Hacerse un Sánchez

Los titulares de la prensa de ayer venían a decir: «Ni el rey lo arregla, oiga», que es algo muy de este país. Confiar en que una monarquía que lleva expoliando a sus ciudadanos desde 1700 nos va a sacar del embrollo. Por lo demás, Albert Rivera ha meado fuera de tiesto (pero por sacársela tarde, dicen), Pablo Iglesias se ha ido al chalecito de Galapagar con el sambenito del líder en la cumbre al que los suyos ya no tragan (y lo malo de esto no es que lo digan los del Okdiario y calaña similar, sino que lo ratifiquen algunos de los suyos) y ¿el resto? El resto poco o nada, que los otros dos ya sabían que, para ellos, mejor coger el abriguito de cara a noviembre y estar preparados para revolcarse por el fango. Ganó la izquierda —no importa si por miedo a las tres derechas, por programa o por ambas dos—, pero no ha sabido pactar.

Iñaki Gabilondo, como un Eastwood vasco-castellano con los machos ennegrecidos de tanto periodismo político, era el miércoles tan certero como suele ser: irresponsables e incapaces [de pactar], titulaba el artículo al que también pone voz, y decía: «Han defraudado las esperanzas del 28 de abril y han evidenciado una impericia profesional absoluta, agravada por una soberbia que, francamente, no sé en qué méritos se apoya.» La «frasecica» vale para todos, la verdad, pero, para Pedro Sánchez, que ha pasado de supuesto regeneracionista de partido a confirmar que solo es otro títere de los barones y del Ibex 35 (¡oh!, ¡sorpresa!), vale más que para ningún otro. Será por eso que, desde Podemos, están intentando recuperar esa olvidada expresión que algunos diarios ya utilizaron el año pasado: hacerse un Sánchez (venirse arriba y pensar que tú te sobras y te bastas para gobernar), mientras Pedro Sánchez, que ni duerme tranquilo ni tiene muy claro que lo del bipartidismo sanseacabó, sigue culpando a terceros para exculparse, sin comprender o querer admitir que responsable último de formar gobierno solo había un señor, y era él mismo.

En cualquier caso, los números hablan por sí mismos y la autocrítica ahí está, brillando por su ausencia. Lo resumía Manel Fontdevila muy bien en una tira cómica para Eldiario.es sobre cómo pactan las izquierdas y las derechas españolas. Que si escuchar a las bases, que si con Rivera no, que si igualdad, justicia social y transparencia, pero ¡ojo! que a nadie se le ocurra asustar a los mercados, y tampoco vamos a sentarnos a negociar con tiempo y con propuestas realistas bajo el brazo, que está muy demodé; el otro: que si todavía escuchar más a las bases, que si democracia participativa, pero el liderazgo es indiscutible, y, si no gusta, ¡puerta! En fin, que Sánchez se ha hecho un Sánchez (otro más) y Pablo Iglesias y su equipo no han visto cómo pactar: aunque no son pocos los que han percibido falta de ganas, incluso entre aquellos que sabíamos que el PSOE lleva mucho tratando de forzar la situación y seguir cagándose en el multipartidismo con el anhelo de sumarle por ahí una erre al gerundio.

Esta parece ser la clave: el multipartidismo. Multipartidismo es la palabra del día, de la semana y, quizá, de los próximos años, con cinco fuerzas políticas condenadas a entenderse: al menos, algunas con otras, aunque no todas con todas, pero ni así. Pedro Sánchez aún considera que puede salir fortalecido de cara a noviembre, y debe ser el único que se lo cree, porque han creado un contexto en el que los argumentos ya no sirven, por manidos, donde el clima interior y exterior está a la temperatura perfecta para seguir tirándose mierda (que no falta: el juicio a los líderes del procés, el paro, la gentrificación, el fin de un modelo de consumo, las nubes negras ante una nueva crisis financiera, el cambio climático, el precio del barril de petróleo, el auge de la xenofobia en Europa) y donde hasta Risto Mejide funda su propio partido político: el PNLH, Peor no lo haremos. 

No es casual que 100.000 personas se hayan dado de baja de la propaganda electoral esta semana y los servidores del INE echen humo. Tras cuatro elecciones en cuatro años, a uno le asaltan las preguntas: ¿quién quiere ir a votar en noviembre?, ¿a quién votar?, ¿será tarde ya para mandar a tomar por saco este país y emigrar lo más lejos posible? El abogado y comunicador Euprepio Padula, lo definía de la siguiente forma en Expansión: [es] el fracaso del antiliderazgo político. La credibilidad de todos está en entredicho y los líderes políticos han buscado la suya tratando de quedar por encima del resto, y no pactando, que es lo que las urnas exigían; mientras tanto, los activistas se desilusionan, los desilusionados confirman su decepción política y España demuestra demuestra que no está lista para dejar atrás el modelo político del «y tú más».

Yo venía hoy conduciendo por la autopista cuando he visto un gato atropellado y, luego, a los pocos metros, un segundo gato muerto. Siempre se me hace un nudo en el estómago ante esas escenas (igual me ocurre con los camiones de ganado camino al matadero, la verdad). Sin embargo, se me ha ocurrido una analogía bastante certera que no me gusta, porque me importan más los animales que todos estos gilipollas, pero que, de todos modos, contaré, porque tampoco es tan buena y va a juego con nuestros políticos: me he imaginado que, primero, atropellarían a un gato, es lógico, y, luego, atropellarían al otro. A posteriori, resulta imposible saber si los atropellaron con un segundo de diferencia o a uno un martes y al otro un sábado. Ahora que los dos están muertos, parece una tontería, ¿verdad? Pues es lo que le está pasando al PSOE. Zancadilla tras zancadilla, puede que en Ferraz consigan que atropellen a los podemitas estos que antes (casi) fueron amigos, pero la pregunta real es: ¿puede Pedrito, el de los Sáncheces, salir de esa autopista con tanto conductor kamikaze intentando joderle? Quizá no era una cuestión de ser amigos, ni de irse a hoteles, sino de construir un pacto útil para reconstruir un país.

Hoy no es 1936

La campaña del ¡votad, coño! fue un éxito: depositaron sus papeletas un 75,7 % de los ciudadanos, y eso que los españoles que viven fuera de las fronteras han de pasar por toda una odisea de libro para ejercer este derecho. No se había votado tanto desde 1982 con Felipe González y, entonces, se tenía mono de democracia y de felipismo. Vamos, unos resultados para llevarse las manos a la cabeza, la hostia. Confieso, sin embargo, que, esta vez, España me ha sorprendido para bien: voté a primera hora y me escapé del colegio electoral con una sensación agridulce, luchando por creer que sí, que estas elecciones tenía que ganarlas el bloque de centro-izquierda, pero con las predicciones del politólogo Francisco Carrera en mente. Nadie más le daba tantos escaños a VOX (setenta, en concreto), ¿y qué? El tal Carrera la había clavado en los comicios andaluces. Así que, a riesgo de no encontrar el modo de hacer un Madonna en la era Trump (o de romper mi palabra como hicieron Barbra Streisand o Bryan Cranston), juré y perjuré que, si lo de VOX iba en serio, me largaba lo más lejos posible.

Si se pasan los derechos de mujeres, inmigrantes, ateos o LGTBI+ por el forro de… las escopetas, ¿qué iba a hacer Abascal con la Warner Bros? Almas de cántaro… Esto lo cuenta mejor Facu Díaz en Lait Motiv.

Siento ser tan gráfico, pero el domingo no me cabía un alfiler en el ojete. Y creo que no era el único, ¿verdad? No por el hecho de que, en España, haya señores de derechas, que sigue habiéndolos hoy, y muchos: ahí siguen sin orden alguno en lo que a fachosidad se refiere el Partido Popular, Ciudadanos y VOX, sino porque, pese a que el CIS a menudo tiene tanta credibilidad como Sanchez Dragó, la victoria de la derecha era posible. Por suerte (agrega tú mismo un emoji de esas de gotilla de sudor por el cogote), los peores presagios no se han confirmado: el primero no ha sabido retener al centro ni a la derecha; el segundo es, con probabilidad, la futura oposición, aunque Rivera ya se trae esta idea al presente y, del tercero en discordia y sus votantes, ¿qué voy a decir? Es bueno que 2.671.173 se hayan quitado la máscara, pero ¡qué cantidad de odio!

Según El Mundo, Ciudadanos y VOX están devorando a los populares en un ejercicio inverso al de Saturno y sus hijos: los primeros le rascaron 1,6 millones; los otros, 1,4. Igual que nos ha ocurrido con Juego de Tronos, de lo que tanto le gusta hablar a Pablo Iglesias hasta en elecciones, después de la batalla —y con menos bajas de las que esperábamos, ¡toma medio spoiler que no te esperabas, que ya es jueves!—, ahora (la mayoría) respiramos algo más tranquilos, aunque confieso que dudé hasta las once de la noche, dudé mucho. Actualizaba la prensa digital cada pocos minutos, preguntándome: ¿Quizá no hay tantos señores ni tantas señoras de izquierdas? ¿Y qué coño hacemos si a las derechas les caen escaños suficientes para pactar? ¿¡Y Cataluña, es que nadie piensa en Cataluña?! Hoy, con menos ácido en el estómago, sigo pensando que no hay tanta gente de izquierdas, que el domingo 28 ganó el miedo (el miedo a volver al pasado, a caer vencidos frente a un futuro más incierto de lo que este ya suele ser; el miedo a la extrema derecha: algo bueno debía tener el guardar todos esos fantasmas en el fondo de un cajón). También ganó el discurso centrista de Pedro Sanchez, al que que ni un Podemos desmembrado desde el interior ni un Cancerbero de derechas pudieron hacer frente (lo del «trifachito» no me gusta, parece de viñeta de Mortadelo y Filemón y, aunque le quita hierro al asunto, que mola, hace otra cosa que no mola nada: subestimar al enemigo).

¡El GAYSPER NO! ¡Todo menos el Gaysper!

Hoy, es lunes escribía el 27 de junio de 2016 ante una mayoría de votantes que habían dado el control del país a un Mariano Rajoy que nunca pareció un tipo peligroso, si acaso bobo, lo que lo hacía todavía más peligroso. Fuese porque era demasiado tonto para plantar cara a los mercados financieros (que, de nuevo, alargan sus tentáculos ante el secretario general del PSOE), fuese porque le salía demasiado bien eso de hacerse el tonto. No escuches a tus electores, le dicen ahora a Sánchez; forja una alianza con Ciudadanos; a Unidas Podemos le das un par de bocatas de queso y un ministerio menor. Por suerte, este lunes no fue tan duro, ni se hace tan difícil soñar hoy como lo ha sido estos años: cuando toca ser positivo, toca ser positivo, ¿o no? No quita esto que la extrema derecha vuelva al Congreso con otro nombre (siempre ha estado allí), que PACMA siga fuera por una injusta Ley d’Hondt y que ERC siga siendo despreciada, con políticos presos con escaños en el Congreso (Junqueras, Sànchez, Turull y Rull) y en el Senado (Raül Romeva) y una situación enquistada que algunos piensan que podría arreglar el federalismo de estado y otros creen que ya no la arregla ni dios. En fin, parafraseándome a mi «yo» pasado diré que sigue siendo bueno recordar que nada es imposible, ni gobernando el Partido Popular ni gobernando el PSOE. Después de mucho tiempo, quizá podemos empezar a creer que nuestra democracia saldrá reforzada de estas, pero es que, para la mayoría, los que somos demócratas, no hay otra: quizá con VOX esto no pasaría: no habría necesidad de que la democracia se superase a sí misma, porque como dice el meme aquel de Kayode Ewumi (el señor negro que piensa mucho): si no hay democracia, no hay por qué preocuparse de que funcione, ¿o no? Por ahora, respiremos tranquilos: el fascismo crece en España, y en todos lados, pero no se impone. Hoy, es jueves, pero no es 1936.

Always… Franco

Habrá quien piense que Valtonyc es gilipollas, que Pablo Hásel o La Insurgencia no tienen razón en todo, que hay arte con muy mal gusto en ARCO, o que Marta Sánchez da gana de vomitar entre el oportunismo y la letra de mierda que le ha enfundado al himno de España. Eso se llama libertad de pensamiento, y es la capacidad de disfrutar de cualquier idea, opinión o pensamiento sin limitaciones internas o externas. Eso no existe en España, porque tampoco existe la libertad de expresión, que, según los sistemas jurídicos y las sociedades modernas, encuentra límites solo cuando entra en conflicto con otros derechos fundamentales.

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Always Franco, del artista Eugenio Merino (Madrid, 1975).

En España, no es así; en España, hoy, la libertad de expresión encuentra límites prácticos cuando se dirige hacia uno de los dos grandes canales ideológicos: aquel que no es heredero del franquismo, del españolismo, de la España buena; en el otro, no hay condenas ejemplarizantes de las que dan urticaria. Diría el gran Eugenio: ¿Saben aquell que diu… que entran en el trullo tres raperos mientras salen por detrás todos los vejestorios del Caso Millet? Que viene la rubia que tributa en Miami a dar lecciones de nacionalismo para esconder todas esas manifestaciones de pensionistas —ojo, muchos votantes del Partido Popular y de Ciudadanos que no escarmientan ni escarmentarán, oye, aunque ojalá solo fuesen algunos de estos y no tantos jóvenes dicotómicos también—; la puta gente que cree que el problema lo tiene una tal Anna Gabriel que ha volado a Suiza y se ha cambiado el peinado, y no un país que ha retrocedido cuarenta años y en el que, parafraseando a El Jueves, no se puede decir que los Borbones —o borbones, qué coño, con minúscula que no merecen más— son unos ladrones, ni que el rey emérito se va de putas con nuestro dinero. Lo comentaba el otro día, mucho más cansado con treinta y tantos que cuando eran veintipocos: no es cuestión de banderas, sino de rescates bancarios y de una gran banca que provocó una crisis y no ha tributado por beneficios desde entonces, de gentrificación en las grandes ciudades —como Barcelona, o Madrid, o Palma, o tantas otras—, y de lo que nos han metido por el gaznate, y hasta normalizado, por la fuerza de la costumbre: de las cuotas de autónomos impagables, de los sueldos mínimo de mierda, de las subidas de pensiones que ni subida son y de la vivienda digna, que son las padres, y nunca mejor dicho. En España, nada nuevo bajo el sol: el lobo sigue de ovejero.

Hay que reconocer que saben lo que se hacen, que saben de su verdadero oficio, que no es la política, y nunca lo ha sido, sino desangrar, poco a poco, un país y a sus ciudadanos. Yo me quedo con el tuit que compartía a la media tarde del martes el cantautor Ismael Serrano, decía: «Esto es una locura.» Y lo que ya no dice tanto en cambio: Papá, cuéntame otra vez, esa historia tan bonita, de gendarmes y fascistas… No sé si volverán los flequillos sobre las nuevas frentes, pero el resto cada vez está más cerca. Y para qué recordar, si ya lo estamos viviendo.

Y encima se nos muere Forges, me cago en todo. 

No queremos banderas, ni circo: queremos ser

España es, hoy, quizá muy parecida a la Argentina que describía el gran (actor) Federico Luppi en Martin (Hache): «No es un país, es una trampa. Alguien inventó algo como la zanahoria del burro: lo que vos dijiste, puede cambiar. La trampa es que te hacen creer que puede cambiar. Lo sentís cerca, que es posible, que no es una utopía: es ¡ya!, mañana. Siempre te cagan. Vienen los milicos y se cargan treinta mil tipos o viene la democracia y las cuentas no cierran y otra vez a aguantar y a cagarse de hambre y lo único que puedes hacer, lo único que puedes pensar es en tratar de sobrevivir o de no perder lo que tenés. El que no se muere, se traiciona y se hace mierda, y encima dicen que somos todos culpables. Son muy hábiles los fachos, son unos hijos de puta. Pero hay que reconocer que son inteligentes. Saben trabajar a largo plazo.” Salvando las distancias, descubres que no hay tantas: hay gilipollas, por todos lados.

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Imagen de archivo de ElDiario.es durante las manifestaciones del 15M en 2012.

Yo nací y crecí en Cataluña: en Barcelona. Tengo mucho de pixapins, y hasta me gusta; me identifico con quien me identifico, que, al final, es con media España, porque mi padre era un charnego que no soltó en toda su vida ni siete palabras en catalán, mi madre es de la ceba, y el resto, mezcla de culturas. En otras palabras, que hay quien se siente más de una bandera que de otra, y gente que se siente de todas, o de ninguna, de tantas que tiene uno aquí por elegir desde su barrio hasta Europa. Pero estos meses de enroque nos han dejado con una sensación agridulce de estancamiento que sabemos que le encanta al Partido Popular —ahí, M. Rajoy bien sabe que el resto se debilita siempre el triple más que ellos—. La realidad es que así como ya no existe la ciudad preolímpica en la que me salieron pelos en las piernas, tampoco existe aquella Cataluña: ahora hay dos Cataluñas, ambas intervenidas por un ciento cincuenta y cinco que mala rima tiene. Una de Arrimadas, otra de Puigdemont, pero ¿y qué? En realidad, no deberíamos estar tristes ni sentir miedo de que más de dos millones de votos quieran independizarse y otros tantos que no, sino del hecho de que la política nos ha fallado a todos. De que aquí, al margen de empresas que vienen o se van a golpe de BOE y decreto ley, de lazos amarillos, de no nos dejéis solos y del ¡a por ellos!, este país —cualquiera que elijas— ya no es.

En realidad, no deberíamos estar tristes ni sentir miedo de que más de dos millones de votos quieran independizarse y otros tantos que no, sino del hecho de que la política nos ha fallado a todos.

¿Qué le importa España o Cataluña al grueso de una generación que tiene que mendigar el coche a sus padres ya jubilados, o casi? Una generación para la que los hijos, a los cuarenta por lo menos, si no se nos ha pasado el arroz. ¿Pensionistas del estado o fondos de pensiones? Vamos, no me jodas, con ochocientos euros de sueldo al mes, y alquileres prohibitivos en las grandes ciudades; sin oportunidades de trabajar de lo que nos hicieron estudiar, ¡y a qué precio si lo conseguimos! Esos son los verdaderos problemas de España, y no se curan con banderas ni con más circo. Por eso no podemos conectar con el Partido Popular y, por el camino, hemos perdido la frescura que traía el de Pablo Iglesias. No somos menos populistas que los movimientos latinoamericanos tras los que se han escondido demasiados gobiernos en Madrid, y tampoco se entiende España más allá de estos. ¿Quieres parar la independencia? Vota Ciudadanos. Catalunya, nou estat d’Europa? Junts x Cat, y bla, bla, y blá.

Sería hora de que surgiese (o resurgiese) un movimiento que le recordase a los políticos, y a la misma política, que esta es un medio y no un fin. Que nos importan tres cojones la independencia, o Cataluña, o España en sí misma, que nos importan otros tres el circo en Bruselas, que lo que queremos es poder trabajar y vivir, y que seguimos aspirando a encontrar un sitio donde algún día caernos muertos; que dejen de jugar con nosotros, y con nuestras ilusiones, que Cataluña no está rompiendo España, porque España ya estaba rota, y sigue rota, porque los que hay arriba olvidaron quién los puso ahí, y los que hay abajo olvidaron qué coño tienen que hacer los de arriba. Nos contaminan y nos emboban, haciéndonos creer que el problema es darle un púlpito más alto a Pilar Rahola en TV-3, que JxCat y ERC no se pongan de acuerdo sobre la investidura de Carles Puigdemont, o que el Fondo de Liquidez Autonómica haya sufragado el referéndum. Esos son los problemas de otra generación, de la anterior, y nos importan tres cojones por una razón muy simple: están monopolizando nuestras vidas.

El respeto como obligación política

En la era de lo políticamente correcto, parece ser que todo va sobre el respeto: respetar a quien es diferente; respetar las reglas del juego democrático; respetar a aquellos que no piensan como nosotros… Respetar es una palabra que se esgrime con más soltura de la que se maneja y, para muestra, la más rabiosa actualidad. Esta paradoja tiene nombre: sesgo endogrupal, y explica por qué nos resulta más sencillo aceptar las premisas de aquellos que más se parecen a nosotros, comparten nuestro modo de vida o votan al mismo candidato político. Pero pedir respeto desde la intolerancia carga en su sino con el peligroso germen del totalitarismo: si no podemos escuchar al prójimo, ni este hará el esfuerzo de atender a nuestras palabras, ni podremos avanzar como sociedad. Ya lo dijo Churchill: «Valor es lo que se necesita para levantarse y hablar, pero también es lo que se requiere para sentarse y escuchar», y esto último es imprescindible entre compañeros de armas y también entre adversarios.

Resulta evidente, pues, que el único modo de confrontar ideas en busca de un beneficio mutuo de las partes es a través del diálogo, que todo lo soporta menos la fuerza y la imposición, y que es justo lo que enseñamos a nuestros hijos, como lamentaba el humorista Berto Romero en el último late night de Buenafuente, porque deberíamos avergonzarnos de, ni respetarlo, ni cumplirlo en la adultez. Quizá, entonces, la respuesta deba hallarse en los niños que fuimos, como expresaba hace más de setenta años el escritor Antoine de Sant-Exupéry en El Principito.

Respetar es una palabra que se esgrime con más soltura de la que se maneja y, para muestra, la más rabiosa actualidad.

Sobre esta realidad no importa que hablemos de ciudadanos que exigen más derechos para sus animales de compañía sin cumplir con sus obligaciones —una cuestión en la que, poco a poco, hemos vencido y convencido—, aquellos que demandan al consistorio una ciudad más limpia a la par que siembran de colillas cualquier esquina que transitan o de políticos que son votados para hablar entre ellos por y para los ciudadanos y se atascan las orejas de la verborrea que mana de sus bocas.

Por lo tanto, es lógico creer que el respeto requiere de empatía, y este, a su vez, es imprescindible para alcanzar nuestros objetivos éticos, políticos y sociales como comunidad. Sobra decir, no obstante, que, como cualquier otro concepto en el que la subjetividad y la emoción nos guían, este supondrá una significación distinta para cada persona, y para muestra tenemos Internet, donde una amplia mayoría considera que la libertad de expresión acoge chistes de mal gusto sobre Irene Villa o memes de Mariano Rajoy y de cualquier otra figura política y, otros tantos, considerarán que tales acciones deberían quedar encerradas en el pensamiento.

Concentración por los Jordis (Barcelona, 17/10/17)
Fotografía de la concentración a favor de la liberación de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, que gran parte de la sociedad catalana ha definido como los dos primeros presos políticos del movimiento independentista.

Sobre lo que nadie debería dudar, sin embargo, es que el respeto debe ejercerse de forma activa y no pasiva como estamos acostumbrados a creer. El proceso político-social catalán es, muy probablemente, el ejemplo más interesante de los últimos años: no solo se trata de que la clase política y, posteriormente, los agentes sociales se hayan saltado a la torera la legalidad vigente, sino que existe en las entrañas del «procés» una ignominiosa falta de respeto desde el gobierno central, que como un padre autoritario y con las leyes en la mano ni tan siquiera se ha levantado del butacón o ha intentado hacer el mínimo esfuerzo: escuchar lo que se tenía que decir e interesarse por ello.

Muy probablemente este no sea el lugar y no contamos con el espacio para desgajar la cuestión hasta el fondo, pero habría que preguntarse cuál de las dos supone una mayor falta de respeto y por qué. Si bien es cierto que este tema nos sirve para comprobar que no hay causa que no deba ser respetada siempre que sus argumentos cuenten con los dos valores fundamentales con los que empezaba esta tribuna: tolerancia y respeto. El por qué lo expresó a las mil maravillas el filósofo austro-británico Karl Popper: «Si extendemos la tolerancia a aquellos que son abiertamente intolerantes, los tolerantes serán destruidos; por ello, cualquier movimiento que predique la intolerancia debería estar fuera de la ley.» Con esta mochila a cuestas, quizá sea momento de volver a evaluar muchas situaciones del panorama social y político de nuestro país, ¿no creéis?

 

Corleone y la independencia

Encarnado en el don de la familia Corleone, Al Pacino daba voz a los pensamientos de varios de los personajes que se encontraban alrededor de una mesa de reuniones en La Habana: «pueden ganar», decía, «porque no tienen nada que perder». Estos días han dejado muchas imágenes rupturistas, pero ni unos ni otros de los que están por ahí arriba se plantean que las cosas puedan pasar a mayores. A las redes sociales, sin embargo, mejor no acercarse más de la cuenta, pues quien no te envía al ejército de tierra, le baila el agua a la andaluza y te aplica el ciento cincuenta y cinco —que tiene una rima muy fea, y no voy a ser soez aquí— y te ataja el problema en un pispás.

Hyman Roth, don Corleone y asistentes a Cuba (El Padrino II)

Yo no creo en banderas, y, por lo tanto, soy tan poco nacionalista como independentista, pero ya he dejado escrito en reiteradas ocasiones que tampoco creo en unidad sin un proyecto común detrás. No creo en la política, sino en los hombres sabios, como Ortega y Gasset, que decía que la nación remite al sentimiento y el estado a un proyecto común. Sin proyecto común, los estados mueren, y son las naciones las que prevalecen, puesto que los primeros, quienes lo sienten, lo hacen mediante un papel, y las segundas viven en el corazón.

No creo en esta política. Creo en aquella gente que ha visto más que yo, como Iñaki Gabilondo, quien lo ha visto todo de ese escenario patrio, a veces de cambio, y, a menudo, dantesco y escatológico; Iñaki es un tío que te puede caer bien o te puede caer mal, pero tiene visión; Iñaki, quien decía que el problema no era el día 1 de octubre, sino todo lo que habremos hecho hasta llegar a ese domingo de urnas secuestradas desde el conjunto de España y después para terminar de perder Cataluña. Porque se inflaman los ánimos de los que sienten y de los que no sienten, de los que sienten unidad y de los que sienten democracia, pero un bando tiene claro el camino y el otro solo sabe que no le gusta la dirección. Julia Otero escribía hoy una tribuna en el 20Minutos que decía lo siguiente: «La mitad de la ciudadanía en Cataluña no quiere la independencia, pero son invisibles para la Generalitat. La otra mitad quiere la independencia, pero la Moncloa los ignora.» El problema, Julia, es que eso no es del todo cierto: dos se sacan la minga, y el primero que se la guarde en los pantalones, pierde. Uno de ellos es el hijo del dueño del bar, y se cree con derecho a todo, el otro lleva pululando por allí toda la vida, y está hasta los cojones de tanto pitorreo: ninguno de los dos se plantea perder ese pulso, a riesgo de no poder volver a pisar el local. Entonces, ¿quién gana?

Manifestantes Madrid (derecho a decidir Cataluña)
Manifestantes en la Puerta del Sol de Madrid que defendían el derecho a decidir de Cataluña.

¿Es tan simple? Por supuesto que no. Hoy, chocan identidades, y modos de vida, y fiscalidad, que son tres de los grandes problemas que enfrentan España y Cataluña; pero la guardia civil, y la persecución de libertades y las fotografías de tanques en Lérida —pues claro que hay ejército en Cataluña, ¡y en todas partes!— son otro golpe bajo por parte de un gobierno que ha tenido tiempo más que suficiente, pero que se ha amparado durante demasiados años en el statu quo de una dictadura, de unas autonomías que (ya) no funcionan, de una presión fiscal que vive del ayer, e incluso de los sueños de unos para configurar los de todos, cambiando el ya arcaico e indiscutible catolicismo de época por un centralismo que ya agoniza en su búsqueda de federalismo.

¿Cuál es el problema que enfrentan los paletos de traje y corbata y los que piden una votación de todo el país para que Cataluña se independice? Que no saben lo que de verdad importa; que no entienden que el Derecho de Autodeterminación de los Pueblos es solo un papel más que no contempla todos los supuestos de Europa: que no saben ni qué coño firmaron en su momento. Yo no soy nacionalista, de ningún tipo, y tengo amigos que se sienten y amigos que no se sienten, pero todos hemos visto cómo hace diez años el proyecto independentista eran cuatro gatos, y hoy puede ser una realidad. Y lo más triste es que esto se haya potenciado a través de los partidos que hospeda el gobierno central y no solo del bloque catalanista, y que ahora se pretenda detener mediante la prostitución de los pocos valores democráticos que España aún podía enorgullecerse de respetar.

En El Padrino II, el viejo Hyman Roth (Lee Strasberg) regaña a Michael por poner nerviosos a los asistentes a la reunión con locas ideas sobre los rebeldes cubanos, sin entender que el único pecado de don Corleone es decir en voz alta lo que todos estaban pensando en sus cabezas. Quizá con Cataluña pase lo mismo; con una gran diferencia: cada vez hay más leyes, y pueblos, y medios, que amparan el proyecto de referéndum que quería lanzar el gobierno de Carles Puigdemont y menos demócratas que pueden defender la postura oficial española.

El último whisky de Rita

Murió Rita Barberá, y el Partido Popular tardó escasos minutos en lanzar todo tipo de acusaciones contra la prensa española: que si había sido linchada por los medios, víctima de una caza de brujas, y quién sabe qué más. Aquellos que la patearon del partido, la empujaron al grupo mixto y le negaron hasta el saludo, también fueron los primeros en tildarla de «gran española», «gran política» y «gran persona».

El domingo algunos medios se hacían eco de la autopsia de Barberá, recogiendo la verdadera causa de su muerte (una cirrosis de caballo), y no un fallo cardíaco debido al estrés y a la presión mediática. Quién sabe si Rita estaba estresada (tendría sentido, desde luego), lo que es indudable es que lo aliviaba entre destilados.

En la distancia, puede decirse que la estrategia de la mártir funcionó. Para todos, menos para Rita. Pero a Rita poco le importaba ya el Partido Popular, España, o cualquier otra cosa, así que los populares, tan castizos como centristas, adoptaron aquel dicho popular tan célebre del muerto al hoyo.

Barberá y Rajoy (fallas)
Un ninot de Rita Barberá y Mariano Rajoy en Fallas.

«Morirte no te da la razón», decía, Ignacio Escolar, director de Eldiario.es, pero al PP le dio tiempo. Tiempo para beatificar a Rita, para atreverse a intentar cambiar la mentalidad de la opinión pública, que había osado acusarla, con pruebas, de prevaricación, de corrupción, de blanqueo de capitales. ¿Cómo es posible que Rita, a quien entre todos le rompimos el corazón, fuese una mala persona?

Desde su óptica, además, la óptica de grupo, de cohesión, de familia, Rita Barberá no era una mala persona. Si acaso, demasiado imprudente para seguir formando parte de esa gran familia española de centro-derecha tras los escándalos. La número tres del partido había visto demasiado en Génova como para comprender a qué venía tanto lío. ¡Con tantos casos de corrupción, y vienen a llamar a mi puerta!, pensaría.

Pero Rita Barberá, pese a su ceguera, nos dio una lección complementaria a la de Pacino (Si la historia nos ha enseñado algo es que se puede matar a cualquiera), y es que la muerte, esa gran desconocida de la que casi nunca hablamos, tiene un gran poder en nuestras vidas. ¿O acaso Rajoy, Villalobos o Catalá salieron ayer, lunes, a pedir perdón por sus acusaciones a los medios de comunicación? Claro que, si vivos, la regeneración democrática de un partido no pesaba lo suficiente, imagínate muertos.

¡Dejad el mundo a vuestros hijos!

El inicio de la era Trump. El Brexit. La probable disolución del ideal comunitario en Europa. El intento de someter la globalización. El miedo a la globalización. La ignorancia frente a la globalización, y frente a los cambios del paradigma tecnológico, y del sistema de valores, y de trabajo, y… El mundo es de nuestros padres, y nosotros seguimos esperando un relevo generacional que ha terminado por anquilosarse.

Hoy, tras ver a Donald Trump intentando construir muros desde un despacho oval customizado en dorado, me pregunto si el problema real no son esas décadas de más, ese tiempo extra de vida, de trabajo, de atesorar, y, luego, ser un poco más irresponsables y egoístas de lo que muchos podían ser antes de la caída del muro de Berlín. Ronald Reagan murió en 2004; Margaret Thatcher, en 2013; pero el mundo todavía es de los Reagan y las Thatcher, que se encuentran entre los Trump, las Le Pen, los Rajoy o los Mattarella. Por eso, no gobiernan los Iglesias, y ni tan siquiera los Rivera; por eso los Renzi se estampan contra una vieja pared de hormigón, y los Obama dejan un regusto dulce, pero de alas cortadas.

Margaret Thatcher y Ronald Reagan

Quizá el error no sea la política, ni el sector financiero. Quizá, en el siglo veintiuno, como en el veinte, no sepamos muy bien cómo vivir; quizá cometamos los mismos errores por no mirar atrás, o perpetremos masacres de índole similar que nuestros padres y abuelos, pero quizá también tengamos las manos atadas, y sobre todo lejos, lejos de la acción, del cambio, del control, de ese traspaso de poderes que nunca llega. Puede que el problema no sea tanto el qué, sino quién se hace la pregunta y qué puede hacer con esta.

Obama y Trump
Donald Trump y Barack Obama en el Despacho Oval pocas semanas antes del traspaso de poderes.

¿Alguien más ve la ambivalencia de limitar la entrada de nuevos actores en la vida pública?, ¿de cortar de raíz la movilidad social de sus protagonistas más jóvenes, y, a la par, de criticar esa carencia de verticalidad? ¿Hasta cuándo pueden seguir sucediéndose los cambios en el sector científico, humano o tecnológico bajo los pies de estos colosos arcaicos que atesoran el poder político y económico? ¿Pueden guiarnos los líderes de ayer hacia el futuro? ¿O hemos tocado techo en este 2016?


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Un robot con renta básica

Al principio de su campaña, Podemos defendió la renta básica universal. Pero la formación morada no tardó en dejar esta idea en standby y centrarse en otras promesas electorales. Ocurrió en la misma medida que el rechazo a la tauromaquia, que se tradujo en la ofrenda de un tijeretazo a sus subvenciones: algo que PACMA consideró insuficiente para ofrecerles su apoyo.

En España, un país que tiene un sueldo mínimo de 655 € al mes y un paro juvenil superior al 46 %, defender la renta básica universal es una quimera. Para nuestra tranquilidad, por ahora, lo es también en Europa —en esto, sí somos europeos—, si bien probablemente sería una buena forma de establecer políticas novedosas con las que nadie se atreve, ¿no? Al fin y al cabo, si podemos ser el conejillo de indias del Bundesbank para ver cuánta mierda puede tragar el ciudadano medio, también podrían tirarnos un hueso de vez en cuando.

Unidos Podemos (Garzón, Colau, Oltra, etc.)
Cartel promocional de Unidos Podemos para las Elecciones Generales de junio de 2016.

La argumentación de Iglesias, por aquel entonces, era dramáticamente lúcida: si los jóvenes tienen que trabajar por cuatro duros, por consiguiente, no podemos generar empleo de calidad; «si no tienen que coger el primer trabajo que les salga, la competitividad de las empresas, aumentará». Por descontado, también resultaba terriblemente obtusa: ¿si no lo habían visto los alemanes en la zona industrial del Rin?, ¿si la gran Europa no veía que había zonas enteras que no resultaban competitivas en un país y tenían que depender de terceras, cómo iba a percibirlo la pequeña España desde su burbuja? ¿O si se veía? Quizá detrás del discurso del «vivir del cuento», «de no mantener a los vagos» y de «dónde saldrá el dinero para ese sueldo Nescafé», existe un problema gravísimo de desempleo regional que se materializa en las Canarias, en Ceuta, Extremadura o Castilla-La Mancha, y también en Grecia, en Portugal, en Francia, y en toda Europa.

[…] ¿si la gran Europa no veía que había zonas enteras que no resultaban competitivas en un país y tenían que depender de terceras, cómo iba a percibirlo la pequeña España desde su burbuja?

The New Yorker (portada, 2011)Por supuesto, los detractores de la renta básica universal (RBU) han buscado argumentos con los que convencer al electorado: está la premisa de la gran putada que eso supone para una debilitada clase media europea (¿qué clase media?); tampoco se olvidan de que la heterogeneidad es un hándicap notable, y ponen de ejemplo a los EE UU, donde los blancos protestantes no ven bien eso de las ayudas a las «minorías» de clase baja; y, por supuesto, crea vagos. No te lo dicen así, pero esta no es una política que siga el modelo de competitividad capitalista, así que… ¿si te dan algo gratis, por qué vas a trabajar?

Evidentemente, si lo analizamos punto por punto, esto es un despropósito. Primero, porque no hay razones de peso para cargar ese gasto a la clase media: si el capitalismo nos lleva a incrementar las diferencias entre clases altas y bajas, que sean las primeras quienes se ocupen del mayor agravio comparativo, y no una clase media que se está extinguiendo debido a esas mismas políticas económicas. Segundo, porque comparar EE UU y Europa no siempre es pulpo como animal de compañía, porque hay una cosa que se llama neoliberalismo y estado del bienestar, y otra cosa que se llama liberalismo y no intervencionismo. Y, tercero y último, porque por mucho que te digan que con una renta básica uno va a ser feliz: la mayoría de los seres humanos no aspiramos a comer todos los días macarrones y nada más que macarrones, y ni estudiar, ni comprarnos la PlayStation, ni salir por ahí de viaje, o de fiesta, o con la parienta.

Estamos entre la espada y la pared, entre la dictadura del proletariado de Marx y los temores más oscuros de desempleo que enarbolaban los luditas.

Más que vagos, lo que parece crear esta RBU es un arma contra las humillaciones, contra los sueldos que nunca abandonan las tres cifras, y contra las grandes empresas y los poderes fácticos. Pero no funcionó. Iglesias y los suyos dejaron esta idea atrás más pronto que tarde, y centraron su campaña en temas sociales y de mejora económica que no se desviaban tanto de los caudales tradicionales.

¿Pero por qué es una quimera? ¿A qué viene esa marcha atrás en plena campaña? A nada más y nada menos que a las actuales economías low-cost, donde todo tiene que ser cada vez más barato, donde no se prioriza la inversión en Investigación y Desarrollo y te miran raro cuando mencionas el coste agregado de la digitalización.

Robots industriales (fábrica de coches)
Robots industriales en una fábrica de automóviles.

Estamos entre la espada y la pared, entre la dictadura del proletariado de Marx y los temores más oscuros de desempleo que enarbolaban los luditas; lo que está claro es que la cúpula de Podemos debió mirar un poco más a fondo en los presupuestos generales, y darse cuenta de que España es un país mucho más atrasado de lo que ellos mismos esperaban, que está terminando de desangrar a ese pollo sin cabeza llamado estado del bienestar, pero que no tiene recursos para alcanzar la renta básica, ¿y como colofón? Bueno, falta por explicar a los ciudadanos que no van a ser los vagos quienes se carguen la economía de la nación, sino los robots; pero, como bien decía Daniel Raventós en una entrevista de Federico Florio para La Vanguardia: «falta voluntad política, pero sobre todo, que los políticos se enteren a tiempo de las cosas», y tengan el interés de informarse, podríamos agregar.


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De coleta morada a coleta cansada

Ayer, leía una noticia en La Vanguardia que retrataba a un Pablo Iglesias muy distinto al que hemos conocido estos últimos años: pesimista, desganado, acusando el cansancio electoral que se ha extendido más de ocho meses entre elecciones, reuniones en busca de una (dudosa) investidura y otros tantos en campaña en campaña.

El redactor buscaba el contraste entre este y otros miembros de la coalición (Unidos Podemos), que no solo rehuyeron en un primer momento ese idealismo propio del socialista, sino que, además, mostraban mejor cara al mal tiempo.

Yo voté por primera vez a Unidos Podemos en junio, y antes, en diciembre, a Podemos en solitario: sin coalición ninguna, a pelo, como se presentaron. Anteriormente, no encontré alternativa mejor, y tanto para el Congreso como para el Senado, me decidí siempre por PACMA. Lo digo por si eres uno de esos lectores o lectoras que necesita saberlo, que debe leer un párrafo que se adecue con su ideología; esto no solo va para el resto, también para otros simpatizantes y votantes como yo; porque Iglesias ha pecado de un exceso de liderazgo, de cierta egolatría y, si bien tenía presente la importancia de los medios (llevar el diálogo hasta la televisión desde mucho antes que el resto quisiera debates allí fue un enorme acierto), erró al olvidar lo esencial que es caer en gracia, de ofrecer una imagen afable: como el tonto bonachón en la presidencia y los dos adversarios arquetípicos de Mattel; en definitiva, que hubiera sido interesante hacer antes los deberes.

Separarse de ellos comprendiendo  como el tonto bonachón en la presidencia y los dos adversarios arquetípicos de Mattel; en definitiva, que hubiera sido interesante hacer antes los deberes.

Separarse de ellos comprendiendo el contexto que se le presentaba, recordando los movimientos tradicionales de la izquierda y la derecha en el país, y si bien yo no hablaré de ocho millones de subnormales, sí sería bueno tener presente que España no solo son las grandes ciudades, también los pueblos; y los nichos de población de baja calificación, escasos estudios y ruralismo ideológico.

Pablo Iglesias haciendo el indio ;-)

Ahora toca apostar por las nuevas reglas. Para seguir viviendo en España, y a la vista de los resultados, toca apostar por las nuevas reglas, porque perdimos; por segunda vez. O largarse, pero si seguimos aquí, es que nos hemos resistido suficiente, así que algo nos atará a estas fronteras seguro.

Toca apostar por las que imponen los grandes partidos, aquellas del pez grande que se come al chico; donde uno está arriba y diez, once, doce, quince… abajo, pisoteados, y a medida que hablamos, aún aumenta esta segunda cifra. Pero si tanta gente sigue aclamando a Amancio Ortega, tendremos que deducir que, o bien hay mucho idiota, o parte de verdad en lo que se dice.

Quizá el cambio no estaba en Podemos, ni en Izquierda Unida, ni en las izquierdas siquiera, pero la votación unánime al Partido Popular demuestra que todo está bien en la derecha, y con la derecha. Está bien crear empleo eventual con condiciones de mierda, es real aquello de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, y que no ocurre nada porque no se haya montado un gobierno desde diciembre de 2015, porque España, por sí misma, ya es un desgobierno de tomo y lomo.

Presidencia y ya tal
La segunda ya tal.

Acostumbrémonos a las universidades públicas con precios de élite, a los trabajos en formato de prácticas low-cost, a vivir bajo el umbral de la pobreza, a tragar, a no poder luchar por nuestro futuro y, sobre todo, a seguir hipotecando nuestro presente.

Existían en este país todos los ingredientes para convertir una revolución del pensamiento en una revolución de las urnas; pero quedamos cortos. Todavía gana el miedo, el qué pasará y el temor a que, con cualquier otro, estemos peor. Es tan grande el sentimiento que ni tan siquiera conseguimos darle el tradicional pucherazo entre la izquierda de mentira y el centro-derecha de mentira.

Pedro Sánchez (Ken+Barbie)
Barbie, a la derecha, con Ken, a la… Oh, wait.

Mientras tanto, nos obcecamos en el «caso Echenique» y no en los miles de ejemplos de corruptelas normalizadas por el Partido Popular y el PSOE. ¿Que está mal? Por supuesto, y no seré yo quien lo defienda, pero sería conveniente tratar de ver que solo es un reflejo fiel de este país, donde, en la práctica, para presidir una gran empresa con miles de empleados puedes pagar la misma cuota de autónomos que aquel que trabaja a media jornada limpiando la mierda del resto, o imparte cuatro clases de inglés, o se rompe los cuernos en algún micronegocio donde solo encuentra trabas y trabas.

Parece ser que se nos mide a todos por el mismo rasero, hasta que interesa; cuando no lo hacen, el circo mediático se pone en marcha, no vaya a ser que alguien sume dos más dos y vea un pelín rocambolesco que se compare a una persona con una minusvalía grave que no avisó a la Agencia Tributaria de que su asistente no pagaba la cuota de autónomos con grandes capitales que defraudan a diario miles de millones.

Y eso es todo. Ahora desfalcad a pequeña y gran escala, preparaos para que los nacionalismos crezcan también al oeste del Ebro, y quizá más cerca aún de los Pirineos, y quién sabe. Empecemos por contratar con cláusulas abusivas para poder amasar una fortuna antes de que la clase media termine por desaparecer y, por encima de todo, posicionémonos en el lado vencedor, que es aquel al que han dado alas.

A España le falta un hervor o dos, en todos lo sentidos, y quizá nosotros no lo vemos, así que  lo mejor será intentar asegurarnos una jubilación digna, pero de la única forma que sabemos aquí: tragando, y poniendo la mano, o directamente robando.