¡Solo queríamos votar!

Había un grafiti entre los escombros que gritaba en mayúsculas: ¡SOLO QUERÍAMOS VOTAR! Lo que no he visto en ninguna otra pared de Barcelona es una respuesta de los «partidarios de la unidad de España», como han rebautizado TVE y Mediaset a neonazis y fachas de la bandera del aguilucho. Tampoco el estado ha dado respuesta, más allá de las aburridas comparecencias de Grande-Marlaska en las que no dice nada (pero bueno, en la misma línea en la que a Torra también le suda la polla todo: diciéndole a la peña, el lunes pasado, que «revolució» y, «a luego» te saco los Mossos d’Esquadra para que te «atonyinin una miqueta»). Una buena respuesta desde la clase política española podría ser: «Nosotros teníamos mejores cartas», ¿no? Entre otras (cartas), parece ser que cuentan con el monopolio de la violencia (institucionalizada, eso sí) y la posibilidad de dictar sentencia sobre qué es y qué no es democracia, pasándose por la piedra el concepto en sí (que es lo más interesante de todo) mediante un tribunal de justicia superior o el mismísimo Tribunal Supremo: en fin, este cuento ya nos lo sabemos.

Lo de siempre: la violencia nunca está justificada, pero en estas hospedas ocurre hasta en las mejores familias: en pequeños grupos de radicales, en la policía, policía y policía y, sí, también en todos esos que oyen tangana y vienen corriendo de dentro y de fuera: ahí están los seis meses de reivindicaciones de los chalecos amarillos en Francia, como ejemplo, del que podríamos aprender mucho de gestión de una crisis, por cierto. No obstante, creer que el estallido de ira acumulada tras la sentencia a los líderes del «procés» (de 9 a 13 años, recuerdo) no iba a generar tensión social es ser muy crédulo o querer creerte tus propias tonterías. Si la excusa de «es que son momentos de tensión» vale para la policía (que son gente entrenada y profesional), también tendríamos que aceptar barco para los manifestantes con los ánimos encendidos, ¿o no? Espera, ¿será que interesa dejar el foco aquí? ¿Quién se acuerda ahora de cómo empezó esto? ¡Si casi es historia ya! Mientras se incendia Barcelona y se plantean semanas enteras de continuas movilizaciones, ¿quién habla de por qué ningún político se ha sentado a hablar (más lentamente o menos lentamente, ojo) sobre si una autonomía puede o no independizarse, sobre el derecho a la autodeterminación de los pueblos, sobre lo que es justo o democrático, sobre posibles soluciones a todo esto? A lo mejor deberíamos recelar de aquel que no quiere hablar nunca de lo que pueden hacer catalanes y españoles para convivir en armonía, ¿no? En este caso y, hasta donde yo sé, los noes siempre llegan del mismo sitio… y son rotundos.

No creo que, ahora mismo, importe mucho si la oligarquía catalana ha hecho negoci o no ha hecho negoci con el sentimiento de nación que tiene mucha gente en las cabezas: ese es el quid de la cuestión, ¿verdad? Lo que tiene mucha gente en las cabezas. Porque la búsqueda de la autodeterminación no se la han inyectado a jeringazos los Jordis, el Puigdemont, la Forcadell o el Junqueras a la peña, sino que cada uno la traía de su casa. Y esos millones de personas van a seguir luchando por lo que consideran justo (es lógico, ¿no te parece?) y, a partir de aquí, pues está genial que el estado español busque todo tipo de argumentos donde legitimarse: es que querían replantear un estatuto de autonomía similar al de otras comunidades (como Andalucía o Valencia, y se dijo que tararí), es que querían un referéndum con garantías (y no se permitió de ningún modo), es que me sacaron unas urnas a la calle (y se criminalizó la acción) y, así, hasta la DUI y más allá, que luego no era DUI, porque cuando llegan los juicios por lo penal, nos cagamos un poquito.

©Lluís Gené/AFP)

Por descontado, hay cosas mal hechas por todas partes: lo peor que veo, desde Cataluña, es cómo muchos líderes catalanes han jugado con el sentimiento de la gente (a mí esto me cuesta entenderlo, porque no tengo gen patriótico, ya me sabe mal) y de ahí los abucheos a Rufián, el desprestigio de JuntsxCAT (en gran parte, por culpa de Torra) y la rabia y la frustración de la gente que ve que aquí, igual que en España, esa gente que tiene que representarlos no está a la altura.

En esta misma línea, me preocupan las reacciones llenas de bilis de todos contra todos (masivas contra los catalanes independentistas, todo sea dicho) en prensa y redes sociales, que ya sufrió en su día el pueblo vasco, el aumento de la violencia en la calle y, por encima de todo, el silencio desde el Gobierno de España, que sigue demostrando que su hoja de ruta nunca pasará por sentarse, hablar y negociar (en relación con esto, me ha gustado el hashtag de Twitter #SpainSitAndTalk), sino por castigar, ignorar y reírse de las reivindicaciones de millones de sus ciudadanos. Triste, ¿eh?

Tras el 1-O (de 2017), el analista, columnista y escritor británico Owen Jones planteaba una analogía para definir la situación actual entre Cataluña y España que, a mí, me ha parecido siempre muy acertada. Para ello, utilizaba el ejemplo de una pareja en la que una de las partes quiere divorciarse: si no dejas que la otra parte se separe, pero tampoco quieres sentarte a hablar, a solucionar vuestros problemas, a trabajar juntos… luego, llega la violencia, la opresión, el control absoluto y pasamos de un matrimonio feliz a una relación de abuso y violencia. ¿No es aquí hacia donde vamos? O quizá ya estamos más que repanchingados por esos lares, qué coño.

Instantánea del lunes, 14 de octubre, con las primeras protestas en el aeropuerto de Barcelona. Fuente: RTVE.

Yo no quiero que mi comunidad autónoma se independice del estado, otros tantos millones de personas que pueden votar en Cataluña tampoco quieren independizarse (muchas otras sí, ya lo hemos visto), pero negarnos el derecho a decidir es propio de un estado fascista y opresor. Esto es lo que más me avergüenza de todo el embrollo. ¿Tan difícil resulta entenderlo? Si los políticos hubieran hecho su trabajo (hablar, llegar a acuerdos), nada de esto habría sucedido; si no hacen su trabajo, los problemas que salen de la calle vuelven a la calle, y explotan. Y el problema de base es el mismo de siempre: todo quisqui está intentando sacar réditos políticos y con unas nuevas generales a la vuelta de la esquina, nos vale igual ETA, que Cataluña que Venezuela.

¡Y viva España!, decía Manolo Escobar

La ciudad (Barcelona) no vive de espaldas al mar, vive de espaldas a su gente y a sus vecinos porque no siente nada por ellos.

Javier Pérez-AndújarPaseos con mi madre (Planeta de Libros, 2011)

Cuando yo era un crío, veraneaba con mis padres, hermanos y abuelos en un pueblo de la provincia de Gerona. Al llegar el calor, los hermanos queríamos ir allí cuanto antes mejor, no salir en dos meses de la piscina comunitaria y largarnos cuando llegaban las tormentas de agosto; pero como esto último era lo que más le gustaba a mi padre, nos jodíamos y nos quedábamos hasta mediados de la segunda quincena. No recuerdo cuántos años subimos y bajamos —ocho o nueve—, sin embargo, sí puedo rememorar cómo temblábamos asustados por la llegada del efecto 2000 y cómo me paseaba por las calles del pueblo entre señoras marías e inmigrantes subsaharianos, vistiendo casi siempre una camiseta de la selección española de fútbol. En algún momento, mis padres vendieron la casa y ya no hubo más veranos, ni pueblo postizo; hicimos algún que otro viaje familiar, pero, sobre todo, pasamos julio y agosto en Barcelona.

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De todo esto me acordé ayer, relacionando ideas: este fin de semana invitamos a varios compañeros madrileños de kendo a dormir en casa, pues había un evento dedicado a la selección española —mi mujer forma parte de la misma— y el equipo masculino y femenino se ha repartido entre los hogares de otros compañeros por aquello de ahorrar lo máximo posible antes del campeonato mundial. Por la mañana, salieron uniformados, igual que la selección húngara, que ha venido a entrenar con ellos, pero volvieron con otras camisetas. Como no fue una, ni uno, sino todos los que dormían aquí (cuatro, contando a mi pareja), les pregunté y me dijeron que habían tenido problemas en la calle por vestir el uniforme de la selección. Lo cierto es que no sé qué me sorprendió más, si el hecho de que tuvieran problemas o que los tuvieran en Hospitalet de Llobregat, que es el homónimo a tenerlos en la Badalona sui generis de Manolo Escobar o el San Adrián del Besós de Pérez Andújar.

Asumo que siempre hay imbéciles —y que esto es un ejemplo de ello, no una generalidad—, que la imbecilidad parece contagiarse y polarizarse en este país con pasmosa rapidez; que nos quejamos de no ser escuchados, sin escuchar; que queremos sentirnos parte de algo sin permitir que el resto tengan ese derecho. Pero es tragiquísimo —y un poco tragicómico, y esperpéntico a lo Valle-Inclán— cuando la política llega a la calle: unos pitaban, otros increpaban; también había quien confundía deporte y política, y aplaudía. Hay idiotas que se creen que el problema es que la selección española vista el uniforme de la selección española, o que una persona se envuelva en una bandera de España o la plante al sol en su balcón, o que esto último sea entendido como una provocación y tengan que aparecer otros tantos memos que responden con esteladas, o a la inversa: plantar en tu casa esteladas, senyeres o banderas republicanas y rojigualdas por sentimiento no tiene nada de malo, ¡faltaría más!, aunque me preguntó quién lo hacía antes de considerar que la libertad del prójimo no era más que un ataque a la suya propia.

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En cualquier caso, los charnegos que ya se sienten catalanes en la periferia —y lo digo metiéndome en el saco, y con orgullo—, aún no han aprendido que nadie pertenece a Barcelona por el mero hecho de vivir en ella, ni siquiera de haber nacido aquí. Lo dijo uno criado a los pies del río Besós, no del Llobregat, pero tanto da: «En Barcelona se está en el cuarto de los invitados durante un par de generaciones, y luego ya se accede al cuarto de servicio. Porque de Barcelona solo se es por familia y por dinero, en riguroso orden.» Quien crea que despreciar o condenar una bandera es lo que une a un pueblo o a una nación, descubrirá antes o después que él, o ella, no es más que carne de cañón de políticos despiadados y vacuos.

Por mi parte, hace mucho que perdí la pasión por el fútbol, pero, casualidades de la vida, hace solo un par de semanas que hicimos un viaje familiar al pueblo del que hablaba por ahí arriba. De camino, decenas de personas saludaban envueltos en banderas independentistas en los pasos elevados de la AP-7, los puentes se habían adornado de lazos amarillos y yo les sonreía, feliz, y les devolvía el saludo conduciendo hacia Gerona. Hoy, no puedo dejar de preguntarme cuánta gente me hubiese mirado con desprecio si siguiese vistiendo parte de la equipación con la que soñaba con ser como Guardiola, Bakero o Luis Enrique en el verano del noventa y ocho: con Raúl no, que era del Madrid. Ya hubo imbéciles entonces que confundieron la pasión por el deporte de un chaval con la política —siempre los hay— y me gritaban, ¡y viva España!, cual Manolo, pero ¡coño!, ahora parece que todos estos capullos salen de debajo de las piedras.

A tomar por culo las guerras

De los ejercicios que menos me atraen como escritor, o novelista, o intento de, está la creación de fichas de personajes. Con ayuda de las fichas de personaje creamos personas, y no arquetipos acartonados en los que nadie puede creer. Pero es un por culo. Suele ser bastante aburrido hasta que te enamoras de un personaje (y lo conviertes en persona), y, sobre todo, causa hastío, porque de todo lo que vamos a imaginar, y a crear, solo utilizaremos una milésima parte a lo largo del relato, o de la novela, o de lo que sea.

Aun así, como tenía que preparar una ficha de personaje y un punto de giro para el curso de novela, decidí hacerla de una persona que, para mí, siempre ha sido un personaje, pues jamás lo conocí, y que cuando murió, yo ni tan siquiera había nacido. Mi bisabuelo, en concreto, que combatió en la Guerra de África, y, cuando se caldeó la cosa por la Barcelona que lo acogió desde tierras gallegas, dijo: «a tomar por culo las guerras, a mí no me vuelven a engañar», y se escondió en una buhardilla de febrero del treinta y siete a febrero del treinta y nueve. ¿Y quién se atreve a juzgar a alguien que se pasó toda su juventud más allá de Alhucemas? Luchando por algo en lo que no era posible creer, y descubriendo a la vuelta que la partida estaba trucada, y no había más salida que la que ellos te iban a mostrar, y por la que ellos te iban a hacer combatir, y morir. Pues a tomar por culo, dijo él.


El desván que lleva hasta Alhucemas

Falta menos de un mes para mi cumpleaños. ¿Volveré a celebrarlo desde este desván? El ventanuco de la buhardilla solo ofrece vidas maltrechas que trotan por la calle Nueva. Digo trotan, pues no andan ni pasean: si uno tiene el tiempo para fijarse, lo advierte sin dificultad; ya nadie pasea bajo las bombas. Ante mi faceta de mirón, mi mujer, Isolda, dice que voy a ser el arquitecto de mi propia destrucción: ¡a saber de dónde sacó esa expresión!

Casi siempre escucho las explosiones, y los gritos de la gente que corre hacia los refugios del Paralelo. Esos días quedo petrificado: por mis dos niñas, sobre todo, y porque sé que ese cabrón está un poco más cerca de tomar Cataluña. Lo sé muy bien. Sus ansias de poder ya lo habían hecho teniente coronel en la Guerra de África, ¿o general? No, eso fue tras el desacato. ¿Qué no podrá hacer ese con todo el ejército detrás? El de verdad, digo.

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Concentración de tropas en la playa de Ondarreta con destino a África (San Sebastián/Donostia, País Vasco, 1921).

Todo lo que tengo aquí son unas cuantas fotos y un cuchillo que afilo una y otra vez en mi madriguera. En una de las instantáneas saludo con algunos compañeros del regimiento bajo su mando. Quizá por eso, a fuerza de martirizarme, esta mañana no he podido callarme más:

—Teníamos que habernos ido para arriba: a Francia, por lo menos. Ahora la locura parece estar aquí, en un cuchitril de dos por dos, escondido. Evitando un día al PSUC y otro a la CNT; ¡y así hasta que vengan los sublevados!

Ella se ha ido, a paso ligero, vertiendo lágrimas. Después me he quedado a solas con las náuseas, y la fiebre, y la orina negra. Todo eso que ignoro con el humo de la pipa, mordisqueando la porcelana, intentando recordar las humedades en la pared de la habitación que compartíamos hasta el treinta y siete, el color del gato que esconden las hijas en su cuarto, mi tienda de cuchillos. ¡Qué razón tenían los compañeros!, al menos los moros te acuchillan mirándote a los ojos.

Oigo gritos ahí abajo. Abren la trampilla del desván, no es mi mujer. Aparecen bayonetas, y rifles, y uniformes militares. Pero no son republicanos. Los rebeldes han tomado Barcelona. La guerra está perdida.


NdA: Hace unos días, hablaba sobre la importancia de leer las cosas en su contexto y en su momento de la historia. Por esto, el personaje de este relato breve dice moros, y muy bien dicho, aunque sea racista y hoy no podamos compartir ni respetar (con razón) a alguien que piensa así, y que sabemos que es un xenófobo: hay que saber leer la misma literatura.

Aprovecho esta entrada para comentar que, hasta que termine el borrador de la novela (que está al 90 %, o casi, y yo muy feliz), publicaré entradas cada miércoles o jueves, pero no más, ya que me resulta imposible mantener el ritmo aquí, trabajar y seguir escribiendo más de una entrada semanal en el blog, y la novela es, hoy por hoy, mi prioridad.

No queremos banderas, ni circo: queremos ser

España es, hoy, quizá muy parecida a la Argentina que describía el gran (actor) Federico Luppi en Martin (Hache): «No es un país, es una trampa. Alguien inventó algo como la zanahoria del burro: lo que vos dijiste, puede cambiar. La trampa es que te hacen creer que puede cambiar. Lo sentís cerca, que es posible, que no es una utopía: es ¡ya!, mañana. Siempre te cagan. Vienen los milicos y se cargan treinta mil tipos o viene la democracia y las cuentas no cierran y otra vez a aguantar y a cagarse de hambre y lo único que puedes hacer, lo único que puedes pensar es en tratar de sobrevivir o de no perder lo que tenés. El que no se muere, se traiciona y se hace mierda, y encima dicen que somos todos culpables. Son muy hábiles los fachos, son unos hijos de puta. Pero hay que reconocer que son inteligentes. Saben trabajar a largo plazo.” Salvando las distancias, descubres que no hay tantas: hay gilipollas, por todos lados.

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Imagen de archivo de ElDiario.es durante las manifestaciones del 15M en 2012.

Yo nací y crecí en Cataluña: en Barcelona. Tengo mucho de pixapins, y hasta me gusta; me identifico con quien me identifico, que, al final, es con media España, porque mi padre era un charnego que no soltó en toda su vida ni siete palabras en catalán, mi madre es de la ceba, y el resto, mezcla de culturas. En otras palabras, que hay quien se siente más de una bandera que de otra, y gente que se siente de todas, o de ninguna, de tantas que tiene uno aquí por elegir desde su barrio hasta Europa. Pero estos meses de enroque nos han dejado con una sensación agridulce de estancamiento que sabemos que le encanta al Partido Popular —ahí, M. Rajoy bien sabe que el resto se debilita siempre el triple más que ellos—. La realidad es que así como ya no existe la ciudad preolímpica en la que me salieron pelos en las piernas, tampoco existe aquella Cataluña: ahora hay dos Cataluñas, ambas intervenidas por un ciento cincuenta y cinco que mala rima tiene. Una de Arrimadas, otra de Puigdemont, pero ¿y qué? En realidad, no deberíamos estar tristes ni sentir miedo de que más de dos millones de votos quieran independizarse y otros tantos que no, sino del hecho de que la política nos ha fallado a todos. De que aquí, al margen de empresas que vienen o se van a golpe de BOE y decreto ley, de lazos amarillos, de no nos dejéis solos y del ¡a por ellos!, este país —cualquiera que elijas— ya no es.

En realidad, no deberíamos estar tristes ni sentir miedo de que más de dos millones de votos quieran independizarse y otros tantos que no, sino del hecho de que la política nos ha fallado a todos.

¿Qué le importa España o Cataluña al grueso de una generación que tiene que mendigar el coche a sus padres ya jubilados, o casi? Una generación para la que los hijos, a los cuarenta por lo menos, si no se nos ha pasado el arroz. ¿Pensionistas del estado o fondos de pensiones? Vamos, no me jodas, con ochocientos euros de sueldo al mes, y alquileres prohibitivos en las grandes ciudades; sin oportunidades de trabajar de lo que nos hicieron estudiar, ¡y a qué precio si lo conseguimos! Esos son los verdaderos problemas de España, y no se curan con banderas ni con más circo. Por eso no podemos conectar con el Partido Popular y, por el camino, hemos perdido la frescura que traía el de Pablo Iglesias. No somos menos populistas que los movimientos latinoamericanos tras los que se han escondido demasiados gobiernos en Madrid, y tampoco se entiende España más allá de estos. ¿Quieres parar la independencia? Vota Ciudadanos. Catalunya, nou estat d’Europa? Junts x Cat, y bla, bla, y blá.

Sería hora de que surgiese (o resurgiese) un movimiento que le recordase a los políticos, y a la misma política, que esta es un medio y no un fin. Que nos importan tres cojones la independencia, o Cataluña, o España en sí misma, que nos importan otros tres el circo en Bruselas, que lo que queremos es poder trabajar y vivir, y que seguimos aspirando a encontrar un sitio donde algún día caernos muertos; que dejen de jugar con nosotros, y con nuestras ilusiones, que Cataluña no está rompiendo España, porque España ya estaba rota, y sigue rota, porque los que hay arriba olvidaron quién los puso ahí, y los que hay abajo olvidaron qué coño tienen que hacer los de arriba. Nos contaminan y nos emboban, haciéndonos creer que el problema es darle un púlpito más alto a Pilar Rahola en TV-3, que JxCat y ERC no se pongan de acuerdo sobre la investidura de Carles Puigdemont, o que el Fondo de Liquidez Autonómica haya sufragado el referéndum. Esos son los problemas de otra generación, de la anterior, y nos importan tres cojones por una razón muy simple: están monopolizando nuestras vidas.

El respeto como obligación política

En la era de lo políticamente correcto, parece ser que todo va sobre el respeto: respetar a quien es diferente; respetar las reglas del juego democrático; respetar a aquellos que no piensan como nosotros… Respetar es una palabra que se esgrime con más soltura de la que se maneja y, para muestra, la más rabiosa actualidad. Esta paradoja tiene nombre: sesgo endogrupal, y explica por qué nos resulta más sencillo aceptar las premisas de aquellos que más se parecen a nosotros, comparten nuestro modo de vida o votan al mismo candidato político. Pero pedir respeto desde la intolerancia carga en su sino con el peligroso germen del totalitarismo: si no podemos escuchar al prójimo, ni este hará el esfuerzo de atender a nuestras palabras, ni podremos avanzar como sociedad. Ya lo dijo Churchill: «Valor es lo que se necesita para levantarse y hablar, pero también es lo que se requiere para sentarse y escuchar», y esto último es imprescindible entre compañeros de armas y también entre adversarios.

Resulta evidente, pues, que el único modo de confrontar ideas en busca de un beneficio mutuo de las partes es a través del diálogo, que todo lo soporta menos la fuerza y la imposición, y que es justo lo que enseñamos a nuestros hijos, como lamentaba el humorista Berto Romero en el último late night de Buenafuente, porque deberíamos avergonzarnos de, ni respetarlo, ni cumplirlo en la adultez. Quizá, entonces, la respuesta deba hallarse en los niños que fuimos, como expresaba hace más de setenta años el escritor Antoine de Sant-Exupéry en El Principito.

Respetar es una palabra que se esgrime con más soltura de la que se maneja y, para muestra, la más rabiosa actualidad.

Sobre esta realidad no importa que hablemos de ciudadanos que exigen más derechos para sus animales de compañía sin cumplir con sus obligaciones —una cuestión en la que, poco a poco, hemos vencido y convencido—, aquellos que demandan al consistorio una ciudad más limpia a la par que siembran de colillas cualquier esquina que transitan o de políticos que son votados para hablar entre ellos por y para los ciudadanos y se atascan las orejas de la verborrea que mana de sus bocas.

Por lo tanto, es lógico creer que el respeto requiere de empatía, y este, a su vez, es imprescindible para alcanzar nuestros objetivos éticos, políticos y sociales como comunidad. Sobra decir, no obstante, que, como cualquier otro concepto en el que la subjetividad y la emoción nos guían, este supondrá una significación distinta para cada persona, y para muestra tenemos Internet, donde una amplia mayoría considera que la libertad de expresión acoge chistes de mal gusto sobre Irene Villa o memes de Mariano Rajoy y de cualquier otra figura política y, otros tantos, considerarán que tales acciones deberían quedar encerradas en el pensamiento.

Concentración por los Jordis (Barcelona, 17/10/17)
Fotografía de la concentración a favor de la liberación de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, que gran parte de la sociedad catalana ha definido como los dos primeros presos políticos del movimiento independentista.

Sobre lo que nadie debería dudar, sin embargo, es que el respeto debe ejercerse de forma activa y no pasiva como estamos acostumbrados a creer. El proceso político-social catalán es, muy probablemente, el ejemplo más interesante de los últimos años: no solo se trata de que la clase política y, posteriormente, los agentes sociales se hayan saltado a la torera la legalidad vigente, sino que existe en las entrañas del «procés» una ignominiosa falta de respeto desde el gobierno central, que como un padre autoritario y con las leyes en la mano ni tan siquiera se ha levantado del butacón o ha intentado hacer el mínimo esfuerzo: escuchar lo que se tenía que decir e interesarse por ello.

Muy probablemente este no sea el lugar y no contamos con el espacio para desgajar la cuestión hasta el fondo, pero habría que preguntarse cuál de las dos supone una mayor falta de respeto y por qué. Si bien es cierto que este tema nos sirve para comprobar que no hay causa que no deba ser respetada siempre que sus argumentos cuenten con los dos valores fundamentales con los que empezaba esta tribuna: tolerancia y respeto. El por qué lo expresó a las mil maravillas el filósofo austro-británico Karl Popper: «Si extendemos la tolerancia a aquellos que son abiertamente intolerantes, los tolerantes serán destruidos; por ello, cualquier movimiento que predique la intolerancia debería estar fuera de la ley.» Con esta mochila a cuestas, quizá sea momento de volver a evaluar muchas situaciones del panorama social y político de nuestro país, ¿no creéis?

 

Mejor ser ciudadano del mundo

En un país (o países) donde la prensa es sinónimo de crisis catalana y centralismo férreo, yo me declaro ciudadano del mundo. Y me declaro ciudadano del mundo, porque estoy hasta los cojones de que me utilicen; a mí, y a todos. Me declaro así porque España no sabe qué hacer conmigo, ni con nadie de mi generación, y Cataluña tampoco. Porque no tengo casa en propiedad, ni ganas; ni trabajo fijo, ni ganas; ni tengo nada que celebrar este 12 de octubre.

No se trata de seguir el discurso oficial que se lanza entre desfiles militares y grandes, grandísimas, banderas que se niegan a mencionar los heridos de este último mes en Cataluña con el mismo discurso que tendría un cónyuge que intentase ocultar su asquerosa violencia de género, ni de obviar el genocidio y la expoliación de los pueblos americanos con la ilusión de una revolución cultural escrita en sangre. Hoy, no tengo intención de escribir sobre esto; porque sobre eso, se escribe cada año, y, desgraciadamente, parece que nada cambia en nuestras instituciones.

Marca España (Eneko)

Me declaro ciudadano del mundo, porque yo no puedo estar orgulloso de ser español, ni de que una parte de mi se sienta español; porque, ¿cómo sentir orgullo de un estado que no tiene programa ni proyecto común? Un país que se cree democrático y, a la vez, perdura bajo el odio y el silenciamiento sistemático de quien no piensa como ellos;  que se define por sus pretextos contra ETA, Venezuela o Cataluña —en realidad, no importa—, y jamás por sus acciones. Un país que una y otra vez escoge a un gobierno que se perpetúa bajo la eterna cantinela canovista que nos llevan vendiendo desde hace más de cien años, ¡y de la que el pueblo se olvida una y otra vez, si es que alguna vez llegó a darse cuenta! Una dirección que no dirige, y que no tiene ninguna intención de buscar el modo de solucionar los principales problemas de nuestra generación: trabajo, vivienda, pobreza energética, sueños. Una administración que borró el diálogo de sus atribuciones, sin intención de mejora, bajo el yugo de unas mentes que creen que, cuanta más mierda aflore, más grande debe ser el tamaño de las banderas. Sin darse cuenta de que no nos representan, de que, hoy, estamos más cerca que nunca de destruir aquello que nos define como pueblo.

¿Quién puede sentir orgullo de lo ocurrido en Murcia, Valencia o Cataluña? ¿Eso es ser español? Pues yo me alegro de sentirme ciudadano del mundo, ya que no habrá ninguna pena que lamentar cuando nos digan que este país (o países) ya no es nada. Les contestaré: «Hace mucho que no lo era.» Y agregaré: «¿Sabes dónde empezó todo? Cuando alguien dijo: «yo no estoy orgulloso de ser español.» Y una muchedumbre les respondió: «pues lárgate a Venezuela».»

¡Guerra a la democracia!

844 personas es la cifra de heridos por las cargas policiales que seguían gritando «¡A por ellos!». La semana pasada lo hacían iniciando un viaje que creían que llevaba a un sueño unionista; ayer, lo hacían con las porras, con empujones, con patadas, con agresiones sexuales, y fuerza bruta.

Ayer, vi cómo una sociedad se soldaba bajo un estandarte de paz y resistencia no violenta, y otra, que nunca ha querido dialogar y que ha reducido todo su discurso a la fuerza de la ley armada, caía un poco más. Vinieron buscando a un monstruo radicalizado, a zombis que repetían un panegírico político, a gente que en sus cabezas no eran ni tan siquiera personas, y nos encontraron a todos nosotros, y a nuestros padres, y madres, y abuelos, y abuelas. Vinieron buscando el fascismo sin percatarse de que el fascismo viajaba con todos ellos en los coches, en las furgonetas y en aquellos barcos en los que hasta la Warner Bros exigió que se ocultasen a los dibujos animados de nuestra infancia por vergüenza.

The Telegraph (portada, Cataluña)

Hay miles de comentarios —en TV, en Internet, en la calle— que siguen negando una realidad de represión totalitaria, de falta total de proporcionalidad en el ejercicio de sus funciones y de uso de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado como policía política. Al contrario, la maquinaria de estado ha tildado la actuación de los Mossos d’Esquadra de escandalosa y ligera, olvidándose que una constitución —cualquier constitución— no se preserva agrediendo a sus propios ciudadanos. Por suerte, de esos miles, hay cientos de miles, y millones, de personas que han visto la realidad dentro y fuera de Cataluña. Esta madrugada era momento de que todos los ciudadanos de este país —de Cataluña, y también de España, y de Europa— recordásemos que cuando quitan la libertad y la democracia a un pueblo, quitan la libertad y la democracia a todos los pueblos; hoy, es un día distinto, de tristeza y dolor, y quizá por eso está nublado dentro y fuera de nuestras cabezas.

Hoy, es ese día donde los partidos de la oposición no deben reunirse con Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España, sino presentar una moción de censura directa y echar a su partido del gobierno.

Hoy, es ese día que hay que recordar a Europa que su existencia no es sinónimo de una moneda única, ni de rescates bancarios u oligarquías, sino de integración de sus pueblos y, sobre todo, de eficacia, calidad y buena orientación de la intervención de los distintos estados que la componen.

Hoy, España debería ser intervenida; hoy, Europa debería actuar si quiere que su propia esencia no se termine de vaciar de significado.

Lo peor de todo, es que el gobierno de España ha fallado a todos los españoles y a todos los catalanes, cualesquiera que fuera el sentimiento de estos, y ha dado alas a la independencia de un bloque que muchos seguimos sin creer que es mayoritario, que no estamos de acuerdo con la mayoría simple que no esperó a la cualificada en el Parlament, porque tras la demostración de lo que el día 1 de octubre fue terrorismo de estado contra su población, no importa el porcentaje del «sí» y del «no» en un referéndum que no cumplía las garantías democráticas mínimas —cuya culpa, de nuevo, vuelve a ser antes de aquellos que tenían la obligación de dialogar y no quisieron, que de aquellos que tenían un anhelo político-social distinto al que le gustaría al gobierno central.

Quiero creer que todavía no es tarde para el diálogo, para una reforma del estado de las autonomías, para el federalismo y para una votación legal y democrática que dé voz y voto para que los ciudadanos de cualquier nación de España puedan escoger su futuro. Pero eso no está en manos del Partido Popular, sino del resto de las fuerzas políticas de España y de Cataluña, así que échenle cojones (y ovarios), señores y señoras, y eviten que, catalanes o españoles, sigamos sintiendo vergüenza de lo que significa pertenecer a un país, o varios, que ha olvidado el significado de las palabras «libertad» y «democracia».


Enlaces relacionados:

Corleone y la independencia

Encarnado en el don de la familia Corleone, Al Pacino daba voz a los pensamientos de varios de los personajes que se encontraban alrededor de una mesa de reuniones en La Habana: «pueden ganar», decía, «porque no tienen nada que perder». Estos días han dejado muchas imágenes rupturistas, pero ni unos ni otros de los que están por ahí arriba se plantean que las cosas puedan pasar a mayores. A las redes sociales, sin embargo, mejor no acercarse más de la cuenta, pues quien no te envía al ejército de tierra, le baila el agua a la andaluza y te aplica el ciento cincuenta y cinco —que tiene una rima muy fea, y no voy a ser soez aquí— y te ataja el problema en un pispás.

Hyman Roth, don Corleone y asistentes a Cuba (El Padrino II)

Yo no creo en banderas, y, por lo tanto, soy tan poco nacionalista como independentista, pero ya he dejado escrito en reiteradas ocasiones que tampoco creo en unidad sin un proyecto común detrás. No creo en la política, sino en los hombres sabios, como Ortega y Gasset, que decía que la nación remite al sentimiento y el estado a un proyecto común. Sin proyecto común, los estados mueren, y son las naciones las que prevalecen, puesto que los primeros, quienes lo sienten, lo hacen mediante un papel, y las segundas viven en el corazón.

No creo en esta política. Creo en aquella gente que ha visto más que yo, como Iñaki Gabilondo, quien lo ha visto todo de ese escenario patrio, a veces de cambio, y, a menudo, dantesco y escatológico; Iñaki es un tío que te puede caer bien o te puede caer mal, pero tiene visión; Iñaki, quien decía que el problema no era el día 1 de octubre, sino todo lo que habremos hecho hasta llegar a ese domingo de urnas secuestradas desde el conjunto de España y después para terminar de perder Cataluña. Porque se inflaman los ánimos de los que sienten y de los que no sienten, de los que sienten unidad y de los que sienten democracia, pero un bando tiene claro el camino y el otro solo sabe que no le gusta la dirección. Julia Otero escribía hoy una tribuna en el 20Minutos que decía lo siguiente: «La mitad de la ciudadanía en Cataluña no quiere la independencia, pero son invisibles para la Generalitat. La otra mitad quiere la independencia, pero la Moncloa los ignora.» El problema, Julia, es que eso no es del todo cierto: dos se sacan la minga, y el primero que se la guarde en los pantalones, pierde. Uno de ellos es el hijo del dueño del bar, y se cree con derecho a todo, el otro lleva pululando por allí toda la vida, y está hasta los cojones de tanto pitorreo: ninguno de los dos se plantea perder ese pulso, a riesgo de no poder volver a pisar el local. Entonces, ¿quién gana?

Manifestantes Madrid (derecho a decidir Cataluña)
Manifestantes en la Puerta del Sol de Madrid que defendían el derecho a decidir de Cataluña.

¿Es tan simple? Por supuesto que no. Hoy, chocan identidades, y modos de vida, y fiscalidad, que son tres de los grandes problemas que enfrentan España y Cataluña; pero la guardia civil, y la persecución de libertades y las fotografías de tanques en Lérida —pues claro que hay ejército en Cataluña, ¡y en todas partes!— son otro golpe bajo por parte de un gobierno que ha tenido tiempo más que suficiente, pero que se ha amparado durante demasiados años en el statu quo de una dictadura, de unas autonomías que (ya) no funcionan, de una presión fiscal que vive del ayer, e incluso de los sueños de unos para configurar los de todos, cambiando el ya arcaico e indiscutible catolicismo de época por un centralismo que ya agoniza en su búsqueda de federalismo.

¿Cuál es el problema que enfrentan los paletos de traje y corbata y los que piden una votación de todo el país para que Cataluña se independice? Que no saben lo que de verdad importa; que no entienden que el Derecho de Autodeterminación de los Pueblos es solo un papel más que no contempla todos los supuestos de Europa: que no saben ni qué coño firmaron en su momento. Yo no soy nacionalista, de ningún tipo, y tengo amigos que se sienten y amigos que no se sienten, pero todos hemos visto cómo hace diez años el proyecto independentista eran cuatro gatos, y hoy puede ser una realidad. Y lo más triste es que esto se haya potenciado a través de los partidos que hospeda el gobierno central y no solo del bloque catalanista, y que ahora se pretenda detener mediante la prostitución de los pocos valores democráticos que España aún podía enorgullecerse de respetar.

En El Padrino II, el viejo Hyman Roth (Lee Strasberg) regaña a Michael por poner nerviosos a los asistentes a la reunión con locas ideas sobre los rebeldes cubanos, sin entender que el único pecado de don Corleone es decir en voz alta lo que todos estaban pensando en sus cabezas. Quizá con Cataluña pase lo mismo; con una gran diferencia: cada vez hay más leyes, y pueblos, y medios, que amparan el proyecto de referéndum que quería lanzar el gobierno de Carles Puigdemont y menos demócratas que pueden defender la postura oficial española.

Hablar con tus enemigos

En uno de los muros del colegio al que fue mi mujer de pequeña, dice: «Si buscas la paz, no hables con tus amigos, sino con tus enemigos». Pero a saber qué decían las paredes del centro donde se educaron Mariano Rajoy, Carles Puigdemont o Soraya Sáenz de Santamaría. Supongo que algún tipo de Alea jacta est, para que se fueran acostumbrando desde cachorros.

Tras el paripé del debate parlamentario se demuestra lo que muchos ya sabíamos: Junts pel Sí y la CUP no tienen fuerza suficiente para empujar hacia delante al resto de fuerzas políticas catalanas —y cabe añadir que estas tampoco están por la labor—, y que esta huida hacia delante no tiene un objetivo claro, más allá de una presión activa a Madrid, que sigue haciendo oídos sordos a cualquier demanda por parte de Cataluña, a sabiendas de que el porcentaje de participación de la comunidad no permitirá un verdadero referendo vinculante.

Viñeta (Faro; España+Cataluña)
Viñeta satírica de Andrés Faro sobre «la cuestión catalana».

Llegan momentos de tensión, porque empiezan a desenquistarse problemas que arrastra todo el Estado español desde 1977: un conflicto de identidades y de naciones que se ha escondido bajo la alfombra de las autonomías, pero que llevan dando señales de que tienen que pasar por el mecánico desde mucho antes del Estatuto de Autonomía de Cataluña y el Plan Ibarretxe.

Todo ello, no quita que las cosas no se deban hacer con alevosía salvaje, con presiones y carpetazos como los de ayer, que omiten otras formas de pensamiento democrático e ideológico y que, sobre todo, han prostituido el sentimiento de catalanidad para eludir que no existe ni plan de acción ni hoja de ruta.

Sí es cierto que, cuando lleguen las lágrimas y los «cachetazos» europeos, los catalanes podremos achacar un gran peso de la culpa al Gobierno central, que, como bien decía hoy el editorial de CTXT con gran acierto: «Por muchas torpezas y errores que estén cometiendo las instituciones catalanas y el movimiento independentista, creemos que, ante todo, corresponde al Estado establecer el marco político que permita procesar y resolver democráticamente la demanda, ampliamente mayoritaria en Cataluña, de un referéndum.» ¡Y cuánta razón hay en esas palabras!

Viñeta de El Roto (Cataluña/España)
Viñeta de Andrés Rábago García (El Roto) sobre la crisis entre Cataluña y España.

La democracia no ha muerto. Sin embargo, exige hablar y, todavía más importante, negociar y parlamentar con nuestros enemigos, algo que ni las fuerzas políticas catalanas ni las españolas recuerdan, y, como ejemplo, tenemos las elecciones generales de los dos últimos años. Ni España, ni Cataluña; nuestro país —lo sienta cada cual como lo sienta— tiene una historia propia y otra compartida, y por mucho que la línea azul del ejecutivo siga creyendo que solo existe un marco político, la realidad es que, de existir, en absoluto es el de un estado centralizado, sino el de un gobierno federal que deberá afrontar otros muchos problemas cuando ni Madrid parta y reparta, ni se pueda obviar que, no solo se trata de sentimiento nacional, sino también de contribuciones (muy) desiguales hacia un objetivo que se ha demostrado, una y otra vez, que no siempre es común.

Hay dos citas más que son aplicables a muchos de los actores de este folletín de semanario cutre: «Tú mismo eres tu peor enemigo» y «Toda persona tiene derecho a ser estúpida, pero algunas abusan de ese privilegio». Veremos cómo se suceden las cosas durante las próximas semanas, pero hay algo que tranquiliza, y es que, después del día 1, volverá a salir el sol, una vez, y otra, y otra. Es la ventaja de la desconexión política y social que sufrimos en la actualidad: que organiza, pero ya no dicta; ¡y qué coño! A menudo, casi mejor.

Estado, nación y Ortega

Decía Ortega que la nación no remitía únicamente al pasado, sino a la voluntad de seguir conviviendo juntos en el futuro, y lo decía hace ya muchos años, por lo que si de verdad hubiéramos querido solucionar entre todos esta papeleta, quizá las ideas que legó serían de gran utilidad.

En resumidas cuentas, y con intención de no aburrir demasiado a los lectores de este blog, Ortega y Gasset afirmaba que la identidad nacional estaba garantizada cuando había un proyecto de vida en común. Así, la Nación no remite únicamente al pasado (ni tan siquiera al pasado común), sino que supone —parafraseando al filósofo español Antonio García Santesmases— un plebiscito cotidiano favorable a seguir viviendo juntos; es decir, a la voluntad de un proyecto  de vida en común.

Ortega y Gasset (1883-1955)
José Ortega y Gasset (1883-1955)

¿Existe en España un proyecto de vida en común? ¿En Cataluña? ¿En el País Vasco? ¿En Galicia o en Andalucía? Hoy, más que nunca, la legislación toma la escena, por encima del diálogo y de la razón (de estado). Un pasado en común, no legitima un futuro en común. Muchos otros pueblos se unieron baja una única bandera por razones menos sólidas que por las que amenazan separarse algunos territorios aquí; y seguro que otros también dividieron fronteras por razones más idiotas. Así que eso, por sí mismo, poca prueba es.

Ahora, nacer en cualquier país de la Unión Europea supone, por lo menos, una doble identidad: nacional y europea; y en algunos casos, incluso triple. También están los descreídos, como yo mismo, que más allá del sabor de lo local, consideramos que nacer aquí o en Checoslovaquia poco cambiaba las cosas. Allí, de común acuerdo (que no fácilmente), unos pasaron a ser checos y otros eslovacos; lo mismo que le pasó a Fritz Lang, que creció en el Imperio austrohúngaro, y moriría siendo austríaco, como podía haber sido francés, inglés o americano con deje.

Aquí, en España, los nacidos en Cataluña, por tratarse del ejemplo más candente, se enfrentan a esta triple cuestión que se subdivide hasta el mareo: ¿sentirse catalán?, ¿catalán y español?, ¿europeo y catalán, pero nunca español?, ¿catalán y español, pero no europeo? y así; ya nos hacemos una idea, ¿no? Hay quien se siente parte de todo, y hay quien no se siente parte de nada; o de la pandilla del barrio como mucho.

Manifestación independentismo catalán

Opiniones sobre esto hay de todo tipo, claro está. Conozco al opositor a juez que dice que la ley no lo permite, obviando que esta no es una fin, sino un medio para una sociedad más justa; y aquel otro, mucho más charnego que yo, que ve en la presión fiscal el mejor aliciente para ello, obviando que entre Egipto y la Tierra Prometida puede haber todo un océano de problemas. Quizá mayores incluso.

Por último, están las opciones oficiales, que tienen en común mucho más de lo que puede parecer, pues les encanta no escuchar y, de algún modo, siempre consiguen encontrar a su necesario interlocutor un paso más allá de dónde sus respectivas doctrinas políticas podrían entablar una conversación.

Los pensadores Jaume Claret y Manuel Santirso decían en La construcción del catalanismo: historia de un afán político, que había dos líneas que explican el auge del independentismo catalán: primero, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, segundo, la crisis económica; ideas que a algunos y algunas les parecerán bien y a otros y otras les parecerán mal, pero que al fin y al cabo no tienen sentido en la Europa del siglo XXI. Hoy, lo que de verdad importa es buscar dentro de nosotros mismos, y ver si la mayoría de españoles quieren seguir trabajando junto a los catalanes, y si la mayoría de catalanes quieren seguir trabajando junto a los españoles.

Día de la Hispanidad en Cataluña

Las peleas, las riñas y los chistes, siempre han estado ahí (y tienen su gracia, oye),  pero lo que me parece imposible es que queramos un futuro compartido sin compartir un presente digno, y que queramos un presente digno, sin recordar un pasado compartido y, a veces, horrorosamente necesario de recordar.

Al final, si te has cargado el jarrón del recibidor, tendrás que pegar bien sus piezas, o llevárselo a alguien que sepa cómo arreglar el maldito trasto. La cinta adhesiva no te va a aguantar demasiado. Aquí lo mismo.