A la mayoría de treintañeros ya no nos sorprende: se ha dicho por activa y por pasiva y, sobre todo, lo hemos vivido en las propias carnes. No podemos esperar lo que tenían nuestros padres, ni en el trabajo, ni en el ahorro, ni en casi nada. ¿En qué se traduce? Menos poder adquisitivo, futuro incierto, ocio low-cost, entre otros.
No sé si viviremos peor, o ya lo hacemos, pero está claro que la estructura social sobre la que todo lo demás se sostenía, ya no es la misma, y no tenemos muy claro hacia dónde va, que es lo peor. Por esto, siempre hay algún tarugo o taruga por ahí con aquello de «¡es que si quisieran esforzarse…!» sin ser consciente de que, cada generación, se esfuerza y juega con las cartas que le han tocado; y la nuestra, y futuras, no tienen una gran mano, la verdad. Revolución digital, nuevas formas de subcontratación, cambio climático, precarización, gentrificación…
A veces, se habla de hipotecar el presente, pero es un paralelismo de mierda. Cuando tú hipotecas tu casa, puedes recuperarla tras la devolución del préstamo; aquí nadie te va a devolver el tiempo, porque es lo único (al menos, por ahora) de lo que somos dueños. Pero como el tiempo de vida no te da de comer, sino más bien lo contrario, nos hemos contentado con cierta estabilidad, con no poner en tela de juicio el statu quo (pasamos de salir a la calle, de protestar, de exigir trabajo y vivienda digna) y seguimos comiendo tres veces al día, pagando Netflix y tomando una caña por encima de nuestras posibilidades. Después, aguantamos que unos economistas imbéciles nos digan que el problema son los gastos hormiga. Dime tú si no es para salir y quemar algo.

Ya nos han vendido la moto. Lo ves en la gente, en cómo habla, en cómo piensa; en cómo se ha normalizado compartir un piso entre cinco, vivir en un estudio de veinte metros cuadrados por seiscientos euros de alquiler, y dos meses de fianza, y pago de un 10 % de la anualidad para la inmobiliaria. Todo eso, ya es rutinario: cobrar mil pavos y gastarse el 80 % en el alquiler, no poder vivir solo o sola, no poder independizarse. Y si no lo vemos normal, por lo menos, les seguimos el juego. En lugar de preocuparte por la familia que se queda en la calle, nos creemos lo que nos dicen Bankia y Securitas Direct.
No duermes por las noches pensando en que alguien sin recursos va a ocupar la casa de un banco que dejo sin recursos a otro alguien. O como decía aquel famoso grafiti: «La vida es aquello que pasa mientras te preocupas de que no te ocupen la casa que no tienes durante las vacaciones que no puedes pagarte.» Mientras tanto, los ricos siguen haciéndose más ricos y los pobres más pobres. Sí, OK. No todo es blanco o negro, pero la mayoría son cortinas de humo (¡oh, qué casualidad!, de color gris).

La mala noticia es que hay cosas que, probablemente, si no has vivido o puedes vivir ahora —tener tu espacio, independizarte con veintipocos, vivir en pareja, viajar mucho con los amigos—, quizá no puedas vivirlas o, por lo menos, no como las vivirías en este periodo. Nos toca, pues, cambiar y adaptarnos a modelos impuestos —alquiler, pluriempleos, compartir por necesidad, usar coches de tercera mano hasta los cuarenta— o buscar nuevas formas. Aquello de enrabietarse y patalear, suele ser poco funcional, pero quizá es momento de plantearnos como generación hacia dónde queremos ir, qué queremos hacer, cómo vamos a construir nuestro futuro.
En relación con la crisis de la Covid-19, el escritor francés Olivier Marchon dijo: «No somos los dueños del tiempo, y esa quizás sea la lección de esta cuarentena»; yo agrego algo: si la baraja está marcada, quizá está justificado mandar al crupier a tomar por culo (y buscarse otra sala de juegos). A partir de aquí, que cada cual aguante su vela y encuentre su propio camino, pero está claro que los que nos trajeron hasta aquí, están igual de perdidos que nosotros, así que, por mucho que sean tus padres, ¿no es momento de dejar de seguirles el juego?
Al fin y al cabo, la vida no se recupera.