Este fin de semana ha sido un caos absoluto. Ocurre en todas las mudanzas, en todas mis mudanzas. Pasas días empaquetando, gastando rollos y rollos de cinta de embalar, apilando objetos, recogiendo recuerdos dicotómicos —o se hace imposible separarte de ellos: el libro que te regaló aquella chica que fue especial, una pluma estilográfica de tu abuelo que nunca aprendiste a usar; o no les ves utilidad alguna: antes o después, esos son mayoría—, y vuelves a empezar.
Te acompañan muebles que han envejecido contigo, útiles que harán algo más confortable ese cambio que te recuerda quién eres, y una extraña sensación que siempre viaja entre la expectación y el miedo al cambio.
Por mi parte, todo salió mal, pero ya estamos acostumbrados: no se perdieron las llaves de la furgoneta que alquilamos para la mudanza, sino también las de mi coche (¡dos por uno!); no hubo forma de mover todos los muebles, ni de desempaquetar, y reorganizar aquello que nos habíamos propuesto: el tiempo se nos vino encima; nada salió como estaba previsto, porque eso ocurre muy pocas veces en la vida. Quizá nos cabreamos menos, o nos relajamos más, si bien un cambio de casa no difiere mucho de una visita al dentista: jode, pero, cada vez que vuelves, eres más estoico, y tiras para adelante con mayor soltura.
Había seis cosas por las que preocuparse por encima del resto: los perros, los gatos, el pájaro; una vez todos estaban aquí y los típicos nervios propios del desconcierto se habían diluido, solo quedaba empezar a acostumbrarnos a la nueva casa: campo y ciudad, el Ensanche y el Baix Llobregat, playa y montaña, silencio frente a zumbido constante, y muchas otras cosas, inadvertidas en un primer momento: aire, pájaros, tierra, verde, pero verde de verdad, recogimiento…
No es cuestión de mejor o peor —esos términos no sirven—, si bien a medida que las horas pasaban, y las personas que nos habían ayudado a mover media vida de arriba para abajo se despedían, tuve la certeza de que podía acostumbrarme a esto, de nuevo, más rápido de lo esperado. Porque no hay mejor o peor fuera de uno mismo.
Sin embargo, hay algo que todos compartimos, y es la ilusión por las pequeñas cosas. En mi caso, cuando pude librarme del yugo (férreo) de la jefa de empaquetado y desempaquetado, corrí hacia el terreno anexo a la vivienda y empecé a recoger ramas, y ramas, y troncos, y cortezas, e hice un fuego.
Los engañé a todos; les hice creer que iba a tostar pan, y verduras, y, bueno, lo hice; pero sobre todo me quedé allí plantado, junto a los perros, tirando madera cada vez más grande a las llamas y haciendo brasas y más brasas, mientras las observaba, quieto, buscando esa memoria histórica de la que hablaba Hegel, y que todos llevamos dentro.
En una mudanza siempre dejas cosas atrás, pero es tan fantástico empezar algo nuevo…..
Yo la última mudanza la tuve con Duna, mi perra, y llegué aquí el día de San Juan, aquella noche durmió con nosotros, pero luego, ya se buscó un sitio donde estar…
Yo no pegué ojo, primero por los petardos, luego por la ausencia de ruido..ahora me despierto cuando un perro insiste demasiado en sus ladridos o cuando los vencejos se vuelven locos a las 6:30 de la mañana….pero me gusta despertarme por esto, me dice que hay vida!
Yo he marchado del centro de Barcelona (donde nunca creí que viviría) con un sentimiento de ambivalencia la verdad: ¡no creí que me acostumbraría a aquello, pero había olvidado ese silencio que pocas veces encuentras en las ciudades! 😉 Eso sí, todo tiene pros y contras, pero yo también opto por ladridos y vencejos antes que gritos y motores.
No apetece nada en con estos calores pensar en estar delante del fuego echado leña. 😛
Sí, preferí no hablar de los sudores que me entraban si acercaba demasiado el hocico… 😛
¡Hay! si yo te contara, y tu quisieras saber………….
Sabes crear expectación. 😉
Yo no me decido a mudarme por muchas razones que busco y que me tienen atrapada y bloqueada. Y una de ellas es que no sé si mis dos gatos se adaptarán. O soy yo la que no se atreve a dar el paso de dejar atrás mi vida anterior (es la primera casa que me compre, la casa en la que viví con mi marido que ha fallecido, la casa cerca de mis padres, que me cuidan a mis gatos cuando viajo y a los que yo cuido porque se hacen mayores, mis padres, ….)
En cualquier caso, nunca hay nada casual, y este fin de semana retomé otra vez la idea de mudarme y tú escribes este artículo …
¡Hola, Laura!
Perdona la tardanza en contestar: estos días con lo de la mudanza estoy que no paro en el ordenador apenas.
Yo creo que lo que dices es algo bastante común: por regla general, los cambios nos cuestan a todos. Pero si hay dos cosas que he aprendido tras 7 mudanzas en 7-8 años es que estamos condenados a perseguir (y a intentar cumplir) aquello que queremos. Al final la decisión siempre es personal, y al menos en mi caso intento frenar un poco la impulsividad constante; sin embargo, en la práctica, cuanto mejor está uno mismo, mejor es su relación con los demás. 🙂