Los árboles que crujen

Hay unos pinos en los bosques de por aquí que, a veces, crecen hasta quebrarse. Aunque me dé vergüenza admitirlo, yo los llamo «los árboles que crujen». Si caminas solo por las montañas, terminas familiarizándote con estos sonidos: el canto de los pájaros, el viento en los valles, los árboles que crujen. Hay algo de humano en esos pinos que suben hasta perder el equilibrio y combarse sobre sí mismos; entonces, es posible que caigan contra otros árboles —quizá, hermanos— y, con su peso, los arrastren en la caída.

Cuando me canso de caminar —a los diez o doce kilómetros, como mucho—, me siento, doy tregua a los perros (o ellos a mí) y miro los árboles. No sé qué es, pero algo proyectas en las ramas: en cómo crecen, en cómo bailan, en cómo mueren. Ya lo he dicho, hay algo de humano en los árboles que crujen. El observador poco experimentado quizá cometa un error de principiante e intente buscar solución, o respuestas; como mucho, se reirán de él o de ella y, por desgracia, puede que esas mismas risas le alejen de su propia naturaleza.

Los veteranos —los que hemos observado muchos árboles de los que crujen— sabemos cómo actuar: hay que quedarse quietos, callados, y contemplar su balanceo a favor del viento. Si esperas lo suficiente, quizá veas cómo el tronco termina por quebrarse, y el árbol cae: aquí puede morir solo, o matar muriendo; si ese día no cae, no te angusties, porque, cuando asistes a alguna de las escenas de esta historia, puedes tener la certeza de que se trata de la crónica de una muerte anunciada. Solo es cuestión de tiempo: puede que vuelvas otro día, y te hayas perdido el clímax, pero no es habitual llegar tras los créditos. Si dejas pasar mucho tiempo, el árbol ya no crujirá, pero seguirá ahí: en el suelo.

Quizá alguien haya salvado, alguna vez, un árbol de los que crujen. Es viable, en teoría. Podrías coger altura y ayudarlo: reducir el peso de su copa, su altura, su rápido crecimiento. La tragedia, sin embargo, es que el árbol que cruje no es más que la suma de una serie de malas decisiones, un cúmulo de errores que lo llevará al suelo. Podrías cortarlo, pero solo conseguirías hacerlo brotar con más fuerza, provocar una caída todavía más enérgica y darle un final mucho menos digno. Si los árboles que crujen pudiesen hablar, se cagarían en todos tus muertos por atreverte a hacer algo así, ¿sabes? Porque no hay fracaso peor que aquel que uno puede cargar en los demás. No sería verdad, claro, porque fue el árbol quien creció demasiado rápido, endeble, maquinal incluso, pero también él o ella vería antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.

Lo más justo es dejar que caiga. Puede parecer duro, pero, de las caídas, se aprende. A todas luces, los árboles que crujen son el corazón del bosque. El árbol que cruje morirá, pero en su sitio renacerá otro que no crecerá ni tan rápido, ni tan endeble, ni tan maquinal. Si en el transcurso de su muerte, carga contra otros árboles, estos otros no crecerán tan cerca, sobreviviendo solo aquellos fuertes para soportar las embestidas de sus compañeros o lo suficiente audaces para no entrometerse en su camino. De las caídas de cada árbol, el bosque aprende. ¿No es eso lo que nos ocurre a nosotros con los errores? Observar los árboles que crujen es, de alguna manera, comprender algo de la propia naturaleza: pues, los errores propios son aquellos que más nos cuesta aceptar, pero también los que nos permiten crecer. Después, el bosque se enriquece.

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