El que ya lo ha visto todo

Máscaras - El que ya lo ha visto todo

Hace unos cuantos «findes» me topé con una tribuna de Joaquín Luna en La Vanguardia. De este señor, ya hablé en su día, así que por ahí no sigo. La columna iba sobre una mujer flexitariana, vegetariana o vegana —no lo sabía ni ella, decía el columnista, y el otro tampoco se preocupó mucho—. Olvidé el texto más rápido de lo que leí, pero me quedé pensando en la máscara «del que ya lo ha visto todo»… Esa que desgastan algunos escritores o periodistas como Arturo Pérez Reverte o Javier Marías.

A veces yo me pongo esa máscara, cuando me entra la depre. Entonces, miras el mundo con un aire más cansado, como el espectador que revisita películas antiguas que no recordaba así; la máscara son las callejuelas de tu ciudad, que apenas pisas yaputa gentrificación—, los que intentan ahorrar para un piso compartiendo entre seis unos meses (y se les pasan los años), el séptimo suegro con el que tampoco compartes ideología política —pero te da lo mismo, porque no le vas a convencer, ni él a ti—, las mismas dinámicas familiares de siempre (sobre todo ahora, en Navidad).

Gente, gente que lo intenta.

Gente que intenta convencer, influir, comprarse una lámpara al cincuenta por ciento y convertirlo en un acto revolucionario; ser polémico, ser escuchado: sobre todo, ser. El que ya lo ha visto todo, tiene un lado bueno: por ejemplo, huir del Sálvame o de las columnas de tipos como el tal Joaquín Luna. Sin embargo, sigue siendo una máscara, una más jodida si cabe que las que nos ponemos, todos, cara a la galería; una máscara que se te pega en el careto cuando no te lo esperas, y te cuesta saber si es o no es parte de ti. El que ha estado deprimido —o sea, que ha pasado una depresión— le pasa igual que al alcohólico o al suicida que «no lo consiguió»: siempre hay un riesgo.

Mira, ¡como con la Covid-19!

Nunca se ha visto todo, nunca se ha visto lo suficiente. Como decía el gran (actor) Federico Luppi (¿o era el personaje que interpretaba Eusebio Poncela?) en aquel papel de padre divorciado: hay que seguir, aunque solo sea por curiosidad, por saber qué viene después.

Eso sí, baja el ritmo, tómalo con calma, saborea las pequeñas cosas e ignora el ruido. Te va a ir mejor.

Esto, puede que sea un mensaje de mí pa’mí: probablemente, el último del 2021. Pero perfectamente puede ser un mensaje de ti (pa’ti).

No sé, dale dos vueltas.

¿Qué va a saber Mario?

Baudelaire no es más de un francés que mío. De veras. Quizá por esto tengo tantísima facilidad por cagarme en los nacionalismos (incluso hoy), y me atrevo a cribar a la gente que conozco a través de esas emociones que exhiben o esconden, porque casi nunca hay medias tintas. Me agrada saber si se consideran patriotas, o sienten la tierra, que es algo que yo nunca he entendido: si lees la Historia, el estado ha sido siempre el gran Leviatán que enviaba a sus hijos a morir a las guerras, y, hoy, de tintes más moderados, solo los esclaviza en trabajos precarios y les roba el futuro. Ha mejorado la cosa, pero no mucho.

La patria es mierda, y, a menudo, muerte. Imaginar que la patria es el arte, las letras, es tan idiota como creer, a pies juntillas, que de verdad importa quién llegó antes a la luna, si los rusos o los americanos. Ni el arte ni la ciencia corresponden a un país, sino a la humanidad, y, como mucho, a las personas que llevaron a cabo tal gesta. Al Vargas Llosa de La ciudad y los perros, al Baudelaire de Las flores del mal o al Cervantes de El Quijote. Y ni ellos no son tan dueños de su obra como historia de otros, porque ni Vargas Llosa ni Baudelaire ni Cervantes supieron en su puñetera vida que eran Vargas Llosa, Baudelaire y Cervantes. Y el primero, que aún vive, ¡ni tan siquiera lo sabe hoy! ¿Qué va a saber Mario? Estará ocupado con la súcubo aquella, pero ni reputa idea tiene de hasta dónde ha llegado la proyección de su ser en otros. Puede imaginarlo, claro, y regodearse en ello: aunque haciendo esto me imagino más a Javier Marías, por ejemplo, encerrado en un cuartucho lleno de librerías repletas de libros ya abandonados, fumando, siempre solo, frente a su máquina de escribir demodé.

Vargas Llosa - Isabel Presley
Una fotografía de Vargas Llosa junto a Isabel Preysler (2015).

Y esto pasa en cualquier arte. En el cine, por ejemplo, y a Federico Luppi, que se nos fue. A Luppi le dieron una perita en dulce con aquella película de Adolfo Aristarain coprotagonizada por Juan Diego Botto. El personaje de Luppi era un cineasta, expulsado de la Argentina, apátrida, burgués, burgués de esos que se flagelan hablando de aquella revolución de la que se tiraron en marcha… pues, ni con todo esto, llegó tan lejos como hubiera merecido, ya que no era una película gringa: era una coproducción española, y Federico, que no se sabía Luppi, tampoco era —yo qué sé— Anthony Hopkins o algún otro viejales (¿Connery?), y luego se murió, y antes de esto, pegaba a las mujeres que tenían la mala pata de tropezarse contra él, el muy hijoputa, y ahora, quizá con razón, la vida condena al arte. Pero a lo que iba, lo que decía Luppi —bueno, el personaje—; decía: se estima a la gente, y no al país, ni tan siquiera al barrio; la patria es un invento, cojones; cojones que aquí agrego yo.

Luego se acabaron las historias de fachas, porque gobiernan en Argentina, y también aquí, pero yo hace mucho que supe de esto, y vivo tranquilo en cualquier lugar, puesto que de adolescente leí a un ruso de esos del siglo diecinueve, cuando por allí todo despertaba, y empezaban las peleas, y él se gritaba, y se despreciaba con los Marx y con los Engels, y decía: Mi patria es el mundo; mi familia la humanidad.

Pues ya está, coño.