Bob se desperezó en lo alto de la cama. Allí esperó un rato, pero Javier olvidó moverlo esa mañana —él no podía— y no tardó en escuchar la puerta varias veces. Primero, imaginó cómo salían a pasear a los perros, y el gato se acercó ronroneando con parsimonia para darle los buenos días; como contrapartida, él le obsequió con una gran sonrisa.
Después, le pareció que volvían a entrar, y seguidamente pudo oír cómo dejaban las correas en el recibidor y tomaban un café rápido entre prisas.
Luego, más tarde, quiso avisarles de que todavía seguía en la habitación, y no en el estudio, donde solía matar el tiempo de las mañanas; acogiendo, poco a poco, el hábito; sentado en una silla, en silencio, esperando a que apareciesen los primeros rayos del sol de invierno.
La puerta se cerró de improviso.
Las llaves giraron.
Miró en rededor.
Su rostro se congeló en una sonrisa perenne.
Escuchó a lo lejos los pasos de los perros que guardaban la casa. Un escalofrío recorrió su peculiar, curvada, y con toda probabilidad, inexistente espina dorsal.
Pese a todo, ni una crítica salió de entre sus labios; él, consciente de todos los problemas que advertían los humanos, les exculpó de inmediato tras su partida, y ese día, cuando la luz llegó a sus oscuros ojos, cayó adormecido con el alba.
Cuando despertó, los perros habían empezado a sacar varios broches y colgantes que Laura guardaba en un cajón de la cómoda, y se dispuso a reñirles, sin suerte. Su cuerpo no respondía, y las palabras no encontraron por dónde escapar. Sin embargo, el insolente destino quiso que el oído de uno de los perros captase algo desde la cama y, por lo tanto, fijó su mirada en Bob.
De este modo debió transcurrir: mientras Javier y Laura desayunaban a escasos seiscientos metros de su residencia, uno de los perros se abalanzó contra Bob y lo derribó contra el suelo. El golpe fue tal que Bob no sintió nada, y mientras las dentelladas le abrían el cráneo, de su interior empezó a brotar el contenido: una nube blanca de algodón que abandonaba la felpa.
Horas después, no hubo gritos ni castigo para los perros. Al llegar a casa, Javier y Laura se encontraron el cadáver de Bob a medio despiezar y rápidamente acorralaron y separaron al culpable; con la mirada perdida, recogieron todas aquellas piezas que componían al oso, y se acomodaron en el comedor, armados con hilo y aguja, con la intención de realizar una intrincada operación a vida o muerte.
A partir de entonces, y solo por si las moscas, no volvió a moverse del estudio. Allí, lejos de cualquier otro intento de agresión, el fantástico Bob volvía a sonreír.