. ¿Quién coño se iba a imaginar que iban a hacer una buena comedia sobre uno de los temas más tabú de nuestra sociedad? La vejez descarnada, la que no gusta. La vejez que no es madurez bien llevada, y sabiduría, y envejecer con la persona que amas, sino pérdida, sueños que nunca alcanzaste, una próstata de mierda (y Danny de Vito metiéndote un dedo por el culo), cagarse encima tras un infarto de miocardio, cáncer y fragilidad.
Vale, hay quien el año pasado vio la primera temporada y no le cuajó —para muestra, esta crítica en Espinof—, porque esa gente ve problemas en el lenguaje cinematográfico, echa en falta las risas enlatadas, le parece demasiado triste, o melancólico, o negro para encontrarle la parte cómica… En fin, típica gente que ¡ni puta idea tiene!, sobre esto que cada par de ojos mire, y piense, y juzgue: no hay que ser crítico literario para que te guste un buen libro; tampoco aquí uno tiene que haber ido a la Royal Academy of Arts para emitir su propio juicio.
En mi caso, me han enamorado las actuaciones de Michael Douglas y de Alan Arkin —y Arkin se come a Douglas, con patatas—. Los personajes principales (y secundarios), que son inaguantablemente verosímiles (no puede uno ser tan real, ¡joder!). Son personas que sienten y afrontan sus propios dramas como todos nosotros lo hacemos lejos de la televisión y el cine: con sarcasmo, humor negro, esperanza, patetismo.
Esta serie de la que me ha dado por escribir se traduce en un anciano que se inventa que ve a su esposa muerta y puede seguir charlando con ella porque, de no ser así, ¿qué sentido tendría seguir viviendo? ¿Podría superar la pérdida? Es un actor setentón con una próstata que le arruina la semana entera, pero se consuela pudiendo echar un casquete cada equis (triste consuelo para el follador mujeriego que ha sido toda su puta vida), alguien que cree haber empezado a madurar por fin (porque ya no tiene ganas de follar con veinteañeras, por… lo que sea que se invente para autoreafirmar su postura).
La serie son vidas individuales llevadas a un diálogo mucho más profundo, y humano, y universal consigo mismas y con todos los que las rodean. Ahí radicaba la grandeza de los mejores años de Woody Allen: Hannah y sus hermanas, Annie Hall, Manhattan, Maridos y mujeres, Delitos y faltas… Ahí estaba el secreto de Allen, que si lo piensas bien no era más que un Macguffin, pero servía a su propósito. Además, hay un nexo indisoluble, y hasta visible, que acompaña al actor cuando interpreta un papel en el que cree: en El método Kominsky uno casi puede tocar esa conexión entre persona y personaje.
¿Solo yo dudo cuando estos dos tipos deambulan en busca de una salida de hospital como péndulos humanos tras la muerte de Eileen?
¿Realmente se puede interpretar algo así?
Estoy convencido de que existe un punto de teatralidad y el resto es la propia vejez de estos dos fieras del cine y la televisión que se entremezcla en todas las escenas de esta serie que sigue dando que hablar.
Kominsky o la vejez de Chuck Lorre
Se nota, y se nota mucho, que El método Kominsky es la forma que ha encontrado su principal guionista (Chuck Lorre) de empezar a afrontar su propia tercera edad. Si lo hace Scorsese, pensará, ¿por qué no yo? Leía en Serializados las siguientes palabras: «A medida que te haces mayor, las cosas pasan muy rápido y te sientes como si estuvieras en un puerto viendo cómo un barco se aleja». Eso será, pero que ese barco tarde en desaparecer en el horizonte y, mientras tanto, que nos siga dando alegrías, y dramas, y buenas historias de las que hablar. Ahora que todo es The Witcher, y ¡qué coño! bien que hacéis echándole un vistazo (o cogiendo un par de libros de Sapkowsky), no perdáis la oportunidad de ver al mejor Douglas, al mejor Arkin, al mejor Lorre de toda su historia televisiva también. No todo va a ser fantasía oscura, que la vida en sí misma ya tiene bastante de tragedia, pero también de comedia.
Estos días me he vuelto a ver la quinta temporada de BoJack Horseman (Netflix, 2014), una sitcom de animación —a partir de aquí, todo es posible— sobre un actor de televisión que vive en Hollywoo(d). Él es un caballo; su mánager, una gata persa de color rosa; su álter-ego, un perro labrador, que también es actor. Por ahí está Todd, que es humano, pero el menos normal de todos ellos, y Diane, que es una escritora-redactora creativa de ascendencia vietnamita. ¿Y cómo es esto posible? En este mundo, conviven personas y animales antropomorfos, pero eso es lo más sencillo que su creador, Raphael Bob-Waksberg, nos tira a la cara para que digiramos o nos atragantemos: a menudo, parece que se la suda (y hace bien).
En BoJack Horseman los personajes evolucionan a través de la trama: algo a lo que no estamos acostumbrados en las series de animación. Tampoco es habitual que este tipo de series oscilen entre el drama y la comedia (o la tragicomedia), ni se atrevan a tratar temas tan profundos como el éxito y el fracaso, la necesidad de ser amado, las carencias afectivas de las personas, la búsqueda de atención constante. Todas estas cuestiones dan una profundidad a la serie que hace que valga la pena verla, pero, en realidad, yo he descubierto algo mucho más importante para aquellas personas que queremos aprender a contar una historia: ahí metidos hay verdaderos maestros de la narración, y voy a hablaros de algunos capítulos que lo demuestran, ¿vale? Por supuesto, hay mucho escrito sobre la serie, pero si queréis un texto que os convenza de que tenéis que ver este pelotazo de Netflix, leed este artículo de Ana Pacheco: Regodearse en la miseria, como BoJack Horseman. Por mi parte, yo os voy a hablar un rato sobre literatura…
BoJack… ¿qué?
Las dos primeras temporadas de Bojack son una especie de Charlie Harper viviendo la vida de Charlie Sheen (Dos hombres y medio, Chuck Lorre, Lee Aronsohn, 2003-2015). Bojack es una ex estrella de televisión; alcohólico, drogadicto, disfuncional. Gracias al éxito de su antigua serie, Horsin’ Around, Bojack puede mantener un buen nivel de vida mientras sigue sin reconocer sus problemas, su frustración, resentimiento y odio por sí mismo. Hasta aquí, todo es bastante más negro de lo que uno imaginaría para una serie de animación, ¿verdad? Bueno, esa parece ser la clave de su éxito. En cualquier caso, sobre las virtudes de la serie que te hable otro (u otra), para mí ya estás tardando en tragártela a palo seco, y con ansia, y ahora voy a hablar de los capítulos que me han dado una buena hostia en la cara (con [algunos] spoilers [pequeñitos], luego no llores: aunque intentaré no destripar más que lo estrictamente necesario) y me han enseñado cuatro cosas más sobre cómo contar una historia. ¿Te apuntas?
BoJack Horseman es una de las primeras series de animación en Estados Unidos con un hilo narrativo serializado, donde los sentimientos de los protagonistas evolucionan conforme avanza la trama. Will Arnett, actor de voz de BoJack, la ha definido de la siguiente forma: «La paradoja es que los animales protagonizan una comedia cruda sobre la condición humana y sobre una persona que no sabe avanzar (…) Parodiamos lo absurdo de este mundo interesado en las bajezas de los famosos. Es lo más dramático que he hecho. Raphael Bob-Waksberg y yo salimos de la grabación hechos polvo».
He recopilado diez capítulos que narran una historia (o parte de esta) de formas muy distintas entre sí. ¿Por qué diez episodios? Por nada en especial, porque son diez los episodios que más me han llamado la atención y más difíciles me parecen de construir y mover conforme a sus respectivas tramas. ¿Son mis capítulos favoritos? Algunos sí y otros no. Como pez fuera del agua, por ejemplo, ni tan siquiera me gustó demasiado, pero el final te da un buen meneo a la cabeza y, de paso, explica todo lo que ha ocurrido durante, y hay que reconocerlo: eso no es fácil de hacer.
Sinopsis del capítulo:BoJack, aún molesto por el libro que escribió Diane, le pide al señor Pinky Pingüino que le dé una semana para escribir una versión mejor. Al no poderse concentrar para escribir, pide ayuda al doctor Hu, quien le ofrece drogas para dejar fluir su creatividad. Sara Lynn y Todd deciden ayudar a BoJack, pero este termina en un «viaje» alucinógeno.
El cambio de narrativa en ese capítulo es uno de los primeros ejemplos para acercarnos a un Bojack sin filtros. Algo que apenas conseguimos como espectadores en la primera temporada debido al carácter del personaje (en BoJack odia a los soldados, BoJack Horseman, 1×02, somos testigos de la mala relación con su padre en un flashback), pero no es hasta esta experiencia a lo gonzo cuando podemos observar muchos de sus traumas: infancia, amigos dejados a un lado, sentimientos contradictorios hacia el señor Peanutbutter, el cacao mental entre lo que se ve de cualquier famoso y lo que queda detrás y, por descontado, guiños a un montón de cosas, desde los Peanuts hasta Dr. Who que nos recuerdan todo el tiempo que Bojack sigue siendo un dibujo animado: le quitan la línea de contorno, lo borran… En las pesadillas psicotrópicas, parece que todo vale, incluso jugar con la cuarta pared. Sobre el uso de la animación a favor de la narrativa, en Hablemos de BoJack Horseman: La autodestrucción y el miedo a la infelicidad (de la cuenta de YouTube Un Mapache A Prueba de Todo) se listan varios ejemplos de los que hablo.
Diane y el señor Peanutbutter caracterizados como dos personajes de Peanutsen el viaje alucinógeno de BoJack…
Sinopsis del capítulo:La historia se divide en tres partes que se enfocan en distintas visiones sobre la fiesta sorpresa de cumpleaños de Diane. Al largarse de la fiesta, Princess Carolyn intenta descubrir qué oculta su nuevo novio, Vincent; mientras tanto, el sistema operativo de teléfono de Todd se enamora del sistema operativo del teléfono de Princess Carolyn por un fallo en el software. BoJack y Wanda golpean a un venado mientras Wanda se dirige al bosque para ver si está bien y Diane y el Señor Peanutbutter discuten sobre si Tony Curtis está muerto o no y por qué demonios eso importa.
Este episodio se divide en tres historias distintas que nacen de un punto de partida que comparten todos los personajes, algo que no es una gran novedad (por ejemplo, Trilogía del error en Los Simpson, 12×18), pero que no deja de ser bastante difícil de articular y que quede como dios manda en la narración. Aun así, de las tres historias, lo más interesante es el uso de un recurso bastante complejo en forma de chiste que le cuenta Wanda a Bojack. El chiste en sí parece no tener sentido hasta que lo conecta con la segunda parte de otra historia que, a su vez, no parecía tener ninguna relación con la primera historia que le ha explicado un buen rato antes. Además, resulta un guiño hacia el espectador y hacia el personaje de BoJack (a veces las cosas buenas necesitan de tiempo, le dice).
El «chiste» de Wanda y el jardinero que siempre acertaba con la cantidad de abono.
Sinopsis del capítulo:Al volver a Hollywoo, BoJack se entera por parte de Princess Carolyn que la filmación de Secretariat terminó sin él cuando Lenny Turtletaub reemplaza al verdadero Bojack con una versión CGI. El caballo consigue dinero para el establecimiento del «Orfanato BoJack Horseman» como parte de una promesa que hizo en el funeral de Herb Kazzaz. Princess Carolyn y Rutabaga Rabbitowitz están cerca de abrir su propia agencia. Todd abandona la casa de BoJack para trabajar en el crucero propiedad del grupo de comedia de improvisación, donde al final termina descubriendo que se trata de una secta y es rescatado por su mejor amigo.
El equipo creativo sigue probando cosas nuevas en Mi hogar es el mar con un capítulo que empieza mostrando, en paralelo (pantalla partida en el episodio), el día a día de Diane y el señor Peanutbutter que están afrontando una crisis de pareja: Peanutbutter cree que su mujer está fuera del país y Diane se niega a admitir que ha fracasado otra vez. La construcción de esta escena inicial nos permite asistir a una narración no lineal mientras seguimos, a la par, las acciones de estos dos personajes. Sin embargo, la parte más divertida del episodio es aquella en la que Todd se une a un grupo de improvisación y, para escapar del crucero, debe vencer a sus antiguos amigos mediante la improvisación, una narrativa en la que BoJack participa a regañadientes para poder recuperar a su amigo. A ver si me explico, en este caso, BoJack no cree que lo que las acciones de Todd y los marineros improvisadores tengan sentido ni relevancia, pero les sigue el rollo aceptando ese «nivel ontológico de realidad» para poder largarse del barco con su colega y, a la vez, todo lo anterior se hace necesario para nosotros como espectadores para que avance la trama. Rebuscadillo, ¿eh?
Todd Chávez: «Tú no lo entiendes, si mueres en teatro improvisado, ¡MUERES en la vida real!» BoJack: «Este barco está lleno de imbéciles.»
Por descontado, pueden haber muchas otras muestras en las dos primeras temporadas que me he saltado o he obviado, pero se trata siempre de pinceladas o de pequeños ejemplos: del narrador protagonista al monólogo interior, de recursos como la elipsis, la paraelipsis, la anticipación, el suspense, el macguffin… Sin embargo, a partir de la tercera temporada, BoJack Horseman empieza a tener capítulos que consiguen cosas que series de televisión con muchísima más trascendencia (y no estoy hablando solo de series de animación) ni se han atrevido a soñar. Estoy hablando de episodios como Como pez fuera del agua, Estúpido desgraciado, La flecha del tiempo o Las novias del señor Peanutbutter. Junto a los tres anteriores, he escogido otros siete episodios que cree que enseñan más que cientos de horas de lectura y cine.
Sinopsis del capítulo: BoJack llega al Festival de Cine del Océano Pacífico, en donde se está presentando «Secretariat». En el lugar trata de encontrarse con Kelsey para disculparse por haber provocado su despido. Al mismo tiempo, BoJack trata de devolver a un caballito de mar bebé a su familia.
¿Qué ocurre si a una serie cuya principal fortaleza son los diálogos se los arrancamos de cuajo y sin previo aviso? Este parece el planteamiento que se hicieron para este episodio. Como pez fuera del agua tiene como característica principal la ausencia total de diálogos tras la introducción del episodio, donde BoJack y Ana Spanakopita hablan sobre por qué el actor tiene que asistir a la presentación de su nueva película en el Festival de Cine del Oceáno Pacífico (FCOP). A partir de aquí, la mímica y la gestualidad de los personajes, la belleza de las animaciones y la música acogen una importancia enorme como recursos que nos ayudan a sumergirnos en la trama. Confieso que no es de mis episodios favoritos, ni mucho menos, pero igual que a muchos escritores no les encantan las larguísimas descripciones estilo Tolkien, entienden su por qué dentro de la narración, ¿verdad? Aquí, igual.
(Imagina el sonido de cientos de sardinas en el autobús…)
Sinopsis del capítulo:En su monólogo interno, BoJack se come el coco después de que su madre y su enfermera se mudan con él. Para salvar la película fallida, Princess Carolyn decide avanzar la falsa relación de Courtney y Todd con un matrimonio simulado con la ayuda de Rutabaga. Todd está en conflicto sobre esto, sobre todo porque se está sintiendo más cómodo identificándose como asexual.
Aunque se ha visto anteriormente, este capítulo explota los sentimientos y pensamientos de BoJack a través de una narrativa interna a la que el espectador puede asistir en paralelo al desarrollo de las distintas escenas que se suceden. La composición del monólogo interior del protagonista es muy distinto al estilo general de la serie para ayudarnos a diferenciar rápido lo que BoJack dice de lo que BoJack piensa: dibujo, sonido y animaciones que nada tienen que ver con el estilo habitual en el que se presenta la serie son recursos que completan todo esto.
Sinopsis del capítulo:A través de los borrosos recuerdos de Beatrice, se revela cómo en 1963 su padre la empujó hacia un matrimonio concertado. Ella rechazó a su pretendiente y se enamoró de un apuesto aspirante a escritor, Butterscotch Horseman. Más tarde, viviendo en pareja en San Francisco, su matrimonio vacila; no son felices, no han alcanzado nada de lo que se proponían de jóvenes: ambos beben mucho y pagan sus frustraciones con su hijo, BoJack. Años después, cuando BoJack ya es un adulto, Butterscotch tiene una aventura con una doncella llamada Henrietta, una aspirante a enfermera. Beatrice convence a Henrietta para que entregue al bebé en adopción para que pueda continuar en la escuela de enfermería.
El viaje en coche a una residencia donde BoJack planea ingresar a su madre se difumina entre los recuerdos de Beatrice, quien ya no distingue la realidad. Esto nos permite asistir a un capítulo en el que la información se nos ofrece de forma parcial debido al alzheimer o la demencia senil. Para ejemplificar esto, los rostros de muchos de los personajes que Beatrice no recuerda aparecen tachados o difuminados (a menudo, solo son siluetas) y lo mismo ocurre con los escenarios, vacíos de objetos y detalles.
La flecha del tiempo es uno de esos capítulos que no solo son importantísimos para la serie (explican al espectador por qué Beatrice es como es, quién es, en realidad, Hollyhock, qué ocurrió en la infancia y juventud de BoJack, Butterscotch, Beatrice, etc.), sino porque presenta una narrativa segmentada e incompleta que el espectador puede entender mejor así, y con más profundidad, que si se le diese de golpe toda la información que nos faltaba al inicio. La forma en la que se reserva con cuentagotas la información que nos llega como espectadores (lo que los personajes dicen, lo que vemos y lo que no…) lo convierte en un capítulo asombroso y, sobre todo, muy humano: se hace difícil pensar en otros ejemplos que hablen de la vejez con la misma emotividad.
Sinopsis del capítulo:BoJack recita su elegía en el funeral de su madre delante de un público al que no vemos y al más puro estilo del comediante americano de clubs nocturnos.
Free Churro es una puñetera locura que empieza con un flashback muy agrio que recupera al padre de BoJack y la relación de desatención que mantuvo con su hijo durante toda su vida. En muchos sentidos es un episodio muy arriesgado que se apoya, a la fuerza, en un texto trabajadísimo para funcionar, ya que solo vamos a ver a BoJack y un ataúd cerrado a lo largo de 25 minutos en los que pretende hablar sobre su madre (aunque habla sobre muchas más cosas).
La elegía se convertirá casi desde el primer momento en un monólogo en el que se entremezcla comedia y tragedia: sin duda, pongo la mano en el fuego en que este es el capítulo más triste de toda la serie hasta la fecha. A nivel narrativo, los guionistas optaron por un modelo muy cercano a la stand-up comedy y un humor negrísimo que llega a picar, y juegan magistralmente con lo que se ve y lo que no se ve en pantalla (el tío del órgano, los recuerdos superpuestos como imágenes de la madre de BoJack bailando en las fiestas que hacía en casa, la sorpresa final…) para aliviar un poco la tensión y descargar la catarata de emociones que se nos viene encima.
Free Churro es como si Richard Pryor, Jerry Seinfeld o Woody Allen sacasen sus demonios en un show de comedia en vivo en un funeral. Algo que, de algún modo, emula una de las grandes revelaciones de 2018-2019 con El método Kominsky (Chuck Lorre, 2018). ¿Y sabes qué? El funeral que vamos a ver en la primera temporada con Michael Douglas y Alan Larkin no le llega ni a la suela de los zapatos a este episodio, que no solo lleva a BoJack a ver lo vacía que estuvo hasta el final la relación con su madre (I see you: ya lo pillaréis), sino que se atreve a demostrar cómo su padre solo quería lo que tiene su hijo (fama, atención, saber si aquel tarado de Montana había leído su novela…), pero su hijo no puede disfrutar de lo que, de un modo u otro, ha conseguido por culpa de lo que sus padres le hicieron vivir de niño.
Tras el flashback inicial, Free Churro se desarrolla durante la casi media hora de capítulo con BoJack hablando a una audiencia de la que no sabemos nada.
Sinopsis del capítulo: La narrativa se vuelve un poco loca cuando una psicóloga le cuenta a su esposa la historia de BoBo, la cebra angustiada; mientras tanto, la esposa de la psicóloga, que es mediadora profesional, le explica el último caso en el que ha tenido que mediar, la grave disputa entre el Rey Caramano y Bruma de cacao mental anhelante con forma de mujer por la desaparición de un trozo de queso.
Este es uno de los capítulos más cojonudos que existen de esta serie y de cualquier serie. Una pareja de mujeres afroamericanas de mediana edad quedan a comer en un restaurante italiano y la historia se divide en dos tramas y se plantea a través de dos narradores testigo: una de ellas es psicóloga y está tratando a una paciente (Dian… Diana, princesa de… ¡Gallos! [Diane, Princess of Whales]) debido a su insana relación con BoJa… ¡BoBo, la cebra angustiada! que intenta superar la muerte de su madre; la otra es mediadora profesional y no sabe si podrá resolver, sin llegar al arbitraje, el caso del… Rey Caramano (Emperador Finger-Face) y Bruma de cacao mental anhelante con forma de mujer [Tangled Fog of Pulsating Yearning in the shape of a woman] que han discutido por quién se comió el último queso hilado (string cheese) del apartamento que comparten. El capítulo oculta a los personajes que conocemos: BoJack, Todd, Princess Carolyn, Diane… y los caracteriza (con el secreto profesional de esa pareja como excusa) en un juego con el espectador en el que, poco a poco, las dos narradores que creen contar dos historias diferentes se dan cuenta de que los protagonistas de ambas están conectados entre sí.
El Rey Caramano y Bruma de cacao anhelante con forma de mujer en una sesión de mediación.
Sinopsis del capítulo:Durante la fiesta número 25 de Halloween de BoJack nos adentramos en las relaciones de pareja del Sr. Peanutbutter a través de cuatro mujeres que han compartido parte de su vida con el labrador: su actual novia, Pickles the Pug, y sus tres ex mujeres: Katrina, Jessica Biel y Diane.
En 1993, el señor Peanutbutter inicia una extraña tradición, llevar sus fiestas de Halloween a casa de su amigo BoJack. Para ello, la narración nos presenta cuatro saltos temporales para situarnos en poco más de tres minutos y los interrelaciona entre ellos. El episodio está repleto de guiños y licencias narrativas que funcionan a las mil maravillas, por ejemplo: para que el espectador no se pierda, los personajes se toman la libertad de decir en qué año están, se hacen guiños constantes del pasado hacia el futuro (como el famoso, wait for it… de Cómo conocí a vuestra madre) o se conectan de forma directa situaciones que han ocurrido en esos veinticinco años (siendo esto posible porque nos han realizado una presentación de todas las reglas del juego que el capítulo utilizará desde el inicio: conexión entre personajes, saltos temporales, uso de elementos presentes en el pasado y viceversa, etc.). En cualquier caso, el capítulo utiliza los eventos anteriores para explicar el presente del señor Peanutbutter (y, en parte, también de otros personajes, como BoJack, Todd o Princess Carolyn), pero sobre todo nos ayuda a entender mejor por qué ese labrador bobalicón es como es y cómo los errores que ha cometido en el pasado le ayudarán a crecer como… ¿persona? Bueno, sí, persona… supongo.
Sinopsis del capítulo: Cuando la adicción a las drogas de BoJack llega tan lejos que no logra distinguir la realidad con su programa de televisión, su actual novia, Gina, lo enfrenta a su problema.
Quizá este es uno de los episodios más magistrales de la serie (y creo que mi favorito de las cinco temporadas: o este, o Interior Sub). No es casual que el opening con el que empieza el capítulo sea el de Philbert —la serie que está grabando Bojack con Gina como coprotagonista— y no el de Bojack Horseman; a partir de aquí, las escenas se confunden, la voz del narrador de Philbert, que es Bojack interpretando al detective Philbert, se diluye con el monólogo interior del propio Bojack; cuesta saber cuándo Bojack está grabando y cuándo está viviendo en su paranoia, hay guiños constantes entre los distintos niveles de realidad y el argumento está planteado para seguir llevando al protagonista a una situación límite hasta que, totalmente desubicados y dudando como espectadores de si tenemos delante a un narrador fiable (es evidente que no, al menos en este episodio) todo explota en el plató.
Como ves, en BoJack Horseman se han inventado un mundo de mierda para hablar sin tapujos de nuestro mundo de mierda. Con temas recurrentes como el éxito y el fracaso, el aborto, el feminismo, la cultura de la violación, la caricaturización de uno mismo, lo que exige la fama y el éxito, la necesidad de ser amado, las personas con enormes carencias siendo admiradas y replicadas como modelo… Y todo esto, además, evoluciona, así que a saber dónde nos llevarán las siguientes temporadas y, sobre todo, cómo lo harán, que es una de las grandes fortalezas de esta serie. Leí por ahí que, en otras series de animación, como Los Simpson, la realidad flexible llevada al límite hace que todo quepa ahí, pero, en en BoJack Horseman parece que el verdadero secreto es que sus creadores no tienen miedo a nada. En definitiva, habrá que seguir en la brecha. Si habéis visto la serie, ya sabes que la solución la tenemos desde la segunda temporada, cuando el papión le dice: ‘Se vuelve más fácil, cada día se hace un poco más fácil; la parte mala es que tienes que hacerlo cada día, pero se vuelve más fácil’.
Contiene spoilers del capítulo final de Juego de Tronos.
Desde el lanzamiento de la octava temporada de Juego de Tronos, Internet es un coladero de noticias sobre Jon, Daenerys y compañía. De la prensa a todo tipo de páginas web que se apuntan al fenómeno JdT/GoT (sea por visitas, sea por fanatismo) y a los blogs especializados: Los Siete Reinos, Sensacine,Espinof… Se ha escrito sobre esta serie lo que no se ha escrito sobre ninguna otra. Quizá de ahí todo el revuelo con el final, o una parte de este. Esta temporada ha sido, con diferencia, aquella en la que más se ha percibido la falta de una historia en papel: ¿dónde están aquellos diálogos tan potentes a los que nos tenían acostumbrados?, ¿los golpes de efecto?, los gazapos que se han amontonado (cafés, y pelucas, y botellas de agua), ¿y esa prisa por concluir tramas?, ¿para qué?, ¿para grabar una de Star Wars? ¡Pero si esto era tan grande como Star Wars!
Una de las secuencias más espectaculares del episodio. Daenerys se dispone a arengar a sus tropas mientras Drogon aterriza a sus espaldas. Las alas del dragón se funden en la silueta de la madre de dragones.
En cualquier caso, el sexto episodio deja un sabor agridulce —como debe ser—, pero (opinión de un servidor) aumenta notablemente la calidad de esta cortísima temporada con batallas larguísimas, y también espectaculares, que han perdido un poco la perspectiva de lo que había sido Juego de Tronos: 80 minutos de película de muertos vivientes en el tercer episodio (una trama que se resuelve demasiado rápido y un capítulo que aporta muchas cosas a nivel televisivo, pero pocos elementos al arco argumental), y otros chorrocientos minutos de locura Targaryen en el quinto. El cierre, correcto a casi todos los niveles, pero no sublime; no ha sido un fiasco a lo Lost (esto siempre es algo relativo, por descontado, pues también hay quien dice que Breaking Bad tiene un final apoteósico, y meh…), pero generará opiniones contrapuestas como el fundido en negro de Los Soprano.
Por eso, dejo aquí una serie de artículos que me han aportado muchas cosas positivas para poder disfrutar más aún de esta serie cuando me dé por darle otro visionado, porque (admítelo) parte de la rabia que llevamos encima es que se acabó lo que se daba.
Por todo lo anterior (sobre todo estos últimos meses todo dios ha escrito sobre casi todo lo imaginable de Juego de Tronos), he creído que no valía la pena hablar sobre gazapos, problemas narrativos, tramas que no se han cerrado (los espectadores más críticos, por cierto, deberían ser conscientes de lo inviable que es cerrar todas las tramas de un mundo tan vivo como este: y esa es parte de su gracia) y centrarme en una sola cuestión de la que me gustaría escribir: ¿es un buen final o es un mal final? ¿Es un cierre acorde con el espíritu de la serie o ha traicionado su propia propuesta? Ahí voy.
Daenerys y Jon en el Salón del Trono.
El mundo que necesitamos no se erigirá con hombres leales al mundo que tenemos
Tras su aplastante victoria militar frente a las fuerzas Lannister de Desembarco del Rey, Daenerys contempla el Trono de Hierro a solas en el gran salón. Llega Jon a su lado tras una charla con Tyrion Lannister, ya preso, e intenta conseguir un gesto de clemencia por parte de la reina. La grandeza de esta escena es que Jon ya sabe cuál es el único desenlace posible, pero busca en un único acto de la Targaryen la excusa para mentirse una vez más. Retrocedemos ahora un momento, Daenerys arengado a sus tropas —en dothraki y valyrio, pero no en lengua común— en una escalinata entre las ruinas de la ciudad donde deja claras sus intenciones: hoy, la capital de los Siete Reinos; mañana, el mundo(«Pero la guerra no ha terminado. No bajaremos nuestras lanzas hasta haber liberado a todos los pueblos del mundo.»). La reina dragón se niega a perdonar a la Mano de la Reina tras la traición y le dice una frase a Jon que cae como una losa: «El mundo que necesitamos no se erigirá con hombres leales al mundo que tenemos.» Todo lo anterior, conecta directamente con la última conversación en los calabozos entre Tyrion y Jon: Daenerys ha impartido justicia tantas veces contra la gente correcta (asesinos, esclavistas, caminantes blancos) que ya no cree que pueda errar en su juicio al escoger entre el bien y el mal.
Drogon bate sus alas frente a Jon Nieve tras la muerte de Daenerys.
A veces, el deber es la muerte del amor
Jon besa a Dany y clava una daga en su corazón; en un acto que a mí se me asemeja, de otro modo, al asesinato que Ned Stark cometió contra ser Arthur Dayne, la Espada del Alba, sin ningún tipo de honor. Lo que hace Jon es horrible, pero es real, y necesario, y es Juego de Tronos.Como dice Daenerys sin saber que se aplicaría, de inmediato, contra ella misma: [Jon] también ha castigado a los que le han traicionado aunque le partiera el corazón. Después, es historia. La reina que no pudo reinar yace muerta en el suelo y su fiel dragón funde el Trono de Hierro con la secuencia más potente de todo el episodio: Drogon no descarga su furia contra el ejecutor, sino contra el trono que tantas muertes ha provocado.
Jon Nieve sostiene el cadáver de Daenerys Targaryen a los pies del Trono de Hierro.
¿Qué une a los pueblos? Las historias. No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia
Saltamos ahora varias semanas después. Bran ya es rey; Sansa ha decidido que Invernalia no formará parte de los Siete Reinos; un nuevo consejo se reúne a puerta cerrada con algunos de los personajes más reconocibles de este universo que se sientan a reconstruir el reino. Los Inmaculados marchan a Naath, reniegan de tierras y posesiones en Poniente, y uno imagina que los dothraki habrán hecho algo similar (tragar saliva, subir a otro barco de esos que tanto odian y volver a Essos). En Desembarco del Rey, Tyrion vuelve a ser la Mano del Rey, Bronn es consejero de la moneda, Brienne de Tarth es guardia juramentada y Sam es gran maestre. ¿Qué ha cambiado? No importa si Tyrion es el gran vencedor de este juego (lo es, para mí), sino cuánto se ha cumplido lo que profetizaba Daenerys de la Tormenta. ¿Es este un mundo mejor que aquel con el que soñaba la Targaryen? Probablemente. Parece un mundo en el que soñar por un cambio a mejor parece posible, pero no deja de asemejarse mucho al que ya encontrábamos en las primeras temporadas, ¿verdad? Aquel tipo de mundo con los fundamentos para que los Lannister, los Bolton y los Frey pudiesen aterrorizar a sus semejantes. Bronn lo tenía claro: los nobles solo son descendientes de alguien a quien se le daba bien matar y venció a sus enemigos y, gracias a ello, sus descendientes pueden sentarse a beber vino, perder el tiempo en burdeles y conspirar en un palacio. Con esa idea en mente, y visto el final, parece que al señor de Aguasnegras no le ha ido tan mal…
Jon se reencuentra con Fantasma en el Norte.
Han sufrido demasiado bajo la rueda, ¿la romperéis conmigo?
Tras ser condenado a la Guardia de la Noche, Jon se reencuentra con Fantasma y marcha al verdadero Norte con Tormund Matagigantes y el pueblo libre. No está claro qué ocurre ahí, pero los grandes peligros que acechaban más allá del Muro parecen haberse diluido tras la victoria frente a los caminantes blancos. Quizá las dudas se asienten ya para siempre en su cabeza: ¿hice bien? ¿Merecía Daenerys una muerte así? (aunque ¿quién la merecía en Juego de Tronos? Parece aquella lección que Gandalf le suelta a Frodo cuando el mediano todavía no ha abandonado Hobbitón...). Es un final agridulce por varias razones: la primera de todas porque incluso al final de todo ha habido grandes sacrificios (¿qué fue de esa imagen que muchos se habían hecho de tía y sobrino reinando juntos?) para alcanzar un statu quo en el que nadie es feliz; la segunda es que es un final que es un nuevo inicio, repleto de incertidumbre, de nuevos errores, de olvidos de la gente común (porque si algo nos ha enseñado Juego de Tronos es que ningún rey reina para siempre) y, tercera, porque qué fácil parecía seguir ciegamente a alguien como Daenerys, ¿verdad? Sin advertirlo nadie, Daenerys se convirtió en el Leviatán de Hobbes, en el despotismo ilustrado, en la opción segura. La reina justa que tenía poder y ejércitos suficientes para dictar qué era el bien y qué era el mal, para moldear el mundo a su criterio, para arrasar con todo aquello y aquellos que no compartiesen su visión.
Cuando era niña, mi hermano me dijo que fue forjado por Aegon con miles de espadas de sus enemigos caídos. ¿Qué son mil espadas en la mente de una niña que no sabía ni contar hasta veinte? Me imaginaba una montaña de espadas muy alta para escalarla, tantos enemigos caídos que ni veías las plantas de los pies de Aegon.
Juego de Tronos nos enseña una vez más cómo la vida real te abofetea con aquello del fin justifica los medios; nos muestra que esta serie es real porque la traición forma parte de nosotros, y la ira, la envidia, el sacrificio, pero también la clemencia y la bondad. De ahí surge su propia Revolución francesa, sus reyes menos reyes y más democráticos (buena ocurrencia la de Sam, por cierto), sus Bronn y sus Brienne en una misma mesa. Al final, Brann no era el Rey de la Noche ni el fundador de su propio linaje (como afirmaban múltiples teorías sobre la serie en 2017), no era el pasado de los reinos de Poniente, sino su futuro.
Algunos miembros del Consejo del Rey tras la reconstrucción de Desembarco del Rey.
Esta serie nos ha enseñado todas sus caras y, a veces, todas las nuestras. Ante eso, ni un mal final (que no me lo parece) tenía poder para destruir lo que habían construido Benioff y Weiss encima de las novelas de George R. R. Martin. El sexto episodio de la octava temporada de Juego de Tronos cierra una historia que ha sido consecuente con lo que proponía, no siempre en los términos que nos hubiera gustado (casi todos hubiésemos preferido una o dos temporadas más de la misma calidad que las anteriores), pero sí en todos y cada uno de los mensajes que nos dieron. Y para muestra, la naturaleza de Daenerys, que hemos intentado ocultar tras una casa caída en desgracia, cientos de enemigos que buscaron su fin, unos dragones por los que yo he sufrido más que por muchos otros personajes (y casi me los matan a todos, ¡cabrones!), pero que al final tuvo que explotar a lo grande, porque siempre estuvo ahí. Ya lo dijo en las primeras temporadas y lo repitió poco antes de su muerte: Cumplisteis las promesas que me hicisteis. ¡Matasteis a mis enemigos con sus trajes de hierro! Derribasteis sus casas de piedra. ¡Me habéis entregado los Siete Reinos!
https://www.youtube.com/watch?v=f-URkVSytWg
Discurso de Daenerys Targaryen a sus tropas tras su victoria en Desembarco del Rey.
No hace mucho que Netflix ha adquirido los derechos de algunas temporadas de Salvados. Están… algunos capítulos, según recuerdo, pero no todos, y tampoco por orden. Quizá Netflix ha escogido a la carta, y los últimos episodios se los sigue reservando Atres Media, supongo. Pero no importa: de los que yo vengo a hablar hoy sí están ahí, y no me los había visto hasta hace un par de semanas: se trata de un doble episodio soberbio, y acojonante en todos los sentidos, que conecta la victoria de Donald Trump en EEUU con el auge del Frente Nacional —hoy, Agrupación Nacional— en Francia. Se títula Hijos de la ira, y empieza con dos realidades que solo se entienden juntas: americanos y franceses de clase media que votan por las nuevas propuestas, por los nuevos partidos, y la voz en off del actual presidente de los Estados Unidos de América prometiendo una nueva era dorada para el estado de Michigan y la ciudad de Detroit.
Empezamos con un Detroit en decadencia. Al lugar se le conoce como el Rust Belt: el Cinturón del Óxido.Ruinas dentro de una ciudad que fue motor económico, restos de antiguas fábricas de automóviles que ya nadie recuerda, fábricas que daban trabajo a un millón de norteamericanos. Detroit fue la cuarta ciudad de los EEUU en número de habitantes: hoy, la decimoctava. ¿Las razones? Son muchas: las energías renovables, el uso de robots, la competencia internacional, el NAFTA y el consecuente traslado del negocio a México…
¿Y qué ocurre en Michigan? En Michigan, los habitantes no saben contra quién arrojar su furia tras esta depresión que solo se entiende en el Medio Oeste americano: tasas de paro de casi el 50 % y un índice de población que ha descendido hasta cifras previas a los felices años veinte a medida que la industria echaba el cierre. Ni Chrysler, ni Buick; ni Chevrolet, Dodge, RAM, GMC… Las fábricas de automóviles ya no dan el trabajo que daban, y poco puede hacer Trump hoy frente a esta realidad: los michiguenses se quejan de que se cachondean de ellos: les llaman los flyover states —los estados del sobrevuelo—, pues muchos estadounidenses no ven nada interesante en el centro del país, y solo viajan de costa a costa. Pero aquí es donde mejor se puede rastrear ese cambio de paradigma; aquí está el secreto mejor guardado de la nueva política; aquí es donde uno ve por qué Trump venció, por qué a Trump se le perdonan muchas cosas. Si el presidente miente, dice uno de sus votantes, lo hace por no estar bien informado. A esto hemos llegado: preferimos un gobernante impulsivo e idiota a volver a confiar en aquellos que hemos tenido hasta hoy.
No es bueno: en todo caso, es alarmante, e inquieta; igual que inquietan los discursos racistas contra los inmigrantes en Francia, la omisión del electorado norteamericano de proyectos de sanidad asequible como el Obamacare, y, sobre todo, la falta de alternativas frente a propuestas que, en realidad, no son propuestas, sino populismo disfrazado. Es el conflicto de la clase media con la pobreza —el empobrecimiento actual, y la futura pérdida de clase social— y con aquellos que han permitido que se llegue hasta aquí. En cierto modo, es el principio del fin de las grandes potencias occidentales, y, sobre todo, es la necesaria resistencia frente a este fenómeno.
¿Cuál es el contratiempo aquí? Porque hay uno, y muy gordo. Y es que no hay enemigo a batir; no hay aliado real ni enemigo a batir. La mejor prueba la tenemos en eslóganes como el Make America Great Again! (Haz América grande otra vez!)o el Au Nom Du Peuple (En nombre del pueblo): países divididos que buscan una idea vacía que puedan llenar de su propio significado; personas asustadas por no saber cómo mantener su estilo de vida, por no saber cómo conseguir que sus hijos tengan la oportunidad de una vida mejor; personas que siguen buscando el modo de no sumar más y más dificultades a un futuro de por sí incierto.
El mismo votante de Trump del que hablaba antes: un jubilado al que Évole entrevistaba en un bar de Detroit, decía: no queremos que el star system de Hollywood nos diga a quién votar; no queremos que nos digan que somos de derechas por apoyar a un candidato; ven aquí y ponte en mi lugar.Hijos de la ira va de eso; es la desconfianza en los medios tradicionales, aquello que explica el salto a la nueva política, a las fake news, a los nuevos medios de difusión. No es la victoria de Trump o de Le Pen, sino la materialización de esa distancia entre los viejos partidos y el pueblo; entre los nuevos políticos —o reciclados, en muchos casos— y la lección aprendida: el autócrata que conecta con el votante mediante el precio del café. Por eso, que un fulano diga que él y un actor de cine tienen distintos problemas, no nos sorprende, pero quizá sí esta otra frase lapidaria con la que acaba su testimonio:
No creo que hayamos sido abandonados por ellos. Sí hemos sido ignorados, pero ha sido así en todo el país.
Puede que la historia no se repita, pero rima: Évole consigue en Salvados algo que vale mucho la pena: explicar por qué todo dios —a excepción de una minoría en el sur de Europa— se dirigió desde el principio hacia la derecha, porque todo dios cree ya que la derecha —la extrema derecha, en muchos casos— es esa tercera vía: y quizá aquí también, eventualmente, ¿o no? Acaba 2018, y ahí están, más presentes que nunca: Ciudadanos, y VOX.
Nacidos en un mundo de reglas inquebrantables, parece ser que la vieja clase obrera no ha conseguido hacer acopio del estoicismo y el todo es relativo que la crisis de 2008 obligó a tragarse a los miembros de la generación Y. Los milennials, que nunca han (hemos) podido conseguir lo que tenían sus padres ni con el mismo esfuerzo, saben cuáles son las reglas del juego: se las cambiaron a mitad de la partida, es cierto, pero conservaban la flexibilidad que sus padres y abuelos ya no tienen. A estos últimos, se les suma el miedo al que pasará, el ser políticamente incorrectos, la tendencia a esconder los problemas bajo la alfombra, a elegir el discurso útil, el camino corto… No todos, claro que no: generalizar es una cagada total, pero el votante de VOX son cuarentones y cincuentonas de derechas, lo dicen las encuestas. Lo mismo ocurre en los EEUU, en Francia, y en Alemania, y en todos lados; en todos esos sitios en los que la gente se despierta y, por fin, se da cuenta de que lo de sacrificar el futuro de sus hijos y de sus nietos era solo el principio, que ahora les toca a ellos y ellas, porque a los milennials ya poco más se les puede quitar, y el sistema exige lo que exige.
No es casual que el periodista cierre estas dos horas de documental reuniéndose con Marion Maréchal-Le Pen, quien no cree en las sociedades multiculturales. Una sociedad multicultural, afirma la nieta de Jean-Marie Le Pen sentando cátedra, es una sociedad en guerra. Para ella, la integración significa abrazar la nueva cultura y repudiar la propia: emigrar significa una derrota total, una pérdida de cualquier rastro del propio mundo y, por encima de todo, el agradecimiento por permitir ser acogido en un nuevo país como ciudadano o ciudadana de segunda clase.
¿Queda espacio para el optimismo? Queda. Muchos franceses, y estadounidenses, no están de acuerdo con Trump o Le Pen, pero otros tantos sí. Muchos españoles y españolas no están de acuerdo con Santiago Abascal, Pablo Casado o Albert Rivera, pero otros muchos y muchas sí. El quid de la cuestión, sin embargo, no es tanto aquellos que abrazan la ideología de la extrema derecha, sino más bien la gran masa que no vota con la intención de apoyar, sino de castigar a quien los decepcionó en el pasado. Esto es lo más peligroso.
Black Mirror es de lo mejor(cito) que hay en Netflix. Y con este, son cinco los artículos que he escrito sobre la serie. No está mal, ¿eh? Durante meses, no obstante, me he reencontrado con una entrada en borrador: un artículo que nunca terminé sobre los dos últimos capítulos de la tercera temporada. Después, ya había escrito mis impresiones acerca de la cuarta, así que tenía poco sentido publicarla (o quizá no). No estaba mal esa entrada, que conste: exponía la relación entre Nicolás Maquiavelo, Thomas Malthus y el episodio La ciencia de matar.Un poco demasiado filosófico incluso, pero la historia de ese capítulo valía la pena como apuntó Adriana Izquierdo en La deshumanización de la guerra en «Men Against Fire».
También me dejé en el tintero Odio nacional, que habla de un tema más difícil de conectar con ideas anteriores al siglo XXI. Hoy, autores como D. E. Wittkower pueden hablar de amistad útil y accidental, así como de la imposibilidad de una amistad pura aristotélica en redes; esto no es nuevo para la filosofía, pero se han generado nuevos contextos que atraen la atención de la filosofía hasta Facebook e Internet. En la otra orilla, quedan islas inexploradas: el ciberbullying, el fénomeno del trolling y la no-culpa o a la deshumanización de la red. Qué ironía, ¿no? Algo que se creó para conectar a las personas entre ellas ha degenerado en un pozo de bilis que, a menudo, ni tan siquiera requiere de álter-egos o avatares.
Quince millones de méritos (1×02) planteaba un mundo en el que las personas viven en espacios cerrados y automatizados en los que tienen que ganarse la vida montando sobre bicis estáticas y produciendo energía que cambian por «méritos», una moneda virtual.
El otro día leía un artículo sobre la experiencia del usuario en la radio; este artículo mencionaba lo negro que la mayoría de las emisoras lo tienen contra Spotify u otros servicios de streaming. El porqué es bastante sencillo si uno lo piensa un poco: la radio no aprovecha las fortalezas que le quedan (a sus locutores, por ejemplo) e intenta luchar haciendo gala de sus debilidades (casi todo lo que ofrece son listas de canciones que no puedes escoger entre anuncios); vamos, que está condenada. Y algo así puede sucederle a la TV si escucha demasiado al usuario… Y es que, muy probablemente, es igual de malo creer que nuestros consumidores no tienen derecho a hablar del producto como considerar que su palabra es ley.
Volviendo a Netflix y a la interactividad nos topamos con un gran ejemplo de esto: puede parecer guay, pero, en realidad, más allá de advertir un cambio de modelo, nos avisa de cosas bastante chungas. Primero, no es algo tan moderno, todo lo contrario: muchos videojuegos utilizan este sistema, algunos lo hacen incluso casi con devoción frente al modelo, como la empresa TellTale Games. Segundo, la capacidad de atención del espectador medio y, sobre todo, su tolerancia a la frustración… es cada vez menor. Tercero, ¿puede existir arte cuando lo quiero todo y lo quiero ya?
Ofrecer varias líneas narrativas supone no tener un lore real.
Ya, lo sé, parece que se me ha ido la olla con este último punto, ¿verdad? Me voy a explicar poco a poco. Hoy, sentimos la necesidad de ser protagonistas de todo, de controlar, de tener ese falso poder de decisión entre las manos: si no controlamos algo, o nos cuesta entenderlo, o ese algo requiere de un mínimo esfuerzo, no vale la pena. El principal problema de esta propuesta es que ofrecer varias líneas narrativas supone no tener un lore real, porque tendrías varios que son antagónicos entre sí. ¿Sería Casablanca si Humphrey Bogart hubiese elegido a la chica? ¿Y si Anakin Skywalker no hubiese sucumbido al Lado Oscuro? Vale, habrá alguien por ahí que diga: «Coño, pero no te van a dar control sobre los núcleos de la trama, so listo.» Entonces, me cabrearía todavía más, porque me sentiría estafado como usuario, que no espectador, ya que me van a hacer interactuar a un nivel de coste-beneficio que hará que siga prefiriendo cien veces un capítulo «normal» de Black Mirror.
¿Sería igual de impactante el capítulo de San Junípero (3×04) si nos hubieran dejado tomar decisiones en varios puntos de trama?
Esto nos lleva a un punto todavía más conflictivo; volviendo a la UX/experiencia del usuario, resulta imprescindible seguir defendiendo el (necesario) esfuerzo del receptor: el problema de la radio, por ejemplo, no es que el usuario no quiera escuchar anuncios, que también, sino que la fuerza que tiene este medio (noticias, actualidad, presentadores/as con garra…) se deja a un lado, y nos meten una lista de reproducción entre anuncios en el 99 % de las emisoras. Normal que todo quisqui prefiera un Spotify, ¿no? Sin embargo, la televisión —también el cine y los videojuegos— mantiene un nivel de exigencia más elevado, pero, en contraposición, devuelve más de lo que pide. O lo hacía.
¿Está cambiando nuestro nivel de tolerancia acaso frente a la masificación de productos audiovisuales? Puede ser. Y lo explico con un ejemplo práctico: hace un par de meses que estoy viendo una sitcom americana titulada Brooklyn Nine-Nineen la que el mejor gag de todo el capítulo suele reservarse para el primer minuto. Hay que enganchar al espectador… y la fórmula funciona, que conste. Pero también es un poco triste hasta donde hemos llegado, ¿no? Con la televisión tenemos muy metido dentro el cambiar de canal, incluso en Netflix o HBO, que es aún más sencillo: no es más que una menor y menor capacidad de atención combinada con cero tolerancia a la frustración. Y nos pasa a todos, ¿eh? Yo esperé durante año y algo como un loco a que saliese la segunda temporada de Westworld, y el primer capítulo se me hizo horriblemente lento… ¡pues aún no me he visto ninguno más!
Eso no es del todo malo, claro que no; igual que en los libros hay que encontrar ese punto en el que ni nos leemos cualquier cosa ni descartamos un libro por la portada, pero tengo la sensación de que la estrategia televisiva ha optado por dar al espectador demasiado poder; a un usuario que consume sin tiempo que perder ni intención alguna de plantearse un mínimo esfuerzo; y no siempre es posible conectar con alguien que se plantea así su papel como espectador. Si alguien pretendiese lo mismo con cualquier gran obra de la literatura, o con la música, la pintura, la fotografía, creeríamos que no es más que un esnob imbécil que no quiere más que fingir, y, sin embargo, hoy queremos un The Wire o un Los Soprano por año, sin realizar un ejercicio de percepción, de empatía, de análisis, de recepción.
En la actualidad, ya no es que no respetemos los tiempos de creación del artista —sea un cineasta o un escritor—, es que vamos camino a la ley del mínimo esfuerzo como receptores.
No sé yo…
NdA: Dejo aquí algunos de los enlaces que todavía no había adjuntado en ningún artículo sobre Black Mirror.
El 29 de diciembre, Netflix liberó los seis episodios de la cuarta temporada de Black Mirror. Yo había prometido escribir un tercer artículo (o cuarto, ya ni recuerdo) sobre las cuestiones morales que flotaban —o te arreaban un bofetón— en los dos últimos capítulos de la tercera temporada, y lo retrasé, y retrasé, y ¡catapum! Cuarta temporada. A las pocas horas, miles de opiniones por todas partes; a los pocos días, llegan los artículos, los análisis y las columnas de opinión; palabras en prensa en busca del trending, de la viralidad, de esas cosas que ya siempre va a necesitar el medio digital.
Alberto Rey es una de esas figuras que ha escrito cuatro líneas en El Mundo.No muy tarde. Le pagan por columna, de un modo u otro, y sabe que aquí primero es mejor que segundo; por lo menos, en relevancia, comentarios, estadísticas; en definitiva, en redes sociales. Por eso yo llego rápido hasta él, y leo: «A medida que Charlie Brooker entrega episodios de ‘Black Mirror’ cae su valoración en el voluble mercado de la opinión televisiva. Una mezcla del clásico (e injusto) «tú antes molabas» y la lógica pérdida del factor sorpresa. No es tanto una merma de calidad del producto como un cambio del mercado y el espectador.»
Y una mierda.
Así que aquí empiezo yo, que también descubrí Black Mirror antes de que fuese tendencia.Pero primero una opinión rápida, en ráfaga, certera o no. Hay dos o tres capítulos que se salvan: Arkangel, que ya no sorprende, y Black Museum, que juega en exceso con la nostalgia del espectador fiel. ¿USS Callister? Es original, pero se pierde en el buenismo. Cocodrilo… No trasciende. Cabeza de metal, falla en el fondo y hasta en la forma. ¿Y Hang the DJ? Pues a mi me encantó, a través de la lectura que yo hago de un capítulo algo confuso. Hasta aquí, ahora de uno en uno.
4×01 USS Callister
En cariñoso homenaje a Star Trek, USS Callister podría haber sido una joya, porque habla de las grandes cuestiones de la naturaleza humana: identidad, sufrimiento, muerte… Si alguien hiciese una copia idéntica de ti, ¿serías tú o sería otra persona? Es todo lo contrario a la Paradoja de Teseo (¿cuándo al reemplazar todas las partes de un objeto deja de ser ese objeto?), y, en realidad, está intrínsecamente ligado a la misma, puesto que Robert Daly reemplaza completamente todas y cada uno de los átomos que forman a cada uno de sus prisioneros y los vuelca en una versión digital de ellos mismos. En este mundo, que también tiene algunos elementos de dos episodios míticos de Star Trek (La colección de fierasy El escudero de Gothos) que ya se parodiaron en Futurama, Robert ha duplicado a personas de su vida diaria y las ha introducido en un mundo virtual con reglas propias.
Aquí se generan preguntas verdaderamente interesantes: ¿es la copia una extensión de la identidad del original?, ¿hasta qué punto siente y es moralmente reprobable comportarse mal con estas últimas?, ¿es real el sufrimiento en ese mundo o es acaso menos real que en el primer nivel de realidad? De cualquier modo, es una locura ontológica, y también antológica, en la que yo diría que, si las copias son tan exactas como los originales, el sufrimiento que pueden padecer será igual o mayor incluso, puesto que, en este otro mundo, las copias saben que son prisioneras de un demiurgo maligno similar al que podía imaginar Descartes, que no se limita a engañarnos (duda metódica), sino que se presenta y nos tortura; a menudo, y, sobre todo, en un inicio, por cuestiones que no tienen una relación directa con nuestra comportamiento como segundo individuo, sino con las acciones del individuo original. Podría ir mucho más allá (¿tienen los originales una responsabilidad ética frente a sus copias?, por ejemplo), pero no lo haré. Por el contrario, sí agrego que el capítulo podía haber mejorado mucho de dos formas: primero, consiguiendo que alguno de los individuos del mundo real comprendiese el comportamiento de Robert en su mundo «no tan ficticio» (quizá así las consecuencias de sus acciones no parecerían tan inverosímiles), y, segundo, ahorrándonos la carga de buenismo final, donde Daly es castigado hasta niveles que nos cuesta deducir (¿la versión se actualiza y Robert Daly queda atrapado en el parche anterior?, muy rebuscado) y donde los clones, si bien no son liberados, acceden a una cárcel de dimensiones galácticas.
4×02 Arkangel
Un gran planteamiento, y ahí queda. El problema que tiene Arkangel, además de una tecnología muy parecida a la de Toda tu historia (1×03), que más tarde entendemos (Black Museum, 4×06), es una falta total de conflicto fuera del ámbito familiar. No sorprende porque la tecnología que se presenta ya la conocíamos, pero también por el hecho de que el mismo conflicto tampoco es nuevo, y puede relacionarse más o menos rápido con el capítulo que menciono. Si Sara hubiese tenido problemas en el desarrollo, quizá ahí podríamos hablar de un cabo al que agarrarnos, pero la hija de Marie solo es rara, y solo es rara de niña; después, su madre desactiva el filtro, y esta consigue crecer con relativa normalidad (por cierto, esto es poco verosímil por razones puramente psicológicas) hasta la edad del pavo. En realidad, el uso del dispositivo se limita a poco más que a una cámara espía con la que conseguir ver cómo su hija se droga por primera vez, folla y se enamora de un amigo. Sí, la sobreprotección consigue el efecto contrario, como casi siempre, y hasta aquí; pero hay un gran acierto: Arkangel consigue mostrar que el problema, en última instancia, no lo tenía Sara, la hija, sino Marie, su madre, quien desde el nacimiento de la primera no ha aprendido cómo vivir sin esa dependencia que destruye la principal herramienta con la que se relaciona con su hija.
4×03 Cocodrilo
Cocodrilo es ágil en su planteamiento: se produce un accidente, una pareja decide deshacerse de un cadáver y el tiempo pasa. Quince años después, el artífice del suceso desea reabrir viejas heridas, y, entonces, todo se complica. Otro capítulo que juega con la identidad y el sentimiento: ¿quién es Mia? ¿Una madre y una arquitecto que no quiere que su vida se desmorone o una asesina a sangre fría? ¿Nos define lo que hicimos en el pasado o también las decisiones que tomamos en cada momento? Estas son las dos preguntas básicas que nos pueden guiar por este mundo.
Cocodrilo es, probablemente, uno de los capítulos más siniestros de todo Black Mirror (¿quién podría matar a un bebé ciego?), y, sin embargo, el uso positivo de las nuevas tecnologías está presente a lo largo de todo su desarrollo. ¡Ah! No está mal, pero ni sorprende, ni convence; quizá por la ausencia de ese cambio palpable que nos mueve de una veinteañera histérica que se ve sobrepasada por la situación a una psicópata capaz de todo. ¿Será la falta de castigo lo que la cambió o solo faltaba motivación suficiente? No lo sabemos. Y tampoco se explica: apenas se entrevé.
4×04 Cuelguen al DJ
Quizá no soy objetivo, pero este es el capítulo que más me ha transmitido: con más chicha que Arkangel, menos exigente que Black Museum —que lo es, y a distintos niveles—. Empieza así: en el Sistema Amurallado ya no tienes por qué conocer gente, tener citas vacías o comerte el tarro pensando si encontrarás a tu media naranja: el sistema te empareja constantemente con otras personas hasta que, tras dos, diez o doscientas relaciones, encuentra a tu pareja ideal. ¿El problema? El problema es que Frank y Amy se gustan desde el principio, se caen bien, encajan, y el sistema dicta que su relación durará solo doce horas. Doce. A partir de aquí, Cuelguen al DJ explora las relaciones posteriores de ambos y cómo hay algo que no encaja en este mundo. Más adelante, su Tutora, el cachivache digital que les asesora, vuelve a emparejarles, pero recelosos del tiempo que les ofrece esta vez, deciden no descubrir la cuenta atrás presente en toda relación de aprendizaje que les ha asignado.
El planteamiento recuerda, en líneas generales, a San Junípero (3×04): un amor imposible condenado a terminar, y ofrece un giro de ciento ochenta grados cuando los protagonistas comprenden que el programa de citas es la verdadera prueba: si tienen que vivir en el Sistema, mejor escapar donde puedan estar juntos; y si Amy tiene razón, así es como realmente podrán conseguirlo. Pero no. Al escapar, el capítulo nos muestra como todo eran versiones del algoritmo de citas del programa que utilizan ambos en el mundo real, y que, en el 99,98 % de las veces ha demostrado que son compatibles. En un bar, mientras suena Panic de The Smiths, Frank ve a Amy de lejos, y Amy a Frank, y nosotros quedamos estupefactos al comprobar que toda la historia que hemos presenciado solo era un cálculo más del programa de citas que los dos utilizan en su smartphone.
Como es habitual, Black Mirror vuelve a jugar con los niveles de realidad, así como con nuestra percepción de los mismos. ¿Es falso todo eso que hemos visto porque no ocurre en nuestro mundo?, ¿tienen valor esas relaciones y esos mundos creados en la Nube?, ¿hasta qué punto podemos amar, sentir o vivir como hasta ahora en un mundo donde son Tinder o Siri los encargados de hacer que nos conozcamos y reconozcamos? Complicado, sin duda. En mi opinión, le falta algo de innovación, que ya es difícil encontrar en esta cuarta temporada, y un desenlace menos abrupto, o, por lo menos, más digerible tras tanta metafísica.
4×05 Cabeza de metal
Horrible. Atroz. Y no merece ser Black Mirror.El peor capítulo de toda la serie con muchísima diferencia. No obstante, para que se entienda que no es una crítica bestial sin fundamento y, entendiendo que cualquiera que esté leyendo esto ha visto los episodios o no le preocupan los spoilers, ahí va la sinopsis argumental: unos supervivientes/carroñeros intentan robar en un almacén algo para un tal Graham, que está muy enfermo, y se ven sorprendidos por un robot que los ataca y asesina; la única superviviente escapa y consigue refugiarse en una casa, armarse con una escopeta y destruir a la máquina que la persigue, pero, al morir, esta explota incrustando en su rostro y en su cuello rastreadores para que otros robots la encuentren. En el almacén, la cámara nos enseña que fueron a por un oso de peluche, por lo que se entiende que el enfermo era un niño que quería un juguete y que el mundo está hecho una mierda.
Vale. ¿Y? No nos importa qué coño era el Mcguffin porque ya no hay conflicto, y lo peor es que, en Cabeza de metal, nunca lo ha habido. Por contexto se presupone que el mundo es una distopía, pero no sabemos ni qué ha pasado, ni qué está ocurriendo ni qué propósito tiene la protagonista, ¡porque no lo tiene! Los americanos que son tan y tan buenos en plantear historias y meternos dentro de ellas rápido, aquí la pifian: no hay trama, no hay presentación, y no hay conflicto más allá de la mera supervivencia típica de las películas de zombis. Para terminar de cagarla, el capítulo se presenta en blanco y negro sin un fundamento lógico; vale, quizá el nivel de detalle de las expresiones y sensaciones de los personajes transmite mejor así, y, de paso, se aleja del gore típico de las películas de terror o los thrillers, pero me importa un bledo —como si es un universo alternativo, o un espacio digital monocromo—, porque no hay historia. De filosofía, moralidad y similares, ni hablamos; es un capítulo estilo Rick Grimes y compañía, pero de los más malos que se te ocurran.
4×06 Black Museum
Por último, el episodio con el que se cierra la temporada es original, diferente y arriesgado, pero funciona. Rolo Haynes es el propietario del Museo Negro, un espacio donde se exhiben extraños objetos de vanguardia con una espantosa historia detrás. Al museo llega Nish en su coche eléctrico, y al comprobar que este necesita tres horas para cargar la batería, decide hacer un tour por el espectáculo circense. Con este planteamiento se nos explican tres historias relacionadas con el pasado de Rolo: el implante neurológico del Dr. Peter Dawson, el oso de peluche donde está atrapada la conciencia de Carrie y el holograma de Clayton Leigh, condenado a sufrir la silla eléctrica una vez, y otra, y otra más, por toda la eternidad.
Sin duda es el episodio más complejo de toda la temporada, tanto en la trama como en la escenografía, que recoge alusiones (huevos de pascua o easter eggs, en inglés) de todos los capítulos de la serie y que, de nuevo, sirve para comprender que muchas de las historias conviven dentro de un mismo universo —o podrían hacerlo—. Las tramas siguen hablando de la identidad, y de cómo esta puede pervertirse mediante el mal uso de la tecnología. Black Museum retoma el discurso del individuo y el yo, y de cómo este puede alterarse y descontrolarse a medida que creamos y superponemos capas de realidad, así como las implicaciones éticas y los sesgos cognitivos que estos pueden causar —hay que tenerlos cuadrados para convencerse de que es buena idea meterte a tu novia en la cabeza, así como a tu ex en un osito de peluche— como el resto de personajes que se mueven entorno a Carrie en su historia o la ausencia de un proceso legal que prevea la mayoría de los casos en los que Rolo se ve envuelto durante su época como reclutador de investigación neurológica: ¿qué importa más?, ¿el individuo o el avance científico? La respuesta parece obvia.
Con toda probabilidad, el desenlace de Nish y Rolo es la mayor vuelta de tuerca que encontramos en estos seis episodios, o casi, y, a su vez, se encuentra perfectamente hilada tanto con la última historia, como es lógico, como con las anteriores: el oso de peluche en el coche, la identidad de Nish, el museo en llamas, la justicia poética que se le inflige a Rolo… Como pequeña contrapartida, lo adelanté al inicio del artículo: parece difícil creer que todas estas historias se puedan desarrollar en una misma línea temporal; esperemos que este caramelo que se nos lanza a los espectadores, no se vuelva contra la serie.
En definitiva, la cuarta temporada se cierra con dos conceptos que están mucho más cerca de nosotros de lo que podríamos imaginar: conciencia digital e identidad virtual llevadas, a menudo, a los extremos más espantosos y distópicos que se nos pudieran ocurrir, pero solo en el marco de la falta de probabilidad, no de la imposibilidad. Asusta un poco, ¿eh?