Este pasado mes de diciembre, la activista Amanda Romero inició un blog en la revista Cuerpomente para hablar de los animales, y de veganismo; dos conceptos que siempre se encuentran.
El primer artículo fue de mera presentación: no quiere decir esto que fuese lineal ni generalista, sino que tampoco parecía cargar con el propósito de innovar más de la cuenta: datos sobre la industria cárnica, una presentación de toda esa publicidad panfletaria al servicio de los poderosos, cifras espeluznantes de muertos que nos rodean, y conceptos, como especismo, víctima o veganismo, y el esqueleto de su cruento programa.
Después del primero, llegó el segundo; justo antes de Navidad. Aterrizó junto al relato de una de sus mejores-peores experiencias como activista en defensa de los animales: Clara, la vaca que era su luz y era su sombra, que era superviviente de la Navidad de 2013, y recuerdo de todas aquellas que siguieron siendo cosas, y, después, no fueron más.
Así que decidí seguir haciendo lo que estaba en mi mano: querer mucho a mi abuelo y defender a los animales todo lo posible.
Amanda Romero – Haz un regalo a los animales, sácalos de tu menú
De todo ello, también he hablado mucho aquí, pero no fue lo que más me sorprendió. Entre las líneas que reconstruían la experiencia de Clara, Amanda nos regalaba una de esas dualidades que construyen el mundo: ella, activista vegana; su abuelo, ganadero olvisino. ¿Y cómo no quererse?
De inmediato, mientras leía su segundo artículo, me retrotraje a una de las múltiples conversaciones de este 2016. Me encontré diciéndole a alguien una de esas verdades en las que hoy más creo: «Importa saber. Luego, cada uno tendrá la potestad de creer que su ética es válida, y la tuya es una mierda.» Pero me guardé algo, porque, entre desconocidos, eso nunca es tan difícil como con la gente a la que queremos. Toda esa gente que busca nexos de unión que se han roto en la mesa, o que hemos roto, y que siente la necesidad de decir lo que les entristecen ahora todos esos animales que son torturados y muertos a cada minuto.
Amanda Romero lo expresó con claridad: «Amar a personas cuyas decisiones atentan contra nuestros más profundos valores es complejo, amar a las mismas personas contra las que luchamos es confuso.» Pero amar, a nuestros seres queridos, es la misma argamasa que construye las relaciones interpersonales; y es imposible no hacerlo. No podemos no querer a nuestros padres, abuelos, o parejas, por cazar animales, por beber leche o por comerse un bistec de ternera. Podemos hablar con todos ellos, e intentar que nuestra verdad sea un día también su verdad.
Hace unos días, uno de los responsables de Aula Animal me decía en un correo que sentía cierta ambivalencia por la figura de Gary Yourofsky, pues sus resultados eran increíbles —decenas de miles de personas se habían convertido al veganismo por causa directa de sus conferencias— y, por otro lado, era demasiado crítico con algo que todos hemos normalizado durante demasiado tiempo y justo ahora despertamos. El arquetipo del activista frustrado, con una mochila llena de buenas intenciones, pero tan cansado de sus derrotas, que puede terminar por lanzarte el equipaje.
De este año que justo termina, me llevo muchas lecciones de vida, pero una de las más importantes es que de nada sirve gritar y maldecir al verdugo que hay frente a ti, sino que todo empieza por comprender que el problema es el sistema, y la gente que todavía no ve hasta dónde alcanza y esclaviza el mismo; mientras tanto, siguen cercenando cabezas a nuestro alrededor, pero por duro que esto sea, debemos diferenciar entre la tristeza de un error que nace a cada segundo de la incomprensión y el odio que no nos deja seguir hacia delante.
Al fin y al cabo, todos nosotros nos equivocamos todos los días; a veces, de un modo que casi resulta impensable, y, antes o después, debes dar cierta prevalencia a la opinión de ese marino retirado de Carolina del Este del que el activista estadounidense ha hablado un par de veces en sus ponencias: «Gary, creo en todo lo que dijiste. No tengo ningún argumento en contra… Pero somos un grupo de monos violentos, ¿qué te hace pensar que nos importa?»
El activismo por los animales tiene otra espina que tragar, otro demonio al que hacer frente: entender que la generación que cambió el mundo a mejor no fue la de nuestros padres, ni será la nuestra, pero que todavía podemos seguir soñando con un cambio real en nuestros hijos. Solo hace falta creer y luchar por ello y, robando letras a los grupos de Acción Poética Ciudadana, guardarse muy dentro de uno mismo esa frase que decía: lo imposible solo tarda un poco más.
De todo lo expuesto, me centro en la cuestión del título: Creo que la clave está en la multidimensionalidad. Las diferentes facetas de la realidad, el aspecto cuántico, si quieres, en el que los datos no son objetivos, sino que dependen del observador. Si yo observo (me relaciono) con alguien, lo hago a diferentes niveles, que pueden coincidir o no. Así pues, lo fundamental es centrar la relación en esos niveles cercanos, tangentes o incluso ligeramente similares para poder construir el respeto, la tolerancia, el cariño e incluso el amor. De ese modo, la construyes en base a percepciones subjetivas, y no sobre hechos fríos.
El problema, por supuesto, es que el activista animalista (incluso yo, y eso que mi activismo va por otro camino) SABE que la otra persona es cómplice, por acción o por omisión, del sufrimiento, la crueldad y la matanza más salvaje de toda la historia. Pero, como bien dices, no puedes insultar a la cara al otro; tienes que intentar convencerle, sin ser dogmático o proselitista, ni fanático ni pesado, para que tome su propia elección. El conocimiento como base de la actuación, como señalas en tu libro y que es básico según mi entender.
PS: Desde luego, el mensaje simplista del anuncio de Campofrío no es a lo que me refiero. Tampoco estaría mal que una de las dicotomías de las parejas del «entendimiento» fueran vegano/carnista, por cierto 😀 😀 😀 😀
¡Muy buenas, Lord Alce! Y feliz año. 😉
Creo que has dado en el clavo con tu comentario y, dicho sea de paso, me ha encantado. Es en esos grados de afectación (subjetivos; multidimensionales) donde, por un lado, debemos comprender la diferencia y, por el otro, ver el camino para integrar nuevas formas de pensamiento en sociedad.
En el de Campofrío vi que uno era «carnívoro-vegetariana», pero es justo de lo que tú hablabas, un spot sentimental y simplista, en el que, en su defensa (y eso que no voy a defender mucho una marca de jamones, ya me entiendes), diré que tampoco puede alcanzar demasiados niveles de sentido: sobre todo por tiempo y público objetivo.
¡Lo dicho, me ha encantado tu comentario! Y me parece una idea básica a tener en cuenta para debatir de cualquier tema.
¿Así que sí había un carnívoro/vegetariana? He visto unos cuantos (no soy yo de hacer caso a la televisión, pero sonaba de fondo y algo oía 😀 ), pero ese no… Un poco raruno, porque a no ser que tengan una línea de embutidos de tofu…
¡Un abrazo!
Yo lo he buscado en YouTube, porque con Netflix y estas cosas modernas, TV no veo nada. Hay una por el comedor y esta Navidad hacía tres o cuatro meses que nadie la encendía (desde la última visita de los suegros). No te digo más. 😉
Te pasa más o menos como a mí, entonces. El único momento en que veo (es un decir, porque no le hago ni p**o caso) la tele es cuando voy a casa de mis padres o mis suegros…
Hace muchos años que cogí asco a la tele, la verdad, y gracias a esas cosas modernas que mencionas (y otras que no mencionaré que ya estaban antes, que empiezan por bit y terminan por torrent o similares), pues eso.
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