Los ojos de Kandinsky

Los ojos de Kandinsky es el vigésimo segundo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

La carretera que lleva al viejo hospital Ashlan Tol está repleta de robles, hayas, y fresnos. La hierba se extiende a ambos lados del camino de Melbourne, donde la vista se pierde entre las aleñas, las pimpinelas rosas y otros arbustos comunes como el aligustre. Las casas rojizas, de teja y ladrillo, caen a dos aguas, replicándose a toda velocidad al paso de los escasos automóviles que gobiernan la carretera secundaria de Derby; una tras otra construyen una imagen de peligrosa unicidad: jardín delantero, garaje en blanco, puerta rojiza con el pomo dorado, vehículo de gama media aparcado en el porche, olor a césped recién cortado. Como la fotocopia de una fotocopia de una fotocopia…

María señala hacia una de esas casas. «Allí estaban los dormitorios de los pacientes», dice, y camina en dirección a una vivienda de tocho gris que rompe la singularidad dominante en la urbanización; durante el escaso trayecto, narra con total precisión el camino hasta el despacho del doctor Hiltner, grabado a fuego en su psique. El edificio del hospital es la viva imagen de lo que fue: veinticinco o treinta pies de altura que ocultan decenas de pasillos, que conectan habitaciones, que esconden todo tipo de accesorios médicos, y quién sabe qué historias y vidas rotas tras la hiedra que ha terminado por conquistar la arcilla.

Ella atraviesa el vestíbulo, deja atrás la sala de visitas a mano derecha y accede a la zona de los despachos con tal voluntad que los periodistas deben apretar el paso. Al alcanzar la única silla que resta en la consulta número tres se sienta y observa, en silencio, frente al escritorio caoba repleto de hojas en blanco, e informes, y el fonendoscopio que lo empezaba todo.

—Eso no está bien, María —dice. —Tienes que hablar conmigo. Vamos a tener que hacer algo, porque eso no está bien.

Kandinsky (estudio de color)

Y a María no es hablar lo que le preocupa. A María no le importa hablar. A María le gusta hablar, eso no es lo que teme. Pero Hiltner reitera:

—Tienes que hablar conmigo. —Y añade: «pero déjame ver cómo está hoy mi paciente favorita.»

María grita hasta caer contra un agujero construido en su propia mente. Con una de sus manos, se acaricia el cuello y siente el tacto de una gran jeringa contra la yugular. Empieza a llorar sin saber muy bien por qué. Se siente borracha. Indefensa. Se siente vacía. La multitud de cámaras y reporteros se difumina a su alrededor.

—¿Qué querías que te hiciese esa amiga especial, María? —pregunta el doctor.

El doctor fuma. El humo impregna el torso desnudo de María, y la cintura, y el pubis.

—¿Recuerdas a tu padre acariciándote aquí, o aquí, o aquí? —pregunta el doctor, y a cada pregunta contamina con sus cansadas manos una parte más de su cuerpo: sus manos, su pecho, su sexo, su mente.

El agujero se abre y se cierra, como un gusano que se contrae sobre sí mismo, intentando expulsar toda la suciedad que ha engullido y que no consigue regurgitar. Los ojos viajan del estetoscopio hacia la reproducción de un estudio de color de Kandinsky que duerme apoyado contra la pared. María piensa que son… Piensa que… Piensa que eran como ojos. Ojos que no siempre eran ojos. Ojos que ya no miraban, o no podían; ojos que ya habían juzgado. Ojos que construían mentes, y, sobre todo, mentes que no podían entender.

Los ojos empiezan aquella otra historia, que ocurría en su habitación, donde el doctor la acostaba hablándole de una bicicleta, y un hombre suizo de nombre Hofmann. María se recuerda vestida, y no desnuda y sangrando, pero con una gran gratitud que vestía capas y capas de colores estridentes. Era como colorear una ciénaga con toda la pintura acrílica del mundo, y la sangre que salía de su sexo se mezclaba entre cientos y cientos de tonos. El doctor fluctúa como el tiempo, y era una gran cabeza con pliegues y arrugas y un pene que entraba y salía de su vagina sin que María comprendiese la dirección, o el acto en sí, perdida en el ondulado blanco de una bata de laboratorio, que la convertía en una paloma, y luego nada.

Por último, aquella sala guardaba una última escena: la librería que fue un arma, y una herramienta, y un telón, y un filo. La librería que no era inyecciones, ni pastillas, sino palabras. Palabras que se ocultaban tras palabras; palabras que eran el peor de los venenos, que infectaban los sentidos y hacían creer que el hospital era un refugio y no un infierno. Un lugar en el que ya no importa si se trata del futuro o de un recuerdo, donde reunía a las cáscaras, y como un escultor de mármol, tallaba una muesca más dentro de cada uno de sus destinos.

—¿Dónde estás, María? —pregunta el doctor.

—Estaba lejos —contesta María con lágrimas en los ojos.

—Cariño, no puedes escaparte —le dice mientras le inyecta otra dosis de amital de sodio.

Y María, rodeada de testigos, se siente profundamente sola, porque sabe que no puede escapar, porque entiende que el negro ya es parte de ella.


Este relato está libremente basado en los presuntos experimentos del Dr. Kenneth Milner en el hospital psiquiátrico Aston Hall, en Derbyshire.

Jubilado de libro

Jubilado de libro es el trigésimo segundo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Es curiosa la mente. A menudo, nos hace recordar aquello más insignificante que hemos vivido y, por el contrario, se obstina en esconder demasiados buenos momentos: las reuniones familiares, los viajes, los sueños de infancia, la cara de esa niña argentina de rizos castaños de quien recuerdas el nombre —Anaïs—, pero no el rostro; las conversaciones profundas de las que nos encantaría volver a beber una vez más, y los abuelos; los abuelos que se jubilan tras tu primera aparición en escena y deciden acompañarte durante toda tu infancia y adolescencia. Hay mucha magia en esa decisión que, hoy, se impone más de lo que se espera; sea por trabajo, o dinero, o necesidades que solo ahora son necesidades, y antes fueron caprichos.

Mi abuelo tomó la decisión con libertad: se jubiló para ayudar a cuidar de sus nietos; para acompañarlos al colegio, y recogerlos; para ir al parque con ellos y ser un apoyo para su única hija. Cuando murió, lo había olvidado casi todo, y antes, recordaba más entre cuartillas de lo que su mente conseguía retener; escondidos en su chaqueta había nombres, y calles, y parentescos. «Benlliure, número quince», «Carmen: hija; Cándida: esposa», «nietos: Miguel, Javier y Carlos». Como en cualquier demencia, un día algo falló; después, todo se desmoronó.

Cecilio Pla y Gallardo - Hombre en la playa
Hombre en la playa, de Cecilio Pla y Gallardo (1860-1934)

Los meses previos, lo olvidó todo. Casi todo. Recuerdo como, poco a poco, la argamasa que mantenía sus pensamientos se resquebrajó hasta alcanzar la base. Primero, olvidó a su mujer; después, lo olvidó todo. Casi todo. Al principio, recordaba su trabajo, su antiguo coche, el servicio militar… Después, lo olvidó. No hay tarjetas donde anotar una vida. Tras el ingreso en el hospital, solo quedó su infancia. Hablaba de su madre y de los campos que rodeaban la Pobra de Trives. Apenas recordaba, y hablaba de aquello que podía aferrarse a retener. Quizá, entonces, ni tan siquiera sabía ya quién éramos, o quién fue él.

Durante un tiempo, tampoco yo recordé demasiado sobre mi abuelo. Solo pude invocar la enfermedad y una zapatilla con la que no acertó a darme mucho tiempo atrás: un día que saqué al hombre de sus casillas y él me persiguió por el comedor con cara de pocos amigos. Lo evoqué a menudo, hasta que comprendí que nunca quiso darme, que, de haber querido, me habría alcanzado; hasta que comprendí que, sin saberlo, eso era una bendición, que podíamos estar orgullosos de que nuestro abuelo había sido una persona, con todas las letras, y que ojalá todos nosotros tuviésemos la suerte de haber vivido una infancia tan rica como para, en los momentos de mayor desconsuelo, tan solo recordar una zapatilla que nunca quiso blandirse y una enfermedad cuyo dolor intentó guardar por amor a los suyos.

En un bar del centro

En un bar del centro es el segundo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Subió la reja, y la persiana, abrió la puerta, y encendió los trastos de la cocina. Pasó la gente, tomó el café, y escaparon tras enfrentar las respectivas cuentas. Después, llegó el mediodía, y la Lola empezó a preparar los menús. Su marido, siempre él, los garabateó en la pizarra, con pan, bebida y postre. Por último, prendió la radio, sobre el quicio de la ventana que daba a la terraza, y, como cada día, empezó a sonar un rasgueo de guitarra que nacía en Re, seguía en Sol, y luego en La…

En seguida, la gente curioseaba a ver qué hacían esos dos. Encendiendo una radio y buscando, por el dial, una indescifrable canción. En un bar del centro, en plena calle mayor, donde el camarero sonreía ya con propensión.

Y el sonido trajo hacia ellos la clientela prevista: decenas de turistas y algún excursionista, local, en este caso, que se instalaba junto al resto, en las mesas de una terraza del centro, que empezaban a pedir cañas, y bravas, y tapas, y un menú tras otro. Excepto una, que acogía a una pareja, que miraba embelesada y se susurraba magia al oído. Ella sonreía, y ahora curioseaban los clientes, a ver qué hacían esos dos, musitándose promesas mientras el bar despertaba en plena calle mayor.

Fueron tres o cuatro estrofas y un gancho, y, como cualquier día, todo se aceleró. A partir de ahí, se establecía la escena: un hombre apuraba la copa que había encima de la mesa, dispuesto a dejar monedas y escapar hacia su hogar; pero a la chica presente, el alcohol convirtió en princesa y, frente a él, supo que no saldría ilesa. De la radio brotaron algunas notas más, rasgadas con corazón, y la chica se desnudó con ayuda de ese amor, de promesas en miradas, y recuerdos compartidos; después, ya desvestidos, y, frente a un mundo, empezaron los gemidos.

Varias veces el camarero les llamó la atención, por aquello de estar amándose en plena calle mayor, pero no era más que un truco, un ardid, una excusa, pues el bar vivía del amor de esas parejas difusas, que aparecían en mesas cuando sonaba la radio, y se apagaban fundidas cuando aplaudía el estadio.

Nadie entendía por qué, pero en el bar de la Lola, la radio prometía clientes y un espectáculo ardiente, pero ni bendición y condena van de la mano siquiera, porque lo que gastaban clientes, repercutía en agentes, de policía, que llegan con el escándalo fuera, mientras vecinos se muestran cansados, hartos y viles, al condenar ese acto, tan natural como antiguo, que reproduce por siempre la melodía de un pillo[1].


[1] Este relato está inspirado en una canción del cantautor catalán Albert Pla.

Lo Que Está Por Oler

Lo Que Está Por Oler es el trigésimo cuarto relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Se rascó una oreja con entusiasmo. Después, se incorporó, se colocó a cuatro patas —justo cuando la Gran Luz Que No Se Mira asomaba el hocico— y bebió un par de largos tragos de agua de la fuente que sus compañeros de piso habían instalado en el comedor. No había sido una semana de grandes aventuras y los días en el hogar empezaban a resultar tediosos y rutinarios. Por esto, tras refrescarse, volvió inmediatamente a la cama por un par de horas más: ¿qué se le había perdido en el mundo tan temprano?

Argos era un verdadero ilustrado, y así le consideraban sus congéneres. Un aventurero que había oído hablar de Rugaas, Donaldson, Pryor u O’Heare, a quienes se imaginaba como grandes divulgadores caninos; quien había presenciado grandes momentos de la historia moderna, como las gestas de Colmillo Blanco, la vida de Marley, de Beethoven, o del gran detective Hooch, que se ayudaba de aquel incompetente americano delgaducho… Era el compañero que quieres en tu equipo cuando abandonas la seguridad del territorio y te lanzas hacia Lo Que Está Por Oler y, ¡bueno!, él no creía en la falsa modestia.

Argos (terraza)
Argos descansando en la terraza.

Aquella era una época de cambios. Había decidido dejar atrás el apartamento en el centro por una casa a pocos kilómetros de la capital; una cuestión controvertida y discutida por el resto del grupo sobre la que Javier y Laura rápidamente estuvieron de acuerdo, mientras Fuego y Dana habían mudado sus respectivas reticencias hasta su nuevo hogar. Ahora no estaba dispuesto a confesarlo, pero quizá vivir en la montaña no había sido su mejor idea. Poco había tardado en percibir un cambio de actitud en algunos miembros de la manada… Por ejemplo, desde que se conocían, Javier, siempre se había levantado prontísimo: entre las ocho y las nueve de la mañana, y tenía la mala costumbre de sorber varias veces al día un líquido amargo en pequeños cuencos con asas casi imposibles de lamer. ¿Aunque para qué iba a lamerlos? Los humanos bebían todo tipo de líquidos extraños: negros, amarillos, rojos… ¡incluso naranjas! ¡NARANJAS! Hace falta valor… Pero en los últimos tiempos había advertido un incremento de amarillos y rojos y eso le preocupaba, puesto que convertía a sus compañeros de piso en seres más irracionales, si cabe. ¿Cómo iba a tolerar eso si la situación se cronificaba? ¡Parecían animales salvajes!

Asimismo, había empezado a preocuparse por otra extraña costumbre que se extendía en el tiempo: los dos humanos se sentaban en una silla y se quedaban horas y horas inmóviles frente a todo tipo de extrañas imágenes: era aterrador; a veces, estas se movían y otras, simplemente, mostraban formas que habría jurado que aparecían a medida que sus compañeros golpeaban una de esas cosas sin nombre de perro que sonaba con clics y con clacs. Como buen empirista, había acercado el hocico sin resultados: Javier creyó que quería abrazos y lametones, mientras que Laura le riñó, imaginando que intentaba alcanzar unos macarrones al pesto: en honor a la verdad, Argos sabía que ambas cosas eran compatibles.

En la montaña, sin embargo, algunas cosas habían mejorado también. Corrían sueltos y no con esas estúpidas correas sin sentido con las que era «dificilísimo» hacer entender a los humanos por dónde debían pasear. Lo había comentado con Dana y con Fuego, y opinaban lo mismo. Bueno, Dana opinaba; Fuego preguntó: «¿Correa?, ¿qué correa?» y siguió estirando y estirando en todas las direcciones mientras Laura volaba tras él.

En casa se mantenían costumbres lógicas y beneficiosas para todos, como descansar en manada en el dormitorio o tumbarse bajo la Gran Luz muchos mediodías; Javier lo hacía con líquidos amarillos y el resto de la manada con un gran cuenco de deliciosa agua self-service. Pero había otras que nunca habían entendido, y vivir en la montaña tampoco cambió eso. Por ejemplo, siempre emergía un Palo Mueve Pelusas en el pomo del bufé frío de la cocina. Un día, él y Dana advirtieron que no eran otros que Javier y Laura quienes tenían esa extrañísima conducta, y todavía hoy se devanaban los sesos en busca de una respuesta: los humanos recogían la casa y, cuando no les dejaban en el exterior, colocaban todo tipo de impedimentos frente a algunas puertas: el Palo Mueve Pelusas, el Palo Moja Patas y, a veces, incluso una extraña tabla, también con patas, que se presentó en casa, pero que nunca habían visto que se usase para nada más que impedirles el paso, por lo que, él mismo, la había bautizado como Tabla Molesta.

Foc y Dana de excursión
¡Foc y Dana se van de excursión!

Harto de tantas irregularidades, decidió que, esa misma tarde, reuniría al Consejo en busca de una respuesta y, cuando la Gran Luz estuvo entre ¡Woof! y ¡Grrruuurr!, dio inicio a la misma.

—Últimamente el ritmo de paseos ha decaído, ¿no creéis? —preguntó al aire.

—Bueno… —concedió Dana. —Cuando la Gran Luz ocupa tantas horas arriba siempre es más difícil, y aquí, muchos humanos confunden territorio con Lo Que Está Por Oler, ya sabes.

—¡Pero no nuestros humanos! —señaló Argos. —Eso es lo que más nos gustó de ellos, ¿recuerdas?

—¿Qué es un Consejo? –preguntó Fuego.

Dana acercó un mordedor de color naranja y lo dejó frente a él.

—¿¡Para !? —preguntó Fuego, agarrando el juguete a toda prisa mientras lo mordisqueaba y correteaba por el jardín.

—Sigamos… —dijo Dana.

—Creo que tendríamos que demandar un aumento del número de paseos y de las zonas exploradas de Lo Que Está Por Oler. ¡Estoy harto de ir siempre por el Verde por Oler! A veces está bien, pero seguimos siendo perros urbanitas: ¡y ahora tienen dos coches!

La conversación mantuvo esta misma línea por un buen rato. Fuego se rodeó de todo tipo de juguetes mientras el núcleo duro debatía posibles soluciones ante las problemáticas presentes. Decidieron que tendrían que soportar los incómodos Palo Moja Patas y Palo Mueve Pelusas hasta la siguiente reunión del Consejo, que doblarían esfuerzos para descubrir la función de esa tabla sospechosa y que presionarían a los humanos para aumentar el radio de las campañas de exploración.

—¡Por favor! ¡POR FAVOR! —gritó Javier— ¡Basta de ladridos, lleváis así toda la maldita tarde! ¡Basta! ¡Se acabó! ¡SE ACABÓ! ¡Callaos los tres un rato!

—Cuando baje el sol, podemos ir paseando con ellos hasta el pueblo —comentó Laura.

Y Argos observó al humano con indiferencia, reprimiendo una sonrisa que asomaba en su hocico. Lo habían logrado, otra vez.

Mientras Dana empezaba a recuperar todos los juguetes con los que había sepultado a Fuego, pensó: Los humanos no entienden nada…, y se tumbó a echar una cabezada en su cojín antes de la expedición número 5.791 hacia Lo Que Está Por Oler.

El mundo es de los valientes…

Había un sofá

Había un sofá en mi viejo piso de Barcelona. Había un sofá, una mesa, unas sillas y un único mueble en el salón-comedor. Así de pequeño era mi piso, que solo fue mío por un instante (cuando murieron mis abuelos). Allí, en aquel sofá, empecé a compartir mi vida con un perro y aprendí a transigir todos los tipos de soledad; allí me dormí abrazado por primera vez a Laura tras una declaración de amor que también fue un robo —o lo hubiese sido, si el corazón de alguien pudiera pertenecer a dos personas— y, allí, fui feliz.

Más tarde, la perra devoró el sofá granate que había pertenecido a mi abuela hasta que se la llevó el cáncer, y los cojines salchicha de color rosa que tanto me gustaban. Y nada más ver la escena, caí tumbado entre sus almohadones, algo triste por la muerte prematura de un recuerdo en vida que se desangraba; por la pérdida de otro sitio especial donde, a menudo, dormía y chateaba con ella a través del Messenger (aquel dinosaurio al que el WhatsApp terminaría por degollar sin piedad). Por esto me negué a desprenderme de él, y coloqué una manta que encontré en un altillo a lo largo de todo el flanco que la pastor alemán había cercenado, y seguí soñando, y escribiendo, y dormitando cuando no podía dormir, mientras la espuma interior robaba una caricia a mis pies desnudos al dar vuelta tras vuelta o al incorporarme, de madrugada, somnoliento.

Dana (2011)
Dana mirando por la terraza del piso de Montbau (verano de 2011).

Fue ella quien me convenció de cambiarlo, pero, para ello, tendría que mudarse conmigo. Algo que hizo rápido y sobre lo que nos mentimos hablando de necesidad. Recuerdo que le rogué que viviera conmigo desde el minuto en que empezó nuestra relación. Porque estoy loco, o soy un imbécil, o no pienso las cosas. Quién sabe. Ella aún cree que fue un error, arrastrado hasta hoy, cuando algún momento del presente moldeó un «nosotros» que hace mucho que ya duerme en el pasado; yo le digo siempre que sí, le miento, y, cuando ya no me ve, sonrío como el idiota feliz que siempre ha conseguido mantenerse cerca de la mujer que amaba.

El segundo sofá era blanco y no conjuntaba con el mobiliario caoba ni las viejas sillas tapizadas que bailaban entre el ocre y el granate. Su cuerpo era más ancho y rectangular y conquistaba parte del espacio que antes había reservado a la cama de Dana, la perra que ahora sentía unos celos terribles por tener que compartir su tiempo con una tercera persona, y cuya envidia perruna dejaría una decena de escenas de destrucción masiva por toda la casa.

Sin embargo, la vida del sustituto fue breve y convulsa; tan breve y tan convulsa, como una enorme mancha que un celo más literal dejó en su contorno de marfil; un borrón que resultó imposible de limpiar en su totalidad, pero que fue disimulado con todo el esmero que un hombre enamorado podría conseguir. Aquella fue la marca del diablo, el signo que presagiaba un fin temprano y horrible, y que llegó a los pocos días, cuando unos compañeros de universidad partieron la espina dorsal del sofá blanco y convirtieron su recta figura en una uve de madera quebradiza.

Tras el crimen, Laura se enfadó muchísimo, y envío a la calle a los invitados que todavía deambulaban por el apartamento. Estos se escaparon a perseguir a unos jabalíes que rondaban por el barrio, y, aunque aquí empieza otra historia a la que no tengo intención de dar inicio, acabarían dormidos sobre unos aspersores que esa noche no consiguieron cumplir su verdadero cometido. Un justo castigo, quizá.

Al día siguiente, abandonamos al sustituto junto a la basura, como ya habíamos hecho con el sofá granate que lo precedió, renunciando a ocupar, por tercera vez, ese pequeño gran espacio del salón que nunca más completaríamos. Durante semanas, me sentí incómodo ante la escena; y no fue hasta mucho tiempo después, cuando ya no vivíamos ni tan siquiera en esa misma ciudad, cuando entendí que no era el sofá. Entonces no importó que este hubiera sido aniquilado por la perra y a su suplente le rompieran las vértebras unos borrachos que invitamos a casa por ser, y seguir siendo, nuestros amigos; no importó porque nunca fue el sofá: no era lo que allí hubo, sino lo que anhelaba que hubiese, y lo que restaba después junto a mí; y cuando comprendí que ella seguía ahí, pudimos mudarnos, pero, sobre todo, pude dejar de flagelarme por haberme planteado pagar el alquiler de un trastero en el que guardar un sofá masticado y otro partido por la mitad.

Las moscas que son tus muertos

Cuando era niño, creía en dos verdades absolutas y mágicas: que las moscas eran las cámaras de videovigilancia de Dios y también nuestros muertos. Muchos de nosotros, como seres imperfectos, creemos que son sucias, y pesadas, y absurdas; estúpidos bichos que revolotean constantemente entre nuestros brazos, frotándose las patitas negras y mirándonos, con insectívora ternura, desde lo alto de la pantalla de nuestro ordenador, desde el mueble del comedor o la encimera de la cocina.

Esta era una de esas teorías que nadie entendía pese a su infinita lucidez. Destruían los cadáveres de todos nosotros y se convertían en una parte de lo que fuimos. Estaba seguro: las moscas eran nuestros muertos, que volvían a la vida para observar cómo aprovechamos todo lo que nos enseñaron, para juzgarnos por habernos masturbado más de una vez al día, o para ver cuán felices somos con aquella chica que tu abuela no conoció, o a quien tu padre le preguntaba qué había visto en un tarambana irreflexivo como tú. «Tarambana», que era una palabra que usaba tu padre, y que quizá la mosca conserve en su pequeño cerebro de mosca que tú aún desconoces que contiene un fragmento de la esencia de tu padre.

Escena del décimo capítulo de la tercera temporada de Breaking Bad (mosca)

En mi cabeza, no existió nunca espacio para valorar un posible error: las moscas eran las cámaras de videovigilancia de Dios y, cuando desaparecían, volvían al Cielo y le zumbaban una defensa vehemente como no te puedes llegar a imaginar. Así te querían tus abuelos, o tu padre, y así lo hará tu madre, o tú mismo, por tus familiares y amigos. Se dejaban las patas, las seis, en farfullar y farfullar sobre todas tus bondades, esas que nunca te dijeron en vida ni aquellos más benévolos; esas que hacen que nos avergoncemos y que ocultemos cuánto admiramos el amor que un tercero puede tener por los animales, o la bravura que, bien llevada, termina bebiendo de valentía y convicción.

Un día, no recuerdo cuál, dejé de creer en las moscas. Dejé de ensimismarme al contemplarlas, dejé de curiosear mientras se movían entre saltitos medio ortopédicos por la mesa, la tele, la silla. Dejé de pensar en estupideces y de decirle a los míos que no matasen más moscas, que eran sus muertos que venían a ver cómo lo estábamos pasando, y a disfrutar, en la medida en que uno puede disfrutar cuando es degradado de humano a insecto post mortem. Mi padre, que era un experto cazador de insectos, siguió matando sucesivas reencarnaciones de sus respectivos padres, y tíos, y amigos, que venían a ver cómo nos iban las cosas.

Yo crecí, y olvidé a los muertos, que son las moscas. Olvidé incluso prestar atención al zumbido y a la forma en la que limpian compulsivamente sus grandes ojos para seguir presenciando en fragmentos de unos pocos días la vida de todos nosotros. Olvidé que los muertos eran las moscas, y también las cámaras de Dios. Un día, otro, mi padre también se convirtió en mosca. Pero a fuerza de golpes yo había olvidado esa verdad irresoluble, así que transmuté en aquello contra lo que había luchado a capa y espada toda mi infancia. Cuando veía un insecto, acababa con él. Esa era mi legado, una de las misiones que habían traspasado hasta mí; y las moscas empezaron a acumularse en mi piso.

Vestido con el gen del cazador que vivía en mi interior, y que antes lo hizo en el de mi padre, empecé a destruir y destruir insectos; cuando los cadáveres se acumulaban en mi hogar, yo me deshacía de ellos, y como Sísifo en el Inframundo, embestía contra mi propia carga. Lo hice por largo tiempo, hasta que recordé que no había obligación alguna de hacerlo, que no había montaña que recorrer empujando una roca que volvería a caer ladera abajo, que las moscas que se acumulaban en el suelo no traerían de vuelta a mi padre y que, quizá, como aprendí de pequeño, las moscas podían habérselo llevado, pero no podían devolvérnoslo.

Entonces, dejé de matar moscas y empecé a recibir sus visitas con desdén; después, con indiferencia, apatía, afecto y pasión. Recordé que las moscas son los muertos y que, en cada una, vive un alma, que no es alma, pero algo es. Pensé en los grandes ojos que tienen muchos insectos que vuelan junto a nosotros y volví a creer en todo el sentido que eso tiene para aquellos que saben mirar alrededor.

Una explicación para Sofía

Una explicación para Sofía es el cuadragésimo segundo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Nada despertó sus sospechas. Tras su última reconciliación, que seguía a una larga pelea, repleta de gritos, reproches, promesas y besos, todo fue bien. Muy bien. Los tres o cuatro días de viaje que Sofía había decidido no posponer, habían ofrecido un interesante giro a una pareja que se necesitaba casi tanto como se amaba. Tras casi una década de relación, Juan percibía a menudo sus actos, y también los de su compañera, como abruptos, irracionales y egoístas. En soledad, sabía que se querían, y, sin embargo, nunca consiguió dominar su pronto, su impulso, su capacidad de dañar aquello que más deseaba proteger.

Pero sobrevivían una jornada más, creyendo salir fortalecidos de las quejas, las malas caras, las soluciones que apenas son parches, y quién sabe cuánto más peso que repartían en sus dos bolsas de vida. Detrás, no había desconfianza —nunca la hubo—, ni celos, ni malestar en la superficie. Se trataba de algo más abisal, más profundo, más insondable, como para que ellos pudiesen encontrar el modo. Terapias de pareja, psicología, psiquiatría, sesiones donde aprender a amarse de otro modo… ¿Era eso posible?

Cuando Sofía arrancó el coche, molesta, y se perdió en la noche, Juan prendió un cigarrillo en la terraza. El termómetro externo marcaba tres grados, pero él siguió ahí; él siguió ahí, esperando, hasta que la fría noche dio paso al día en que moría abril. Aquel día, el sueño amenazó en reiteradas ocasiones con apoderarse del empresario, quien cargaba con unas grandes ojeras que se obligó a pasear por el despacho.

Serge Gainsbourg y Jane Birkin (fotografía)
El polifacético Serge Gainsbourg (1928-1991) junto a la actriz y cantante británica Jane Birkin (1946).

A media tarde, cuando corroboró que no podía teclear un minuto más frente a la pantalla de su ordenador, se incorporó, estirándose sin remilgos, y escapó a la pequeña terraza que las leyes antitabaco habían convertido en un gulag para adictos a la nicotina. Allí encontró confinada a Laura, una de las analistas sénior de la empresa, quien le ofreció un cigarro y una sonrisa cómplice.

—No todo es malo —comentó la chica a modo de saludo—, así fumamos un buen puñado menos de cajetillas al mes.

—Pero con más ansia, si cabe —señaló Juan.

—De cualquier modo, esto —dijo ella, mostrando el cigarrillo— es lo que te pone un poco más nervioso. Aunque lo que no nos deja dormir suelen ser otras cosas…

Él suspiró, encogiéndose de hombros, y ambos quedaron en silencio, contaminando sus alvéolos un poco más. Cuando apagaron el segundo pitillo, Juan le había confesado a su interlocutora algunos de sus miedos más profundos, que siempre encontraban un Sofía como conclusión; la analista se mostró sorprendentemente empática, y Juan recordaría por largo tiempo que, entonces, se le ocurrió invitarla a un par de copas después del trabajo.

No obstante, no fue necesario. Juan volvió a su oficina, decidido a dar carpetazo a los proyectos que se habían acumulado encima de la mesa y a escapar hasta casa, donde comprobar si, esta vez, ella había vuelto o todo el lugar seguía desangrándose por la ausencia. Pero el pavor que le producía aquella incerteza, no le permitió abandonar esas paredes, así que el trabajo sirvió a su propósito, y lo mantuvo allí, concentrado, abstraído del exterior: absorto.

Beso icónico de Elvis Presley en 1956.
Elvis Presley (1935-1977) besando a una rubia anónima en Virgina, 1956.

Sonreía para sí cuando Laura abrió la puerta y asomó uno de sus brazos; en la mano, mostraba una cajetilla de tabaco, pero a Juan le pareció una oferta difícil de ignorar. Volvieron a la terraza, ya vestida por un manto de noche, y hablaron algo más, entre susurros, movidos por una creciente excitación que se perdía entre las curvas de la analista; ella jugó sus cartas entre pausas, consciente de que una seducción lenta era el mejor modo de extender un instante de pasión o convertirlo en pura magia. Primero, lo atrajo con palabras, y susurros, y silencios; después, con miradas y caricias. Por último, y aunque no existía necesidad, Laura se quitó la americana del traje chaqueta, y atrapó la mirada caoba de su acompañante en su silueta, con esa beldad que desprende la belleza consciente.

Juan enmudeció. Perdiéndose entre los carnosos labios de la chica, explorando con atención cada trazo, respetando las sombras primero, y conquistándolas después, poco a poco. Ella abrió camino y guió a su amante, que la desvestía con palabras y actos, hasta un despacho cercano. Allí, todo el pudor se desvaneció; y desnudos gritaron acometiéndose sin tregua durante mucho tiempo. Viajando entre la rápida pasión de una explosión cercana y el balanceo que ambos exigían en ritmo y cadencia.

Last Kiss (fotografía)
Last Kiss (2012) del fotógrafo estadounidense Mo Gelber.

A altas horas, cuando se sintieron agotados, y consumidos, y exhaustos, a todos los niveles, todavía quedaron desnudos y abrazados por un tiempo. Después, ella hizo una pregunta que esa noche no podía hallar respuesta, y se marchó, dejando ver la blanca y sensual silueta que había dejado que él conquistase hasta yacer exánime. Juan se vistió sin prisa y esperó; tras confirmar que estaba solo, recogió algunos útiles que habían quedado diseminados por el despacho y marchó, inseguro por todo lo que había sucedido, inconsciente de lo que podía suceder.

Al volver a su hogar, encontró a Sofía dormida en la cama de matrimonio. Había cancelado su viaje. Había vuelto a casa. Aquella noche, ella despertó al ver luz en el salón y sonrió a su pareja desde la cama. Juan le devolvió el gesto, quebrado, y se instaló en el salón, a salvo de una retahíla de preguntas que no estaba preparado para responder.

Sofía esperó una explicación que nunca llegó, y, poco a poco, desparecieron las quejas, las malas caras y las soluciones que apenas eran parches; apareció el silencio, la indiferencia, el desinterés. Su relación no murió entre gritos de odio, sino que se desangró en silencio; en un silencio perenne que se calcificó hasta el fin. Fue largo tiempo después cuando Juan entendió que hay distintos tipos de amor, y que el suyo era auténtico, aunque no siempre perfecto.

Dobles parejas

Sol olvidado

Él no sabía lo que quería. Nunca. Quizá por eso se le daba tan mal escribir sobre los pocos amores que tuvo. Cada vez que lo intentaba, que intentaba ocultar lo que sentía bajo alguna historia inventada, fracasaba estrepitosamente y, de igual modo, ocurría en sus relaciones, que eran largas por miedo, convulsas por naturaleza y amargas por decisión propia.

Durante semanas, sino meses, garabateó ideas en una libreta, y las hizo crecer desde ese primer germen del concepto desnudo. Juró para sí que escribiría siete capítulos, y que al menos uno tendría que pulirse y rehacerse en incontables ocasiones. Lo imaginó como un lunes cualquiera; un lunes aburrido, rutinario, incluso un lunes de resaca dependiendo de cómo se hubiese portado el fin de semana; un lunes cuyas asperezas debería lijar, donde habría palabras que seguro sobraban, ideas inconexas que se habían ahogado entre el huir de su musa y la llegada de la mediocridad, y quién sabe qué más.

Dio título a los siete capítulos como hacen los malos escritores; como esperan los malos lectores que se fían de la primera impresión, de las apariencias, de una cabecera extravagante que se cuela en su psique; como todos esos seres que arrugan el morro tras la primera hoja, y olvidan aquella emoción que sintieron una vez y que están obligados a buscar página tras página hasta chocar con la contraportada.

De cualquier modo, sería necesario seguir remarcando lo anómalo que le resultaba este contexto: lo malo que era; pues era tan malo, tan malo, tan malo en esas cosas del amor, que años más tarde oiría llorar a su mujer y confundiría ese sonido con el arrullar de las palomas que anidaban en la fachada de la casa.

En este contexto, tituló el segundo capítulo como Dobles parejas dispuesto a hablar de cuánto nos engañamos a nosotros mismos, de cómo nadie debería juzgar un libro por su portada y de qué poco debería importar que dos, tres o cuatro personas siguiesen aquel Macguffin romántico de los dictados del corazón.

El Pla de Montbau
Fuente urbana ubicada en el Pla de Montbau, construido en los años cincuenta siguiendo los preceptos de la arquitectura racionalista. El conjunto escultórico es obra de Marcel Martí (1925-2010) y se titula Ritme i projecció (1961).

Al pasar de las semanas, terminó por garabatear mierda con grandes letras rojas en todas y cada una de las páginas del borrador y destrozó, sereno, cada una de las hojas que componían esa primera versión del texto: así supo que no solo no era bueno, sino que era terrible, y actuó conforme a su potestad de creador omnisciente que siempre prefiere afrontar el peso del fracaso al de la vergüenza futura.

Sin embargo, víctima de lo que pudo ser y no fue, el escritor comentó a un compañero algunas de las ideas de todas y cada una de esas historias; vacilando entre si esa inquietud que, de algún modo, no había podido quitarse de la cabeza, atendía al fracaso de una parte de su proyecto o a la incapacidad de encontrar palabras con las que vencer su peculiar bloqueo.

Por descontado, él sabía que había millones de personas que no sabían amar, personas que, quizá, olvidaron cómo o nunca tuvieron oportunidad, eso no importaba; quizá amar no era tan sencillo como lo pintaban las películas de Hollywood, donde al volver a encenderse las luces, nadie veía si Humphrey Bogart terminaría por cagarla o no.

—Explícame el argumento —dijo su acompañante.

El escritor se negó, hasta tres veces, pero fruto de un deseo siempre oculto de que la historia viese la luz, terminó por acceder. Como testigo mudo de la misma, diré que no era gran cosa. Se movía entre temas complejos, como el deseo, las apariencias y el amor, sin comprender, ni por equivocación, la individualidad de cada una de ellas. No empezaba mal; presentaba a dos parejas que se habían separado para pasar el día junto a unos amigos: ellas con ellas, y ellos con ellos, sin saber que, a espaldas del resto y con la sombra del matrimonio bien próxima, también mantenían sendas relaciones como amantes.

No estaba planteada en clave de humor, y es probable que ahí radicase parte del problema: en especial, cuando la historia se cerraba sobre sí misma volviendo a cambiar de parejas por tercera vez. Tampoco tenía nada de sensual, porque la prosa era excesivamente racional como para funcionar a otros niveles y el deseo era demasiado ficticio para imaginarlo realidad. Parecía otra cosa; algo así como el intento desesperado de explicar una historia dentro de otra historia. Aquello que cualquier texto busca y donde aquí únicamente difería la capacidad de saber cómo engañarse a uno mismo frente a la intención sincera de engañar a todos los demás.

Cuando terminé de beber, perdí el rastro del punto en el que se quebró aquella vieja historia que, palabra a palabra, desaparecía en mi presencia; y seguí bebiendo para empezar algo completamente distinto. Aquello que debían ser esas dobles parejas, esa jugada que puede darte una victoria tanto como obligarte a ir de farol durante toda una mano… Y es que quizá tenía que haber empezado por ahí, porque ¿de quién era la mano?

***

Sol recordado

Para entender la historia, la historia que debía haber sido aquí narrada desde el principio, hay que recordar que, por mucho que se empeñen Falcones, Marsé o Zafón, Barcelona es mucho más que La Ribera, el Carmelo o el Arc del Teatre.

Lo que define a Barcelona son sus gentes y sus barrios, y no existe un contexto mejor para esta historia que la periferia bajo la Sierra de Collserola, donde durante aquella primavera se escuchaban sirenas perennes, se rastreaban las huellas de los jabalís durante la madrugada y ese cosmos verde que casi parecía fantasía nos permitía escapar del carácter abruptamente cosmopolita del que la ciudad había decidido beber como de las aguas del Leteo.

Pero para entender verdaderamente la historia hay que recordar que el agua y, concretamente, una fuente son una parte fundamental de todo lo que quiero explicar. Es el punto de inicio, porque está justo en el centro de la historia que aquí empieza, y también es donde concluye, donde se cierra.

No te preocupes, ya lo verás; ahora he cogido el ritmo adecuado, y no voy a detenerme…

El Born
Fotografía de El Born de ©David Rodríguez en Flickr. Puedes visitar el original aquí.

Prosigo.

Al barrio se mudó un chico una vez pudo independizarse. Lo hizo a un pequeño piso bajo la montaña, un segundo que lindaba con el extremo más bonito de Barcelona. Nunca tuvo la necesidad de compartir ese espacio y, por suerte, y algún deshonroso traspiés entre medias, terminó por encontrar la justa medida entre libertad y responsabilidad.

Durante la mudanza, una compañera de la universidad y su novia le ayudaron a mover los trastos. Una de ellas se llamaba Enara, que en vasco significa golondrina, y su chica era Sofía, una catalana que, a causa de su encontrada sexualidad, había perdido la relación con sus padres.

Tras los primeros días de independencia, decidió escribir esta historia, si bien no conocería el final de la misma hasta mucho tiempo después, alimentando desde el inicio dos nombres falsos como parte indisoluble de la misma, recordando que nadie tiene una verdad absoluta, pero que todos somos cobardes alguna vez.

Todo esto ocurrió a mediados del tercer año de la licenciatura, cuando Enara volvió a la facultad y él pudo verla día tras día. Como hábito, rápidamente adquirió el guardarle un sitio a su lado, y, a causa de esto, a menudo peleaba con los compañeros y compañeras menos afines sin tener muy en cuenta sus opiniones; con los cercanos, en cambio, solo tensaba hasta que las sospechas pudiesen convertirse en certeza, y allí cedía como si no le preocupase no poder estar cerca de ella todo el tiempo posible.

Enara no tenía el atractivo estándar de otras mujeres; era alta y esbelta, y también muy femenina, sus pechos eran grandes y su cabello, de un pajizo claro, se enredaba entre bucles rebeldes que alguna vez alisaba sin paciencia. Pero Enara no era porcelana, sino jade; no era kinsutgi de oro y cerámica, sino de plata o de resina; ella era mucho más especial porque el mundo estaba ciego.

En estos casos, la literatura acoge una vía y el mundo real se desvía por otra muy distinta, pero a veces no hay nada más necesario que una fantasía vivida de principio a fin. Así que, aunque parezca contrario a estas mismas letras, en el transcurso de esta historia todo ocurre de un modo mucho más natural de lo que nadie imaginaría.

Todo siguió igual.

Desde fuera, la vida transcurría del mismo modo en que lo había hecho miles de días atrás. Las horas pasaban y el cambio no era más que un lento vaivén que nadie podría haber advertido. Un día, sin que nadie tuviese constancia, el círculo se amplió y empezó a girar alrededor de una persona más; quizá fue la insistencia o el deseo por que algo ocurriese que, en tal caso, superó al miedo. Pero llegó natural, como una larga caminata que amenaza con terminar de un modo literal y figurado.

Fruto de estos cambios, él empezó a observar. Imposible saber qué había visto Sofía en Enara. Desde el principio, quiso creer que no era distinto a los sentimientos que empezaban a despertar en él tras más de tres años adormecidos por obligación; pero no podían ser los mismos. Sofía cortaba sus alas, se arremolinaba inquieta entre la obligación y el deseo, entre la amenaza y los celos continuos. Enara debía vivir por y para ella, y al cabo de un tiempo, todos entendimos que el deseo no es suficiente para mantener a dos personas unidas.

Esto hizo que Sofía se recluyera en una torre de vidrio junto a su amada. Lejos del mundo que creía que las amenazaba. Curiosamente, él nunca se sintió juzgado de ese modo, si bien, en retrospectiva, terminó por convertirse en un blanco fundamental de su ira.

Javier y Laura (1)

Durante la primavera, todo siguió igual para ellas dos, pero de algún modo, él, como actor invitado al que no se le negó el paso por aquellas puertas, llegó a creer un par de veces que se encontraba en el centro de la escena, sin saber muy bien si su intuición era acertada o no.

Ahora, quizá empiezas a imaginar hacia dónde va el siguiente párrafo. Quizá mucha gente —muchos hombres también— piensen que ese chico buscaba algo con lo que sueña una gran mayoría, pero ese hubiese sido un triste consuelo. Estaba allí, y no era extraño que sus pasos por el barrio se encaminasen hacia el edificio de donde ellas salían para trabajar, pero, mientras pudo contener el deseo, siempre intentó mantener una distancia prudente.

Cuando fue consciente de sus sentimientos, no se apartó. ¿Cómo podía? Lo que hizo fue intentar llamar la atención de otras chicas desprovistas del espíritu que ya le había enamorado; buscaba el modo de ser mejor persona, de ser más listo, más gracioso, mejor; como si aquello cambiase por influjo divino la sexualidad de una persona. ¿Intentaba acaso darle celos con su comportamiento o más bien comprobar que debía dirigir sus pasos en otra dirección?

De cualquier modo, no pasó nada de lo que narran las películas y los libros. Claro que no. Siguió saliendo con ellas, moviéndose por el barrio, proponiendo planes y acogiendo otros con ilusión; siguió viviendo en paralelo. Sintiendo que había una vida por vivir y otra que soñar, como un horrible film de Woody Allen con una Annie Hall lésbica que se le escapaba por todo el sur de la isla de Manhattan.

Una noche, Sofía fue al baño, y él y Enara se besaron. Él no la besó. Ella tampoco. Simplemente sucedió. Algo explotó. Sentados en el sofá supieron que no podían detenerse, pero lo hicieron tan rápido como todo aquello había empezado. Quizá ese beso duró un minuto entero, o solo unos pocos segundos, pero después de aquello, se marchó.

Los días siguientes —las noches, en realidad— las pasó tumbado en una esquina de la fuente que contextualizaba esta historia. A veces, bajaban jabalís de las montañas cercanas y él se preguntaba si esos animales comprendían qué hacía allí mirando una fuente de periferia pasada la medianoche. Días después, se descubrió llorando y mezclando la sangre que brotaba de sus nudillos contra los límites del estanque; quedó plantado, mirando el cielo y se encontró con un sueño inesperado en plena calle y un despertar fulgurante con el sol del alba. Tiritando de frío volvió hacia su piso, a sabiendas de que ningún río puede cambiar el curso de sus aguas.

En las historias, un gesto lleva a otro gesto, pero en la vida real, no siempre es así. A los tres días, tuvo la certeza de que un beso puede ser solo un beso; no obstante, un beso también puede cambiar la dirección de nuestro mundo. Lejos de romanticismos, un beso puede llevarnos hacia un futuro distinto, y también al mayor de los fracasos; un error que estaremos condenados a recordar por siempre, un gesto que pudo cambiarlo todo, una vida entera de anhelo. Con estas ideas en mente, volvió a ver a Enara. Fue un viernes en su casa, y también estaba Sofía.

Nada había cambiado. Todo había cambiado. Para él, aquella noche se movía entre demasiadas hipótesis y conjeturas, y la propuesta de un paseo al que Sofía se negó a unirse, le dio fuerzas para hacer la mayor estupidez de su vida. Sentados en la fuente, no pudo evitar querer besarla. Y quizá lo hizo. Quizá ocurrió exactamente lo mismo que aquella primera vez, o quizá toda la culpa recaía ahora en él. No le importaba.

Le dijo que no quería perderla como amiga.

Le dijo que la quería.

Le dijo que no podía hacer nada para evitarlo.

Le dijo muchas más cosas.

Ella escuchó.

También quiso proteger. Reparar. Buscar una salida honrosa para todas las partes. Pero lo cierto es que aquella fuente ya había ofrecido toda la suerte de la que alguna vez fue capaz, y no atendió a más súplicas. Por eso terminó por secarse. Por eso los peces murieron y los jabalíes volvieron a la montaña, o fueron tiroteados bajo la insensible mirada de un cazador. Todo exige un sacrificio, y en los meses siguientes fueron muchos los que se sucedieron.

Laura y Javier (2)

Después de escuchar, Enara habló. Habló mucho. También con Sofía, quien no quiso escuchar. Pero sobre todo habló con el protagonista de esta historia. De todo lo que hablaron, sin embargo, solo hay dos cosas importantes a recordar: la primera fue una de esas promesas tan pretenciosas de que, pasara lo que pasara, seguirían siendo amigos; la segunda no se pronunció con palabras.

Al final, olvidaron la fuente. El barrio se convirtió en un lugar en el que rememorar aquellos días de incertidumbre por ambas partes; cuando se mudaron, se casaron y fueron tan felices como supieron, los peces, el agua, los juncos, fueron un recuerdo más que mantener recogido en sus corazones. Allí, el agua de la fuente todavía se oía caer con fuerza, mientras el valor de una simple metáfora se avergonzaba profundamente de que dos simples mortales le hubieran hecho creer, aun por un instante, en la existencia del destino.

Todo eso ocurrió en la periferia de Barcelona y, sabiéndolo, ¿quién no elegiría el verde sobre el gris?


portada-insolacion-1Este texto forma parte de Insolación (Javier Ruiz, 2016), mi segundo libro de relatos. Si te ha gustado, puedes descargarlo gratis aquí (PDF) o adquirirlo a través de Amazon por 2,99 € para ayudarme a seguir escribiendo.

Cáscaras vacías

Cáscaras vacías es el décimo séptimo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

No veo bien. Ya no. Un afectado me perforó un ojo con su cuchillo del ejército. Sentí un dolor punzante y frío; un dolor que pensé que me acompañaría hasta la muerte, pero no. Desapareció. Desapareció por el camino; por el camino que ya todos nosotros estamos condenados a seguir. De algún modo, seguí caminando hacia Atlanta, donde empezó todo, y sané tras cada paso.

La horda lleva meses y meses moviéndose. Yo solo unas pocas semanas; he oído que los veteranos llaman a los fundadores el «Concilio Interior». No he preguntado por qué. Todo apunta a que se trata de su situación en el grupo, justo en el centro: el último vestigio de esperanza en esta colmena.

Horda zombi

No hablamos. Aunque pudiese explicarlo, no sabría bien cómo hacerlo. Se trata de algo distinto, quizá nuestra forma de comunicarnos es similar a la inteligencia que se empezó a descubrir en las plantas poco antes del fin. De un modo u otro, estamos conectados; podemos sentir el miedo, la angustia, la verdad en la mente de cada uno de nuestros congéneres. Somos uno en la multitud. Por eso descubrimos el cómo y el cuándo; incluso el por qué. Y ahora podemos cambiarlo.

Lo sé. Si algún día explicamos esta historia con nuestras propias palabras, deberemos hacer algo más que justificar cómo matábamos y moríamos. Estamos en guerra con los vivos: si llegamos al Centro de Control de Enfermedades habremos vencido. Hasta Georgia, morirán hombres, mujeres y niños… esa es parte de nuestra condena: no podemos explicar nuestras razones, no podemos hablar; sentimos el tormento de cada renacido que cae, que es mutilado, golpeado, disparado y asesinado; vivimos de dolor, y ese dolor nos hace seguir adelante, nos recuerda que seguimos vivos, que hay esperanza.

Los líderes dirigen a la horda desde el corazón. Imparables. Nuestra guerra contra el antiguo mundo no ha hecho más que empezar; los afectados han decidido esconderse detrás de altos muros o unirse a nosotros; también han desaparecido. Esta tribu de cadáveres es el último vestigio de una promesa al mundo entero, a cada uno de nosotros, al futuro, pero también hay mucho odio en su interior; padres que perdieron a sus hijos, hijos que mataron a sus padres, familias rotas por la incomprensión y la angustia…

Muchos caerán todavía, pero solo es cuestión de tiempo. Porque ellos son el enemigo que huye; nosotros, un imperio.

El rey de la Nación Zulú

El rey de la Nación Zulú es el vigésimo octavo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

  1. El nombre del viento (Patrick Rothfuss, 2007)
  2. La isla del tesoro (Robert Louis Stevenson, 1883)
  3. El club de la lucha (Chuck Palahniuk, 1996)

El club no tenía nombre. Nadie se molestó nunca en pensar en algo así. A todas luces, resultaba irrelevante para el desarrollo de cualquiera de las actividades que allí se sucedían día y noche, y, por lo tanto, todo aquel que alguna vez tuvo voz y voto para enviar a un invitado hasta la Esfera Celeste dejó esa parte de la historia incompleta.

Los barcos llegaban a puerto, amarraban en el único embarcadero que la isla poseía en su cara oeste y, tripulación tras tripulación, se adentraban en la taberna. Todos los pasajeros eran altos ejecutivos, políticos, agentes de bolsa, abogados de firmas que los simples mortales jamás se molestarían en conocer (¿para qué?); a su llegada, desembarcaban siempre con la misma mirada: altiva, provocadora, ingrata. Unas horas después, o a la mañana siguiente, cuando volvían a subir a bordo del catamarán para regresar al continente, ninguno mantenía el mismo semblante: unos pocos se habían encontrado a sí mismos; pero la mayoría parecía haber descubierto la verdad que, capa tras capa, se había ocultado una y otra vez: quién era.

Lynnie Zulu
Obra de la artista británica Lynnie Zulu.

Entonces, un nuevo grupo llegó a la isla desde el Cabo de Nueva Esperanza. ¿Cuántas millas habían recorrido? ¿En qué dirección? ¿Qué había allí? ¿Habían seguido la costa de la bahía o se habían adentrado en alta mar? ¿Era siquiera un islote aquel trozo de tierra rodeado de arrecifes? Sarabi Ajanlekoko se hizo decenas de preguntas desde su litera. Unas horas antes, visitaba junto a su mujer la Colección Sekoto del Museo de Arte Wits, algo que ahora solo parecía un espejismo. Fue una llamada de su superior en Capitec, coloso de la industria bancaria en el país; solo una llamada, y todo se aceleró hasta volar a Ciudad del Cabo con South African en clase ejecutiva. Apenas había tenido tiempo de explicar el porqué a su mujer, Adisa, y era una suerte, porque cuando su esposa había arrugado la frente y fijado sus ojos caoba en él… Sarabi no había sabido qué más decir.

Ahora solo existía una larga fila frente a la taberna, como si de una sala de fiestas se tratase. Una voz hablaba desde el interior: entraba uno; después salía. A veces, el visitante tardaba unos pocos minutos; otras, segundos; pero podían haber sido horas también: cada candidato era un mundo en sí mismo (¿pero candidato a qué?). Nadie estaba obligado a esperar: si abandonaba la fila, su empresa sería notificada e inmediatamente perdería su empleo. Eso aterró a Sarabi, y también a Sekuku, un joven abogado que había viajado desde Windhoek, en el país vecino, y no podía permitirse un error más en Ellis & Partners Legal Practitioners. Por ello, los quince o veinte segundos que Sarabi estuvo sosteniendo su teléfono móvil entre los que Sekuku entró por la puerta de la taberna y abandonó el embarcadero le parecieron un castigo injusto y cruel.

A continuación, fue él quien se adentró.

En el interior, la decoración era escasa. Había armamento tradicional y máscaras africanas que, por su gran interés en el arte antiguo, Sarabi reconoció como baoulé.

—La taberna es un espacio de creación —dijo un anciano. Era bóer, cuyo acento delataba una larga historia en Ciudad del Cabo. Era bóer, y habría visto el auge del Partido Nacional y su derrota tras el fin de la segregación racial.

Sarabi no dijo nada.

El bóer no dijo nada.

Esperaron en silencio.

—¿Cómo es posible que el hombre que entró antes permaneciese solo unos pocos segundos y nosotros llevemos cinco o seis minutos en silencio? —preguntó, al fin.

El bóer miró a Sarabi, inexpresivo.

—Le dije que se marchase —contestó.

Sarabi Ajanlekoko estuvo tentado a preguntar el porqué, pero sabía que la verdadera pregunta era otra.

—Exacto —dijo el bóer, como si hubiese leído la mente a su invitado. —La pregunta no es por qué se lo dije, sino por qué obedeció. Un hombre que obedece sin rechistar, apenas es un hombre. Un tigre no tiene por qué proclamar su fiereza, pero puede olvidarla.

El bóer se incorporó de su silla. Era un hombre alto y pelirrojo, de ojos grises, entrecano, con harapos de lo que, una vez, fue un kaftan y que, ahora, apenas cubría su torso y sus piernas, que parecían quebrarse tras cada paso mientras se acercaba hacia el fuego. Lanzó unas cuantas maderas y la llama restalló; Sarabi pensó que no había reparado en el fuego, pero tampoco en las dos jarras que dormían en la mesa, ni en la máscara que las acompañaba, ni en los tótems que se encontraban diseminados por toda la estancia…

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó el anciano bóer.

En realidad, Sarabi no lo sabía.

—Estoy aquí porque mi trabajo es importante para mí —respondió.

—¿Por qué? —cuestionó el tabernero.

—Me permite cuidar de mi esposa y fantasear con una familia en el futuro; visitar museos y disfrutar de mi tiempo libre; a veces, incluso estudiar otras cosas por las que siempre he sentido interés.

El bóer dio un largo trago a su bebida; a continuación, hizo un ademán amistoso a su acompañante, ofreciéndole una excusa, y un instante.

—Quizá lo importante son otras cosas; y su trabajo solo es el vehículo que lo permite. Como el barco que les ha traído hasta aquí: un barco no es agua, ni una ballena, pero podríamos confundirlo si no observamos con atención.

—¿Qué importa? —preguntó Sarabi al anciano.

—Nada, supongo —respondió este. —Por lo menos, mientras su empleo le permita mantener aquellas cosas importantes en su vida.

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Obra de la artista británica Lynnie Zulu.

Sarabi sorbió la jarra. El líquido era amargo y espumoso; sabía a raíces y a almendras. También a cítrico, pero no a limón: quizá a lima. Después, se mareó un poco, si bien estaba convencido de que no se trataba de una bebida alcohólica.

—¿No es la función de cualquier trabajo? —cuestionó el joven Sarabi Ajanlekoko.

El bóer cogió dos tallas de madera de una pequeña bolsa anudada a su cintura; las colocó en el centro de la mesa, cara a cara. Una de ellas representaba a un gigantesco guerrero, de casi siete centímetros de altura; vestía ropa tradicional xhosa, su torso estaba desnudo, y blandía un knobkierrie en su mano derecha y un hacha en la izquierda. Su mirada de odio grabada en la madera se fijaba, ahora, en un campesino que trabajaba un campo inexistente bajo sus pies; la talla solo alcanzaba un par de centímetros y los ojos tristes del joven se perdían en la mesa.

Arte en mosaico
Mosaico artístico con los colores más representativos de la sabana africana.

—¿Quién vencería si estas dos tallas se enfrentasen? —preguntó el bóer.

—El guerrero xhosa, sin duda —respondió Sarabi.

—¿Por qué? —volvió a preguntar el anciano.

—Es mucho más grande, va mejor armado y parece un guerrero experimentado.

—¿Con respecto a quién? —interrogó el bóer, y partió, sin dificultad, la talla del guerrero xhosa por la mitad.

Sarabi esperó una explicación, pero, antes de que esta llegara, comprendió que su vista se había fijado en las tallas y había obviado el resto de la escena. La existencia de las tallas no eludía la suya propia. Quizá lo hacía para las tallas, pero no para aquellos que podían observarlas por encima. Y sorbió la jarra de nuevo; el líquido seguía siendo amargo.

—El rey de la Nación Zulú y su Modjadji jamás deberían pedir a un hombre que abandone su vida para su propio beneficio; por poderoso que sea un rey, o una reina, por mucho que controle las nubes y la lluvia, la vida de un hombre es sagrada; y la muerte de un hombre siempre deberá beneficiar a la tribu, lo sepa él o no.

Sarabi bebió una tercera vez de la jarra. Después, se tomó un instante para sí.

—Si anteponemos el grupo al individuo, ¿cómo puede funcionar el mundo? ¿Por qué moverme por un tercero antes que por mi familia? —preguntó al aire Sarabi.

—Eso preguntó Sekuku al entrar —contestó el bóer.

—Y no obtuvo respuesta —agregó Sarabi, equivocado.

—Por supuesto que sí. Esta surgió del único lugar del que la verdad aflora.

—Uno mismo —respondió Sarabi. —Pero, ¿cómo hacerlo?

—Lo sepan o no, todos los que entran en esta taberna ya han iniciado el camino. Para algunos, la tribu no es más que un viejo espejismo; otros abandonan la isla con un nuevo rostro; o empiezan un camino distinto por el que deben convertirse en algo distinto.

El anciano bóer quedó en silencio, y Sarabi no encontró más preguntas. Antes de incorporarse, dio un último trago a su jarra y terminó con el líquido amargo que contenía; reparó en la mesa; al primer vistazo, parecía repleta de rayajos; después, Sarabi Ajenlekoko observó que la madera escondía cientos de frases, y solo tuvo tiempo de leer una mientras se despedía con un asentimiento casi imperceptible. Era un dicho yoruba que decía: «La riqueza tiene una chaqueta de muchos colores.»