Cuando el tóxico eres tú

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Me da por saco eso de la gente tóxica y la gente vitamina (o croqueta, como he oído también). Supongo que no soy yo de blancos y negros, pero es que, además, esta percepción se olvida de algo de lo que no se tiene que olvidar: ¿qué pasa cuando el tóxico eres tú?

Yo lo habré sido mil veces, como todos, y podría ponerte multitud de ejemplos, pero recuerdo dos con mucha tristeza.

El primero, se dio en la secundaria con una chica que se llamaba Emma. Pasé la típica época en la que a mí la Emma me gustaba, supongo. No obstante, yo era un chaval muy inseguro, que ocultaba esa inseguridad bajo máscaras (como todo quisqui, vamos) y ella, la chica, ya tendría sus problemas para aguantar tonterías. En mi caso, para conseguir algo de atención, empecé a piropearla de forma directa, con otros compañeros animándome a dar rienda suelta a la estupidez. La realidad es que me comporté como un imbécil, que seguro que molesté o, peor, herí la sensibilidad de esa persona, pero conseguí alguna raspa. La toxicidad tiene múltiples caras siempre, como el miedo y el egoísmo, que es más miedo: disfrazado.

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De adulto, con alguna breve relación a cuestas ya, hice otra cosa de la que tampoco me enorgullezco con una estudiante erasmus. Creí que ella tenía algún interés en mí, y un día que estábamos de cervezas en un bar… le toqué el culo, por aquello de —creía yo— acelerar las cosas. Sobra decir que no funcionó. Sobra decir que me sigo sintiendo gilipollas y, aunque pueda haber una cuestión de inexperiencia, eso no es excusa para la falta de límites, acoso, poco respeto y educación…

No sé cómo lo vivió ella, la verdad, porque nunca lo hablamos, pero a mí ese episodio me sigue dando vergüenza quince años después. (Y el otro , y van veinticinco.)

Si pudiese, me disculparía con las dos, y con mucha otra gente también.

Supongo que es más fácil correr un tupido velo que responsabilizarse. Es más sencillo creer que los tóxicos son los demás, los que se equivocan, los que te tienen manía. Pero también es inverosímil de cojones. El tóxico también eres tú, más a menudo de lo que te gustaría. A veces, porque eres un niñato imberbe, otras porque no encajas con otras personas, sean amigos, familia o pareja. Hoy día, cuando conozco a otra persona, intento respetar los tiempos de una relación (por aquello de no ser un fuckin’ psycho), pero siempre soy sincero y directo. Esa actitud, puede no gustar: es más, sé a ciencia cierta que, a menudo, no gusta, pero es tan válida como alargar amistades moribundas o pelar la pava ad eternum.

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Nunca he estado en una relación, del tipo que sea, donde lo que fallaba era uno u otro, salvo casos excepcionales, sino la suma de una serie de conductas, creencias o actitudes. ¿Hay gente que se comporta de forma tóxica? Por descontado. Hay gente con serios problemas que no sabe responsabilizarse, que maltrata a terceros, que hace gaslightning, o ghosting, o no acertaría responsabilidad afectiva ni en la Ruleta de la suerte. Pero me niego a reducirlo todo a personas croqueta y personas tofu-pocho. Vale más la pena aprender a seguir tu camino, a limitar el acceso de terceros a tu vida y, por descontado, a priorizarte. Luego, todo se ve más claro.

Nda: Las ilustraciones son de la artista Sako Asko. En Instagram, @SakoAsko. 

Los gastos hormiga son nuestras vacaciones

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¡Felices fiestas! He sacado un rato de las vacaciones para hablar sobre los gastos hormiga, la brecha salarial y generacional y cómo la resiliencia se ha convertido en la única opción para seguir creciendo en un mundo donde vivir y sobrevivir se tocan más de lo que deberían.

Hay un discurso muy manido y rancio sobre la importancia del ahorro y del esfuerzo. Dice así: esforzarse es básico para conseguir lo que uno quiere.

Vale, te lo compro.

La putada es que (el discurso) está muy manido y es muy rancio porque es una de esas medias verdades. No lo fue siempre, pero, hoy, no es más que retrotraerse al pasado: es lo contrario a un acto de presentismo, diría yo. Para la mayoría, esforzarse es una obligación para la propia supervivencia diaria, y nada más.

Mientras nuestros padres y abuelos podían pagar alquileres y, a la vez, ahorrar de sus sueldos para una casa, un coche, unas vacaciones… y, años después, una segunda residencia, buenos colegios para los críos, etcétera, aquí nos encontramos con que, aunque tengamos la suerte de haber construido una vida de retazos, solo podemos mirar embobados los huecos de la escalera (social) que tenemos frente a la napia.

Hablo de compartir un piso entre cinco, de comprarse un coche de quinta mano (por obligación, sino no seas idiota: no lo hagas), de no poder tener hijos más que como deporte de riesgo, y de (casi) responsabilizarse económicamente de un animal por los pelos… Al final, lo que tenemos son los gastos hormiga.

Los gastos hormiga son nuestras vacaciones; son los gastos que nos dicen los expertos que evitan o imposibilitan el ahorro, porque el dinero no se escapa en alquileres desproporcionados, ni en la luz, el agua o la gasolina, se va en las cervezas que te tomas con los amigos después del trabajo, en el detalle para la novia o el novio o en ese videojuego que te hace tanta ilusión y te compras cuando has cobrado.

Falta entender que la mentalidad se ha desplazado al presente por una buena razón: la incertidumbre —en la calle, en la prensa, en tu casa— no trae buenos augurios y, además, nos encontramos con que los gastos hormiga son lo único a lo que podemos aferrarnos en una sociedad, en una cultura y en una época en la que ser mileurista es lo habitual para la gente en edad de trabajar. Está también el tema de que a los jóvenes se la sopla todo, pero, con el panorama aquí descrito, ¿eso es un acto de egoísmo o de resiliencia? No sé, dale dos vueltas.

Publicado en Instagram el 16 de abril de 2022.

Estrategas de CCC, prorusos y antinorteamericanos

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¡Muy buenas! Actualmente, estoy subiendo columnas de opinión a Instagram. ¡Nos vemos (también) por allí!

Yo, de geopolítica, poca cosa. Además, aun yendo a contracorriente (época de virólogos, vulcanólogos y estrategas militares de CCC, ya sabes), no me va eso de hablar de lo que no sé. Supongo que los estadounidenses no son la panacea, ni los israelís, ni nosotros; pero si un fulano me suelta una hostia en la cara, yo no desvío la atención al otro fulano que va soltando hostias en la cara a los vecinos, que es un poco lo que está pasando con los anti(norte)americanos. Quizá no son prorusos, no sé, pero el anti(norte)americanismo les puede.

Quizá las grandes superpotencias no sean hermanitas de la caridad, cada uno tendrá sus ideales y sus planes a lo Dr. Maligno, si me apuras, pero no todos son Putin ni Kim Jong-un. Aquí lo tengo claro: el ideal de una persona jamás debería suponer la muerte de otra. Hoy, es el caso de Rusia, pero ha sido el caso de muchos a lo largo de la historia de la humanidad.

Nosotros (los ciudadanos), ante este tipo de situaciones, nos sentimos pequeños, desconectados, extras de una película que lloran, gritan y corren asustados. Bueno, casi siempre es así, por desgracia. Por eso, quizá muchos ucranianos han cogido las armas para matarse con otros hombres y mujeres que preferirían no estar invadiendo un país extranjero.

Es el drama de la raza humana, ¿no? Si no nos matamos nosotros, hemos conseguido que nos mate el planeta y, si algo demostró el Covid, es que aquello que decían en El Señor de los Anillos con otras palabras —cuando hay oscuridad, es bonito pensar en un nuevo día—, está bien, pero, a veces, es una sarta de chorradas, porque ni hemos salido mejores ni estamos aprendiendo un carajo. Si acaso, sobrevivimos mejor cada día que pasa.

Publicado originalmente en Instagram el 14 de marzo de 2022.

¡Que no mires arriba!

Don't look up (Netflix, 2021)

Estos días he hecho lo que todo «quisqui» en vacaciones. Descansar, beber alguna birra de más y mirar Netflix como si el mundo se fuese a acabar; y, bueno, aunque me he visto de todo, también reservé un ratillo para dos de los blockbusters de los que más se ha oído hablar en estas fechas: Don’t look up (No mires arriba)Death to 2021 (A la mierda el 2021).

Los dos títulos utilizan la comedia y la sátira para tratar el cambio climático. Vale, ninguno hace excesivo hincapié en el tema (el segundo, algo más, por razones obvias al ser un falso documental), pero uno mira hacia un enorme meteorito destrozaplanetas que casi nadie quiere ver —ya lo dice el título: no mires arriba— y el otro repasa desgracias (Covid, covid, geopolítica, cambio climático, covid) con el calendario en la mano.

Ambos son productos de ficción, aunque muy reales; en los dos aparecen, de una u otra forma, las gorras de Trump, las consignas pseudoreivindicativas a la espera de que las rellenemos de significado, las grandes fortunas que viven ajenas al 99 % de la población mundial; también remiten a lo mismo: el negacionismo, el mirar hacia otro lado (¡que no mires arriba!), los ciudadanos de primera, de segunda y de tercera división y, por supuesto, el poder de las redes sociales.

Para no repetirme, ni hacer spoilers, este es el segundo tema que me gustaría tocar, porque tras tantos años como autónomo buscavidas, este año me ha salpicado muy, muy cerca. Cuando paramos, si podemos o nos permitimos alejarnos un poco, ¿somos conscientes de cómo nos estamos sumergiendo en realidades alternativas? En el día a día, está claro que no; pero incluso en el tiempo de ocio, cada vez resulta más difícil. Da igual que lo hagas desde tu avatar del futuro metaverso de Facebook, como en el feed de Instagram o en los tiktoks. Ni en vacaciones desconectamos: épocas que, en teoría, guardamos para nosotros y, aun así, ¿cuántas veces olvidamos esto y trasladamos el foco a una segunda vida virtual?; cargando con el peso de dos identidades: la personal, y la virtual.

Como a mí también me da mucha rabia que me destripen pelis y documentales, solo diré que el final de No mires arriba no puede ser más real, pese a ser ficción, y ¿el final del falso documental? Ese está por ver, aunque la previsiones no son muy favorables. Sea como sea, míratela de principio a fin, para saber qué cojones es un bronteroc y porque ya está bien de mirar hacia otro lado, que la hostia nos la vamos a dar igual parece.

El que ya lo ha visto todo

Máscaras - El que ya lo ha visto todo

Hace unos cuantos «findes» me topé con una tribuna de Joaquín Luna en La Vanguardia. De este señor, ya hablé en su día, así que por ahí no sigo. La columna iba sobre una mujer flexitariana, vegetariana o vegana —no lo sabía ni ella, decía el columnista, y el otro tampoco se preocupó mucho—. Olvidé el texto más rápido de lo que leí, pero me quedé pensando en la máscara «del que ya lo ha visto todo»… Esa que desgastan algunos escritores o periodistas como Arturo Pérez Reverte o Javier Marías.

A veces yo me pongo esa máscara, cuando me entra la depre. Entonces, miras el mundo con un aire más cansado, como el espectador que revisita películas antiguas que no recordaba así; la máscara son las callejuelas de tu ciudad, que apenas pisas yaputa gentrificación—, los que intentan ahorrar para un piso compartiendo entre seis unos meses (y se les pasan los años), el séptimo suegro con el que tampoco compartes ideología política —pero te da lo mismo, porque no le vas a convencer, ni él a ti—, las mismas dinámicas familiares de siempre (sobre todo ahora, en Navidad).

Gente, gente que lo intenta.

Gente que intenta convencer, influir, comprarse una lámpara al cincuenta por ciento y convertirlo en un acto revolucionario; ser polémico, ser escuchado: sobre todo, ser. El que ya lo ha visto todo, tiene un lado bueno: por ejemplo, huir del Sálvame o de las columnas de tipos como el tal Joaquín Luna. Sin embargo, sigue siendo una máscara, una más jodida si cabe que las que nos ponemos, todos, cara a la galería; una máscara que se te pega en el careto cuando no te lo esperas, y te cuesta saber si es o no es parte de ti. El que ha estado deprimido —o sea, que ha pasado una depresión— le pasa igual que al alcohólico o al suicida que «no lo consiguió»: siempre hay un riesgo.

Mira, ¡como con la Covid-19!

Nunca se ha visto todo, nunca se ha visto lo suficiente. Como decía el gran (actor) Federico Luppi (¿o era el personaje que interpretaba Eusebio Poncela?) en aquel papel de padre divorciado: hay que seguir, aunque solo sea por curiosidad, por saber qué viene después.

Eso sí, baja el ritmo, tómalo con calma, saborea las pequeñas cosas e ignora el ruido. Te va a ir mejor.

Esto, puede que sea un mensaje de mí pa’mí: probablemente, el último del 2021. Pero perfectamente puede ser un mensaje de ti (pa’ti).

No sé, dale dos vueltas.

Una canción de Manel en las montañas

Subir las montañas (que yo quiero) - Puig Vicenç 2020

I es va perdre entre unes mates remugant que era molt trist
que realment jo necessiti tot això per ser feliç.

La jungla (Manel, 2021)

Hay una historia recurrente en la que pienso. La historia me atrapa, casi siempre, en las montañas, como si estuviese agazapada tras el tercer o el séptimo kilómetro de verde —nunca sé—, lista para abalanzarse.

Te explico.

Cuando vivía con mi ex, muy de vez en cuando salíamos juntos a andar. Era raro que hubiese tiempo para andar: sí, en serio, para andar; la vida en pareja, a veces, puede ser complicada. Quizá no supimos defender nuestras parcelas para hacer cosas normales, que nos gustaban, como andar o, todavía mejor, deambular, vagar, callejear; quizá a ella no le gustaba y nunca me dijo «ve tú», o yo no supe entenderla. De este modo, cuando nos separamos, volví a las montañas; en parte, porque me había pasado muchos días de confinamiento leyendo a Thoreau; en parte, porque las restricciones favorecían estas nuevas rutinas.

Las pocas veces que ella salía a caminar conmigo y a hacer senderismo, advertí que dábamos la vuelta en los mismos puntos: a unos veinte minutos de la segunda masía, en la pendiente que sube hasta el punto equis o en el desvío que, a través de una ruta circular, permite desandar lo andado y, como suele decirse, ganar tiempo al tiempo. (Qué expresión más fea.)

Durante esa época, pensé mucho en que, si hubiésemos seguido juntos, es posible que yo nunca hubiese conocido todas estas montañas como la palma de mi mano. No habría podido conectar, punto a punto, los senderos verdes que rodean Cervelló con Vallirana, Torrelles de Llobregat, Sant Vicenç dels Horts y hasta Sant Boi; y, poco a poco, ir ampliar ese imaginario hacia el Ordal, las Montañas de can Rigol y, para abajo, hasta el Garraf, si me apuras. Un pequeño microcosmos de naturaleza que vas extendiendo y haciendo un poco más tuyo jornada a jornada.

Alguien me comentó que ella está viajando más (otros, otras; podrían habérmelo chivado las redes sociales, supongo, aunque yo no soy mucho de eso del stalkeo), porque quizá algunas ciudades eran sus montañas. Aun así, hubo un día en el que sí vi unas fotos que me hicieron sonreír; eran decenas de fotos haciendo cima en una montaña, mientras yo había hecho cien cimas sin acordarme del teléfono. Tan distintos… Ni bien ni mal, en realidad; solo distintos. Hay una canción de Manel que dice algo así, pero diferente.

Cuando subo montañas, ya casi nunca pienso en ella. Pero me hace muy feliz poder subir las montañas que yo quiero, y eso es algo a lo que no se debería renunciar por nadie; también espero que ella suba las suyas, aunque no es asunto mío y, en parte, mejor sentirlo así, que la ruta ha sido larga.

¿Os acordáis de que Internet iba a ser la hostia?

Internet KIng - Los Simpson - Internet iba a ser la hostia

De mi vida de copy[writer], mantengo algunas lecturas semanales. Hay un señor, Calvo con Barba (así, con mayúsculas), del que me lo sigo leyendo casi todo. Este hombre —de quien no recuerdo su nombre, aunque lo podría mirar— tiene una columna breve, que se llama Querida Marca, en la que aprovecha para lanzar ganchos y directos una vez por semana; después, escribe posts más extensos en su página profesional, por aquello del branding, supongo.

Hace poco, publicó un texto con mucha verdad, bastante largo y un poco triste. Trata sobre Internet, y es que quizá no lo sabes, pero Internet se va a la mierda. Como niño de los noventa, yo recuerdo que Internet iba a ser la hostia desde el módem de 26 kbps, y la cagamos. Como explica José Carlos Ruiz, en su último best-seller (Filosofía ante el desánimo, Imago Mundi, 2021), la digitalización podía haberse convertido en un verdadero camino para el conocimiento (en parte, lo ha hecho), pero la realidad es que nos ha llevado a la fatiga; concretamente, a la fatiga por exceso de información: a ser más vagos, más crédulos, más ideológicos y menos librepensadores.

Señor con barba explica… por qué Internet iba a ser la hostia

Es bastante triste ver a gente famosilla de Instagram trabajando en vacaciones.

Slurm McKenzie (Futurama) - Internet iba a ser la hostia (post)
El contrato de Slurm McKenzie con la fábrica de Slurm (que emula la fábrica de chocolate de Charlie y la fábrica de chocolate) le obliga a estar de fiesta 24 horas al día.

Al principio, el mundo digital iba a conectarnos a todos, pero, al final, nadie escucha a nadie y todo es un gran escenario que exige mucho más de lo que da. Es la paradoja de la identidad (personal) y el avatar, o identidad virtual. ¿Dónde empieza una y termina la otra? Los youtubers, twitchers e instagrammers, ni lo saben ya y, si lo piensas, es bastante triste ver a gente famosilla de Instagram trabajando en vacaciones; intentando convencer a los críos y a las crías de que su vida es una fiesta y sintiéndose como el gusano aquel de la fábrica de Slurm (Futurama, ¡cacho de carne!).

El señor de la barba que he mencionado arriba hablaba de porqué mi trabajo (como creador de contenido para terceros), cada vez, es menos relevante. La clave es la palabra difusión, que casa con oferta y demanda y que, a su vez, pasa por estándares más y más exigentes de calidad y profundidad, convirtiéndolo todo en una carrera de ratas. Desde Instagram a LinkedIn tienen a los usuarios creando contenidos con escasa difusión, algoritmos muy cabrones y una pizca de «aunque te vean, a tu audiencia quizá le importa una mierda».

El curioso caso de Guille Aquino

Si estaba vivo ¿qué cojones hacía sin generar contenido para Internet?

El curioso caso del argentino Guille Aquino mola para ejemplificar el párrafo anterior. El tío lo petó en la década pasada con los virales que hacia con su equipo (Lucía Iacono, Pablo Mir y compañía) y llegó muy, muy fuerte a finales de 2020 y, entonces, desapareció. Y ya empieza Internet —iba a ser la hostia, ¿recuerdas?— a romper las pelotas, como dirían ellos, a lanzar mierda rosa por la compu-global.

¿Está vivo Guillermo Aquino?

¿Qué fue de…?

Está vivo, preguntaban. En serio. Porque… si estaba vivo ¿qué cojones hacía sin generar contenido para Internet? ¿Te das cuenta de que hemos creado una sociedad en la que importa más el avatar que la persona? Da yuyu. Decía Guillermo Aquino en una entrevista en YouTube: «[A] Larry David lo he esperado cuatro temporadadas […], Dave Chappelle desapareció doce años. […] Qué poca paciencia, ¿no?» Miraos el vídeo, que he borrado los chistes y he metido puntos suspensivos.

En definitiva, que Internet iba a ser la hostia, pero cada vez pide más y da menos. No sé si es culpa de Santa Claus, del capitalismo o de las putas élites neoliberales, pero hacerse espacio en el mundo virtual ya resulta más difícil que ganarse la vida en el real, y, a este lado de la pantalla, nadie regala nada tampoco. No obstante, si hemos tenido tiempo de contagiar a todo quisqui el peor virus de todos, el del para-qué si nadie lo va a ver.

Ahora que se empieza a hablar de la siguiente revolución digital, los metaversos, yo he decidido que me bajo, que ya me gano bien la vida educando a humanos y a sus perros y escribiendo (todo lo que me dejan). Que sí, que está chulo subir alguna cosilla en redes sociales, pero si la decisión está entre cultivar la propia identidad o el avatar virtual, parad las redes, que yo me largo; o ¡qué coño!, me bajo en marcha, a riesgo de una hostia, que esta fabrica de egos heridos tampoco para nunca en realidad.

Como la vida está llena de ironía, a mi pareja actual la conocí en Instagram. Pero ya lo dijo Ortega, yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo. Así pues, quien no haya abierto nunca el Tinder, que tire la primera piedra.

Javier Ruiz (Munch) - Google Arts
—¿Y tú para qué quieres Internet?
Yo:

Edito: Me acabo de dar cuenta de que he hecho un queísmo de la leche. Sorry!

La vida no se recupera

La vida no se recupera - Los de traje y corbata (Bárcenas & Mortadelo y Filemón)

A la mayoría de treintañeros ya no nos sorprende: se ha dicho por activa y por pasiva y, sobre todo, lo hemos vivido en las propias carnes. No podemos esperar lo que tenían nuestros padres, ni en el trabajo, ni en el ahorro, ni en casi nada. ¿En qué se traduce? Menos poder adquisitivo, futuro incierto, ocio low-cost, entre otros.

No sé si viviremos peor, o ya lo hacemos, pero está claro que la estructura social sobre la que todo lo demás se sostenía, ya no es la misma, y no tenemos muy claro hacia dónde va, que es lo peor. Por esto, siempre hay algún tarugo o taruga por ahí con aquello de «¡es que si quisieran esforzarse…!» sin ser consciente de que, cada generación, se esfuerza y juega con las cartas que le han tocado; y la nuestra, y futuras, no tienen una gran mano, la verdad. Revolución digital, nuevas formas de subcontratación, cambio climático, precarización, gentrificación…

A veces, se habla de hipotecar el presente, pero es un paralelismo de mierda. Cuando tú hipotecas tu casa, puedes recuperarla tras la devolución del préstamo; aquí nadie te va a devolver el tiempo, porque es lo único (al menos, por ahora) de lo que somos dueños. Pero como el tiempo de vida no te da de comer, sino más bien lo contrario, nos hemos contentado con cierta estabilidad, con no poner en tela de juicio el statu quo (pasamos de salir a la calle, de protestar, de exigir trabajo y vivienda digna) y seguimos comiendo tres veces al día, pagando Netflix y tomando una caña por encima de nuestras posibilidades. Después, aguantamos que unos economistas imbéciles nos digan que el problema son los gastos hormiga. Dime tú si no es para salir y quemar algo.

La vida no se recupera - Los de traje y corbata (Bárcenas & Mortadelo y Filemón)
Los de traje y corbata… ya se sabe. En la viñeta, un famoso tesorero hace un cameo.

Ya nos han vendido la moto. Lo ves en la gente, en cómo habla, en cómo piensa; en cómo se ha normalizado compartir un piso entre cinco, vivir en un estudio de veinte metros cuadrados por seiscientos euros de alquiler, y dos meses de fianza, y pago de un 10 % de la anualidad para la inmobiliaria. Todo eso, ya es rutinario: cobrar mil pavos y gastarse el 80 % en el alquiler, no poder vivir solo o sola, no poder independizarse. Y si no lo vemos normal, por lo menos, les seguimos el juego. En lugar de preocuparte por la familia que se queda en la calle, nos creemos lo que nos dicen Bankia y Securitas Direct.

No duermes por las noches pensando en que alguien sin recursos va a ocupar la casa de un banco que dejo sin recursos a otro alguien. O como decía aquel famoso grafiti: «La vida es aquello que pasa mientras te preocupas de que no te ocupen la casa que no tienes durante las vacaciones que no puedes pagarte.» Mientras tanto, los ricos siguen haciéndose más ricos y los pobres más pobres. Sí, OK. No todo es blanco o negro, pero la mayoría son cortinas de humo (¡oh, qué casualidad!, de color gris).

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Zona gentrificada. Y la gente pobre a tomar por… Que se vaya en silencio, por favor.

La mala noticia es que hay cosas que, probablemente, si no has vivido o puedes vivir ahora —tener tu espacio, independizarte con veintipocos, vivir en pareja, viajar mucho con los amigos—, quizá no puedas vivirlas o, por lo menos, no como las vivirías en este periodo. Nos toca, pues, cambiar y adaptarnos a modelos impuestos —alquiler, pluriempleos, compartir por necesidad, usar coches de tercera mano hasta los cuarenta— o buscar nuevas formas. Aquello de enrabietarse y patalear, suele ser poco funcional, pero quizá es momento de plantearnos como generación hacia dónde queremos ir, qué queremos hacer, cómo vamos a construir nuestro futuro.

En relación con la crisis de la Covid-19, el escritor francés Olivier Marchon dijo: «No somos los dueños del tiempo, y esa quizás sea la lección de esta cuarentena»; yo agrego algo: si la baraja está marcada, quizá está justificado mandar al crupier a tomar por culo (y buscarse otra sala de juegos). A partir de aquí, que cada cual aguante su vela y encuentre su propio camino, pero está claro que los que nos trajeron hasta aquí, están igual de perdidos que nosotros, así que, por mucho que sean tus padres, ¿no es momento de dejar de seguirles el juego?

Al fin y al cabo, la vida no se recupera.

Las pequeñas cosas que mueren

Calabaza - Ronda de Dalt - Las pequeñas cosas que mueren

En la salida 4 de la Ronda de Dalt, hay un ramo de flores y una calabaza. Siempre que voy a ver a mi madre, pongo el intermitente, cien o doscientos metros antes, y pienso: se lo tengo que contar. Llegó a su casa, y ya se me ha ido de la cabeza. En parte, por esto, he decidido hacer una pequeña columna sobre el tema.

Supongo que (a mí) me sorprende porque soy un tío curioso: de crío, era el típico niño que da por saco con el «por qué esto» y «por qué lo otro». Donde está la calabaza, hace un par de meses había más ramos, y una señal horizontal vencida y, delante, otra provisional, de peligro. Imagino que alguien —un motorista— tuvo un accidente y chocó con esa señal; después, tras el entierro, la gente fue a dejar flores donde falleció, pero hoy solo alguien especial, o un pequeño grupo, sigue acudiendo a la cita. Deja, o dejan, flores y una calabaza, quizá porque era un mote cariñoso, quizá porque le gustaba la crema de calabaza. Eso no importa al mundo, pero, para alguien, estoy seguro que se hace un mundo.

Un ramo y una calabaza

Son las pequeñas cosas las que nos definen. No es casualidad que allí, debajo de la nueva señal de ceda el paso, haya una calabaza y no solo un ramo; o haya una calabaza, y no  una nuez, o una manzana junto a las flores. ¿Qué es lo que más nos cuesta superar cuando alguien desaparece? Diría que es el hecho de entender y aceptar que hay que decir adiós a muchas cosas, que toca hacer un ejercicio de empatía (cagarse un poco en Epicuro y en aquel pobre consuelo del cuando yo soy, ella no es) y entristecerse por lo que esa persona ya no es capaz de sentir.

También hay siempre algo más egoísta, algo más personal.

Esa otra cosa es el decir adiós a las pequeñas cosas.

Esas cosas que le hacían único.

Esos rasgos, rarezas, pasiones que se habían construido y organizado en un ser y que jamás volverán a juntarse del mismo modo.

Esas cosas son las que (también) se van con la persona.

El hecho de saber decir adiós a todas esas pequeñas cosas es el luto más duro, porque, primero, se van con la persona; después, de nuestra conciencia, y, finalmente, quedan en un vacío tal, que ya no importa que hayan o no hayan existido; excepto para nosotros. Esa es la última muerte del que parte antes, la muerte que espera a la propia en la inexistencia.

Y supongo que, algo así, es lo que le quiero contar a mi madre cuando veo la calabaza debajo de la señal de ceda al paso, pero quizá es bueno que, al aparcar, lo haya olvidado; porque tampoco veo tanto a mi madre, porque tampoco nos vemos tanto; todos, nadie, en general. Y yo, por casa de mi madre, suelo pasar a merendar, que no es buena hora para la filosofía.

Pirotecnia y San Juan: «No eres tú, soy yo»

Un perro se esconde debajo de la cama por miedo a los petardos.

Nunca habían tardado tanto en tirar los primeros petardos. Han llegado, esta semana. Las casetas de venta también han abierto tarde. No es por la Covid-19, o no solo es por la Covid, sino por cómo hay cosas que van cuesta abajo y sin frenos, o eso creo.

Quizá me equivoco.

Quizá el mercado ha dicho: «Una po**** me arriesgo este año; mejor abrimos las tiendas tarde; luego, valoramos ventas y ya veremos qué se hace para el año que viene.»

A lo mejor yo le estoy intentando dar una lectura moral, y la cosa va de pasta.

Me ha pasado antes.

El grupo de WhatsApp, y la verbena de San Juan

Estoy en el grupo de WhatsApp de la urbanización, que yo me lo imagino como el típico grupo de padres de colegio. Gente que se pasa el día diciendo cosas políticamente correctas y esconde lo que piensa; luego, otros que están ahí buscando la dosis de interacción social que han perdido en otro lado, y los que lo tienen silenciado. Yo soy del tercer grupo. Abro y cierro cada 300 o 400 mensajes nuevos, pero hoy le he echado un ojo. Algunos hablaban de los petardos, de si podían tirar cohetes y cosas varias que explotan desde su casa, porque es injusto que no les dejen tirarlos en una urbanización de montaña.

Supongo que prevalecerá el sentido común, pero quizá algún idiota quema medio bosque.

No hay que cantar victoria. La estupidez siempre encuentra camino.

Lo que ocurre con los petardos es similar a lo que ha pasado con las mascarillas: responsabilidad individual, o ausencia de. Todo dios quiere democracia, pero, luego, te da palo ir a votar; también que quiten restricciones cuando baja la curva de contagios, pero sin estas, unos no saben qué hacer y otros se van a hacer botellón en burbujas de convivencia de setecientas cincuenta y siete personas.

Ah, la responsabilidad individual… Menuda zorra.

Roma (Pájaros muertos, 1 de enero)
Cientos de pájaros muertos en las calles de Roma debido a la pirotecnia del 1 de enero.

Ecologistas y animalistas que petardean

En definitiva, que el ecologismo, el animalismo y la responsabilidad individual están muy bien, pero el niño tiene que tirar «petardicos» (y el padre). Cuando llegan las verbenas, se nos olvida; nos vale todo: siempre ha sido así, es una tradición… pero, después, tildas al torero de imbécil por la misma frasecita; otro gran hit: la verbena es un único día (mentira, por cierto). En realidad, todas los que quieras: lo hace todo el mundo, no hacen daño a nadie, y blablablá.

La realidad es que es muy fácil llamarse ecologista cuando nada te afecta; es muy fácil decir que estás contra el racismo o a favor del feminismo, siempre que no cuestionen tus privilegios y, sí, es sencillísimo decir que no te gustan los petardos, mientras compras, y prendes, y lanzas, y das por culo a niños y niñas con TEA (o adultos), gente mayor, fauna salvaje, y perros, y gatos. Para cambiar algo, hay que ser conscientes todo el año, no cuando nos conviene.

¿Y si empezamos a hacer autocrítica? Podemos empezar por ser valientes para decir al padre, al hermano, al hijo: «No, no quiero petardos: yo estoy en contra por esto, esto y esto». Decir: oye, no quiero pirotecnia sonora, porque mata animales, hace daño: tiene consecuencias. Decir: no eres tú, ¿sabes?, soy yo también. Soy yo quien decide, quien da ejemplo, quien ayuda a cambiar las cosas.

¿Cómo daña la pirotecnia a los animales?
Gorrión muerto debido a la pirotecnia. Copyright: Animal Ethics.

Siempre estamos exigiendo a los políticos que sean valientes para actuar y legislar, pero ¿y nosotros?

La base de la democracia es la participación ciudadana, ¿no?

Pues empecemos a actuar.

Y no hablo de convertirse en policías de balcón, sino en posicionarnos (activamente) en contra de una tradición, en hacer carteles —como alguien que empezó a informar en Terrassa sobre los peligros de la pirotecnia hace unos días—; en atrevernos a educar, dialogar, y cambiar las cosas.

Deja de contentarte con lo que tienes; deja de contentarte con lo que eres: haz autocrítica y atrévete a seguir cambiando.

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