Llega la Navidad. A mí la Navidad pichí pichá; bueno, que me gusta, pero no mucho: hay cosas que no apreciaba y ahora aprecio, y hay cosas que no entendía, y ahora entiendo. Las primeras me hacen sentir nostálgico, y no me gusta; las segundas me hacen sentir gilipollas, y me gusta todavía menos. ¿El resto?, el resto bien.
En estas fechas, me imagino dos cajas: la primera con las patochadas de viejos y la segunda con las gilipolleces que cada día soporto peor. En la primera caja (¡la caja!, ¡la caja!; perdón) guardo a los abuelos, a la familia reunida y esas cantinelas. La típica matraca que es un fastidio, porque sabes que es verdad: que el tiempo pasa, que la gente se va, y que nada es eterno. Eso sí es un regalo cuando lo tienes, aunque no lo sepas, pero ni de pu…ñetera casualidad sería tan apreciado si no tuviese fecha de caducidad. En definitiva, que te haces viejo y piensas en cosas de viejos, y eso molar, molar, pues mola regular.
Sin embargo, las que de verdad joden son otras, como el síndrome del cristiano protestón, que cree que el día de Navidad, el de todos los santos, o la Inmaculada Concepción, deberían ser de uso y disfrute exclusivo para devotos, el cuñado con la puta política, el otro con la historia de aquel año en el que el Gordo casi… pero no, y, rey de reyes, ¡sanctasanctórum!, conversación arquetípica de primera división, con plus de pesadez por cogorza encima, el ¿¡niño-por-qué-leches-no-comes-jamón-con-lo-güeno-que-está?! que sufrimos el 8 % de los españoles, y subiendo.
Ahí, con tu plato de lo que coño sea, sin bichos, y, sobre todo, sin decir nada, sabiendo que el tema va a aparecer (¡y vamos que si aparece!), con la misma gente que lleva tres lustros preguntándote lo mismo; que te vienen ganas de hacerte un Rubianes, cagarte en tos sus muertos, que son los tuyos, y poner la mesa patas arriba con el cochinillo de los huevos como peineta de regalo para la vieja de los cojones. ¡Si casi prefiero a mi cuñado dándome razones para que vote a Ciudadanos, hombre! Ríete tú del chino de Tianmeng: ¡yo sí que soy un rebelde, joder! ¿¡No ves que me estoy comiendo una mierda de berenjena delante de todos en silencio?!
Pues así, cada año: que si quieres hacerte una foto con la pata del jamón, el corderito: qué pena/lo güeno que está, o el ¡bueno!, es que a ver qué comeríamos si no, ¡y en fiestas! Y tú pensando: me cago en la puta con la berenjena insurrecta, si es que vas provocando, Javier. El año que viene te traes un variado de lechuga o algo con forma de frankfurt, que siempre tranquiliza y ayuda a mantener el statu quo navideño, que la berenjena debe ser el mismísimo Guy Fawkes iniciando la jodida conspiración de la pólvora.
En pocas palabras, que la segunda caja es esa que te regalan por Navidad la prima que se iba con Chimo Bayo de viajes (sí, sí, en plural), el capullo del cuñado que vota a Ciudadanos y la tía Encarni, que se te confiesa ante las chuletas de cabrito, diciéndote: «Pobrecicos. Si les tuviese que matar y trocear yo, te aseguro que no me los iba a comer.» Y tú la miras compungido, pensando: ¿no habrá más puñeteros temas de conversación en el mundo? Y sobre todo: ¿por qué la tía Encarni, el cuñado y la madre que los parió no le han tocado al vegano cansino que se pasa el día tostándole la oreja a todo dios mientras se masturba mentalmente por ser un verdadero catalizador del cambio social?Pues no. A mí. Todos. Avaricioso que es uno.
En definitiva, que llega la Navidad. Eso ya no hay quien lo pare. Pero siempre nos quedará la cerveza, el vino y el champán. Y es que, aunque necesitemos otros trescientos sesenta y cinco días para que se entienda la diferencia entre gusto/ética y querer/poder, nadie nos ha dicho que tengamos que soportar la espera en alta definición. Así pues, a las copas y a poner la cortinilla del Canal+.
La mayoría de movimientos por los derechos de los animales han bebido y crecido amparados en el marco del activismo político. De este modo, en la actualidad, el veganismo filosófico y el antiespecismo son dos corrientes indisolubles que defienden otro nivel de respeto por la vida animal, considerando que el resto de especies no solo tienen derecho a la vida, sino que ese derecho debería ser respetado y sacro debido a un concepto clave sobre el que ya hablé aquí: la sintiencia.
En el germen de estos movimientos, no obstante, hay un gran número de discusiones, donde destacan, por ejemplo, la prevalencia de viejos patrones machistas entre algunos de sus miembros[1] o la defensa y preservación de animales —individuos— frente a la naturaleza, en el que una parte del movimiento apoya una visión objetivista en la cual la naturaleza es un ente al margen de la ética y otra, en cambio, defiende el subjetivismo y, en consecuencia, el intervencionismo necesario frente a un ciervo herido, un pájaro que se ha contagiado de parásitos o una hambruna que ha afectado a una población de caballos salvajes, dividiendo la crítica entre la opresión y la denegación de ayuda. En este caso, no hablamos tanto de una división entre ética animal y ética ambiental, tanto como de los distintos matices que pueden surgir en la primera y, a continuación, explico el porqué.
En este contexto, el antiespecismo y el veganismo siguen siendo indisolubles y sería muy complicado mencionar una decena de discusiones que enfrentan al movimiento, algo que sí resulta mucho más sencillo de hacer cuando incluimos ecologismo —cuya mayor preocupación es siempre global, y pocas veces basada en la defensa de los individuos no humanos, que son el único grupo que, pese a su enorme impacto a cualquier nivel, no entra en tela de juicio—, por ejemplo, y todavía más frente a términos como «animalismo» o «bienestar animal».
Hasta la fecha, el movimiento de liberación animal ha luchado contra cualquier tipo de explotación y discriminación de otras especies, a veces con graves consecuencias ecológicas, como el caso de los visones americanos en España[2], o mediante tácticas de ecoterrorismo, como el incendio de la granja Chinchilla Farm por FLA México. Otras muchas, lo ha hecho de forma pacífica, como demuestran todo tipo de movimientos de activismo individual o colectivo, como ejemplifica PETA, Anima Naturalis o Igualdad Animal.
De cualquier modo, la asunción de una filosofía y una actitud política en la defensa de los animales ha recogido siempre claros matices de imposición de un programa y difusión del mismo con el fin de ampliar el apoyo popular. Este texto no tiene la pretensión de probar que esta es una actitud contraproducente, pues no tengo ni los datos ni la seguridad de creer que existen alternativas políticas y de activismo más eficaces, sino de mostrar cómo polarizar el discurso no es la solución frente a la explotación animal y, del mismo modo, que la asunción de ciertos objetivos bienestaristas, que han sido ampliamente criticados en muchos círculos que defienden la liberación animal inmediata, pueden resultar muy útiles para mejorar la vida de millones de animales y cambiar los hábitos de vida, consumo e incluso la ética de grandes grupos de población.
Para ello, no obstante, debemos hablar sobre un concepto que, en la búsqueda de juicios absolutos, relegamos o desvalorizamos: la ética de mínimos. Se entiende por «ética de mínimos» la rama de la Filosofía práctica dedicada a encontrar una vía de mejora para el entendimiento y la comunicación en un asunto, centrándose en aquellas premisas o comportamientos mínimos que compartimos y que posibilitan la convivencia y la tolerancia.
La realidad es que no sabemos con total certeza qué estrategias son las más eficaces por los animales. Sólo recientemente hay quien se ocupa de evaluar mediante métodos más rigurosos el impacto de diferentes intervenciones para determinar cuáles pueden hacer el mayor bien. Pero sí podemos concluir que la forma tradicional de plantear la reflexión estratégica -o bien se defiende que sólo debe educarse en la injusticia de toda explotación con el fin de abolirla, o bien se defienden prohibiciones o reformas con el fin de reducir los daños que los animales reciben- obedece a la simplificación de un problema complejo. Ello impide pensarlo de la forma adecuada, llevándonos a soluciones tan atractivas por su claridad y sencillez como probablemente falsas.
La ética de mínimos es la base de cualquier tipo de bienestarismo político, y puede ayudarnos mucho en la búsqueda de ideas en común a través de las que articular nuestros discursos como activistas. Hoy, el antiespecismo o el veganismo tienen una ideología muy marcada, que a menudo ha sido tildada de «radical» por la mayoría de la población, puesto que, si bien no es un discurso impuesto, sí es común que parte de los activistas acojan claras posturas impositivas o de valoración moral, en vez de respetuosas y ejemplarizantes frente al interlocutor, como siempre deberían ser; por el contrario, su acercamiento es totalmente erróneo, ya que se basa en todos esos puntos que difieren entre vegetarianos estrictos y consumidores de productos de origen animal, entre antiespecistas y ecologistas, entre defensores de la tauromaquia y antitaurinos; todos los discursos políticos relacionados con la defensa de los animales hacen hincapié en los puntos del discurso que nos separan (en los que no coincidimos) y no en aquellos en los que sí.
Asimismo, es habitual que al cambiar este discurso impositivo («yo tengo razón por esto, esto y esto; tú estás equivocado por esto, esto y esto») por otros tipos de formas de comunicación que no sean taxativas se percibe como una debilidad e incluso una perversión de nuestras convicciones; en realidad, se trata de todo lo contrario: la mejor oportunidad para poder argumentar y convencer a nuestro interlocutor/a, siempre y cuando seamos consciente de que esta estrategia comunicativa y asertiva busca puntos de contacto con el interlocutor del activista, pero no modifica nuestro propio discurso interno.
Un ejemplo común de esta dinámica entre veganos es poner en evidencia a los demás moral e intelectualmente. Es decir, implicar que el otro es menos inteligente y menos ético, a menudo porque no está de acuerdo con nuestro punto de vista. El objetivo de poner a los demás en evidencia moral e intelectualmente es demostrar que nuestro punto de vista es «correcto» y el otro «incorrecto», en lugar de examinar y debatir objetivamente las diferentes perspectivas.
El mensaje del veganismo ha demostrado que no es efectivo:un 84 % de los veganos vuelven a consumir productos de origen animal, mientras que el porcentaje de personas que luchamos contra la explotación sigue siendo irrisorio entre la población global. El auge de nuevas potencias como China o la India, además, supondrá un durísimo varapalo al activismo antiespecista a medida que estos países acojan y estandaricen un consumo de animales mayor.
La ética de mínimos, por el contrario, establece una vía de activismo eficaz que, bien dirigida, puede conseguir pequeñas victorias constantes que deben dirigirse (y pocas veces se hace) hacia nuestro objetivo último. La ventaja de trabajar a través de esos mínimos es que nos permitirán influir de verdad en la gente; así, un defensor de los perros que come otros animales suele ser criticado por especista sin comprender, a menudo, que esa empatía que él ve en los ojos de un can, puede generalizarse hacia un gato, o un caballo, y después hacia una vaca, o una oveja, o cualquier animal; incluso un taurino ve algún tipo de belleza en el animal, belleza perversa quizá, mal entendida, pero que seguro puede ser un primer paso hacia el cambio.
El principal problema que enfrentan ahora los movimientos de liberación animal es que sin esta ética de mínimos que da pie a cruzar ideas e inferir en los demás, resulta imposible alcanzar a todas esas personas cuyos pensamientos son dicotómicos a los nuestros; aun asumiendo que nuestra ética es la más perfecta, justa y buena existente, deberemos comprender que esta no funciona a través de la imposición,sino de la razón y el desarrollo personal y libre (1), que nosotros también nos equivocamos en el pasado y seguimos haciéndolo en otros muchos términos morales (2), y, por lo tanto, no es justo creer que otros no tienen la potestad de hacerlo, de caer en el error, que nosotros sí tenemos, y, sobre todo, que excepto en aquellas luchas en las que somos «amplia mayoría», la imposición, incluso la imposición de una ética más justa, no tiene fuerza —y perdería gran parte de su justicia con la misma acción—, por lo que deben ser otras las estrategias escogidas para buscar el cambio (3).
Sobre esto último, un gran ejemplo lo tenemos en la tauromaquia en España, cuyo apoyo entre los ciudadanos ha caído bajo mínimos, y, aun así, no hemos conseguido (todavía) su total prohibición. En tal caso, si una lucha que apoya una amplia mayoría cuesta tantísimo de ganar, ¿cómo vamos a conseguir una sociedad vegetariana, vegana o antiespecista en minoría? En esta, la educación actual y el relevo generacional marcarán un antes y un después, pero sería absurdo olvidar que lo que inicia cualquier diálogo es lo que nos une y no lo que nos enfrenta.
[2] No deberíamos olvidar, no obstante, que la culpa de la expansión del visón americano en España recae, por este orden: en las empresas que explotan animales, las mismas empresas que han liberado muchos de estos animales al cerrar y los activistas que han realizado acciones similares.
Sobre el sentido ético de abandonar la lucha contra la hibridación en especies invasoras que se han adaptado de forma adecuada al medio.
Hasta hace unas décadas, cuando los barcos de mercancías dejaban su carga en el puerto de destino, no podían volver vacíos. La logística dice que, en una economía como la nuestra, lo más racional sería cargar las bodegas y llevar otra carga hasta el siguiente destino. Esto no es algo que resulte conveniente en una economía global, sino también indispensable por una razón muy simple: cualquier barco está construido para navegar con un peso determinado, si este se modifica —sobre todo si ocurre en grandes magnitudes—, la navegación será inviable. Sin embargo, no siempre era posible: a veces, el puerto de destino, no contaba con carga que transportar hacia el siguiente, o no existían, y siguen sin existir, acuerdos mercantiles o relaciones comerciales absolutas entre países.
Para solventar este problema, y hasta que la ecología y la legislación advirtieron que algo rechinaba, se subía agua de mar a las bodegas y se viajaba hasta el destino, desechando toda esa agua y almacenando los contenedores a entregar en el siguiente punto de la ruta. No obstante, como siempre, la ciencia se percató de algo: no solo se cargaba agua de lastre en las bodegas, sino también a todo tipo de animales, plantas y microorganismos que se movían entre el Mediterráneo y el Pacífico, entre el Pacífico y el Índico y, de este, vete tú a saber a dónde. Sin darse cuenta, se había descubierto uno de los mayores problemas que la primera globalización traía: las especies invasoras.
El biólogo Álvaro Bayón escribía no hace mucho sobre la triste historia del visón americano (Neovison vison) en nuestro país; un animal originario de Norteamérica que ha supuesto un impacto enorme en el ecosistema español, tanto como depredador de especies de río y crustáceos, como competidor de otros pequeños mamíferos autóctonos; entre ellos, su primo lejano, el visón europeo (Mustela lutreola) y cuya conquista del territorio se distribuye, en especial, por aquellas zonas aledañas a las cruentas fábricas de piel ubicadas en Galicia, Castilla y León o el País Vasco, y cuyo cierre, de un modo u otro, ha llevado a la competencia y a la hibridación con otros mustélidos[1].
No obstante, esta práctica, intencionada o no, se remonta muchos siglos atrás, y los mismos romanos trajeron a la península ibérica especies que han conseguido adaptarse al ecosistema sin suponer un problema en el largo plazo, como la carpa (Cyprinus carpio) o la jineta (Genetta genetta). Así, comprobamos que, si bien jugar a ser Dios nunca trae nada bueno, a veces, tampoco trae consigo algo malo asociado, lo que no resulta excusa para seguir girando una ruleta sin premio que antes o después terminará por explotarte en la cara.
Cabe preguntarse, sin embargo, si realmente somos quién para intentar arreglar un puzle despedazado al que no teníamos permiso para acercarnos. A menudo, las consecuencias de la incorporación de una especie alóctona a otro ecosistema es la destrucción de terceros que no tienen la capacidad de competir o no ser depredados por esta. En tal caso, quizá la destrucción de esa especie invasora, tenga sentido desde una óptica ecologista, que antepondrá siempre a la naturaleza como ente global al individuo como ente sintiente; sobre ello, existirá una enorme variedad de opiniones cuando estos individuos de una especie alóctona se incorporan a un ecosistema ajeno, pero Gallus gallus, una nueva iniciativa dedicada a crear viñetas antiespecistas pone el dedo en la llaga: ¿somos capaces de destruir una especie invasora que no repercute negativamente en nuestro ecosistema por las diferencias que esta tiene con la especie autóctona con la que ha empezado a hibridarse? Este es el caso de la malvasía canela, o pato zambullidor grande (Oxyura jamaicensis), que se diferencia de la malvasía cabeciblanca o común (Oxyura leucocephala) en los colores de su pelaje, razón suficiente para haber sido declarada especie invasora por la Administración y exterminada desde el año 2013.
Esta política, que en el mundo animal pocos ecologistas cuestionan todavía, sería tildada de racista en nuestra sociedad, y también de injusta, donde un individuo que no afecta negativamente al entorno debe ser eliminado a causa de la prevalencia de pureza de una especie. Un concepto que, evidentemente, les «resbala» totalmente a las dos especies de malvasía.
Así, se estila la necesidad de evaluar la amenaza que las especies invasoras suponen a nuestro ecosistema, e incluso se abre la posibilidad de valorar hasta qué punto una (segunda) intervención humana no afectará y supondrá un enorme sufrimiento innecesario a esas especies y si esta tendrá sentido y cuándo; teniendo presente que la mayoría de intentos por controlar especies exóticas invasoras como el visón americano, el avispón asiático o el mejillón cebra[2] han sido un fracaso, por lo que la aprobación de nuevas medidas legislativas —como las que proponen, por ejemplo, Ecologistas en Acción— tiene mucho sentido.
¿Estamos seguros de que podemos luchar contra la naturaleza y vencer? ¿O acaso la globalización supondrá un alto coste a la conservación de la biodiversidad? ¿Estaremos obligados a hacer concesiones éticas y aceptar que conectar los cuatro hemisferios también ha traído sorpresas desagradables para las que no encontramos solución? Y, de haberla, ¿estamos seguros de que está en la extinción sistemática de estos individuos que deben pagar el alto coste de una consecución de errores humanos?
De cualquier modo, la problemática de las especies invasoras se reduce a una sonrisa amarga cuando uno comprende cómo funcionan las cosas. Para ello, tengo la suerte de poder inmiscuirme en una de las disertaciones de Manel Pomarol, jefe de sección del Departament de Territori i Sostenibilitat de la Generalitat de Catalunya, quien ha sido invitado a hablar sobre la tenencia responsable de especies exóticas en la Universitat de Barcelona. Nos explica que cualquier particular que desee dedicarse a la cetrería, puede poseer su águila americana (Haliaeetus leucocephalus); para ello, solo necesita una terraza de 9 m3 y asegurarse de que puede hacerla volar, una vez al año, cuando los agentes rurales lo soliciten.
¿Y si escapa o, simplemente, no vuelve?, pienso. Aunque la verdadera pregunta es qué carencias tendrá alguien que necesita esclavizar a un águila calva.
En algún punto de su discurso, él contesta la pregunta sin necesidad de haberla formulado:
—Deben estar debidamente identificadas; pero si escapa, y, sobre todo, si cría, matamos al ejemplar, y a los híbridos —dice.
Y entiendo lo que dice, y por qué lo dice, pero me parece irresponsable, y también repugnante.
[1] Por su cercanía de parentesco, las tres especies más similares de mustélidos son el visón europeo (Mustela lutreola), el visón americano (Neovison vison) y el turón (Mustela putorius), que, a simple vista, cuentan con más parecidos que diferencias.
[2] En Cataluña, la eliminación sistemática de cangrejo rojo americano (Procambarus clarkii) y del cangrejo señal o del Pacífico (Pacifastacus leniusculusestán) ejemplifican uno de estos debates entre ecologismo y antiespecismo, donde, hay que tener presente que el cangrejo «nativo» (cangrejo de río o cangrejo de río ibérico) también es una especie alóctona (concretamente, italiana), pero bien adaptada, y que, si bien se debe concienciar y educar para evitar el problema de las especies invasoras, puede resultar complicado luchar contra viento y marea frente a muchos de estos problemas de carácter medioambiental que debería tratar la Administración.
Enlaces relacionados:
Catia Faria (2012). Muerte entre las flores: el conflicto entre el ecologismo y la defensa de los animales no humanos. Viento Sur, Núm. 125. Recuperado de: http://bit.ly/2sro0CL
Este es un texto original creado para Doblando tentáculos. Si te ha parecido interesante, quizá quieras adquirir en papel o en eBook De cómo los animales viven y mueren (Diversa Ediciones, 2016), mi primer libro de temática animalista que trata estos y otros muchos temas similares. ¡También está disponible en Amazon!
Hace poco, estuve a punto de conocer al famoso Rey Chatarrero. Al final, aquello no se materializó, y después ha debido cambiar de número de teléfono, porque ahora la compañera que contactó con él, no lo ha podido volver a localizar. ¡Qué sé yo!
Con tanto trabajo, esto me volvió ayer a la cabeza, y lo hizo de una forma «graciosa» que he creído que puede ser interesante comentar en el blog: a través de un artículo que, estos días, ha conseguido volar mediante las RRSS; su título: El circo mediático del animalismo; un texto que critica al (ya) famoso Chatarra’s y su nuevo programa en Cuatro: A cara de perro.
Un artículo, ante todo, interesante, que trata muchas cuestiones relevantes para el animalismo —maltrato y explotación animal, especismo, bienestarismo, veganismo, etcétera—, pero que cojea en la base. A grandes rasgos, el autor nos habla de por qué es erróneo emitir un programa como este, donde su protagonista se preocupa de los perros, pero no de los cerdos o de las gallinas; de por qué es erróneo escoger al Rey Chatarrero y no a una persona que aglutine los principios del movimiento de liberación animal; y, sobre todo, de por qué tenemos que luchar contra personas que perviertan el mensaje que él considera que defiende el animalismo.
En ‘El circo mediático del animalismo’, López comenta:
«Cuesta imaginar un mejor ejemplo para ejemplificar el grado de desconexión existente entre el mundillo académico que argumenta los Derechos Animales y la gente con su desconocimiento absoluto acerca de qué se postula.»
Parece evidente que ese error no es (únicamente) del público general, sino del mundo académico, que no ha sabido cómo llegar a este, y que, a falta de una crítica (tardía) de su propio discurso, se ha encontrado con un muro difícil de superar.
Pero, ¡sorpresa! El texto fracasa en la aceptación de la definición más simple y, a la vez, más compleja de todas las que allí aparecen: ¿qué significa ser animalista?; ¿qué es el animalismo? El animalismo es la lucha por los derechos de los animales —donde, por contexto, entendemos que se trata de animales no humanos—, un movimiento que, ni el veganismo, ni ninguna corriente de pensamiento puede apropiarse, porque pertenece a la esfera de la individualidad tanto como a la colectiva.
Cuando acogemos la teoría de este breve discurso y abstraemos el concepto «vegano» del concepto «animalismo», la rueda sigue girando. No chirría por ningún sitio: hay personas que se consideran animalistas y veganas, y hay personas que se consideran animalistas y no veganas. Otra discusión muy distinta serán los sesgos de pensamiento y las contradicciones que podemos hallar en los esquemas mentales de esas personas —spoiler: todos tenemos disonancias cognitivas—, pero, en ningún caso, una persona que sea animalista tiene, por definición, que ser vegana. La explicación es simple: animalista es una idea mucho más amplia que vegano, que se circunscribe a una moral mucho más estricta.
El animalismo es una representación tan amplia como carente de sentido a causa de la suma de definiciones colectivas, que nos sirve para definir al «amante de los perros y los gatos que come carne de otros animales» tanto como al bienestarista que no quiere ningún tipo de cambio más allá de una «cómoda explotación» y al partidario de la liberación animal. Y voy al principal tema que, para mí, rebate el artículo anterior; algo así: «Si quieres cambiar el mundo, sal al mundo.»
¿Y si lo que hacemos, de la forma en que lo hacemos, no funciona? Es muy tentador creer que un libro de Melanie Joy o una ponencia de Gary Francione son el único camino, pero no lo son, y no están funcionando. Puedo comprender las reticencias de pervertir el concepto de un mensaje para llegar a más gente, pero… en lenguas vernáculas: hay que tener unos «cojonazos» para decirle a la gente que ellos no son animalistas, y que tú, y los que piensan como tú, son los únicos animalistas que existen y que pueden llamarse animalistas.
El Rey Chatarrero y yo debemos tener una ética muy distinta, pero yo no puedo decirle a otra persona que pretende ayudar a los animales, que se equivoca, que no ayuda a los animales y que es un impostor (¡ni yo, ni nadie!). Porque no lo es; él es un animalista que lucha por algunos animales, y yo soy un animalista que lucha por todos los animales. Como activistas, es legítimo intentar convencer de nuestra forma de vida a un tercero, pero no podemos imponerla como verdad absoluta, y tampoco deberíamos creer que sería legítimo hacerlo aun con tal potestad.
Un gran grupo, a quien sólo le preocupan los «peluditos» o confían en las regulaciones legislativas por inculcación institucional, defiende todo esto apelando a que visibiliza la injusticia. Yo agregaría que tanto la hace más visible como la pervierte aún más. Transmite una ideología que no debieran ser el estándar de una sociedad civilizada.
Extracto del artículo «El circo del animalismo», de A. López
Blanca, una buena amiga que también practica kendo, trabaja desde la Universidad Autónoma de Barcelona en cuestiones de inclusión social desde un marco feminista y multicultural; y le jode mucho, pero mucho, que le digan que una chica musulmana que sigue el hiyab no puede ser feminista. Siempre dice: Nudity empowers some. Modesty empowers some. Different things empower different women and it’s not your place to tell her which one it is.
Y qué razón que tiene. Javier Roche boxeando y salvando la vida de cientos de perros llega a unos chavales; yo, escribiendo, llegaré a otros; quizá sea el rap, o el trabajo en una protectora, o una visita al matadero lo que consiga ese «clic» en terceros; quizá él tiene más éxito, quizá no. De lo que sí estoy seguro es que sea en el Palacio de la Chatarra, sea en A cara de perro,no está en manos de nadie decirle cómo debe definir su individualidad. Quizá Roche no sea el animalista que a nosotros nos gusta, pero hace falta valor para decirle a ese tío que no es animalista, porque uno puede diferir en el fin último, e intentar convencerle de nuestra verdad, pero no en el sentimiento que le mueve, y que brota bondad en todo lo que hace.
A veces, queremos luchar por un cambio, pero cuánto nos cuesta poner los pies en el ring o en el tatami. De eso, yo sé de lo que hablo, y el Rey Chatarrero también.
¿Cuál es el crimen aquí? ¿Enviar un mensaje segmentado a través de la televisión? ¿No es esto acaso una excusa para hacerlo mejor? Donde encontrar nuevas vías de comunicación, nuevos espacios donde debatir sobre el animalismo y luchar contra la invisibilización del modelo. ¿Acaso creemos que todo el mundo es consciente siquiera de lo que significa «especismo» o «bienestarismo»? Porque ya os adelanto que no, que fuera del ámbito académico, nadie sabe a qué aluden estos conceptos; ahí es donde tiene que saltar el mensaje: hacia los mercados, las calles, y el público general. A veces, queremos luchar por un cambio, pero cuánto nos cuesta poner los pies en el ring o en el tatami. De eso, yo sé de lo que hablo, y el Rey Chatarrero también.
Este es un texto original creado para Doblando tentáculos. Si te ha parecido interesante, quizá quieras adquirir en papel o en eBook De cómo los animales viven y mueren (Diversa Ediciones, 2016), mi primer libro de temática animalista que trata estos y otros muchos temas similares. ¡También está disponible en Amazon!
Este es un artículo fundamentalmente bienestarista en un sentido filosófico, por lo que quizá no guste a muchos partidarios de una inmediata liberación animal; tampoco a los seguidores del statu quo; ni a mi madre, porque a ella le gustan más otros temas.
Eze Paez es uno de los descubrimientos más brutales que he hecho durante estos últimos meses; filósofo adscrito al Grupo de Teoría Política de la Universitat Pompeu Fabra y miembro de la junta del UPF-Centre for Animal Ethics. A él llegué a través de un texto asombroso sobre el enfrentamiento en la sombra de ecologistas y antiespecistas de una de sus compañeras, Catia Faria, sobre el que ya he hablado aquí anteriormente, y gracias al que, justo ayer, me sorprendí leyendo una interesante discusión sobre nuevas estrategias a través de las que defender el veganismo, nacida a raíz de un vídeo de Matt Ball sobre divulgación y cambio en los hábitos de consumo.
Empezaré recordando que yo no soy vegano, soy vegetariano (extremista), y que no me gustan las etiquetas, y lo haré porque me parece relevante para este artículo. A partir de aquí, habrá personas que considerarán este texto bienestarista (bueno, no pasa nada, siempre me gustó Jeremy Bentham); otros, directamente hipócrita; o especista, o quién sabe qué. En el último año, mi perspectiva se ha ampliado a través de nuevas líneas para visibilizar y reducir el maltrato animal, donde la divulgación y la exposición de alternativas útiles suponen las dos principales armas en juego; asidas por un mantra que me recuerda que todos vivimos en contradicción; pero un mantra, no una excusa.
Matt Ball empieza el vídeo que se dirige hacia el millón de visitas con el mejor argumento que se ofrece en esos tres minutos y medio: «Muchas acciones que ha acogido el veganismo no están ayudando al bienestar de los animales; al contrario, están dañando a los animales». Evidentemente, en su polémica intervención, Ball no se refiere a un daño directo, sino a un discurso que enfrenta y aleja de las alternativas de consumo ético a millones de personas. Por supuesto, obvia cuestiones fundamentales cuando presenta su alternativa reduccionista (Eat beef, not chicken), como (1) el hecho de que, a menudo, el cambio de un statu quo, sea físico o mental, en el individuo tiene casi siempre una primera respuesta bajo forma de una agresiva defensa o (2) que las vacas son responsables de un amplio porcentaje de emisiones de gases de efecto invernadero.
Sin embargo, también hay matices muy acertados en su lectura, como el hecho de señalar que, hoy, (1) existe una tendencia creciente a negativizar el uso y abuso de animales, en medio de la que se encuentra muchas personas que comen carne por hábito, es decir, porque la gente a su alrededor come carne, porque es más fácil y más barato. Ball (2) plantea el reduccionismo como una alteración directa de esta tendencia, un paso para disminuir, notablemente, el sufrimiento de millones de animales de granja y, sobre todo, como (3) un camino (bienestarista) a través del que miles de nuevas personas apoyen, parcialmente, los movimientos de ética animal o hallen un nexo de unión y acercamiento progresivo.
Frente a esto último, no puedo argumentar crítica alguna; porque Matt Ball no le dice a los veganos que coman ternera, sino a aquellos individuos que consumen todo tipo de productos de origen animal. Sí considero que este argumento puede rápidamente volverse en contra del interlocutor, e incluso que había mejores alternativas (más éticas) para alcanzar al gran público que ese clickbait. Pero que esto no nos haga olvidar los dos principales argumentos que esgrime: (1) que la presión por incluir a cualquier tipo de persona en nuestro concepto de dieta —y de ética— puede alejarnos mutuamente a toda velocidad, y que (2) la mejor forma de llegar al público general es mediante una alternativa no impositiva; y me atrevería a agregar inclusiva[1].
La crítica del discurso
Los comentarios negativos en el vídeo de Ball se cuentan por miles, e incluso han llevado en los últimos días a contrarréplicas de todo tipo. No obstante, ninguna de ellas puede obviar algo a lo que Matt Ball solo apunta: ¿Y si la premisa fuese errónea? ¿Y si hay un porcentaje de personas que no tienen reparos en matar y comer seres que sienten de un modo muy similar al suyo? ¿Y si, al igual que otros animales, los seres humanos somos tan especistas como otros primates en nuestra relación con otras especies y sociedades? ¿Acaso existen tantas éticas como personas? Y, si fuera así, ¿están destinadas a algo más que adscribirse a una moral colectiva de mínimos?
Quizá, ciertamente, todo pase por la ciencia y la educación, pero la filosofía vegana hace bien en volver la crítica hacia su propio discurso, puesto que sin crítica no puede haber discurso, siendo este, además, una herramienta de dominación social, como bien exponía Teun Van Djik en su Análisis crítico del discurso.[2]¿Acaso el especismo no tiene un fundamento biológico? ¿Y cuán fuerte es este? ¿Y tener presente este conocimiento no nos ayudaría a luchar mejor contra algo que creemos éticamente incorrecto?
De este modo, ahí va una primera bondad compartida dentro del contenido que el activista estadounidense publicó el pasado sábado, que nos insta a debatir sobre (1) la agresividad intrínseca en el discurso carnista, pero también en el modo en que presentamos como activistas el vegano, o el antiespecista; (2) el etiquetado vital que pretende enmarcar, sin resultado, nuestra individualidad dentro de un concepto ético limitado y cuadriculado; y (3), quizá el más importante de todos, la articulación de modelos sociales efectivos dentro de estos modelos éticos y de consumo, que, desde luego, han ayudado al incremento de alternativas vegetales, pero que siguen batallando en pos de una serie de recursos compartidos en los tradicionales binomios de marginal-publicitario, residual-capitalista o reduccionismo-ausencia.
En el núcleo de esta última cuestión duermen múltiples preguntas, entre las que centellea aquella que se debate si, realmente, el veganismo como movimiento social guiado por la ética —no por la ciencia— es un objetivo alcanzable en el mundo; si podemos realmente argumentar a favor de ese cambio de mentalidad o nuestra primera obligación moral se enraíza en intentar acercar a terceros hacia nuestra deontología colectiva sin traicionarnos a nosotros mismos; e incluso si, entre tantas contradicciones que viven dentro nuestro, el camino de la liberación animal puede pasar por la imposición de una ética que nosotros hemos decidido acoger libremente.
Tradicionalmente, la historia ha avanzado a través de saltos impositivos, pero el deseo por un mundo más justo no es excusa para caer en la justificación de cualquier medio para la consecución de un fin[3].
Claro que existió una Revolución francesa, y un asesinato de César en el Senado, y ETA hizo volar a un jefe del gobierno español al final de una dictadura, pero, en democracia, la individualidad y la libertad ciudadana mantienen un peso demasiado alto al que nadie está dispuesto a renunciar para dirigirnos en dirección contraria: y el antiespecismo total es vegano, pero no ecológico, y vegano es anticapitalista, y comercio justo, y localismo, y globalización de derechos y de deberes, y multiculturalidad… Todo ello, en un mundo imperfecto que no es teórico, que no está en un libro, que no se resuelve a través de una forma lógica, ética y matemática. Ojalá. Pero no.
[1] Si bien muchas personas no ven con buenos ojos la existencia de una opción vegetariana o vegana en una hamburguesería, la realidad de mercado es que, si estas existiesen, su adscripción sería mucho más elevada que la actual. Lo mismo ocurre con campañas como «Lunes sin carne» , con un gran impacto en la industria y en los consumidores que nunca se han planteado dejar de consumir productos animales.
[2] Anthropos (Barcelona), 186, septiembre-octubre 1999, pp. 23-36.
[3] Por eso, apoyo el trabajo de Melanie Joy, quien habla, pregunta y busca la atención sincera de su audiencia, y pocas veces el de Gary Yourofsky, quien pretende imponer una verdad que para él resulta absoluta.
Este es un texto original creado para Doblando tentáculos. Si te ha parecido interesante, quizá quieras adquirir en papel o en eBook De cómo los animales viven y mueren (Diversa Ediciones, 2016), mi primer libro de temática animalista que trata estos y otros muchos temas similares. ¡También está disponible en Amazon!
Esta entrada será absurda, impopular y difícil de entender. Por todo eso, en mi mente, se plantea como un texto profundamente coherente, pero también una (posible) fábrica de palos. La razón fundamental de la misma es que, estos últimos meses, mucha gente me ha escrito para hablarme de cómo el libro o algunas entradas del blog le han hecho replantearse sus modos de vida e incluso sus más profundos valores morales, y también me han dicho: «¡Ya soy vegetariano como tú!», o «¡Me he vuelto vegana!», o «¡Apoyo al máximo el consumo de carne ecológica!» y cien respuestas distintas más.
De algún modo, me enorgullece ver que lo que empezó hace algo más de dos años con entradas sobre animalismo ha conseguido alcanzar tantas conciencias y de un modo tan distinto: desde el maltrato de animales domésticos hasta cambios en la alimentación de muchos de los lectores y lectoras del blog. Pero hay un malentendido que no me gustaría que se perpetuase, y es que yo no soy vegano (si me tengo que definir, supongo que soy vegetariano casi estricto); y no soy vegano por tres razones fundamentales: la primera, porque tengo perros y gatos en casa; la segunda, porque he trabajado y colaboro con asociaciones de perros de terapia; la última, y para mí la menos importante de todas ellas, porque, en algún momento, como huevos de gallinas de alimentación ecológica.
Ser vegano y sus matices
Asumimos de manera automática, sin pensarlo, sin cuestionarlo, que hay un criterio moral para el Homo sapiens y otro diferente para el resto de animales. Eso es el especismo.
Richard Dawkins (etólogo, zoólogo y biólogo evolutivo)
A menudo, algunas personas que adoptan una alimentación vegana consideran que el veganismo es una opción alimentaria libre de todo tipo de sufrimiento animal. Sin embargo, olvidan parte de la filosofía que existe tras la misma, en especial, respetar la vida y la individualidad de todo ser sintiente, rechazar toda forma de especismo y de uso (no solo abuso) de animales —no del conejo que no quiere participar en experimentación animal, sino también del caballo que no quiere ser montado, o el perro de terapia que no quiere trabajar, por ejemplo; también del mosquito que molesta por la habitación, la ciudadana de Sri Lanka que no quiere ser explotada en una fábrica textil o la contaminación de un arrecife de coral.
Yo no puedo ser vegano porque, hoy, y ahora, difiero en algunos de estos puntos básicos. El primero de todos ellos, es el especismo: desde mi óptica, todos somos especistas, y debemos luchar con uñas y dientes por no serlo, pero como bien explico en De cómo los animales viven y mueren(Diversa Ediciones, 2016), nuestra empatía depende de la cercanía con el animal —aquí hay un poso biológico, y también una gran carga cultural— y nuestras acciones están sujetas, en cierto nivel, a la estructura mercantil del mundo en el que vivimos: todos necesitamos un teléfono móvil, y vestirnos, y viajar.
Así, abrazar el veganismo no puede ser complementario a convivir con mascotas carnívoras, como el perro o el gato, y ni tan siquiera a tener mascotas en un entorno delimitado, sea urbano, periurbano o rural, puesto que se mantendría un implícito, por el cual tenemos un animal por el valor que aporta a nuestras vidas, obviando su individualidad y su propia autonomía(1).
Esta es una de las razones por las que no soy (filósoficamente) vegano , y es que me chirría esta definición. Porque, ¿podemos ser veganos? Me explico. Durante casi 30.000 años, los perros nos han acompañado en nuestra vida diaria, y durante unos cuantos miles menos, también los gatos; durante más de 10.000 años hemos domesticado especies y seleccionado rasgos para nuestro bienestar. Las gallinas que ponen un huevo diario (y no una veintena al año), las vacas que, preñadas, ofrecían más leche, los cerdos o los toros a los que se les ha robado su fiereza; todos ellos necesitan de nosotros. Por desconocimiento e interés, hemos creado un mundo de matices horribles, y la ganadería intensiva solo es un capítulo más de esta historia. Pero todo ello no cambiará de la noche a la mañana, ni se borrará en el momento en el que cerremos los ojos.
La extinción del modelo
Los bienestaristas afirman que los animales no tienen, en sí mismo, un interés en no ser esclavos; ellos solo tienen interés en ser esclavos «felices». Esa es la posición promovida por Peter Singer, cuya visión neo-bienestarista se deriva directamente de Bentham. Por lo tanto, no importa moralmente que nosotros utilicemos animales, sino únicamente cómo los utilizamos. El tema moral no es el uso, sino el tratamiento.
Gary Francione (profesor universitario y escritor)
Las alternativas del no-consumo son el mejor camino que cualquier persona concienciada puede escoger hoy, pero eso no cambiará el hecho de que haya una industria de consumo colosal que engaña, oculta y es apoyada aún por un alto porcentaje de la población. Tampoco que esos animales domésticos requieren leyes para su pervivencia fuera de esta maquinaría de muerte, pero no pueden vivir todos en santuarios. ¿Y qué hacemos además? ¿Dejamos vivir a los animales de granja y condenamos a las mascotas? ¿Pueden los animales domésticos volver a un estado salvaje? Evidentemente, no. ¿Y qué hacemos con todas esas especies de las que somos responsables de haber domesticado? Quizá este es el punto más peliagudo de todos, y, por supuesto, hay cientos de opciones (mejores que la actual) que podríamos llevar a cabo para minimizar o llevar a cero todo el sufrimiento derivado, pero la extinción completa del modelo, todavía no es una de ellas.
Pero no nos vayamos tan lejos, porque incluso con nuestros principales animales de compañía hay un grave problema. Todos esos pastores alemanes, border collie o labradores que tienen que recurrir a trabajo diario de obediencia (o agility, o mantrailling, o discdog…) por parte de dueños responsables, a largas caminatas y a un modelo de vida que consiga, de algún modo, paliar las actividades principales que llevan dentro de sí: pastoreo, vigilancia, cobro… Podemos cambiar el mundo, pero no el genoma de nuestros perros. Y preguntarse por qué deberíamos hacerlo o no hacerlo, no tiene sentido, porque no es algo que se pueda modificar en veinte años, sino que se requerirían otros miles.
En esta misma línea, el trabajo de animales de asistencia o de terapia tiene para mí otras complicaciones éticas —la peor de todas, aquella que pone en peligro la vida del animal en misiones de los cuerpos de seguridad—, pero, excepto en algunas de estas misiones, en mi experiencia, ninguno me ha resultado dañino para este, y sí enriquecedor a muchos niveles (el perro «trabaja» y se divierte, aprende, consigue mejorar sus recursos cognitivos, ayudar a terceros…), si bien la filosofía vegana creo que nos diría que ese «uso» del animal constituye un «abuso» por nuestra parte. Yo no puedo estar de acuerdo. Desde la misma domesticación de los cánidos, el perro —y el gato— se acerca al ser humano en la misma medida en que el ser humano le necesita, y viceversa.
Junto a todo lo anterior, hay una serie de supuestos o etiquetas que también suelen ir unidas, y que, a menudo, me parece coherente que así sea. Por ejemplo, salud y una buena alimentación (y, hoy, se puede conseguir esa buena alimentación sin consumo de animales, pero no olvidemos que hace treinta o cuarenta años, probablemente no); también productos km. 0, ecología, consumo sostenible… Son todo tipo de causas que, normalmente, se relacionan con formas de vida veganas o vegetarianas, y todos aquellos que tratamos de mejorar el mundo, de un modo u otro, tenemos que revisar, constantemente, todas estas facetas que afectan a nuestras vidas, sin olvidar que, ni mi vida, ni tu vida, son una simple etiqueta.
Por eso, mi primer libro animalista está escrito como está escrito, y creo que esa es la bondad del mismo: que solo muestra, y nunca impone; porque no existe una verdad, sino cientos de miles (2), así como caminos para cambiar el terrible escenario en el que hemos convertido nuestro mundo. Quizá hay personas optimistas, que creen que el camino pasa por la inmediata liberación animal y otros que creemos ver que la historia, incluso hoy, niega la posibilidad de acoger un camino que no pase por una primera fase de bienestar.
Tenemos que ser lo suficiente maduros para querer cambiar el mundo y, a la vez, entender que nuestras acciones individuales suman muy poco en el conjunto: y este debe ser un contratiempo que lejos de restarnos fuerza, debería impulsarnos a buscar apoyos a nuestro alrededor. A encontrar la forma de ser parte de la solución, y no del problema; y de comprender que hay cuestiones intrínsecas en la estructura del mismo a desentrañar, y que tenemos la obligación de hallar la forma de lidiar con todo el horror que se genera a nuestro alrededor, de conseguir un cambio responsable, y de, un día cada vez más próximo, alcanzar la mayoría, puesto que en minoría no hay legitimación (social) posible.
(1) Otra cuestión importante es cuánta autonomía tiene ese animal una vez ha sido domesticado por el ser humano, puesto que los rasgos de muchas de estas especies han sido seleccionados para conseguir individuos menos agresivos, confiados y útiles en nuestras sociedades (sea, en su momento, para desplazarse, para alimentarse o como guardián), pero también restándoles independencia.
(2)Si bien, la mayoría empieza por minimizar o extinguir el sufrimiento animal, donde recordemos que el malestar humano está implícito, en especial, el de aquellas poblaciones desfavorecidas de las que nunca hablamos.
Nota:también creo firmemente en el problema que supone la industria alimentaria, la cosificación, producto del especismo, y el neoliberalismo económico: sobre todo en lo que se refiere a la aplicación, y las trabas, de una Ley de Protección Animal. Por el contrario, no considero que el consumo bajo o moderado de huevos sea aquí el principal problema —los lácteos son otro cantar, y, aun así, creo que sería necesario matizar la importancia que tiene el modelo industrial, que, en la mayoría de los casos no es más que un conglomerado que acoge la producción de carne, cuero y lácteos—, ya que es un derivado directo de la industria; sin embargo, para que esta afirmación no induzca a error, permitidme desarrollarlo durante el mes de febrero en un artículo complementario, puesto que no se trata de una visión simplista del tipo «comer esto está bien, porque el animal no muere» y, además, resulta una gran fuente para abrir debate y generar opiniones.
Este es un texto original creado para Doblando tentáculos. Si te ha parecido interesante, quizá quieras adquirir en papel o en eBook De cómo los animales viven y mueren (Diversa Ediciones, 2016), mi primer libro de temática animalista que trata estos y otros muchos temas similares. ¡También está disponible en Amazon!