Encarnado en el don de la familia Corleone, Al Pacino daba voz a los pensamientos de varios de los personajes que se encontraban alrededor de una mesa de reuniones en La Habana: «pueden ganar», decía, «porque no tienen nada que perder». Estos días han dejado muchas imágenes rupturistas, pero ni unos ni otros de los que están por ahí arriba se plantean que las cosas puedan pasar a mayores. A las redes sociales, sin embargo, mejor no acercarse más de la cuenta, pues quien no te envía al ejército de tierra, le baila el agua a la andaluza y te aplica el ciento cincuenta y cinco —que tiene una rima muy fea, y no voy a ser soez aquí— y te ataja el problema en un pispás.
Yo no creo en banderas, y, por lo tanto, soy tan poco nacionalista como independentista, pero ya he dejado escrito en reiteradas ocasiones que tampoco creo en unidad sin un proyecto común detrás. No creo en la política, sino en los hombres sabios, como Ortega y Gasset, que decía que la nación remite al sentimiento y el estado a un proyecto común. Sin proyecto común, los estados mueren, y son las naciones las que prevalecen, puesto que los primeros, quienes lo sienten, lo hacen mediante un papel, y las segundas viven en el corazón.
No creo en esta política. Creo en aquella gente que ha visto más que yo, como Iñaki Gabilondo, quien lo ha visto todo de ese escenario patrio, a veces de cambio, y, a menudo, dantesco y escatológico; Iñaki es un tío que te puede caer bien o te puede caer mal, pero tiene visión; Iñaki, quien decía que el problema no era el día 1 de octubre, sino todo lo que habremos hecho hasta llegar a ese domingo de urnas secuestradas desde el conjunto de España y después para terminar de perder Cataluña. Porque se inflaman los ánimos de los que sienten y de los que no sienten, de los que sienten unidad y de los que sienten democracia, pero un bando tiene claro el camino y el otro solo sabe que no le gusta la dirección. Julia Otero escribía hoy una tribuna en el 20Minutos que decía lo siguiente: «La mitad de la ciudadanía en Cataluña no quiere la independencia, pero son invisibles para la Generalitat. La otra mitad quiere la independencia, pero la Moncloa los ignora.» El problema, Julia, es que eso no es del todo cierto: dos se sacan la minga, y el primero que se la guarde en los pantalones, pierde. Uno de ellos es el hijo del dueño del bar, y se cree con derecho a todo, el otro lleva pululando por allí toda la vida, y está hasta los cojones de tanto pitorreo: ninguno de los dos se plantea perder ese pulso, a riesgo de no poder volver a pisar el local. Entonces, ¿quién gana?
¿Es tan simple? Por supuesto que no. Hoy, chocan identidades, y modos de vida, y fiscalidad, que son tres de los grandes problemas que enfrentan España y Cataluña; pero la guardia civil, y la persecución de libertades y las fotografías de tanques en Lérida —pues claro que hay ejército en Cataluña, ¡y en todas partes!— son otro golpe bajo por parte de un gobierno que ha tenido tiempo más que suficiente, pero que se ha amparado durante demasiados años en el statu quo de una dictadura, de unas autonomías que (ya) no funcionan, de una presión fiscal que vive del ayer, e incluso de los sueños de unos para configurar los de todos, cambiando el ya arcaico e indiscutible catolicismo de época por un centralismo que ya agoniza en su búsqueda de federalismo.
¿Cuál es el problema que enfrentan los paletos de traje y corbata y los que piden una votación de todo el país para que Cataluña se independice? Que no saben lo que de verdad importa; que no entienden que el Derecho de Autodeterminación de los Pueblos es solo un papel más que no contempla todos los supuestos de Europa: que no saben ni qué coño firmaron en su momento. Yo no soy nacionalista, de ningún tipo, y tengo amigos que se sienten y amigos que no se sienten, pero todos hemos visto cómo hace diez años el proyecto independentista eran cuatro gatos, y hoy puede ser una realidad. Y lo más triste es que esto se haya potenciado a través de los partidos que hospeda el gobierno central y no solo del bloque catalanista, y que ahora se pretenda detener mediante la prostitución de los pocos valores democráticos que España aún podía enorgullecerse de respetar.
En El Padrino II, el viejo Hyman Roth (Lee Strasberg) regaña a Michael por poner nerviosos a los asistentes a la reunión con locas ideas sobre los rebeldes cubanos, sin entender que el único pecado de don Corleone es decir en voz alta lo que todos estaban pensando en sus cabezas. Quizá con Cataluña pase lo mismo; con una gran diferencia: cada vez hay más leyes, y pueblos, y medios, que amparan el proyecto de referéndum que quería lanzar el gobierno de Carles Puigdemont y menos demócratas que pueden defender la postura oficial española.
Todo esto del independentismo incita siempre a ideas tramposas. Me explico.
El hecho de que hay una realidad llamada España que implica una historia y una cultura más o menos homogénea, también conlleva un sentimiento de pertenencia a un grupo social con unas características, un modo de vida, y una psique social heredada desde nuestros ancestros. Es básicamente una realidad vivida por casi todos sus habitantes humanos.
Ahora bien, confundir la desazón política que cargamos muchos españoles a nuestras espaldas, con la idea territorial, es muy engañoso y falso, y conduce a un camino peligroso.
Los poderes fácticos no son los propietarios reales de aquello que llamamos España, sino que han usurpado un trono cuya corona no les corresponde, o al menos no les debería de corresponder. Los auténticos propietarios del ancestral territorio llamado España (Hispania) son en verdad todos los seres que la aman, ya sea por su historia, su belleza, la calidad humana de sus gentes, su fauna , su flora, sus paisajes, su clima, su variedad, o por todo ello a la vez…, e incluso por su tierra fértil y llena de vida ( y esto va también para nuestros habitantes de los otros reinos: el animal o el vegetal)
España no es propiedad de los españoles, como Cataluña no lo es de los catalanes, sino sólo el hogar que habita en el corazón de aquellos que La aman y contribuyen a su belleza, a su protección, y a su grandeza. En definitiva, un ser o grupo de seres (humanos o no) nunca podrían estar «contra España» y dividirla con muros y fronteras para apartarse de ella. Es imposible separarte de algo a lo que estás profundamente arraigado, porque España es básicamente, una definición geográfica. De la misma manera, Cataluña no es propiedad de los catalanes, y no es entendible que nadie pueda estar en contra de un espacio geográfico llamado Cataluña.
El problema del independentismo es que es político porque en la geografía, Cataluña o País vasco ya están delimitados y definidos dentro de otro Espacio Mayor llamado España, de la misma forma que España lo está dentro de un espacio mayor llamado Europa. Y al contrario que la geografía que es solamente descriptiva, los límites políticos conlleva la falsedad de la realidad. Como, por ejemplo, creer que España solo es los errores de nuestros gobernantes, o su falta de amor y conciencia cívica durante su historia de guerras y paz, y robos, o asesinatos. O pensar que Cataluña es diferente porque los catalanes bailan sardanas y hablan además otra lengua. La falsedad de reducirse a una parte más pequeña creyendo que así el error se subsanará, que la conciencia crecerá, y que el amor triunfará haciéndoles a todos muy felices por el hecho de dejar de ser algo mucho más grande y complicado.
Desafortunadamente, los errores humanos son fractales, y reducirnos a la mínima expresión no los evitan. Están en cada uno de nosotros, y por ello Irán con nosotros aunque naufraguemos en una isla desierta.
Que Cataluña es Hispania (España) es simplemente un hecho geográfico e histórico fácilmente demostrable. No hay un solo catalán que pueda librarse de eso, es imposible. Odiar a aquello que no forma parte de tu idea política de minipaís a pesar de ser una realidad es enfermizo. Como lo son todas las ideas políticas que no están basadas en una conciencia elevada de la vida (por el amor, y en la comprensión)
Creer en España como nación es tan absurdo como creer en Cataluña como nación, porque los nacionalismos son fronteras que reducen nuestra conciencia. Están construidos para la división y para frenar la libertad. Seguir el juego de la política reduccionista es una simpleza peligrosa, nos divide y nos enfrenta. Y cuando lo hacemos, les seguimos el juego a esos torpes gobernantes que nos quieren esclavizar, dividir, enfrentar, y contener.
Principalmente somos lo que amamos. Si solo amásemos a Cataluña seremos solo catalanes, si amamos España, españoles, si amamos La tierra, terrícolas, y si amamos la vida y el universo en toda su extensión, seremos «hombres libres»
En el fondo, a menos que estemos espiritual y mentalmente enfermos, no podremos reducir nuestro amor a una diminuta parte del cosmos, y es pernicioso encerrarlo en la idea de un terruño pequeño. Y quien lo haga, o excluya algunas partes, disminuirá notablemente su conciencia y su sabiduría, su mente se cubrirá con una nube negra que le convertirá en un ser amargado y enfermo de odio y carente de amor.
Nuestro enemigo verdadero no es Rajoy, España o los independentistas. Nuestro verdadero enemigo somos nosotros mismos, nuestra ceguera y nuestra falta de conciencia.
El amor universal es la fuente de la sabiduría, es el único camino posible al éxito. El gran destructor de fronteras.
Todo lo que llevo leyendo de una parte y otra del conflicto independentista en España son falsedades. Y quien se entretiene en darles pábulo, lo que en realidad hace es encerrarse y perder la libertad.
Sinceramente, desde mi humilde opinión, creo que nada de eso tiene ningún sentido como no sea del de evitar que nos amemos y reflexionemos. Creo que algunos están empeñados en que nos odiemos por nombres geográficos y naciones de odio.